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Todos los miembros del Consejo de Seguridad Nacional se incorporaron como una sola persona al entrar el presidente en la Sala de Situación. Bryce Iverson les indicó con un gesto que volvieran a sentarse mientras ocupaba su lugar a la cabecera de la mesa. Apenas dos días atrás, todos ellos le consideraban un cero a la izquierda, al que sólo las necesidades aritméticas de la política habían colocado a la diestra de Sutton.
Sin embargo, toda una vida parecía haber transcurrido desde entonces, del mismo modo que sus treinta y seis horas como presidente habían sido lo bastante intensas como para cubrir dos periodos en la Casa Blanca. Pero las duras pruebas a las que ya había sido sometido estaban lejos de terminar; de hecho, su frenético ritmo se aceleraba.
Tras la detonación de la bomba en Tel Aviv, no pudo posponer más su comparecencia pública como nuevo presidente de Estados Unidos. Siguiendo el consejo-propuesta del primer ministro israelí, Iverson no había revelado las verdaderas razones que rodeaban el suicidio de Sutton. El acto en sí ya era demasiado dramático y difícil de asimilar para un país un estado de choque como para aderezarlo con una verdad aún más cruda: que su presidente estaba detrás de la catástrofe acaecida en Israel, impelido sin duda por una desesperación forzada al límite por la «extremista visión» de su consejero de Seguridad Nacional, que había intuido soluciones en lo que sólo era un estertor demencial.
No, el terremoto ya era demasiado intenso para seguir añadiendo réplicas. El tiempo diría si era necesario sacar a la luz «detalles» que ahora sólo complicarían más las cosas. Por el momento, nadie había cuestionado la versión oficial, según la cual, la presión derivada del ejercicio de su cargo en tiempos tan duros —y que culminaron con el asesinato de un colaborador tan próximo como Nicholas Tyrell— había ido minando subrepticiamente la resistencia psíquica de Sutton hasta quebrarlo y conducirlo a un acto tan radical como imprevisible.
A decir verdad, eso no desmentía parte de la realidad, y a nadie se le escapaba el deterioro que se evidenciaba en las últimas apariciones públicas de Sutton. Su médico personal y su esposa avalaron la versión; especialmente después de que se les revelara la verdad y comprendieran lo que su divulgación significaría, no sólo para la nación sino para la reputación histórica del propio Sutton.
Cuando concluyó su mensaje a la nación y los técnicos de televisión se marcharon, dejándole a solas en el Despacho Oval con sus consejeros, Iverson trató de atar otro cabo suelto llamando a Moscú. Flexible como una caña, Dushkin se adaptó rápidamente a la nueva situación después de perjurar que sólo había accedido a la extremada petición de Sutton y Tyrell a causa de su presión, rayana en la extorsión... Iverson cortó en seco sus excusas, y aseguró que la participación rusa en Tabla Rasa se mantendría tan en secreto como la del propio Sutton, siempre y cuando la discreción fuera recíproca. Por otro lado, los compromisos del anterior presidente con el Kremlin se respetarían. «¿Y los israelíes?», se inquietó Dushkin. El trato también los atañía a ellos, como replicó Iverson, aunque recomendó al ruso que, por ahora, no cediera a la tentación de llamar a Mofaz para ofrecer condolencias o unas «explicaciones» que no harían sino enfurecer al primer ministro y poner en peligro la precaria solución de compromiso con que él trataba de recuperar algún control sobre los desbocados acontecimientos.
Una mera ilusión, se repitió ahora Iverson desde la cabecera de la mesa. Eran los acontecimientos los que, no sólo los controlaban a ellos, sino que estaban pasándoles por encima como un rodillo.
El presidente paseó la mirada por los rostros que tenía a su alrededor, marcados como el suyo por la falta de sueño y, sobre todo, por las aterradoras noticias llegadas de Oriente Medio. Esperó unos segundos, confiando en que alguien se aventurara a tomar la palabra. No fue así. Incluso el locuaz Raymond Nunn —a quien, en cierta forma, debía la presidencia— parecía haber perdido la energía e iniciativa con que había irrumpido el día anterior en la Sala de Situación. No era para menos. Él había sido el último «avalador» de Tabla Rasa como mal menor, y lo que siempre había sido una locura, se revelaba ahora, además, como una locura fracasada que había precipitado aquello que, justamente, pretendía evitar.
—¿Qué ha sido del señor Cross? —preguntó finalmente Iverson.
Nunn carraspeó ligeramente antes de contestar.
