Ya Nour:
¿Cómo tienes el pie? No paro de preguntártelo. ¿Por qué no me lo dices?
Hay en China un árbol que se llama Ginkgo biloba. Comparado con otros árboles, es una especie primitiva. Los chinos lo llaman «el árbol de los cuarenta escudos». Me gustaría que los tuvieras todos. En medicina se emplea para estimular la circulación de la sangre, especialmente la de las piernas. Ginkgo biloba. Oigo tu voz profunda pronunciándolo.
Me contabas en tu última carta —llegó hace una semana— que le habían rapado la cabeza a una presa. Sé cómo debió de sentirse. Es como si te encadenaran de pies y manos, hasta que aprendes a soltarte. Te lleva como una semana. Pero el odio que sientes por las manos que lo hicieron dura para siempre.
Son las tres de la madrugada, y puede que tú tampoco duermas.
Se rompió una silla; tenía las patas desencajadas, el asiento flojo y algunos travesaños desencolados y sueltos.
Estaba sentado Eduardo, que nos soltaba una perorata sobre los métodos de alfabetización, y de pronto las patas cedieron, y Eduardo dio con sus huesos en el suelo. Entre risas, recogimos los trozos y los dejamos en un rincón.
Y esta mañana, como no trabajaba, decidí arreglarla. Ya había comprado un tarro de cola. La cola de carpintero es pegajosa y blanca como el líquido que sueltan los tallos de diente de león. Coloqué la silla patas arriba y me senté en otra. Tenía un martillo, un destornillador y un trapo que era una manga o un trozo de manga de un viejo abrigo guateado que había sido de Olga. Tenía claro lo que había que hacer. Desencajé todas las piezas que pude. Di por supuesto que las que no salían estaban firmes. Entonces puse cola en todos los agujeros, en el extremo superior de las patas y en ambos extremos de los travesaños. Fui metiendo cada cual en su agujero y las martillé una a una, poniendo el trapo entre el martillo y la madera manchada de cola para protegerla de los golpes. Todas entraron y quedaron perfectamente encajadas. Di la vuelta a la silla y la miré. Y entonces sucedió algo extraño. Me eché a llorar. Lloré tanto que las lágrimas me cegaban.
Pasado no sé cuánto tiempo, fui al lavabo a quitarme la cola de las manos, y me lavé la cara.
Cuando volví, ahí estaba la silla: las patas bien rectas en el suelo, todas las piezas en su sitio y esperando a que le limpiara el exceso de cola con la manga del viejo abrigo de Olga. La limpié, le apreté tres tornillos y la puse junto a la ventana (la ventana por la que nos asomábamos a ver los gatos que andaban por la azotea). Esperaré dos días a que se seque la cola, me dije.
¿Qué me hizo llorar? ¿Que fuera tan fácil arreglar la silla, mientras que lo demás es tan difícil? ¿O sería porque me di cuenta de que ya no dependía de ti para esas cosas? ¡De ti!
Son las cosas pequeñas las que nos asustan. Las cosas inmensas, aquellas que pueden matarnos, nos hacen valientes.
Tuya,
A’ida