Epílogo
El viaje no se había realizado en el Fuerza Aérea Dos, el avión oficial del vicepresidente. La principal razón era que no había nada de oficial en aquel viaje, por mucho que el futuro de su país y del Occidente industrializado dependiera en gran medida del mismo. A pesar de lo dramático de la situación, o quizá por ello, el descubrimiento de la misión en curso podía hacer sucumbir a la nueva Administración del presidente Iverson bajo una tormenta de indignidad, semejante (aunque ignorada por el gran público) a la que consumió a su predecesor, lo que completaría el círculo de iniquidad que se había iniciado de un modo no muy diferente al que ahora pretendía usar para cerrarlo. Círculos dentro de círculos. Y el mundo en el centro, extinguiéndose como una vela.
Raymond Nunn, nuevo vicepresidente de Estados Unidos, se agitó en su asiento trasero del todoterreno que le había recogido en el aeropuerto de Jedda, junto a la costa del mar Rojo, para recorrer los 75 kilómetros hasta su destino final. Un Gulftream V le había llevado hasta allí tras una escala en Inglaterra y un rodeo a través de Turquía e Irak, pues debía huir de los sensibles espacios aéreos de Israel y Egipto.
Egipto, cuna en los años treinta de los Hermanos Musulmanes, precursores del integrismo radical y de la yihad contra Occidente, se hallaba en plena y sangrienta efervescencia, siguiendo los pasos de sus hermanos de Pakistán y de la península Arábiga. Otro círculo que se cerraba. Aunque en el valle del Nilo, la revolución islámica estaba encontrando más resistencia para imponerse sobre un ejército comprometido con décadas de brutal represión y que luchaba por su propia supervivencia. Así, el rápido cambio de régimen que se había producido en otros lugares (en algunos como en las pequeñas monarquías del Golfo y Yemen apenas sin disparar un tiro) había devenido allí en una terrible guerra civil, cuyo sello de identidad era la voladura de varios monumentos faraónicos por parte de los islamistas, para ellos impías representaciones de las que siempre habían abjurado.
El rais egipcio había solicitado ayuda urgente, y el presidente Iverson se la concedió, esperando frenar en aquel frente la marejada islámica. Aviones, helicópteros y las Fuerzas Especiales norteamericanas luchaban ahora en los populosos barrios de El Cairo, Alejandría, Suez y otra media docena de ciudades para no «perder» también Egipto. Y todos los indicios —aumento de los atentados terroristas, escaramuzas cada vez más habituales y sangrientas, manifestaciones duramente reprimidas— apuntaban en la peor dirección posible respecto a Turquía, el mayor puntal de Occidente en el mundo musulmán.
Mientras, aquél seguía acelerando su caída por la pendiente de la crisis económica. Una pendiente con un ángulo que no dejaba de inclinarse, a pesar de las medidas de emergencia que se decretaban y de los esfuerzos que se realizaban para elevar la producción de petróleo. Legiones de técnicos y billones de dólares desembarcaban diariamente en los yacimientos petrolíferos de todo el mundo que seguían activos, con el objetivo de mejorar infraestructuras, abrir más pozos y bombear más deprisa aquella sangre negra que necesitaba ser inyectada en el desfallecido cuerpo industrial del planeta.
Sin embargo, se requería tiempo sólo para frenar la velocidad de caída, tiempo que los Gobiernos no tenían, Gobiernos que eran acusados por los ciudadanos de imprevisión e incompetencia, de ser parte del problema que ahora decían intentar solucionar. Unos cedían y dimitían, otros se mantenían en el poder con la ayuda de las fuerzas del orden; los menos habían conseguido insuflar en la población un espíritu de sacrificio y superación, propios de olvidados tiempos de resistencia patriótica.
