22

Moscú

Rosen se encontraba a solas en el apartamento de Bakovsky, que había salido a realizar unas compras. El RPG-7 y las granadas se hallaban de vuelta en la bolsa. Estaba examinando la pistola Tokarev que el Instituto había incluido en un paquete aparte, y que también iba a necesitar, cuando sonó el teléfono vía satélite.

—¿Sí? —respondió.

—Tres vehículos acaban de salir de Peredelkino —informó Eitam sin rodeos, por la frecuencia codificada—. Todos Mercedes con los cristales tintados, y probablemente blindados. Tiene toda la pinta de una comitiva de alto nivel. Han tomado la carretera Borovskoe en dirección al centro. No hay forma de saber si Tyrell viaja en alguno.

—Lo dudo —reflexionó rápidamente Rosen—. ¿Para qué llevarlo primero a Peredelkino? No tiene sentido pasearlo de acá para allá. Si Dushkin le esperaba en una dacha para entrevistarse en secreto con él, y la cita ya ha tenido lugar, ¿para qué llevárselo luego?

—No lo sé —gruñó Eitam—. Pero lo cierto es que no sabemos una mierda sobre nada. En lo que a mí respecta, Tyrell podría estar en uno de esos coches, seguir en la dacha o haber dejado Peredelkino por otro camino y estar ya volando fuera de Rusia.

—Tranquilo, amigo —le amonestó suavemente Rosen—. Tyrell no tiene motivos para sospechar que le siguen los pasos en el mismísimo Moscú.

—Eso tampoco lo sabemos —replicó Eitam.

—Si le hubiera comentado algo a Dushkin o a sus hombres, ya estaríamos con los pies en remojo y una pinza eléctrica en las pelotas —afirmó Rosen, aunque no sonó todo lo convincente que pretendía. Inspiró hondo, consciente de que su compañero comenzaba a experimentar los efectos de la inacción en un lugar expuesto—. Escucha, según yo lo veo, debemos concentrarnos en el vehículo que le trajo desde el aeropuerto. Puede que sea una apuesta demasiado simple, pero necesitamos unos mínimos parámetros de actuación y esto es todo lo que tenemos: una reserva para mañana a las nueve, y un Audi A8 que, al igual que le trajo de Sheremetyevo, podría devolverle allí.

—Faltan catorce jodidas horas para ese vuelo —recordó Eitam sin abandonar su tono pesimista—. Demasiado tiempo. Tanto para nosotros como para Tyrell. Si él ya ha terminado aquí, podría conseguir sin problemas un vuelo que partiera esta misma noche.

—Eso no nos perjudicaría —señaló Rosen para animarlo—. Ya dispongo del equipo y estoy a punto para partir hacia el punto de espera en cuanto reciba tu aviso.

Eitam no respondió de inmediato, y su pesada respiración resultó perfectamente audible en el receptor. Rosen comprendía que la ansiedad de su compañero iba más allá del frustrante estrés que hervía a medida que la pasiva tarea se prolongaba. Como había dicho a Bakovsky, un kidon podía pasarse días acechando a su objetivo prácticamente bajo cualquier circunstancia..., siempre que dispusiera de información precisa. Era la naturaleza improvisada y chapucera de aquella misión lo que sembraba las dudas y quejas de Eitam.

—Debes concentrarte en la importancia del objetivo —continuó Rosen, endureciendo ahora su tono para hacer reaccionar a su compañero—. No se trata de un maldito «mecánico» de Hamás. Y no nos habrían enviado en estas condiciones si no hubiera algo realmente importante en juego. Si la jodemos, que sea por culpa de esas condiciones, no porque la caguemos nosotros, ¿de acuerdo?

—Claro —asintió Eitam al cabo de unos segundos con voz más firme.

—Bien. Yo me encuentro en el piso del sayan, con todo preparado —reiteró Rosen.

—¿Ya le has dicho que tendrá que conducir?

