21

Moscú

El apartamento de Bakovsky en Degunino, al norte de la capital, era una diminuta y deprimente caja de dos habitaciones, situada en la cuarta planta de un edificio sin ascensor, al que accedieron con paso vivo y vigilante para evitar que algún vecino sorprendiera a Rosen acompañando al sayan. En cuanto el ruso cerró con llave, el kidon se quitó el abrigo y se inclinó sobre la bolsa que había depositado en el suelo. Abrió la cremallera y extrajo el contenido, cuidadosamente envuelto en una gruesa tela que desplegó como el vendedor de un bazar exponiendo su última adquisición.

Se trataba de un lanzador RPG-7 y dos granadas de 85 milímetros. Rosen sujetó el arma por el mango, situado hacia la parte central del cuerpo de noventa centímetros de longitud, examinó el cañón donde debía introducirse la granada y luego se lo echó al hombro derecho, llevando la mano izquierda al gatillo, situado un poco por delante del mango central. Luego observó por la mirilla, como hacían miles de guerrilleros y terroristas en el mundo entero, bien surtido de aquella barata arma, producida en serie por la Unión Soviética para funcionar en las condiciones más adversas y soportarlo casi todo, por lo que se había convertido en una especie de distintivo de los conflictos del Tercer Mundo, junto al omnipresente AK-47. Eso aseguraba que el arma no atrajera después una especial atención por parte de los investigadores rusos. El lanzador parecía en perfecto estado, y Rosen sabía que habría sido probado en Israel con una granada como aquéllas, capaces de penetrar hasta 330 milímetros de blindaje.

—¡La gran puta! —exclamó Bakovsky al verle con el RPG al hombro—. Mierda. ¿Sabe cómo son las cárceles en Rusia? Me arrancaría el corazón con una cuchara antes de acabar en una de esas cloacas inmundas... Va a tener que explicarme qué coño se proponen —exigió finalmente, fijando la desorbitada mirada en las granadas.

Rosen dejó el lanzador en el suelo y se incorporó con expresión inmutable.

—Un enemigo del Estado de Israel llegó esta tarde a Moscú —informó tranquilamente—. Ese individuo representa un serio peligro para nuestro país y la paz en general; el objetivo es neutralizarlo.

—Eso suena un poco vago —se quejó Bakovsky.

—No necesita saber más —zanjó Rosen—. Ninguna persona de bien echará de menos a esa persona, y todos podremos seguir con nuestras vidas, sintiéndonos más seguros.

—Me resulta difícil creer que Dushkin y Konyev puedan entrevistarse con esa especie de monstruo que usted describe.

—Rusia es el país no musulmán más antisemita del mundo, desde mucho antes del advenimiento de la URSS, en apretada connivencia con la Alemania nazi —recalcó Rosen, que adoptó una expresión más adusta—. Es usted quien vive aquí; me sorprende tener que recordárselo. Conoce de primera mano la persecución que los judíos han sufrido, sabe que las guerras que los países árabes libraron contra Israel nunca hubieran tenido lugar sin el apoyo material y moral de Rusia.

—Las cosas han cambiado mucho en los últimos años —respondió Bakovsky sin mucha convicción.

—Sólo en la superficie. Se han quitado el disfraz ideológico y han adaptado el viejo discurso más beligerante por uno comercial. ¿Acaso no han armado a Irán hasta los dientes y han contribuido decisivamente al programa nuclear de un país cuyos gobernantes repiten en días alternos su voluntad de borrar a Israel de la faz de la Tierra? Ésa no parece una actitud muy amistosa, ¿no le parece?

Bakovsky guardó silencio y Rosen dejó que meditara sobre la gran política, esperando que eso los distrajera de cosas tan pequeñas e insignificantes como un RPG.

