33

Washington

Cross se removió en el asiento y comprobó que ya se encontraba en el borde, a punto de caerse. A su lado, sin embargo, Raymond Nunn aparecía semihundido sobre el banco, como si unas potentes tenazas hubieran seccionado el cable maestro que mantenía la tensión de sus músculos principales, macerados por un espanto contra el que ahora intentaba reaccionar.

Aquél era el momento más temido por Cross. La forma en que Nunn surgiera de aquel marasmo de paralizante incredulidad resultaba tan impredecible como peligrosa... O quizá no tanto, y de ahí sus temores. A su alrededor, también los escoltas se movían como si hubieran detectado algo inquietante en el aire, observando las obras de remodelación del monumento a Jefferson como un peligro potencial. En contrapartida, las aguas del Tidal Basin eran un remanso de paz que, extrañamente, parecía fuera de lugar, lo que incrementaba la sensación de irrealidad que se hallaba en plena efervescencia.

Cross se concentró en la expresión de Nunn, que miraba en su dirección, aunque sin verle, con sus ojos grises velados como un cristal al que hubieran arrojado un vaho helado. Lentamente, sus labios se retorcieron en una mueca, como si su primer sentido en retornar fuera el del gusto y comenzara a reparar en el repugnante sabor del jarabe que le habían metido en la boca. Cross comprendió que era el momento de volver a hablar.

—Entiendo cómo debe sonar todo esto, pero refrene su primera impresión para reflexionar sobre cuanto le ha rodeado en los últimos meses, sobre el comportamiento del presidente, sobre el cese de atentados. No han parado por arte de magia ni falta de «munición». Yo mismo los negocié, señor secretario, como gesto de buena voluntad. Pero lo que ya estaba fuera de mi alcance es lo que Tyrell fue a buscar a Moscú personalmente, la llave de la última puerta por la que debía echar a rodar Tabla Rasa abandonando el plano teórico.

El velo en los ojos de Nunn se levantaba rápidamente y el esperado estallido de ira comenzaba a acumular sangre en su rostro, pero el secretario de Seguridad no la dejó fluir. Ya fuera atendiendo a su petición o por iniciativa propia, apretó los labios con fuerza y su mirada, aún fija, se tornó introspectiva, llevándose consigo la cólera para concentrarse en examinar un sendero que creía conocer como las arrugas de su cara, desde una perspectiva diferente, irritado con la simple idea de que se le hubiera podido pasar algo por alto.

—Conozco a Wade Sutton desde hace veinticinco años —masculló de pronto, como si eso fuera garantía de algo—. Quizá Tyrell fuera un demente capaz de convencer a otros dementes para que le siguieran en esa locura, pero eso no puede incluir al presidente. ¿Qué pruebas tiene usted de lo contrario? ¿Estuvo presente en alguna reunión con el propio Sutton? ¿O aceptó, como sus «colegas», la palabra de Tyrell de que el presidente secundaba esa locura?

—¿Cree que el presidente Dushkin habría escuchado siquiera a Tyrell de no estar respaldado por Sutton? Éste realizó una grabación de vídeo que Tyrell hizo servir como tarjeta de presentación en el Kremlin.

—¿Ha visto usted esa grabación?

—No, pero ni Tyrell haría ese viaje armado sólo con su «demente» poder de convicción ni Dushkin ni sus consejeros más íntimos son estúpidos del todo.

Nunn cerró los ojos de pronto y los apretó con fuerza con el pulgar y el índice de su mano derecha, como si los hubiera sometido a una breve pero intensa presión al mirar por el objetivo de un microscopio.

—Putos chiflados —gruñó luego.

—Reducirlo todo a la locura resulta demasiado simple y hasta cómodo —replicó Cross, que se sintió impelido a defender su propia cordura—. Consideramos una completa locura lanzar aviones comerciales como misiles contra el WTC y el Pentágono, pero, desde un punto de vista funcional, ¿no fue también una genialidad que dejó boquiabierto al planeta? Sin duda, el factor suicida contiene un elemento de locura o fanatismo que otorga a nuestros enemigos una notable ventaja a la hora de planificar sus golpes, pero, en cualquier caso, una delgada línea roja separa la locura de la genialidad... Y Tyrell creyó haber dado con la fórmula mágica al alumbrar Tabla Rasa. Era..., «es» un plan audaz e inesperado, a la par que sencillo en su ejecución y ambicioso en sus objetivos. También brutal, desde luego, pero vivimos tiempos brutales, sumidos en una guerra que no parece tener fin. Sutton se vio a sí mismo en la piel del presidente Truman cuando se le presentó la oportunidad de acabar con la sangrienta guerra del Pacífico de un solo golpe, aunque eso significara el sacrificio de cientos de miles de civiles.

—Cierre la jodida boca —reaccionó Nunn, como si la comparación le pareciera una blasfemia más. Se incorporó de un salto, su ira reflotaba como una mancha de alquitrán atrapada en el oleaje—. Esta mañana hay una convocatoria del Consejo de Seguridad Nacional, presidida por el propio Sutton. Será el momento de aclarar esto.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Cross, que sintió tambalearse su reciente aplomo.

