6

Rosslyn, Virginia

Harry Mercer se terminó el café del vaso de plástico, le colocó la tapa y lo depositó sobre el salpicadero, temiendo que pudiera derramarse alguna gota. El coche, un modesto Honda Civic, era utilizado casi en exclusiva por su esposa, y después de lo que le había costado convencerla de que lo necesitaba esa mañana, obligándola a coger un taxi o tomar el metro para acudir a su trabajo, sólo faltaría devolvérselo con una mancha en la tapicería.

Cuando se dio cuenta del trivial pensamiento que se había colado en su mente, Mercer tuvo que reprimir el impulso de darle un manotazo al vaso y rajar la tapicería. Se aferró con fuerza al volante y enfocó de nuevo la entrada del edificio donde vivía George Babcock en Rosslyn, un barrio residencial al otro lado del río Potomac, ya en Virginia.

Eran las ocho de la mañana y había abundante actividad en la zona: autobuses escolares, abogados camino de sus bufetes, funcionarios apresurándose hacia el centro de la galaxia. Mercer los observaba con cierta envidia, recordando la época no muy lejana en que pasaba la mayor parte de su tiempo quejándose del trabajo y del sueldo. Podía haber seguido cómodamente instalado en esa posición, pero no, tuvo que prestar oídos a los cánticos quijotescos, olvidando aquella máxima según la cual toda buena acción tenía su castigo. Y allí estaba ahora, atrapado como una mosca con las patas metidas en pintura fresca. «Estúpido ingenuo, ¿qué esperabas? ¿Una carta de reconocimiento del rabino de Jerusalén y que te dejaran volver a tu rutina?»

Así funcionaban los putos espías en todo el mundo. Una vez estabas en su anzuelo te mantenían sumergido, sin que les importara las condiciones del agua o cómo podía afectar a tus pelotas. Claro que podría haber dejado que secuestraran a George; una falsa opción en realidad. Un interrogatorio del Mossad podía muy bien matar al viejo George, y eso era algo que, simplemente, no estaba seguro de poder asumir. Una debilidad con la que, probablemente, ya contaba el tal David.

Mercer había pasado toda la noche en vela, pensando en su propia estupidez y en cómo abordar a Babcock. Estaba seguro de que Tabla Rasa era un «programa negro», tan ilegal y reprobable como el caso Irán-Contra, ideado por los hombres de Reagan en los ochenta: un embrollo que consistió en vender armas al diabólico Irán de Jomeini (curiosamente a través de Israel), para que éste influyera en la liberación de los rehenes norteamericanos secuestrados en el Líbano por grupos proiraníes. El dinero de las ventas se empleaba luego para financiar la milicia que luchaba contra el Gobierno comunista de Nicaragua. Resultaba difícil creer que algo así se orquestara sin el consentimiento del presidente, pero todo se saldó con el procesamiento del típico cabeza de turco. Entonces ya quedó claro que no podía utilizarse el paraguas de la seguridad nacional para justificar cualquier cosa.

Sin embargo, estaba volviendo a suceder, aunque Mercer estaba convencido de que se encontraba frente a algo que reducía aquel asunto a una minucia equiparable a un robo de material de oficina. Ésa sería la baza que jugaría, según había decidido cuando las primeras luces del amanecer desteñían la oscuridad de su dormitorio. Recordaría a Babcock que aquella clase de mierda siempre terminaba saliendo a flote y que era la desprotegida infantería quien pagaba las consecuencias. Ni siquiera mencionaría al Mossad, al menos de entrada.

Galvanizado por su renovada determinación, se había duchado y afeitado con esmero, como si estuviera citado para una crucial entrevista de trabajo; luego (procurando que su mujer no le oyera) llamó a la oficina para decir que estaba en la cama con fiebre. Sería la primera vez que faltaba desde hacía dos años; además, le debían unos días de vacaciones, de modo que nadie se lo tendría en cuenta.

Poco después de las siete, ya conducía hacia Rosslyn. Sabía dónde vivía Babcock, pero ignoraba sus costumbres matutinas; dudaba, sin embargo, que el viejo George fuera un entusiasta del jogging. Se detuvo a comprar un café para llevar y comenzó a tomarlo en pequeños sorbos después de aparcar a cincuenta metros del pequeño edificio de apartamentos. Necesitaba unos minutos para ultimar su táctica y para que alguien le abriera la puerta exterior, pues no deseaba darse a conocer a través del portero automático.