—Se encuentra bajo custodia del Servicio Secreto. Igual que el tercer miembro del equipo de Tyrell, un hombre llamado George Babcock.
—Lástima. Me hubiera gustado preguntarle su opinión acerca de lo que está ocurriendo en Arabia Saudí; me gustaría saber si ninguno de los genios que componían su clan de visionarios notó que, mientras ellos creían modelar el mundo a su antojo, les estaban poniendo una lavativa antipardillos.
Nadie sonrió ante el sarcasmo de Iverson. Unos se removieron en su asiento, otros cambiaron de posición sus cuadernos de notas.
—¿Han dicho algo esos hombres sobre los planes de Hunter una vez cumplida su... misión? —siguió preguntando el presidente.
Nunn volvió a aclararse la garganta.
—Lógicamente, su intención era regresar, pero, tras los últimos acontecimientos, nada es seguro. Confiamos, sin embargo, en que trate de comunicarse con sus colegas. En cualquier caso, me he encargado de que el FBI ponga en alerta los aeropuertos del país por si decidiera regresar sin contactar con ellos.
—Es decir, que ahí tenemos otro cabo suelto —resumió Iverson.
—Señor, lamentablemente, no son cabos sueltos de lo que andamos escasos —intervino el director de la CIA Barnes casi a disgusto—. No podemos olvidar a la «parte» con que Sutton y Tyrell hicieron el trato...
El presidente se inclinó hacia delante.
—¿Está insinuando que Al Qaeda podría dar a conocer toda la historia? —preguntó, incrédulo, no ante la posibilidad sino por no haberla contemplado él mismo.
—¿Alguien duda de que lo harán, si así pueden perjudicarnos aún más?
—¿Quién creería semejante disparate por boca de esos lunáticos? —intervino el secretario de Defensa Chambers.
—Yo podría sentirme tentado de creerles si la historia coincidiera, nada menos, que con el suicidio del presidente de Estados Unidos y el asesinato de su consejero de Seguridad Nacional a manos del Mossad en Moscú —replicó quedamente Barnes.
—Dejemos eso de momento —zanjó Iverson—. Trataremos el asunto cuando y si se produce, admitiendo los hechos si es necesario. Sin embargo, me temo que Al Qaeda anda ahora demasiado ocupada como para entretenerse en divulgar rumores, ¿no es cierto, almirante? —añadió, dirigiéndose al presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor.
Webber levantó la vista de la hoja que había estado contemplando más que leyendo; una hoja que contenía un relato que hubiera podido firmar el mismísimo Dante.
—Señor, la declaración de los ulemas no es una baladronada —empezó el almirante sin ambages—. Hemos «perdido» Arabia Saudí del mismo modo que perdimos Irán en 1979.
Iverson se echó hacia atrás lentamente, consciente de que la alusión a Irán no era casual. Después de que el ayatolá Jomeini desalojara del poder al Sah, uno de los mejores aliados de Estados Unidos en la región, el presidente Reagan afirmó que jamás permitirían que algo semejante ocurriera en Arabia Saudí, otro aliado, aún más rico en petróleo. El mundo había dado muchas vueltas desde entonces, casi siempre para peor, pero una cosa continuaba inalterada: Arabia Saudí seguía siendo el principal productor de petróleo y contaba con el veinte por ciento de las reservas mundiales. Dejar aquellos recursos en manos de Al Qaeda, aseguraba el pánico económico y una crisis planetaria, por mucho que Estados Unidos hubiera «ganado» Irak.
—¿Qué fuerzas tenemos en la zona? —preguntó.
—En la propia Arabia Saudí nada, excepto unos centenares de instructores. Los siete mil hombres que había allí completaron su retirada hace meses, según el plan previsto.
Iverson se preguntó si más que perder Arabia Saudí, no habrían renunciado simplemente al reino, si se consideraba que el destino que acababa de sufrir había sido largamente anticipado. Ciertamente, las relaciones entre ambos países se habían ido envenenando desde el 11-S, cuando Estados Unidos comenzó a recelar abiertamente de su viejo aliado y miró de nuevo a Irak como una forma de aligerar su dependencia del petróleo saudí. El distanciamiento se amplió aún más cuando les negaron su territorio para atacar al vecino del que, años atrás, los habían defendido, y cuando Estados Unidos trasladó su cuartel general para aquella campaña al pequeño sultanato de Qatar. Después de aquello, se establecieron los plazos de retirada del país que había visto nacer a Bin Laden y a quince de los diecinueve suicidas que cambiaron el curso de la historia reciente.
