De camino a la farmacia vi a un desconocido sentado en la cuneta de la rotonda, junto a la morera que hay al bajar la cuesta. A su lado había una bicicleta con la rueda delantera torcida. Tendría tu edad, pero no se parecía en nada a ti.
No hay otro hombre igual que tú. Todo está hecho con la misma materia, y cada cual está construido de manera diferente.
No se sabía si se había caído de la bicicleta o si se la habían robado y acababa de encontrarla. Por su forma de tocarla, sin embargo, sí se sabía que era suya. Tenía desgarrada una pernera del pantalón, lo que sugería una caída. Pero al mismo tiempo, toda su ropa estaba muy raída, y las sandalias, rotas y gastadas. Podría haberse caído, o le podrían haber robado la bici mientras dormía y haber sido el ladrón el que se cayera.
Cuando pasas mucho tiempo sola, como lo paso yo, empiezas a elucubrar sobre tonterías como estas. Si hubieras estado a mi lado, no le habría dedicado ni un segundo. No le pregunté qué le había pasado porque parecía ensimismado pensando en qué hacer a continuación. Los codos sobre las rodillas, la barbilla entre las manos, y la puntera de la sandalia izquierda buscando cobijo bajo el puente del pie derecho: estaba a punto de tomar una decisión. En esos momentos, muchos hombres adoptáis una expresión peculiar. Es como si desearais desaparecer, como si estuvierais a punto de disolveros en el cielo. Un martirio minúsculo. En las mujeres es distinto. Nosotras tomamos la mayoría de las decisiones con las posaderas bien asentadas.
Y yo acabo de tomar una. ¿Por qué no nos casamos? ¡Tú me lo pides! Y yo digo: ¡sí! Entonces se lo preguntamos a ellos. Si nos dan permiso, te visitaré para la boda y luego una vez a la semana en la sala del vis-à-vis para siempre jamás.
Todas las noches te reconstruyo, hueso a hueso. Delicadamente.
Tu A’ida