Guapo mío:

Escuchas en tu celda mis palabras conforme las escribo. Estoy sentada en la cama, el cuaderno apoyado en las rodillas.

Si cierro los ojos, veo tus cicatrices, la de la izquierda más protuberante que la de la derecha. Mi mejor amiga de la escuela afirmaba que el oído humano es semejante a un diccionario y que si sabes hacerlo puedes buscar palabras en él. Límpido, por ejemplo. Límpido.

Sonó el teléfono y oí la voz entrecortada de Yasmina —los pinzones pían así de rápido cuando su árbol corre peligro—, diciéndome que hacía unas horas que un Apache sobrevolaba la antigua fábrica de tabaco de Abor, donde siete de los nuestros estaban escondidos, y que las mujeres del barrio —y de otros barrios también— habían formado un escudo humano alrededor y en el tejado de la fábrica, para impedir que la bombardearan. Le dije que iría enseguida.

Colgué el teléfono y me quedé quieta, pero me sentía como si estuviera corriendo. El aire fresco me daba en la frente. Algo mío —algo que no era mi cuerpo, tal vez, mi nombre, A’ida— estaba corriendo, girando a toda velocidad, elevándose y cayendo en picado, haciéndose imposible de divisar o de alcanzar. Puede que un pájaro sienta lo mismo cuando lo ponen en libertad. Algo límpido.

No te voy a enviar esta carta. Sin embargo, quiero contarte lo que hicimos el otro día. Tal vez no la leas hasta que los dos estemos muertos, no, los muertos no leen. Los muertos son lo que queda de lo que se escribió. La mayor parte de lo que se escribe queda reducido a cenizas. Los muertos están todos ahí, en las palabras que permanecen.

Para cuando llegué, veinte mujeres se habían instalado en el tejado de la fábrica y agitaban pañuelos blancos. La fábrica tiene tres pisos, igual que tu cárcel. Filas de mujeres rodeaban el edificio apostadas contra las fachadas. Todavía no había a la vista ni tanques ni jeeps ni humvees. De modo que atravesé el descampado desde la carretera para unirme a ellas. Reconocí a algunas; a otras no las conocía. Nos tocábamos y nos mirábamos en silencio para confirmar lo que teníamos en común, lo que compartíamos. Nuestra única posibilidad era convertirnos en un solo cuerpo mientras estuviéramos allí, y negarnos a movernos.

Oímos que volvía el Apache. Volaba muy bajo, en círculos lentos a fin de atemorizarnos y observarnos, su rotor de cuatro aspas chantajeando al aire bajo él para que lo sostuviera. Oímos su familiar rugido, el rugido de ellos decidiendo y de nosotras corriendo a refugiarnos, pero hoy no iba a ser así. Vimos los dos misiles Hellfire que llevaba metidos bajo los sobacos. Vimos al piloto y a su artillero. Vimos las armas apuntándonos.

Era muy posible que algunas de nosotras muriéramos allí mismo, delante del monte destrozado, delante de la fábrica abandonada, que hace cuatro años se utilizó de hospital improvisado durante la epidemia de disentería. Todas, creo, estábamos asustadas, pero no por nosotras mismas.

Otras mujeres venían corriendo, zigzagueando por el sendero que baja del monte Abor. Es muy pendiente por ese lado, ¿te acuerdas?, y no veían el helicóptero. Venían del brazo, de la mano, riéndose nerviosas. Era muy raro oír sus risas y el rugido del Apache al mismo tiempo. Recorrí la fila de mujeres con los ojos, miré a mis compañeras, particularmente a sus frentes, y estaba segura de que algunas habían sentido lo mismo. Sus frentes eran límpidas. Las más rezagadas recompusieron sus ropas al llegar, y nosotras las abrazamos solemne y afectuosamente.

Cuantas más seamos, mayor será el objetivo que tengan que batir y más fuertes seremos. Una lógica extraña y límpida. Cada cual estaba asustada, pero no por ella misma.

El Apache estaba suspendido sobre el tejado de la fábrica, como a tres pisos de altura, fijo, pero no quieto. Nos dábamos la mano y de cuando en cuando repetíamos nuestros nombres. Yo tenía a Koto a un lado y a Miriam al otro. Koto tiene diecinueve años y unos dientes blanquísimos. Miriam es una viuda de cincuenta y tantos, a cuyo marido lo mataron hace veinte años. Aunque no te voy a enviar la carta, he cambiado sus nombres.

En ese momento oímos venir los tanques calle abajo. Cuatro. Koto me frotaba la muñeca con el dedo. Oímos el altavoz anunciando el toque de queda y ordenándonos que nos dispersáramos y entráramos en el edificio. La calle, al otro lado del descampado, estaba abarrotada de gente, vi algunas cámaras. Unos gramitos a nuestro favor.

Los inmensos tanques se apresuraban hacia nosotras, girando sus torretas hacia el blanco exacto.

El miedo que provocan ciertos sonidos es el más difícil de controlar. El estruendo de sus cadenas, forcejeando contra todo lo que pisaban, aplanándolo, el rugido de sus motores, que parecía querer succionarnos, y el altavoz, ordenándonos que nos dispersáramos, los tres se hicieron cada vez más fuertes, hasta que los tanques se detuvieron en línea frente a nosotras, a unos doce metros, y las bocas de sus cañones aún más cerca. No nos apiñamos, sino que nos extendimos, solo nuestras manos se tocaban. Un oficial apareció en la escotilla del primer tanque y nos informó, chapurreando nuestra lengua, que ahora nos obligarían a dispersarnos.