Peredelkino

—El señor Hunter sólo tiene que estacionar el coche a cincuenta metros del edificio, con la bomba en el maletero. Abrirla para manipularla en ese momento puede resultar peligroso en esa zona de Tel Aviv, donde la vigilancia es extrema, por lo tanto, la bomba ya deberá estar armada y el temporizador en marcha. Calculamos que además de volatilizar la sede del Mossad, el radio de destrucción directa no excederá de las cuatro o cinco manzanas. Se trata «sólo» de un kilotón, y recuerde que la bomba de Hiroshima tenía una potencia de doce. La nube radiactiva que se formara será insignificante y se disolverá pronto sobre el desierto o el mar —continuó Tyrell, que se cuidó de ofrecer cualquier estimación referente al número de víctimas.

Miraba directamente al presidente Dushkin, que le observaba a su vez con una expresión velada por las imágenes que debía de estar conjurando su mente. Con todo, por su actitud durante la conversación, más contemporizadora y menos «negativista» que la de Konyev, Tyrell concentraba ya toda su atención y esfuerzo en Dushkin, de quien, al fin y al cabo, debía partir la luz verde o el golpe de gracia definitivo. Durante los últimos minutos, el americano se había sentido a bordo de un carrusel emocional, que le había agotado hasta el punto de que ya no podía estar seguro de cuál podía ser su reacción cuando la decisión fuera tomada, en uno u otro sentido.

Dushkin se humedeció de pronto los labios y parpadeó como para alejar una visión cataclísmica. Tyrell y Hunter intercambiaron una rápida mirada, conscientes de que lo que dijera el presidente ruso en los próximos segundos establecería el principio del fin o el fin del principio.

—Se lo juega todo a una carta muy peligrosa —murmuró, casi en un tono de queja—. Insisto, ¿cómo pueden estar tan seguros de que la respuesta israelí será la esperada?

Tyrell aspiró hondo, esquivando una sensación de vahído. Dushkin no sólo había encajado lo más duro de su discurso, sino que regresaba a las cuestiones teóricas, como si quisiera asegurarse de cuáles eran los pormenores de una inversión ciertamente arriesgada, pero cuyos posibles dividendos eran demasiado extraordinarios para ignorarlos a la ligera.

—Señor, los israelíes echan abajo las casas de los terroristas palestinos prácticamente sin dar tiempo a la familia para escapar de los bulldozers, sin importarles si estaban o no al corriente del propósito del suicida. Cuando se produce un atentado, atacan un objetivo palestino al cabo de sólo unas horas, ajenos a las quejas mundiales sobre los daños colaterales que suelen provocar, levantan un muro de contención que divide pueblos y familias palestinas, en un acto que ningún otro país se habría atrevido a ejecutar; su actitud, en suma, le habría convertido hace tiempo en un paria comparable a la Sudáfrica del apartheid de no ser por el apoyo estadounidense... Un comportamiento que sólo responde a una premisa: la ley del Talión, el ojo por ojo, que siguen en su sentido más estricto y que, entienden, los legitima para actuar como lo hacen, sin importarles lo que el resto del mundo piense. El automatismo de su política de acción-reacción y su concepto de la proporcionalidad deja poco margen de error sobre cuál será su respuesta.

—Especulaciones —exclamó Konyev—. Ninguna nación se ha enfrentado a una situación semejante y al shock que conllevaría. Los israelíes podrían tomarse su tiempo para pensar qué hacer, llegar incluso a la conclusión de que adoptar el papel de víctima de un ataque de esa naturaleza sería de ayuda para recuperar el favor perdido de la comunidad internacional si saben «administrarlo».

—No conoce usted a los israelíes si cree que se quedarán de brazos cruzados después de que una bomba atómica estalle en el centro de Tel Aviv y se lleve por delante la sede del Mossad, uno de los cimientos de su supervivencia como Estado, sólo por granjearse unas simpatías —replicó Tyrell, alzando la vista hacia Konyev, que permanecía ahora en pie junto a Dushkin, en actitud casi protectora.

El presidente se removió en su asiento, manejando sus propias incertidumbres. Para sorpresa de Tyrell, se volvió a Hunter.