De todos modos, en conjunto, la acomodada sociedad occidental, ya agotada tras años de sobresaltos durante la interminable guerra contra el terrorismo, exigía soluciones a aquellos que demandaban un sacrificio tras otro, ofreciendo sólo a cambio nuevas calamidades. Añoraban su agradable y no tan lejano modo de vida, cuando el miedo no formaba parte del menú diario y las modestas aspiraciones —mejorar en el trabajo, cambiar de casa o coche, disfrutar de unas vacaciones— estaban al alcance de la mano y no se convertían en objetivos utópicos. El mensaje final que aquel estado de ánimo colectivo transmitía era bien claro: soluciones a cualquier precio.
Y fue entonces cuando el presidente envió las primeras avanzadillas a «reconocer» el terreno con el máximo sigilo. De las exploraciones había surgido el esquema que ahora seguía Nunn por orden de Iverson. Una orden equivocada en su opinión, aunque debía admitir que tampoco él tenía ninguna alternativa que ofrecer.
El hombre sentado delante, junto al conductor, se volvió para mirarle, como si necesitara comprobar que seguía allí. Era el jefe del equipo del Servicio Secreto encargado de su seguridad, el único que habían permitido que le acompañara desde Jedda, desarmado e incomunicado. En su papel, el hombre había considerado inaceptables semejantes condiciones, pero Nunn cortó de raíz las objeciones. Ellos habían solicitado el encuentro y debían someterse a las reglas de los anfitriones. Así, ambos subieron al vehículo y se dejaron conducir por un silencioso individuo de poblada barba hasta su destino, que, finalmente, y como Nunn había supuesto, no era otro que La Meca. Varios de los siete minaretes que rodeaban la Gran Mezquita de al Haram, donde se encontraba la Kaaba, el santuario donde se veneraba la Piedra Negra Sagrada, se alzaban claramente sobre la ciudad de 400.000 habitantes que acogía a millones de peregrinos cada año.
El vehículo se adentró despacio en la ciudad prohibida a los infieles, ya desierta a primera hora de la noche, y se detuvo sin innecesarios rodeos ante una modesta casita de un barrio residencial. Tanto los organizadores como los participantes en el encuentro eran conscientes de que los satélites no se habrían perdido detalle del viaje de Nunn y de que podían seguirle allí donde fuera; incluso era probable que llevara oculto algún diminuto dispositivo de localización. Pero la reunión nunca hubiera podido celebrarse sin un mínimo de buena fe por ambas partes.
Los americanos fueron recibidos en la entrada por tres hombres. Dos sujetaban sendos AK-47 y el tercero llevaba en la cintura una pistolera con la tapa desabrochada y dejaba a la vista la culata de una Beretta. Todos vestían chaquetas de camuflaje sobre ropas árabes.
—Adelante —dijo en inglés el hombre de la pistolera, en un tono que suavizaba la hostil apariencia del trío.
Nunn sintió la mano del agente agarrando su brazo mientras se adentraban en la casa, un gesto más de apoyo que de protección. Pero Nunn no se sentía intimidado ni nervioso. Ni siquiera estaba expectante, en contra de sus propios vaticinios. Una sensación de anticlímax se había apoderado de él, la frustración y la impotencia prevalecían sobre cualquier otra emoción al comprobar adónde los habían conducido los años de dura lucha, los miles de muertos...
La puerta exterior se cerró y el hombre de la pistolera volvió a hablar.
—Su acompañante deberá esperarle aquí, señor Nunn —dijo en un tono neutro, como el portero de un club que recordara el derecho de admisión.
—Nada de eso —saltó al instante el guardaespaldas de Nunn.
—Tranquilo, Mike, todo irá bien —terció el vicepresidente, siendo ahora él quien palmeó el brazo del agente—. Se hará de acuerdo a sus instrucciones —añadió luego, dirigiéndose al hombre que parecía ser el encargado de ultimar los detalles de la compleja cita.
El individuo observó al agente, como midiendo hasta qué punto resultaba de fiar. Luego miró a los tipos de los Ak's enviándoles una silenciosa orden de alerta.
—Por aquí —dijo al fin, señalando un pasillo.