Ahora, coincidiendo con su episodio semihistérico con el vaso de café, vio salir a una colegiala adolescente que abandonaba el edificio. Mercer salió del coche y, sin prisas, se dirigió hacia allí. Era un hombre blanco, vestido con traje, de modo que no atrajo ninguna mirada en aquella zona residencial. Se detuvo a dos pasos de la puerta metálica y fingió esperar a alguien; sólo tuvo que hacerlo durante tres minutos. Otro adolescente con una mochila al hombro dejó el edificio y echó a andar sin reparar siquiera en él. Mercer alargó un brazo, detuvo la puerta antes de que se cerrara y entró en el vestíbulo. Babcock vivía en el cuarto piso, que era el último, de modo que tomó el ascensor.

Un minuto después inspiraba hondo ante la puerta de su antiguo mentor en el CSN. Llamó al timbre y repasó mentalmente sus primeras palabras, algo al estilo de: «George, viejo amigo, por extraño que te parezca, estoy aquí para salvarte el culo...».

Sin embargo, como ya debería haber sospechado, el guión saltó en pedazos. Al principio ni siquiera reconoció al hombre alto y rubio, en mitad de la cuarentena, que abrió la puerta. El individuo frunció el ceño, como si también él tratara de superponer aquel rostro sobre algún recuerdo. Pero, a pesar del shock, Mercer fue más rápido; debió aprovechar aquella ventaja para echar a correr escaleras abajo, pero la ventaja fue anulada por una voz conocida.

—Dios mío, Harry, ¿qué demonios haces aquí? —exclamó George Babcock, que apareció tras el hombre rubio.

El momento de salir corriendo ya había pasado. Ross Hunter, el ex coronel de la Fuerza Delta que formaba parte del Grupo Salvaje de Tyrell, ya le apuntaba con un arma.

Sudán

Adjar se inclinó sobre la ventanilla del avión en el momento en que, teóricamente, atravesaban la frontera egipcio-sudanesa. Por supuesto, el desierto del Sahara permanecía inmutable ante las divisiones políticas, y nada excepto el tiempo de vuelo, permitía a Adjar calcular que ya debía hallarse sobre el norte de Sudán. Como Cross, también él se había puesto en marcha al concluir la reunión, y sólo una hora más tarde ya se encontraba a bordo de un avión que le condujo a Abu Simbel, una ciudad junto al lago Nasser y apenas a treinta kilómetros de Sudán. En circunstancias «normales» allí habría esperado a que anocheciera para cruzar la porosa frontera en un todo-terreno o incluso a lomos de un asno, para completar por carretera la segunda etapa de su viaje de 1.500 kilómetros. Que eso llevara un día o más resultaba irrelevante. Su cultura del tiempo era diferente a la occidental; en realidad, la paciencia era una virtud que su pueblo había sabido convertir en arma.

Por otra parte, aunque estaba completamente limpio a ojos del servicio secreto egipcio, viajar a Sudán «legalmente» siempre comportaba el riesgo de atraer alguna atención. Se trataba de un país donde se aplicaba la sharia, la ley islámica, que estaba en permanente guerra civil contra la minoría cristiana y cuyo régimen era considerado hostil por El Cairo, que le acusaba de dar cobijo a fundamentalistas egipcios, e incluso de apoyar un intento de asesinar al presidente Mubarak. También formaba parte de la lista estadounidense de países que daban refugio y fomentaban el terrorismo islámico, especialmente desde el ataque a las embajadas americanas de Kenia y Tanzania en 1998, razón por la que había recibido la «visita» de un puñado de Tomahawks.

Por todo ello, los viajes en avión se reservaban para situaciones excepcionales, que no se habían presentado hasta ahora. Para la ocasión disponía de documentación falsa, que sólo se utilizaría una vez, y de los contactos precisos que le permitirían acceder al primer vuelo con destino a Jartum en el momento que lo necesitara. La organización contaba con simpatizantes y colaboradores en todos los estamentos de la sociedad egipcia, que ayudaban en la medida de sus posibilidades a la destrucción de los corruptos esclavos de Occidente que los gobernaban.