—Tú concéntrate en el coche y deja todo lo demás de mi cuenta —esquivó Rosen—. Hagamos lo que sabemos hacer y todo irá bien, ¿de acuerdo, amigo?

—Del todo —concluyó Eitam, que cortó la comunicación.

Rosen apagó el teléfono y reprimió su propia frustración mientras pensaba en una respetable ciudadana suiza asomándose a su ventana y desmontando una operación. Luego guardó la Tokarev en la bolsa y palmeó el RPG como si su tacto pudiera proporcionarle algún consuelo.

Washington

En cuanto el sistema de alerta advirtió de la llegada de un correo electrónico, Cross saltó del sofá donde había pasado la noche durmiendo a ratos. Después de leerlo, sintió que una cuchilla acariciaba su bajo vientre: «Propuesta bien acogida. A la espera de recibir el préstamo y transferirlo. Informe a los socios».

Cross sintió expandirse su corazón hasta chocar contra sus costillas. Tenía la garganta seca y la lengua pegada al paladar. Bebió un poco de café frío sin notar siquiera su repugnante sabor. Los jodidos rusos habían aceptado el encargo. De todas las etapas increíbles que habían ido quemando desde el inicio de Tabla Rasa, aquélla parecía marcar el límite de lo infranqueable; al menos en un mundo adscrito al sentido común y la razón. Claro que, en ese mundo, planes como Tabla Rasa nunca hubieran sido bosquejados, ni la locura que lo instigó se habría manifestado.

Sus socios. Cross pensó en su último mensaje, que destilaba aquel sorprendente optimismo a pesar de lo ocurrido, primero en las callejuelas de El Cairo y que implicaba al Mossad, y poco después en Eritrea, donde una acción antiterrorista había matado (aunque aún no había sido confirmado oficialmente) a un peso pesado de Al Qaeda. Cross se preguntaba quién, después de eso, se habría arrogado la responsabilidad de continuar adelante. Si la pieza que la CIA se había cobrado era, efectivamente, Saiel Jawad, jefe planificador de Al Qaeda, era más que probable que se encontrara en Eritrea para «velar» por aquel trato con los infieles. De ser así, todo debería haber quedado cortocircuitado. Incluso si la operación dependía de alguien de superior jerarquía, resultaba cuanto menos extraño que la reacción fuera tan suave después de que la CIA convirtiera en humo a alguien de la importancia de Jawad.

Naturalmente, lo primero que pensó Cross fue que los bastardos estaban dispuestos a aceptar cualquier cosa si podían echar mano a aquella bomba. Eso no era difícil de entender, pero Cross dudaba de que todo fuera cosa de Adjar, un simple mensajero. Alguien debía haberse hecho cargo de la supervisión por encima del egipcio, alguien capaz de adoptar decisiones rápidas y arriesgadas por su cuenta, considerando su aislamiento y que cualquier intento de comunicación con la Shura podía resultar letal.

Fuera quien fuere, Cross agradecía esa rapidez, no lastrada por los recientes y luctuosos acontecimientos que afectaban a la «familia» de Al Qaeda.

Escribió y envió un sencillo correo electrónico que no necesitó codificar. Luego pensó en si debía informar de algún modo al presidente Sutton, quizás enviando un mensaje a su móvil personal, pero enseguida rechazó la idea. Eso era cosa de Tyrell, no importaba que las noticias fueran buenas o malas.

Cross se echó hacia atrás respirando profundamente y se dio cuenta de que ya no le quedaba nada por hacer y de que eso no le suponía ningún alivio.

El Cairo

—¿Arwa? ¿Puedo pasar?

Arwa al Nafzawiyya apartó a un lado el ejemplar del Herald Tribune, que había hecho que compraran para ella, al oír al educado Adjar anunciarse al otro lado de la cortina. Se incorporó. Aquel joven era, sin duda, una excepción que cultivar en ese páramo de misóginos sin seso.

—Adelante —dijo.

El egipcio retiró la cortina y se adentró en la estancia esgrimiendo otro papel.