Nunn se humedeció los labios, resecos de pronto, palmeó de nuevo el brazo del agente y siguió al hombre, que enseguida abrió una puerta y encendió una luz que iluminó un tramo de escalera que descendía. Gritó algo en árabe y empezó a bajar seguido de Nunn que, al momento, detectó a otro guardia armado. Evitando mirarle directamente, siguió a su guía hasta el pie de la escalera y otra puerta.
—Yo esperaré aquí. Golpee cuando termine y le llevaré de vuelta —informó antes de llamar a su vez con los nudillos. Esperó unos segundos y abrió—. Adelante.
Sintiendo una súbita e irritante debilidad en las rodillas, Nunn dio dos inseguros pasos y se adentró en la estancia. La puerta se cerró al momento a su espalda.
—Buenas noches, señor Nunn. Permítame comenzar felicitándole por su reciente nombramiento como vicepresidente.
Osama Bin Mohamed Bin Laden se encontraba de pie en el centro de la pequeña y débilmente iluminada habitación, con una mano a la espalda, con la otra apoyada en un bastón. Lucía su habitual turbante blanco y vestía una abaya, una túnica dorada con ribetes de oro, una prenda propia de personas de alta posición. No había ni rastro de la tópica chaqueta de camuflaje ni del Kalashnikov que solían acompañarle en las grabaciones de vídeo que recorrían el mundo como si fueran mensajes extraterrenales. Con su larga barba canosa, su rostro chupado y su aspecto general de extrema fragilidad, transmitía una imagen de sabio anciano, cuando, en realidad, aún no había cumplido los cincuenta años. Sus ojos oscuros y penetrantes contemplaban a Nunn con una fijeza que podía pasar por benevolente. Se hacía difícil creer que aquel hombrecillo representara el azote del siglo XXI, que fuera la figura más «influyente» y decisiva de su corta historia, que hubiera dinamitado el apacible tránsito tras el fin de la Guerra Fría de la misma manera que Hitler había alterado su siglo al invadir Polonia.
«Pero él ha ganado. ¿Por qué sino estoy yo aquí?», se recordó amargamente Nunn.
—Pensaba que se habría cansado de vivir en sótanos y cuevas. —Eso fue lo primero que dijo, apartando con un esfuerzo la mirada de Bin Laden para examinar la estancia. Peladas paredes pintadas de blanco, un puñado de mullidos cojines y una mesita con un servicio de té y varios periódicos perfectamente doblados. Ningún ejemplar del Corán a la vista. Por muy frugales que fueran sus necesidades, parecía evidente que aquel lugar no era su residencia (si tal palabra existía en el léxico del emir general de Al Qaeda), sino que había sido escogido para su reunión y sería abandonado después—. Creí que a estas alturas ya se habría trasladado a algún palacio de los Saud —añadió Nunn.
Bin Laden esbozó una beatífica sonrisa.
—La vida ha hecho de mí un hombre de costumbres austeras —replicó en un inglés correcto de marcado acento, un tanto ecléctico, como si hubiera aprendido el idioma por su cuenta, a lo largo de años de practicar con aquellos de sus secuaces que lo conocían y desentrañando el contenido de cientos de artículos y libros de su interés escritos en aquella lengua. A diferencia de los multimillonarios saudíes de su generación, no había sido enviado a selectos colegios ingleses, sino que cursó estudios de Economía y Dirección de Empresas en la cercana Jedda. Pronto abandonó aquellas materias para dedicarse al estudio del islam—. Además, ¿no sería una lástima que, después de tantas penurias, unos de sus Tomahawks me matara justo ahora?
—Pero le enviaría al Paraíso —señaló Nunn, mordaz—. ¿No es ésa la máxima aspiración de sus fervientes muyahidines?
Bin Laden volvió a estirar sus gruesos labios y agitó el bastón en dirección al americano como reconocimiento a una aguda pulla.