—¿No considera usted demasiado peligroso pasearse por el interior de Israel con un artefacto nuclear como equipaje? ¿Qué pasaría si el propio Mossad lo detectara y lo detuviera? En mi opinión, eso sí que sería un desastre de proporciones atómicas. ¿Cómo piensa entrar en Israel con esa carga y encontrar refugio seguro en Tel Aviv? Si hay un país que vigile a conciencia sus fronteras, ése es Israel.

Sin mirar ahora a Tyrell, el ex coronel de las Fuerzas Especiales se inclinó ligeramente hacia delante en su asiento.

—Con limitado éxito, como revelan las continuadas infiltraciones de terroristas —aseveró luego—. Señor presidente, pretender que se pueda llevar a cabo una operación de esta magnitud sin correr algún riesgo sería utópico. Por supuesto que existen peligros, entre ellos que su bomba, por una causa u otra, ni siquiera explote llegado el momento —añadió Hunter sin rastro de ironía—. Pero meses de planificación conjunta con nuestros... «socios» han reducido la lista de riesgos a lo que, simplemente, resulta imprevisible.

A continuación, describió el itinerario que habían previsto seguir con la bomba desde su punto de partida en Moscú, hasta su destino final en Tel Aviv; etapas intermedias, puntos de contacto, medios de transporte, todo. Cuando terminó, el denso silencio volvió a descolgarse como un telón, como si no quedara nada más por decir excepto alguna redundancia. Aun así, Tyrell se sintió obligado a seguir hablando, como única forma de paliar la ansiedad que crecía a medida que comprendía que su tiempo se acababa. Abrió la boca para insistir en las «bondades» de su proyecto, pero en ese momento el presidente Dushkin se puso súbitamente en pie.

—Señores —dijo mirando alternativamente a Tyrell y Hunter—, ¿nos conceden unos minutos para hablar en privado?

Los dos se incorporaron de un salto.

—No, no —los detuvo Dushkin—. Saldremos nosotros. Haré que les traigan café; o pueden servirse una copa, si lo desean —añadió, siguiendo a Konyev, que ya se encontraba en la puerta—. Estaremos de vuelta enseguida.

Los rusos abandonaron la estancia y cerraron a su espalda.

—¡Mierda! —exclamó Tyrell al momento, y se dirigió hacia el bien surtido bar.

Aunque su cuerpo seguía con los biorritmos de Washington, y allí era por la mañana, se sentía exhausto y tan exprimido que se sirvió una generosa ración de coñac, de la cual se bebió la mitad de un trago. La oleada de fuego aterrizó como un mazo en su agarrotado estómago y le provocó una leve náusea.

—Mieeerda —repitió, mirando de soslayo a Hunter, que sonreía abiertamente.

—Vamos, Nick, tranquilícese. Los rusos están en el bote.

—¿De veras? —masculló Tyrell, que se terminó el coñac como si fuera una desagradable pero necesaria pócima—. No sabía que la videncia formara parte de sus múltiples virtudes. ¿Qué le hace pensar eso?

—Que seguimos aquí —dijo Hunter—. Si yo estuviera en el lugar de nuestros amigos, hubiera hecho que nos sacaran a rastras después de escuchar sólo la mitad de lo que ha dicho. Particularmente, tras oír las palabras mágicas: «bomba atómica».

—Quizás hayan optado por salir de estampida, aterrados.

—Nada de eso. Están tratando de lo que pueden sacar de esto.

Tyrell miró en silencio durante unos instantes al ex coronel y luego contempló los restos de su copa como si fueran hojas de té en las que pudiera leer el futuro. En el fondo, sabía que era muy probable que Hunter tuviera razón, pero eso no mejoraba su ánimo. De algún retorcido modo, el que aceptaran los hacía menos de fiar; después de todo, y por mucho que intentara vestir de gala su proposición, ¿quién en su sano juicio se involucraría en un plan que parecía surgido de las catacumbas de un manicomio?

—Sutton ha perdido la cabeza. —Eso fue lo primero que dijo Konyev cuando el presidente ruso y su consejero se encontraron a solas en una salita de la dacha.