El avión en que viajaba era un viejo Tupolev, que transportaba a una cincuentena de pasajeros a la capital del país más grande de África, y uno de los más míseros. El joven egipcio (acababa de cumplir los treinta) estaba más furioso de lo que había demostrado durante su encuentro con el americano y su frustración iba en aumento a medida que se acercaba a Jartum e imaginaba a Cross camino de Washington. En realidad, temía más por la reacción de Tyrell y su presidente que por la que se produciría en la cúpula de Al Qaeda. De hecho, ésta ya sabía de la injerencia del Mossad; de ella había partido la orden de eliminar a los katsas descubiertos en El Cairo. Del breve mensaje recibido, Adjar no podía extraer demasiadas conclusiones, excepto que parecían interesados en explorar las posibilidades de que no todo estuviera perdido.

Resultaba irónico, pero daba la impresión de que la jefatura de Al Qaeda sentía que, llegados a aquel punto, la causa que representaban tenía mucho más que perder que los propios americanos, que habían sido forzados a jugar en calidad de víctimas. Si las negociaciones se rompían, no era difícil imaginar cuál sería su reacción: los actos terroristas que habían terminado por poner de rodillas a Estados Unidos y a su presidente continuarían y se recrudecerían, si ello era posible. Después de todo, calificarían de innecesaria forma de autojustificación; la culpa sería «suya» por permitir que los perros judíos, que orinaban en todas las esquinas del poder estadounidense, lo hicieran también en un lugar que se suponía estanco e impenetrable.

Ciertamente, no le gustaría estar en el pellejo del hombre más poderoso del planeta, decidió Adjar, que apoyó la cabeza en el respaldo del asiento; pensó, y no por primera vez, que quizá se habían hecho demasiadas ilusiones, que quizá siempre había sido demasiado bueno para ser cierto.

Virginia

—Vamos, coronel, baje el arma —pidió George Babcock una vez en la cocina de su apartamento.

Iba vestido con un batín, todavía sin afeitar y llevaba el escaso cabello revuelto, como si acabara de saltar de la cama. Su pasado con el alcohol le hacía parecer más viejo de sus cincuenta y ocho años y tan gastado como los taburetes de los bares que había frecuentado en otro tiempo. En conjunto, parecía tan peligroso como un abuelito rodeado de palomas en el parque y, desde luego, nadie lo imaginaría participando en una trama capaz de alterar el nuevo orden o desorden mundial.

—Mercer. Sí, ahora recuerdo haberle visto alguna vez haraganeando en el Consejo de Seguridad Nacional —dijo Hunter, como si no hubiera oído a Babcock.

También él parecía un poco mayor de sus cuarenta y cuatro años, pero, curiosamente, y a diferencia de aquél, eso sólo agudizaba el aire amenazador que emanaba de él como el vapor de un cuerpo recién salido de una ducha caliente. Una red de diminutas arrugas se extendía alrededor de sus ojos grises como el lecho agrietado de un río seco; era el rostro de un hombre que había pasado la mayor parte de su vida expuesto a climas extremos.

Mercer, sentado a dos metros de aquella cara, sabía que su propietario se había ocultado en los desiertos de África y Oriente Medio, en las montañas de Afganistán y en las selvas de Filipinas, para reconocer, identificar, eliminar y «marcar» objetivos enemigos en aquel campo de batalla en que se había convertido el planeta. En otras circunstancias, habría encontrado cómica la imposible pareja que formaban Hunter y Babcock. En unas circunstancias en que no tuviera una Beretta apuntándole y en que no sintiera su mente chapoteando en arenas movedizas, sin nada al alcance de la mano para sujetarse.

La perplejidad de Babcock al verle ante su puerta no le había impedido sujetarle de un brazo para tirar de él y arrancarle del rellano. Cuando Mercer comprendió que no debía permitir tal cosa, ya se encontraba en el vestíbulo del apartamento, con la puerta cerrada a su espalda.

—Harry, pero ¿qué demonios...? —siguió balbuciendo Babcock sin soltarle, más para asegurarse de que no se trataba de una aparición que para evitar su huida.