—No le temo a la muerte, señor Nunn —declaró luego—. Como demuestra el solo hecho de que haya accedido a este encuentro. Estoy seguro de que sus satélites le tienen localizado en este momento y que, si su presidente quisiera, podría convertir este lugar en un cráter. La cuestión es, ¿estaría usted dispuesto a convertirse en mártir de su causa?
Nunn meditó un instante sobre ello. Aunque era cierto que llevaba un minúsculo dispositivo incrustado en su dentadura que permitía a un determinado satélite tenerle localizado con un margen de error de un metro, la misión no se había planteado para cazar a Bin Laden, sino que obedecía a otros objetivos. Al menos, sobre ellos versaron sus conversaciones con el presidente y sus nuevos consejeros. Ahora, para su sorpresa, se encontró preguntándose si la tentación de eliminar al saudí no sería demasiado grande, aunque ceder a ella supusiera llevarse por delante al flamante vicepresidente. Después de todo, ya había quedado sobradamente demostrado lo sencillo que era sustituir a los políticos. La única precipitada conclusión a la que Nunn pudo llegar fue que no le importaría sacrificar su vida para arrancar de la faz de la Tierra a aquel monstruo. También él alcanzaría así un lugar en el paraíso de la historia.
—¿Por qué se ha arriesgado entonces? —terminó, sin embargo, preguntando.
—Porque, en el fondo, creo que su interés es honesto —respondió Bin Laden sin dudar—. Que, en realidad, me necesitan como interlocutor. —El árabe señaló con el bastón los cojines—. Por favor, sentémonos.
Bin Laden se agachó junto a la mesita, dejó el bastón a un lado y se acomodó cruzando las piernas, todo ello con la aparente dificultad propia de un anciano sometido a múltiples limitaciones físicas.
Nunn pensó en permanecer de pie, pero enseguida comprendió que era ridículo, además de poco productivo, actuar como un niño enfurruñado. A fin de cuentas, la reunión fue idea de Washington, ellos eran... los necesitados.
El vicepresidente se instaló torpemente entre los cojines, ante su anfitrión, y buscó las palabras para encauzar la conversación en la dirección que le interesaba. Pero antes de pronunciarlas, el jefe de Al Qaeda volvió a hablar.
—¿Puedo preguntar qué le sucedió exactamente a Sutton? ¿De verdad sufrió un ataque al corazón?
Nunn fijó la mirada en los oscuros ojos que le contemplaban con más indulgencia que curiosidad, intentando discernir si sospechaba algo o sólo fingía hacerlo. Bin Laden no podía saber nada de lo ocurrido en la Sala de Situación, como no podía saber nada de la existencia de un plan llamado Tabla Rasa, concebido por Tyrell a la sombra de su pacto secreto con Al Qaeda. Ni una palabra de lodo ello se había filtrado a la prensa, que ya disponía de material de sobra con aquel mundo en llamas que le tocaba describir. Lo único que el saudí ya sabía a ciencia cierta era que la nueva Administración americana estaba al corriente de sus tratos con Sutton, y ello porque así se lo habían confirmado a sus correligionarios el hombre que enviaron en tareas de «prospección», un hombre bien conocido por ellos: Martin Cross. El propósito: hacer «tabla rasa» de los acuerdos previos, antes de iniciar unas nuevas conversaciones. Que el propio Sutton y el grupo de Tyrell hubieran sido a su vez víctimas de un engaño no tenía la menor importancia. No se puede reprochar a una cobra que te muerda aunque la cojas para salvarla de morir ahogada.
—Sutton era un hombre sometido a mucha presión —dijo Nunn—. Y todos tenemos nuestro límite.
—Supongo que sí —admitió Bin Laden, en un tono falsamente casual—. Imagino que el suyo llegaría al saber que los judíos no sólo sospechaban algo, sino que tenían la audacia de matar a Tyrell en Moscú. Alá sabe que también yo me inquieté al conocer la noticia, que llegué a pensar que todo estaba perdido. En realidad, hasta hoy ignoramos qué sucedió exactamente desde el momento en que Hunter entró en Israel. ¿Saben ustedes algo a ese respecto?