¿Sabes cuánto cuesta un Apache?, le pregunté a Koto entre dientes. Ella sacudió la cabeza. Cincuenta millones de dólares, le dije. Miriam me dio un beso en la mejilla. Yo esperaba que se abriera la puerta trasera de uno de los tanques y que aparecieran los soldados, saltaran a tierra y nos rodearan. No les habría llevado más de un minuto. Pero no sucedió nada de esto, sino que los tanques giraron, uno detrás de otro, dejando entre ellos unos veinte metros de distancia, y empezaron a dar vueltas alrededor de nuestro círculo.

No lo pensé entonces, guapo mío, pero ahora que te estoy escribiendo en plena noche, pienso en Herodoto. Herodoto de Halicarnaso, que fue el primero que escribió acerca de los tiranos a quienes ensordece el estruendo de sus propias máquinas de guerra y dejan de oír lo que les dicen los dioses.

No podríamos haber plantado resistencia a los soldados, habrían terminado por llevarnos a rastras. Deliberadamente, conforme nos rodeaban, los tanques se aproximaban más a nosotras, iban apretando poco a poco la soga a nuestro alrededor.

¿Sabes cómo calculan los gatos sus saltos, la distancia que van a saltar, de modo que caen sobre las cuatro patas prácticamente juntas en el sitio exacto que habían calculado? Eso es lo que tenía que hacer cada una de nosotras, calcular, medir, no la distancia de un salto, sino su opuesto: la cantidad precisa de voluntad necesaria para tomar la aterradora decisión de no moverse, de no hacer nada, a pesar del miedo. Nada. Si subestimabas la voluntad necesaria, romperías la fila y echarías a correr antes de darte cuenta de lo que estabas haciendo. El miedo era constante, pero fluctuaba. Si la sobrestimabas, te agotarías antes de que aquello hubiera concluido, y las otras tendrían que sostenerte. Nos ayudaba el hecho de estar agarradas de la mano, pues el cálculo de la energía pasaba de una a otra.

Tras una primera vuelta a la fábrica, los tanques ya estaban prácticamente a un palmo de nosotras. Al otro lado de los respiraderos enrejados veíamos cascos, ojos, manos enguantadas.

Pero lo más aterrador de todo era ver desde tan cerca el blindaje acorazado. Cuando pasaban ante nosotras, era esa superficie, la más impermeable que haya creado el hombre, lo que no podíamos evitar mirar, aunque cantáramos —y ya habíamos empezado a cantar—, sus remaches redondeados, ciegos, su textura de cuero animal, que nunca brilla, su dureza granítica y su color asqueroso, que no es el color de ningún mineral, sino el color de la podredumbre. Esa superficie sería la que nos aplastaría. Y enfrentadas a ella, teníamos que decidir, segundo a segundo, no movernos, seguir allí plantadas.

Mi hermano, gritó Koto, dice que si se encuentra el sitio y el momento adecuado se puede destruir cualquier tanque.

¿Cómo fuimos capaces de resistir las trescientas mujeres que nos plantamos? Las orugas de los tanques pisaban ahora a escasos centímetros de nuestras sandalias. Y no nos movimos. Seguimos agarradas de la mano y cantándonos con nuestras voces de vieja. Pues esto es lo que había sucedido y por eso pudimos hacer lo que hicimos. No es que hubiéramos envejecido, simplemente éramos viejas, teníamos mil años.

Se oyó en la calle una larga ráfaga de ametralladora. Desde nuestra posición no veíamos bien lo que estaba pasando, así que hicimos señas a nuestras viejas hermanas posicionadas en el tejado, que tenían más visibilidad que nosotras. El Apache seguía suspendido amenazadoramente sobre ellas. Comprendimos por sus señas que una patrulla había disparado a unas figuras que huían. Enseguida oímos una sirena.

El efecto de succión del siguiente tanque que vino a acorralarnos nos ahuecaba y levantaba las faldas. Quietas. No os mováis. No nos movimos. Estábamos aterradas. Y cantábamos con nuestras agudas voces de abuela: ¡No nos moveréis! Cada una armada no más que con un útero abandonado.

Así fue.

Entonces uno de los tanques —de primeras no podíamos creer lo que veían nuestros ojos cansados— dejó de dar vueltas, se dirigió hacia el descampado y empezó a atravesarlo, seguido por el siguiente y el siguiente y el siguiente. Las ancianas del tejado aplaudieron, y nosotras, sin soltarnos de la mano, pero calladas, empezamos a avanzar de lado hacia la izquierda, a pasitos, de modo que despacio, muy despacio, como correspondía a nuestros muchos años, dimos la vuelta a la fábrica.

Como una hora después, los siete estaban preparados para escapar. Nosotras, sus abuelas, nos dispersamos, recordamos cómo había sido ser joven y volvimos a serlo. Y diez minutos después me llegó la noticia, que venía de boca en boca: Manda, la profesora de música, había muerto de un disparo en la calle. Intentaba unirse a nosotras.

El laúd no se parece a ningún otro instrumento, decía. En cuanto te lo pones en el regazo, el laúd se convierte en un hombre. ¡Mi Manda!

Mientras viva seré tuya, mi guapo.

[Carta no enviada]

De A para X
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