—¿Bromea? Usted será la estrella de la maldita función. Vendrá conmigo y le meteré en un despacho hasta que llegue el momento.

—¿Piensa enfrentarme al presidente delante del CSN? ¿Ahora quién es el loco?

—No hay tiempo para juegos de salón —dijo Nunn—. El núcleo de la seguridad nacional debe saber a qué nos enfrentamos exactamente. Y debe saberlo ahora.

—¿Y qué me ocurrirá a mí? —inquirió Cross en un tono quizá demasiado agudo.

Nunn le dirigió una mirada fulminante.

—Si ha acudido a mí sólo para salvar el pellejo, Cross, puede que yo mismo termine arrancándoselo. En marcha.

Cross tomó aire y se levantó. A pesar de las palabras de Nunn, sabía que había cerrado un trato.

Nazaret

Como la mayoría de las distancias en Israel, la que separaba Tel Aviv de Nazaret no era mucha, apenas cien kilómetros que el taxi de Shabir recorrió sin incidencia alguna, primero por la autovía de la costa hacia el norte y luego por la carretera principal que se adentraba hacia el oeste. Al margen del protagonismo que le atribuía la religión cristiana (allí radicaba la cueva donde, según se aseguraba, el arcángel Gabriel se apareció a María y donde Jesús pasó su niñez), desde su asiento en la parte trasera, Hunter sólo distinguió otra de las abigarradas y polvorientas ciudades que jalonaban esa parte del mundo.

Shabir se fue directo al casco antiguo, habitado por palestinos cristianos y musulmanes, y en el que sobresalía la basílica de la Anunciación y donde la arquitectura tradicional combinaba caóticamente con modernos restaurantes y hoteles que languidecían en la casi perenne crisis turística. Bajo la última luz de la tarde, el vehículo se deslizó en un igualmente típico laberinto de calles estrechas y aparcó en un callejón.

—Dejen el equipaje —ordenó Shabir—. Luego enviaré a alguien a buscarlo. El barrio judío se encuentra al norte de la ciudad, de modo que las patrullas israelíes no rondan por aquí a menos que busquen algo concreto. Aun así, conviene no atraer la atención. Se supone que son turistas, no que vienen a instalarse. Vamos.

Hunter y Arwa asintieron en silencio. El trío abandonó el coche y recorrió un trecho de callejuelas empedradas, cruzándose sólo con varios niños a la carrera y dos mujeres cargadas con fardos. Finalmente, ya en plena noche, se detuvieron ante una doble puerta a la que Shabir llamó con la mano abierta. Sólo tardaron unos segundos en abrir y cederles paso.

Ya en el interior, débilmente iluminado, Shabir intercambió un afectuoso saludo con un individuo de mediana edad, rostro chupado y bigote entrecano. Sujetándolo de un brazo, Shabir le habló unos segundos en voz baja y luego le entregó las llaves del taxi. El hombre gritó algo y se volvió hacia una habitación; al momento, apareció un adolescente; ambos se dirigieron hacia el exterior, sin mirar siquiera a los extraños.

—Intentaré ser mejor anfitrión que en Jaffa —dijo Shabir—. Aquí podrán asearse, comer algo e incluso descansar mientras esperamos.

—¿Y cuánto será eso? —preguntó Hunter.

—No esperamos un envío a través de UPS, amigo mío. Apenas acaba de anochecer. Mis hermanos del otro lado estarán reconociendo las vías de entrada. No saben qué transportan exactamente, pero han sido advertidos de que no deben arriesgarse a ser interceptados. De modo que extremarán las precauciones. Quizá ni siquiera crucen esta noche.

La mera posibilidad actuó como un zarpazo sobre Hunter, aunque se esforzó por encajarlo sin exteriorizar ni un gesto. Una demora de esa magnitud podía provocar el desastre sobre el que ya había sido advertido en Jaffa. Convencido como estaba de que fue el Mossad quien actuó en Moscú, Hunter no dudaba de que los israelíes ya debían haber evaluado a esas alturas el relativo éxito de su misión. Y después de comprobar de lo que eran capaces, minimizar la posibilidad de que, en ese mismo instante, estuvieran ya tras su propia pista, de que supieran incluso de la existencia de la bomba, más que irresponsable sería una estupidez. Pero ya había transmitido su preocupación a Shabir, e incidir en ello podía resultar contraproducente. Además, el árabe tenía razón en una cosa: no podían meter prisa a los «hermanos» como si tiraran de un asno cargado de avena. Si los detenía una patrulla israelí, todas sus preocupaciones acabarían en el acto.

—Lo prioritario es la seguridad del paquete —se limitó a admitir, dirigiendo una mirada a Arwa, que lo observaba fijamente.

Cuando llegó su equipaje, los condujeron a una pequeña habitación, provista de una litera de aspecto poco confortable.

—Si tenemos que pasar la noche aquí, me pido la de abajo —intentó bromear Arwa.

—Concedido; aunque confiemos en no llegar a eso.

Para entonces, Hunter ya sabía que, aparte del hombre y el muchacho, no había nadie más en la casa, y se preguntaba si tendría que matar al chico o bastaría con dejarle inconsciente durante un par de horas. Todo un despliegue de cinismo si consideraba la matanza que tenía en perspectiva.