—Nada —mintió Nunn, sólo a medias. Lo último que sabían de Hunter era que un cadáver hallado en una tienda de antigüedades de Jaffa se correspondía con su identidad; tenía un cuchillo clavado y le acompañaba un hombre con un disparo en la cabeza, un árabe al que los israelíes no habían conseguido poner nombre. Ni ellos ni la CIA estaban cerca de reconstruir un rompecabezas coherente de lo sucedido—. Creemos que debió perecer en la explosión, junto a sus guías, pero ignoramos en qué circunstancias.
Bin Laden asintió pensativamente..., o, de nuevo, fingió hacerlo.
—Una cosa hay que reconocerles a los judíos: no se detienen ante nada.
—Algo con lo que usted, por supuesto, ya contaba —apuntó Nunn.
«Al igual que Tyrell», pensó. Resultaba irónico cómo las dos partes habían basado su engaño en la reacción de un tercero, aparentemente tan predecible como el trueno que sigue al relámpago.
—Más que contar con ella, nos resultaba imprescindible —afirmó Bin Laden—. ¿Sabe lo que es el efecto umbral?
A Nunn no le apetecía en absoluto recibir ninguna lección de aquel hombre y no respondió, lo que el saudí interpretó como una invitación a continuar.
—Se lo explicaré con un ejemplo. Una cacerola con agua puesta al fuego sube hasta los 99 grados centígrados y comienza a hervir sin que el agua cambie de estado y se vuelva inestable. Pero cuando la temperatura sube un solo grado más y llega a cien, esa alteración se produce, el agua cambia y se transforma en vapor. Un solo grado, en él radica la diferencia —subrayó Bin Laden, que alzó un alargado índice—. Eso era lo que necesitábamos, especialmente en Arabia, para que el descontento se transformara en revolución. Y los judíos eran el medio; su respuesta sería proporcional al ataque recibido, por lo que debíamos asegurarnos de que éste fuera el adecuado, que activara su ley del Talión, también casi un efecto físico, incorporado a la base fundacional de su Estado como compensación a los siglos durante lo que, según ellos, se dejaron aniquilar sin ofrecer resistencia, llevar al matadero en sumisos rebaños. Pakistán ya era fruta madura desde hacía tiempo, y cayó cuando decidimos sacudir el árbol.
—¿Por qué no atacó Israel desde Pakistán? —cortó Nunn, que despreció la perorata.
—Oh, por puro pragmatismo, claro... Parece asombrado por la aparición de esa palabra.
Como mínimo, resultaba interesante, pensó Nunn, comprobar cómo otra ley, la del ejercicio político real, era admitida incluso por los «idealistas» más puros.
—Digamos que el término chirría un tanto en sus labios —respondió Nunn, que procuró no parecer demasiado impertinente. Después de todo, no estaba allí para manifestar su desprecio por el personaje y cuanto representaba. Aun así, no pudo evitar añadir—: Aunque quizás ignore usted el exacto significado de la palabra el valor práctico como verdad, sin considerar el valor intrínseco de los dogmas religiosos. Creo que eso entra en abierta contradicción con lo que ustedes defienden: la palabra de Dios a través de su profeta como verdad absoluta.
Bin Laden volvió a sonreír, como si la rectificación, lejos de molestarle, le divirtiera.
—Emplearé entonces otro término —concedió—, ¿Qué tal «preservación»? ¿Le suena mejor? Pues no atacamos Israel para evitar que arrasaran la península Arábiga con sus misiles Jericó II. Del mismo modo que no atacamos la India para salvar Pakistán de sus misiles Agni...
—Pero ustedes nunca han primado sus vidas sobre la muerte de sus enemigos...
—No lo entiende, señor Nunn. No es nuestra vida lo que queremos preservar, sino las victorias logradas para el islam. No hemos conseguido nuestro mayor hito desde la conquista de Belgrado sólo para malgastarla matando a unos millones de judíos e indios, y perder en el intercambio esta histórica oportunidad.