—Sólo es un hombre desesperado, una víctima fácil para persuasivos visionarios como Tyrell —replicó Dushkin, más indulgente, sirviéndose de una botella de Stolichnaya y bebiendo el vodka como alguien necesitado de reponerse de una fuerte impresión—. Su país ha demostrado con creces que no sólo puede reponerse de un golpe como el del 11-S sino «aprovecharlo» para fortalecerse; han librado y ganado guerras en semanas, sufriendo menos bajas que nosotros en cualquier escaramuza en el Cáucaso. La posguerra en Irak está resultando más dura que la guerra misma, y el goteo de muertes de soldados americanos —los civiles iraquíes no cuentan—, una bota malaya para su Administración, pero ya no está en juego su posición en el país ni en la región. Pero para lo que no están preparados es para resistir un estado de guerra permanente dentro de su propio suelo, con muertos civiles y contra un enemigo invisible. No son como Israel, ni siquiera como nosotros, que asimilamos con cierta facilidad mujeres bomba en estaciones de metro y en conciertos al aire libre, catástrofes como la del teatro Dubrovka y la escuela de Beslán. Su principal virtud es también su mayor talón de Aquiles: el gran valor que dan a la vida de sus conciudadanos.

»Perdieron Vietnam porque su opinión pública no soportaba el flujo de bolsas llenas de cadáveres. Por ello se aplicaron a fondo en la guerra del Golfo, y sus bajas no alcanzaron los dos centenares. Luego, la tierra se abrió bajo sus pies cuando uno de sus helicópteros fue abatido en Somalia y murieron diecinueve soldados. ¡Diecinueve! Sólo el estado de terror instalado en su sociedad desde el 11-S hizo soportable la larga y lenta sangría iraquí, que al menos les sirvió para focalizar la guerra contra el terrorismo muy lejos de su país; pero, cuando eso también se ha revelado inútil, cuando la guerra global ha llegado a sus propias calles, toda la planificación política y emocional se ha desmoronado.

»No, Sutton no puede tolerar un escenario donde los muertos ya no son soldados, sino ciudadanos comunes a los que habían convencido de que luchaban fuera para no tener que hacerlo dentro.

Konyev observó al presidente servirse un poco más de vodka, sin estar seguro de qué clase de respuesta subyacía en el discurso de Dushkin.

—Ahora les toca pagar por sus últimos años de prepotencia —masculló el consejero con desdén—. Se han cobrado con creces el precio del 11-S. Controlan Asia Central desde Afganistán, y el golfo Pérsico desde Irak, una plataforma para amenazar también a Arabia Saudí y a Irán, y se permiten «advertirnos» sobre nuestros negocios con ese país. Hemos perdido billones al aprobarse sus proyectos para llevar el petróleo del mar Caspio hasta el Mediterráneo a través de Turquía, evitando territorio ruso... Mierda, Fedor Mijailovich, han pateado tantas espinillas después de utilizar el 11-S como palanca de solidaridad que no pueden extrañarse de que muchos sonrían ahora por lo bajo viéndoles sangrar un poco.

—No se necesita mucho para que el mundo sonría viendo sangrar a los americanos —apuntó Dushkin, mirando el vodka como si dudara sobre qué hacer con él. Finalmente, bebió medio vaso y lo depositó junto a la botella—. No es la prepotencia lo que provoca el sentimiento antiamericano, sino el poder que lo respalda. Algo que, en otras palabras, podría llamarse «envidia» si el término no se quedara patéticamente corto. Mucho más en lo que a nosotros respecta, cuando recordamos que, en un tiempo no muy lejano, y al margen de ideologías, fuimos capaces de hacerles frente de igual a igual.

Konyev dio un medido paso adelante; detectó en el tono del presidente un indicio de lo que vendría a continuación.

—Fedor, no estará pensando... —empezó a decir.