El guión no sólo había saltado por los aires, sino que la metralla resultante se asemejaba a una lluvia de hojas de afeitar. Mercer sentía su cerebro cortocircuitado, incapaz de reaccionar ante un imprevisto de proporciones tan colosales como potencialmente devastadoras.

Dirigió una vacua mirada hacia la Beretta, que Hunter había bajado ligeramente, como si hubiera reevaluado el nivel de la amenaza.

—Caramba, George, si recibes así a todas tus visitas, no me extraña que tu vida social sea igual a cero —se oyó decir de pronto, aunque ya parecía un poco tarde para fingirse escandalizado.

Tendría que improvisar otra táctica, pero necesitaba unos minutos para restablecer las terminales nerviosas que estaban fuera de servicio por la sobrecarga.

—Mierda, Harry, no has venido para probar mi café matutino —dijo Babcock en un tono más furioso que amenazante, como si ya estuviera pensando en los problemas que su visita iba a causarle. La sorpresa había hecho bullir la sangre de su rostro y boqueaba como un pez fuera del agua—. Así que ahorrémonos algunos preliminares y las mentiras más ridículas, ¿de acuerdo?

—Un buen comienzo sería que explicaras por qué tienes un tío en tu cocina apuntándome con una pistola —contestó Mercer, que sintió que su cerebro recuperaba velocidad.

—Un buen comienzo sería que explicara cómo un chupatintas como usted ha terminado en el lado equivocado de una pistola —puntualizó fríamente Hunter.

—Vamos, Harry, dejémonos de juegos —se impacientó Babcock—. Esta mañana no has ido a trabajar para venir a verme con un propósito concreto. Y no es necesario ser un lince para deducir que dicho propósito está justamente relacionado con el trabajo, el tuyo y el mío. Y éste incluye al coronel, de modo que cualquier cosa que quisieras contarme, le atañe a él.

Mercer comprendió entonces que había algo más que sorpresa pulsando tras la reacción de Babcock y Hunter, un «algo» que debía explicar la aparición de un arma y la presencia misma del ex teniente coronel en aquel lugar a una hora tan temprana. Y ese «algo» sólo podía deberse a una urgencia declarada en el seno del Grupo Salvaje y que, por consiguiente, afectaba a labia Rasa. En cualquier caso, se sintió como si acabara de ganar el Nobel de la inoportunidad. Y, sin embargo, podía ser la palanca que su mente necesitaba para propulsarse desde el fango hasta el peralte de una pista de carreras. Si conservaba la sangre fría, podría darle la vuelta a la situación y convertir la inoportunidad en su mejor arma.

—Aparte el arma, coronel —insistió Babcock—. Mi amigo Harry va a explicarse sin necesidad de amenazas, ¿verdad, Harry?

—Claro —asintió.

—Bien, ¿qué pasa?

—Pasa de «todo», George.

La Casa Blanca

El presidente Sutton mantenía sus reuniones matutinas con su CSN en su despacho particular, una costumbre que había inaugurado meses atrás, apartándose de aquella especie de icono del poder mundial que representaba la oficina adjunta a la hora de tratar de ciertas «cosas», como hablar de una cuestión que podía provocar su destitución como presidente y, quizás, algo más.

Era esa preocupación y sus múltiples y terribles derivaciones lo que había sustituido, en cierta medida, el infierno anterior, aunque adoptando la forma de solución traumática, como una amputación que sólo tuviera la muerte como alternativa. Al menos, eso era lo que se repetía una y otra vez durante las largas y desesperantes noches de insomnio que se habían superpuesto sin solución de continuidad a aquellas otras que pasaba en compañía de multitudes en llamas y mutiladas. De una u otra forma, el resultado era un agotamiento que trascendía lo físico y formaba ya parte de su torrente sanguíneo, como los glóbulos rojos y blancos. Sólo con la ayuda de la medicina podía alcanzar cierta paz comatosa, libre de pesadillas, que, aunque le permitía desconectar, no le reportaba un auténtico descanso ni recargaba sus baterías; muy al contrario, despertaba con la sensación de que habían inyectado en su cráneo algún líquido denso y pegajoso. Sólo los estimulantes podían aligerar aquella carga para afrontar diariamente la insoportable realidad, lo que le había arrojado a un pernicioso círculo de adicción. En cualquier caso, la horrenda naturaleza del mundo que le rodeaba le impedía considerar siquiera aquel problema. Uno no se preocupa del corte que se ha hecho al afeitarse en medio de un terremoto.