—¿Oportunidad de qué? ¿De instaurar otro califato? ¿Uno que sea la envidia del Suleiman el Magnífico? ¿Uno que vaya desde Indonesia hasta el Atlántico?
—Me temo que la prosaica realidad política nos obligará a ser más modestos —admitió Bin Laden, que sonrió más ampliamente—. La misma realidad que le ha traído a usted aquí. Una con la que negociar, ¿no es así?
Nunn se movió sobre los incómodos cojines. La simple palabra despertaba una sensación de náusea en su estómago, pero sí, para eso estaba allí, para ejercer el papel de Chamberlain ante Hitler, para hacer unas concesiones que no iban sino a demostrar la propia debilidad, que servirían para exacerbar las aspiraciones sin límite de otro sanguinario visionario.
«Necesitamos ganar algún tiempo, Raymond —le había dicho el presidente al enviarle a aquella misión—. No podemos asumir una guerra prácticamente mundial en estos momentos. Habrá que contemporizar con esos locos por ahora, como hicimos con la Unión Soviética.» Nunn no creía que la comparación fuera apropiada. Mientras resultaba evidente que la URSS se debilitaba a medida que transcurría la Guerra Fría, su actual enemigo se fortalecía día a día y, difícilmente, en esta ocasión el desenlace sería incruento y feliz para todos, incluido el derrotado. No, esta vez los soldados se movilizarían por millones y las más terribles armas entrarían en liza. Y, a juicio de Nunn, la espera sólo haría la lucha más apocalíptica.
No obstante, también entendía a Iverson. Uno no podía ir a la guerra enfermo. Y quedaba el temor a que la campaña de atentados en Estados Unidos se reanudara en cualquier momento, lo que aún no había sucedido quizá como una muestra de «buena voluntad» con fecha de caducidad. Un temor exacerbado por la certeza de que Al Qaeda conservaba en la recámara cabezas nucleares de baja potencia procedentes del arsenal pakistaní.
—¿Y bien? —le instó Bin Laden, que simuló poco interés—. ¿Cuál es la oferta de Iverson?
Nunn carraspeó como si se hubiera atragantado con un gusano peludo.
—Nos comprometemos a no atacar la península Arábiga ni Pakistán —empezó, en el tono más neutro posible—. Y nos retiraremos de Egipto para dejarles el camino expedito.
—¿A cambio de qué? —inquirió Bin Laden con gesto impasible.
—No podemos ceder en Turquía. Deben abandonar su... campaña allí.
—Siguen ustedes sin entender nada —reprochó el saudí—. Yo no represento a ningún país ni mando sobre ningún ejército. Son los propios egipcios y turcos quienes luchan por liberarse de sus Gobiernos corruptos, como antes sucedió en Pakistán y en la península Arábiga.
—¿Se refiere a ese inexistente ejército que derrotó a los rusos en Afganistán? —replicó Nunn—. Estados Unidos, Arabia Saudí y Pakistán pagamos y equipamos aquel ejército, de modo que sabemos cómo funciona.
—¿Está acusándome de ingrato sin decirlo directamente? —preguntó Bin Laden, que estiró de nuevo los labios—. ¿Quién utilizó a quién en aquel entonces? ¿A quién benefició más la derrota de los rusos?
—Sólo exigimos una contra prestación a nuestra oferta —prosiguió Nunn sin picar el anzuelo—. Retire a sus muyahidines y sus células de... activistas de Turquía, y nosotros nos marcharemos de Egipto. Ambos sabemos que sin esos apoyos, el Gobierno egipcio caerá y el turco se impondrá a la guerrilla local.