—Naturalmente —cortó Dushkin, dirigiéndole una encendida mirada—. Nunca me perdonaría perder esta oportunidad para volver a la vanguardia del escenario internacional del que fuimos desalojados hace años. Podríamos recuperar el respeto exterior y la autoestima interior. Como ha dicho Tyrell, el mundo de hoy pertenece a los osados. Ellos lo han demostrado con creces. Si quisieran, se apoderarían solos de Arabia Saudí e Irán, y una vez conseguido su objetivo, todos aquellos que alzaron la voz en contra, nosotros incluidos, haríamos cola para lamerles las botas. Sólo el enorme gasto que supondría y, sobre todo, su temor a un excesivo número de bajas, los frena. Debemos aprovechar este regalo, Ilya Sergeievich —recalcó Dushkin, apretando enfáticamente un puño—. Ahora podemos resarcirnos de todas las vejaciones que hemos sufrido desde la desintegración de la URSS, incluidas las que usted mismo ha citado, y participar en la redacción de las nuevas reglas.

—Pero, señor, los riesgos... —balbució Konyev ante el sorpresivo entusiasmo de Dushkin—. La operación de Tyrell sólo cuenta con un secreto respaldo de Sutton. Si algo sale mal, perderá algo más que la presidencia. ¿Y en qué situación quedaríamos nosotros? No necesito decirle lo poderoso que es el lobby judío en Estados Unidos. Si se descubriera que tomamos parte en una conspiración para hacer detonar una bomba nuclear en Tel Aviv..., que la bomba era rusa...

—Como ellos mismos reconocen, la perspectiva de unos beneficios como los que se otean en el horizonte requiere algunos riesgos —cortó Dushkin—. Tyrell también tiene razón en otra cosa: hay que elegir entre los pusilánimes y los audaces. Bien, ya hemos visto adónde ha conducido a unos y otros la debilidad y el arrojo. Rusia lleva demasiado tiempo retrocediendo; es hora de dar un decisivo paso adelante... ¿Es que no se da cuenta, Ilya? —agregó con un destello casi febril en la mirada—. El botín va mucho más allá de lo evidente. Demonios, incluye al propio Sutton. Piénselo. El presidente de Estados Unidos no será un aliado de conveniencia, sino un «socio» hasta su muerte política. ¿Comprende el alcance de eso? No podrán tomar más decisiones que afecten a nuestros intereses sin contar con nosotros, al menos durante la presidencia de Sutton.

—Será tan rehén nuestro como nosotros suyo —replicó Konyev—. ¿Cree que Tyrell es tan estúpido como para no contar con ello? Si su presidencia cayera, iríamos tras él como un alpinista atado al guía.

—Cierto, pero yo estoy hablando de sociedad, no de chantaje; de ir de la mano por ese nuevo mundo de posibilidades sin miedo a que vuelvan a darnos la espalda o apuñalarnos en ella; de impedir que la OTAN siga rodeándonos, que instalen bases en nuestro patio asiático, de tener manos libres en el Cáucaso sur para apretarles las clavijas a sus nuevos amigos georgianos, armenios, y azerbaiyanos, que ven con indisimulada satisfacción nuestros problemas en el Cáucaso o, directamente, dan refugio a los terroristas.

Los dos hombres se miraron en silencio durante unos instantes. La gigantesca y, al tiempo, terrorífica oportunidad latía entre ambos como una entidad viva. Konyev acabó tragando con dificultad, consciente de que el presidente ya había hecho su arriesgada apuesta.

Tyrell no dejó de moverse por la estancia durante los quince minutos que los rusos los dejaron a solas; sosteniendo la taza con el fuerte café traído por un sirviente, examinó los libros que jalonaban las estanterías, las pinturas de la pared opuesta y los adornos de bronce que presidían la mesa del estudio, todo ello bajo la atenta mirada de Hunter, que siguió inmóvil en su asiento, sin expresar ningún indicio de ansiedad. El consejero de Seguridad Nacional casi brincó en dirección a la puerta cuando oyó cómo se abría.