—Acaba de llegar —informó mientras ella lo cogía sin más ceremonia.

La opción del catálogo seleccionada por usted se encuentra disponible. Esperamos expedir su envío dentro de unas horas.

Arwa se humedeció discretamente los labios, resecos de pronto.

—De modo que ya la tienen —murmuró, releyendo el mensaje por tercera vez.

—No exactamente —puntualizó Adjar—. Si fuera así, no utilizarían la palabra «disponible», sino algo más definitivo. He intercambiado los suficientes correos con ellos como para saber interpretarlos.

—¿Y por qué la demora?

—Los rusos deben estar midiendo al milímetro lo que pueden ganar y perder con esto. Por lo que se desprende del mensaje, parece que pesan más las ganancias, pero los rusos son tan de fiar como subir una pendiente detrás de un asno.

—Pero cuando estás atado a su cola no tienes otra opción —asintió Arwa, agitando el mensaje y permitiéndose una breve sonrisa de triunfo—. Gracias a nosotros —añadió—. El provecho que extraigan los rusos no nos concierne..., mientras la bomba funcione. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Sabemos que el transporte continúa en Moscú, que nadie ha enviado una contraorden; por lo tanto, es improbable que el «destinatario» de la bomba en Tel Aviv sí la haya recibido. Y sin una contraorden de la Shura, darán por sentado que la operación sigue adelante, aunque sepan lo ocurrido en Eritrea. Contactaré con ellos enseguida.

Arwa volvió a mirar el mensaje, frunciendo los labios a medida que su mente exploraba nuevas posibilidades, algunas poco halagüeñas. Una simple llamada en clave de la Shura Majlis, y todo quedaría anulado con un simple chasquear de dedos. Los hombres que componían el Consejo de Al Qaeda eran audaces y vengativos, pero también cautos. Y, a pesar de la irritación que ello le producía, Arwa comprendía que tenían que serlo para sobrevivir en un mundo cada vez más pequeño, que los enfocaba con una promesa de recompensa que haría ricos a pueblos enteros.

De todos modos, renunciar a aquella oportunidad sería imperdonable, algo de lo que podían arrepentirse durante generaciones. Porque nunca antes habían estado tan próximos a una de aquellas armas que el hipócrita Occidente llamada de «destrucción masiva», fingiendo estremecerse al describir el peligro que representaban mientras se aseguraba su monopolio. A pesar de la abundante e histérica literatura al respecto, ni Al Qaeda ni ningún grupo afín había estado más cerca de conseguir un arma nuclear que de poner su bandera en la Luna. De lo contrario, el mundo ya habría tenido plena «constancia» de ello.

Como iba a suceder ahora, pensó Arwa, sintiendo reforzarse su determinación.

—Contacta con los hermanos en Palestina —dijo luego, en un tono que sólo podía pasar por una orden—. Pero quiero estar en Tel Aviv cuando la bomba llegue.

—¿Qué? —farfulló Adjar, dando un paso adelante.

—Ya lo has oído. Tenemos que asegurarnos de que ese «tesoro» no cae en manos inadecuadas, que no sepan apreciarlo en lo que vale.

—Pero no es posible...

—Desde luego que sí —cortó secamente Arwa—. Después de lo ocurrido, somos los responsables directos de la operación, y yo no voy a supervisarla desde este agujero. Tu gente aquí puede arreglarlo. Si necesitas dinero, con sólo una llamada a un banco de las islas Caimán puedo hacer que me transfieran hasta cien mil dólares en unos minutos y al lugar que yo quiera. Si la «causa» no los motiva lo suficiente, soborna, amenaza y miente, pero quiero estar en Tel Aviv para recibir la bomba, ¿entendido?

Los negros ojos de Arwa se clavaron en los de Adjar, pero lejos de expresar su propia dosis de amenazas y advertencias, le irradiaron con una agradable y electrizante energía, con un calor que parecía proceder de los restos de una hoguera de carbón, ya apagada pero que todavía abrasaba. Un calor que daba la impresión de poder durar durante toda la noche en la fría intemperie del desierto. Al cabo de unos segundos, que a Adjar se le antojaron minutos, el joven carraspeó ligeramente.