Tras unos segundos en silencio, el emir general de Al Qaeda bajó la mirada por primera vez para sumirse en alguna reflexión. Nunn se percató del rosario que, como por arte de magia, había aparecido en su mano izquierda; sus dedos lo manejaban como si buscara una respuesta en él. Puro teatro, desde luego. Ambos ya sabían hasta dónde llegaría el otro en sus reclamaciones. Las avanzadillas negociadoras ya habían perfilado las líneas básicas. Pero, ciertamente, mientras él debía atenerse a una estricta pauta marcada por Iverson y el Consejo de Seguridad Nacional, Bin Laden, jugando su papel de Mahdi, el Mesías musulmán llegado para restablecer la justicia y la fe, podía decidir allí y entonces, cancelarlo todo, sometiendo así al Gran Satán americano a una última humillación. Ante la turbadora idea, Nunn se sintió impelido a volver a hablar.
—Naturalmente, nuestra reivindicación va unida a otras consideraciones —dijo, e intentó disimular cualquier pernicioso indicio de duda o debilidad—. Necesitamos el control de las antiguas repúblicas soviéticas situadas al este de Turquía y que rodean el mar Caspio.
No era necesario extenderse en los motivos. Tras la pérdida del golfo Pérsico, aquella zona, que comprendía Azerbaiyán, Turkmenistán y Kazajistán, formaba la segunda región energética del mundo, sólo tras Siberia, con sus reservas de diez mil millones de toneladas de petróleo y sus seis mil millones de metros cúbicos de gas natural. Unas riquezas que debían recorrer miles de kilómetros a través de oleoductos hasta llegar a los puertos turcos del Mediterráneo y al famélico Occidente. El problema era, cómo no, que también allí existía una agitación islámica, sobre todo en Azerbaiyán, país estratégico por su situación entre Turquía y el Caspio, que amenazaba cualquier plan de recuperación. Miles de soldados americanos, rusos y de otros países protegían oleoductos e instalaciones de gas y petróleo en la zona, además de apuntalar a los Gobiernos prooccidentales.
Si el hombre que tenía delante se negaba a aquello, sería Nunn quien pondría fin al encuentro. Pero los expertos aseguraban que no era probable. Por supuesto, la tentación de asestar un golpe de gracia a la economía mundial sería fuerte, pero el Ejército Islámico de Al Qaeda no podría repetir los éxitos de Pakistán y de la península Arábiga una vez perdido el factor sorpresa y si luchaba contra tropas occidentales.
Además, también ellos necesitaban tiempo para reafirmar su control de las zonas que ahora formaban su califato en ciernes. El caramelo de Egipto, cuna de la yihad después de todo, haría el resto. Al menos, eso decían los expertos, que habitualmente se equivocaban en dos de cada tres predicciones.
Finalmente, Bin Laden dejó de pasar las cuentas del rosario y alzó la mirada.
—Aceptamos —dijo con voz pausada, levantando un dedo en forma admonitoria—, siempre y cuando Sudán entre en el intercambio.
Sudán. El país más grande de África, al sur de Egipto, islámico y donde Bin Laden había pasado varios años tras marcharse de Arabia Saudí. La petición estaba prevista.
—Con dos condiciones —exigió a su vez Nunn—. Ése será el límite de su progresión hacia el oeste, y el canal de Suez quedará abierto al tráfico mercante internacional.
—Sólo al mercante —recalcó Bin Laden.
—Y queda sobreentendido que no reemprenderán sus ataques en Estados Unidos.
—Desde luego.
Nunn asintió levemente. Por supuesto, todo aquello tenía menos valor que el tratado de paz germano-soviético de 1940, en el que ambas potencias se repartieron Polonia. La primera de las partes que recobrara antes el aliento se lanzaría a la yugular de la otra. Entonces, la sangre manaría a borbotones durante años, décadas probablemente, a lo largo de aquella guerra del Cielo en la que los ejércitos de Yahvé y Alá luchaban encarnizadamente por la primacía.
—¿Tenemos entonces un acuerdo? —preguntó Bin Laden, extendiendo las manos.
—Lo tenemos —ratificó Nunn con un hilo de voz.
—Magnífico, magnífico —exclamó el árabe, que estrechó sonoramente sus manos—. No es difícil cuando existe buena voluntad, ¿verdad? ¿Lo sellamos con una buena taza de té?