Dushkin apareció en primer lugar, seguido de Konyev, que cerró tras él con exagerado cuidado. Tyrell intentó extraer algún indicio de la expresión del presidente, pero sólo creyó detectar el aire abrumado de un hombre enfrentado a una decisión capaz de devorarle. Se humedeció los labios, pero evitó asaltar a Dushkin, como si las apariencias aún tuvieran importancia. Enfocó a Konyev, y algo en su mirada le hizo demorarse en él.

—En contra de mi parecer —empezó el consejero con voz hueca—, el presidente ha decidido sumarse a su proyecto y les proporcionará la... herramienta que necesitan para iniciarlo.

«Bien, ahí está.» Tyrell sintió que las rodillas le temblaban ligeramente y buscó apoyó en Hunter, que sólo le dedicó un asentimiento, casi una reverencia. Aspiró hondo, tratando de que no se le notara.

—Comprendo que habrá sido una decisión difícil, señor presidente —consiguió decir—, pero no se arrepentirá de su valiente paso. En cuanto a usted, Ilya, entiendo sus reservas, pero confío que el desarrollo de los acontecimientos haga variar su punto de vista.

—Déjese de retórica —cortó suavemente Dushkin—. La decisión ya está tomada; concentrémonos ahora en implementarla. Obtener ese artefacto no será tan sencillo como ustedes parecen creer. No guardo ninguno en mi garaje. Algunas personas deberán ser convencidas de la «bondad» del acuerdo o sus voluntades quebrantadas. En cualquier caso, ignoro el tiempo que eso puede llevar o si, a fin de cuentas, alguien se negará a acatar esa autoridad que ustedes consideran incontestable.

—El presidente y yo volvemos a Moscú —informó Konyev—. Ustedes se quedarán aquí. Grigorienko y el personal de mi dacha los atenderán. Con suerte sólo tendrán que pasar la noche aquí. Recuerden que es sábado. En cuanto consigamos el ingenio, se lo traeré en persona. Hasta entonces, pueden tomar posesión de mi casa, caballeros.

—Señor Tyrell, señor Hunter, no volveremos a vernos —declaró Dushkin con cierta solemnidad—. Sea cual fuere el resultado de mis gestiones, lo conocerán a través del señor Konyev. —El presidente se acercó para estrecharles la mano, el brillo de sus ojos destilaba una precavida expectación, como si se dispusiera a lanzarse al vacío colgando de una cuerda que un desconocido había revisado—. Espero que tanto Sutton como yo sepamos medir el alcance de nuestros actos. La única expresión que se me ocurre para definirlo es de «locura calculada», aunque eso parece un contradictorio eufemismo.

Dushkin se demoró unos segundos apretando la mano de Tyrell mientras le miraba fijamente a los ojos, pero el americano se limitó a asentir levemente, como si de pronto se hubiera quedado sin palabras o temiera arruinarlo todo en el último instante. Sin más, el presidente ruso se dio la vuelta y enfiló hacia la puerta.

—Contactaré con usted si la situación se prolonga demasiado —dijo Konyev antes de seguirlo—. Avisaré a Grigorienko para que sean atendidos.

Y así, los dos norteamericanos se encontraron de nuevo a solas.

—Mierda —masculló Tyrell.

—Se repite usted, Nick —dijo con una sonrisa Hunter, que se dejó caer en un sillón—. Me sorprende su ingenuidad. ¿Esperaba que sería como visitar el autoservicio de la esquina?

Tyrell gruñó algo ininteligible. Naturalmente, era absurdo creer que Dushkin no tuviera sus propias dificultades para cumplir con lo pactado, pero eso no mejoraba la frustración que la perspectiva de la espera hacía ya bullir en su interior. Sacó el BlackBerry, accedió al correo, confeccionó un mensaje y lo envió. Luego pensó en servirse otra copa, pero se contuvo. No era buen bebedor y los vapores alcohólicos velaban con demasiada facilidad sus pensamientos. Aunque ahora no estaba muy seguro de que eso fuera algo malo.