Hayati:
Estoy sentada con una palangana roja entre los pies en la azotea, en lo que tú llamabas la cuarta habitación. Desde la pastelería de la esquina sube un olor a vainilla tostada. Un olor vespertino. Nunca lo hueles por la mañana. Ya son las ocho y media, y la gente sigue prefiriendo caminar por la acera que ha estado en sombra. Dos vencejos revolotean entre los tejados. De todo lo que veo en este momento, sé que estos dos pájaros son los que te depararían más placer. Verlos.
Con la palangana roja en la mano, paso de mi azotea a la de al lado y desde allí a la de Ramón, que tiene un grifo, y la lleno con agua robada. Vuelvo, me quito las sandalias y meto el pie izquierdo en el agua fría.
Puede que la visión de mi pie en el agua te deparara tanto placer como los vencejos revoloteando, ¿o no? ¡Es una broma! Bromear es la mejor manera de pasar el tiempo cuando uno espera, dice Manda. Le pones una zancadilla al tiempo cuando bromeas, y así sale disparado.
Con los dos pies en el agua me siento paralizada. Así que saco el izquierdo, que ya se ha refrescado, y meto el derecho. La mejor manera de adivinar la edad de alguien es mirarle los pies. Los míos incluidos.
Hace un rato subió Ama. Flaca como un palillo. Me vio desde la ventana y vino, se sentó a mi lado y me dijo al oído: Quiero contarte algo muy raro.
¿Divertido o siniestro?
Triste, dice, y luego espera.
Pues venga, cuéntamelo.
Anoche estuve en casa de una amiga viendo una película en la tele, empezó. No era nada del otro mundo; una película argentina, creo, pero el actor que hacía de protagonista era exacto a Rami. Lo que te digo. Era igual, en todo. Giraba la cabeza igual que él. Y caminaba y tosía como él. Se quitaba los zapatos igual que él. Tenía sus mismas entradas. Me volví loca viendo la película, porque no podía ser Rami. Rami ha muerto y además nunca actuó en ninguna película.
Ama se queda sin aliento. Lo que no entendía —dice como escupiendo las palabras—, lo que no entendía es que hubiera dos Rami. Si Rami no es único, no está muerto.
Unas gotas de sudor le asoman sobre los labios y en la barbilla. Eso significa… ¿no lo entiendes?, dice. Eso significa que Rami murió por nada. Reclina la cabeza contra la mía.
Ahora te explico. Ama conoció a Rami el invierno pasado. Era unos diez años mayor que ella. Electricista y muy bueno con los ordenadores. Lo vi una vez. Llevaba bigote, lo que le daba un aire muy digno, y tenía unos ojos sonrientes. Ama estaba un poco enamorada de él. Si es que se puede decir que uno está un poco enamorado. Tal vez es una cuestión de volumen, Ama podría haberlo subido, pero no lo hizo.
Lo mataron hace cuatro meses. Una patrulla llegó a su casa por la noche, lo sacó de la cama y lo llevó junto al río Zab, donde le dispararon. Ama tardó tres días en enterarse, cuando descubrieron el cuerpo.
Lo sabía antes de que me lo dijeran, me explicó después de que le comunicaran su muerte. Lo supe la noche que le dispararon. Me desperté de pronto con un vacío entre las costillas. Pero no podía lanzarme a él, porque yo misma era el vacío. Fue una bendición que todavía no me hubiera acostumbrado a él, continuó tras una larga pausa. Era nuevo. Lloré porque me daba pena que hubiera muerto, porque me daba pena y me enfurecía, y recé por él, pero no lloré por mí. Sabía que todavía tenía muchas cosas que recoger en la vida, que tomar, que amar y que perder, una a una.
Esa noche, la noche en que le anunciaron la muerte de Rami, estaba mucho más tranquila que hoy. Hoy se puso a gritar en la azotea. ¿Cómo es posible?, gritaba al cielo, ¿cómo es posible que haya dos Rami?
Ven, siéntate, le dije.
Me miró muy seria, pero sin perder esa sonrisa suya casi permanente. No pasaría nada, dijo, si hubiera tenido un gemelo, pero no lo tenía.
Se acercó al borde de la azotea, musitando, como para sí: si no había un solo Rami, si Rami no era único, entonces no ha muerto. ¿Cómo voy a llorarlo si no ha muerto, si no es único? Y necesito llorarlo.
Se sentó a mi lado, aullando de pena, una pena profunda. Tenía la cara brillante por las lágrimas y el sudor. Tiene veinte años. Esperamos juntas. Entonces tiré el agua de la palangana roja y fui a llenarla otra vez en el grifo de Ramón. Volví y la puse junto a nuestros pies.
Quítate las sandalias, le dije.
Si tú también te las quitas, me respondió.
Es demasiado pequeño para que quepan los pies de las dos.
Pues yo meto el derecho y tú el izquierdo, dijo ella, y entonces dejó de sonreír, cogió agua en la mano y se remojó la cara.
Esto es lo que quería contarte esta noche.
Tuya,
A.