Y, sin embargo, las cosas habían mejorado. En los tres meses transcurridos desde el ataque al Luxor, «sólo» se había producido el doble atentado en Los Angeles y Miami, y ya hacía seis semanas de aquello. La prensa comenzaba a especular sobre ello, sembrando unas esperanzas que, paradójicamente, eran otro pozo de ansiedad para Sutton, consciente del verdadero abono en que prosperaba aquella fe y de lo que ocurriría si se frustraba.

El presidente iba ya por su tercera taza de café, y apenas eran las ocho y media, cuando Tyrell terminó con su informe rutinario sobre la situación mundial (después de todo seguía habiendo un mundo allí afuera que era parte del problema). Sólo entonces dejó de moverse por el despacho para tomar asiento en un sillón frente a su consejero y mirarle directamente.

—¿Qué sabe de Cross? —preguntó sin rodeos, aunque conocía la respuesta. Las instrucciones sobre las comunicaciones eran precisas: nada de contactos telefónicos o correos electrónicos; a menos que se produjera una grave emergencia... Sutton se inclinó hacia delante al creer detectar una leve fisura en la expresión de Tyrell, por lo general compacta y gélida—. ¿Ocurre algo, Nicholas? —inquirió con un deje de pánico.

—No estoy seguro —respondió Tyrell fríamente, como si le molestara más haberse dejado interpretar por el presidente que las presumibles malas noticias—. Cross ha contactado para convocar una reunión para esta misma noche. No sabemos por qué.

—Por nada bueno, sin duda —consideró Sutton, demasiado asustado para mostrar su disgusto con Tyrell por demorar aquella información—. ¿Por qué regresaría si no de forma tan precipitada?

—No debemos apresurarnos a extraer conclusiones —advirtió el consejero de Seguridad Nacional—. Quizá, simplemente, nuestros interlocutores le han expresado cierta impaciencia y desean acelerar el acuerdo. Desde el principio se mostraron algo más que receptivos con él. Tanto como para ofrecernos una tregua no confesada. De hecho, su «campaña» iba destinada a buscarlo. ¿Por qué iban a cambiar ahora de idea?

—Pues por ese mismo jodido imprevisto del que nada sabemos —gruñó Sutton, pesimista—. Cualquier cosa puede haberlos puesto lo bastante nerviosos como para...

—Señor presidente, recuerde con quién tratamos. No podemos pensar en ellos en términos aplicables al resto de los mortales. No creo que el nerviosismo forme siquiera parte de su limitado repertorio de sensaciones humanas.

La clase de gente con quien trabajaban. Justamente eso era en lo que no le gustaba pensar. Azazel violando y arrasando a la humanidad. Monstruos que bien podían pertenecer a una raza extraterrestre con un respeto por la vida propia de alguna especie de insectos. «Eso» era con lo que estaba tratando, su «socio».

¿Y en qué clase de monstruo le convertía aquello a él? El horror por lo que hacía, por lo que quedaba por hacer y por el miedo a no hacerlo se superponían unos a otros a tal velocidad que resultaba imposible someterlos a escrutinio por separado y determinar cuál de ellos pesaba más. En momentos como aquél, cuando los tres se hallaban en plena lucha por la supremacía, Sutton sentía la tentación de abandonarse a la corriente de los acontecimientos y dejar que el vencedor decidiera por él. De todas formas, cualquier opción terminaría pareciéndole la peor posible. Sí, resultaba tentador...

—Supongo que será mejor esperar a Cross antes de seguir especulando —convino finalmente.

Se dio la vuelta para mirar a su consejero, que le observaba casi con alarma, como si temiera observarle derivar en una lenta pero implacable corriente.

—Todo irá bien —contestó Tyrell, que intentó sonar optimista.

Sin embargo, la expresión del presidente se hizo más sombría, como si encontrara sacrílegas aquellas palabras. O quizá sólo fuera envidia ante la ausencia de cualquier vestigio de las dudas que a él le martirizaban.