Iverson pensaba que había sido un error, como extender una invitación a un desastre mayor; además, naturalmente, puesto que lo que puede empeorar suele hacerlo, el desastre acababa de producirse.
—No obstante, eso no sería un problema —siguió Webber—. Disponemos de suficientes tropas en Irak para desviar un primer contingente hacia Arabia Saudí a la espera de refuerzos. Además, Bahrein es la sede de la V Flota y tenemos numerosos buques de guerra en la zona, incluido el portaviones Carl Vinson.
Iverson no pudo sustraerse a la ironía del caso. Quince años atrás habían tenido que invadir Irak desde Arabia Saudí. Ahora, tendrían que actuar a la inversa.
—¿Qué planes manejan? —inquirió el presidente.
—Existen varios, señor, todo depende de lo que queramos conseguir. Aunque, en gran parte desértico, se trata de un país enorme, de casi dos millones de kilómetros cuadrados, con ciudades importantes muy alejadas entre sí, que van desde el mar Rojo al golfo Pérsico.
—Señor presidente —intervino el secretario de Defensa—, mi recomendación es que nos concentremos en lo que los saudíes llaman su provincia del Este, y que ocupa aproximadamente un tercio del país. Es allí donde se concentra casi todo su petróleo. Por citar un ejemplo, diré que sólo la explotación de Ghawar, próxima a Qatar, es la mayor del mundo y contiene la mitad de la producción saudí. Las plataformas petrolíferas que se encuentran en aguas del golfo, como la de Safaniya, también de las mayores del mundo, serán fáciles de defender por nuestra Armada, que ya ha recibido órdenes al respecto. Pero debemos actuar deprisa para ocupar y proteger las explotaciones interiores. Conseguido esto, podríamos tomarnos con más calma el resto de la campaña, pensar incluso en la conveniencia de no extenderla hacia el oeste y dividir de facto el país. Eso nos evitaría tener que luchar por ciudades como La Meca y Medina, situadas cerca del mar Rojo y sagradas para el islam, lo que inflamaría todavía más al mundo musulmán, si ello es posible; y, desde luego, «incomodaría» a nuestros últimos aliados en la región, las pequeñas monarquías del Golfo.
—¿Está sugiriendo que esos fanáticos podrían volar los pozos? Se trata de la riqueza de su propio país, ¿por qué habrían de hacer una cosa así?
—Usted los ha descrito, señor: son fanáticos. No estamos ante un golpe de Estado al uso; ni siquiera ante una revolución islámica al estilo iraní. Paralelo a su deseo de derrocar a los Saud, está su idea de la Umma, la unidad de todos los creyentes por encima de matices religiosos y contra el Imperio del Mal, es decir, Occidente y los judíos. Carecen, por tanto, de nuestro concepto de estado-nación y, como ha dicho el señor Barnes, harán aquello que más pueda perjudicarnos. Bin Laden ya pidió hace tiempo a sus partidarios que atentaran contra las instalaciones petrolíferas del Golfo, con el objeto de disparar el precio del crudo y golpear así la economía mundial. Volar los pozos o simplemente cerrarlos crearía ciertamente un cataclismo.
—De acuerdo, nos concentraremos en eso, de momento —concordó Iverson tras inspirar hondo—. Almirante, ya tiene su objetivo: ocupar y proteger los campos petrolíferos del este de Arabia Saudí.
—Sí, señor. —Webber recogió sus papeles y se incorporó sin más ceremonia—. Me dirigiré de inmediato al Pentágono para transmitir sus órdenes.
—Volarán los pozos en cuanto nos vean aparecer, como hizo Saddam en la primera guerra del Golfo —pronosticó sombríamente la secretaria de Estado Eden.
—Los fuegos se pueden apagar, como ya hicimos entonces —replicó Chambers—. Ahora es prioritario controlar el pánico de los mercados. Señor presidente, por eso debe comparecer de nuevo ante la prensa.
—Los mercados, claro —murmuró Iverson—. También nosotros debemos defender nuestra religión.
En ese momento, el oficial de comunicaciones llamó la atención del grupo.
—Señor, estoy en contacto con nuestra embajada en Pakistán.
—¿Pakistán? —repitió el presidente, perplejo ante la súbita irrupción de otro elemento en la ya endemoniada ecuación.
—Señor —prosiguió el oficial, su tono profesional y casi aséptico vacilaba ligeramente—. Parece que nuestra embajada de Islamabad está siendo... atacada.