—Veré que puedo hacer —fue lo que dijo, casi renuente a apartarse de aquella fuente de calor.

Peredelkino

Tyrell había sucumbido finalmente al agotamiento que parecía desgajar la musculatura de sus huesos, y accedió a retirarse a una de las habitaciones de la dacha, aunque sólo fuera para descalzarse y tumbarse con los ojos cerrados durante unos minutos.

Cuando la puerta se abrió, haciéndole saltar de la cama como si le hubieran apuñalado un costado, y echó un rápido vistazo a su reloj, comprobó incrédulo que había dormido dos horas de un tirón. Absurdamente avergonzado, enfocó la figura de la puerta.

—Le esperan en la biblioteca —dijo uno de los guardaespaldas de Konyev.

—Enseguida voy.

La puerta se cerró al instante y Tyrell se calzó a toda prisa antes de dirigirse al baño. La musculatura había recobrado consistencia, pero su aspecto exterior había empeorado; unas pronunciadas ojeras y algunas arrugas en torno a los ojos habían macerado de pronto su aspecto juvenil y, aunque se había afeitado en el avión, su rostro ya presentaba una desagradable sombra azulada. Orinó como si hubiera pasado un día desde la última vez, se lavó las manos y la cara, se aplastó el pelo y se arregló la corbata. Al salir recogió la chaqueta y se la puso mientras bajaba la escalera de madera que conducía a la planta baja.

El guardaespaldas que le había despertado le miró sin decir nada y le abrió la puerta de la biblioteca. Desde el umbral, Tyrell captó al instante la presencia de Hunter, Konyev y un tercer hombre, reunidos en torno a... algo.

«Ahí está», pensó automáticamente, sintiendo hormiguear las palmas de las manos.

—Acabamos de llegar —dijo Konyev al verle—. Espero que haya podido aprovechar para descansar.

—Sí, gracias —respondió Tyrell distraídamente.

Cerró la puerta a su espalda y se acercó despacio al centro de la atención general, como si temiera que de allí pudiera partir un rayo tan sorpresivo como letal.

En realidad no se trataba de una maleta, como por alguna razón había llegado a pensar, sino de un contenedor de forma hexagonal, parecido al que se utilizaba para trasladar órganos humanos, aunque de aluminio. Para su horror, descubrió que estaba abierto. Un objeto metálico y sin brillo, de forma ligeramente ovalada, algo mayor que un balón de rugby, descansaba sobre un molde de esponja. Los tres hombres lo rodeaban como si fueran arqueólogos reunidos en torno a los vasos cánopes de un famoso faraón, o como si fueran unos jefes tribales del Paleolítico ante su extravagante deidad.

—Es completamente seguro —explicó el desconocido, que detectó su alarma. Lo dijo con un inglés en el que se notaba un fuerte acento. Si el hombre le reconoció, ni siquiera parpadeó—. El núcleo de plutonio-239 se encuentra aislado en el interior del ingenio, rodeado por los explosivos convencionales que deben iniciar la reacción en cadena —añadió, volviéndose a Hunter, que no presentaba el menor indicio de cansancio a pesar de no haberse retirado a descansar. El hombre se inclinó sobre el «balón» y liberó un resorte, dejando a la vista un pequeño panel con un teclado—. Para armar la bomba, deberá introducir un código de seis dígitos, que luego le proporcionaré —continuó explicando el extraño, un cincuentón de rostro abotargado al que también debían haber arrancado de la cama. El hombre se inclinó un poco sobre el artefacto y señaló unos botones del teclado—. Son para activar el temporizador, que se puede situar entre los quince minutos y las treinta horas. Existe también un llamado «botón de pánico», que puede reducir el tiempo hasta cinco minutos, incluso hacer estallar la bomba instantáneamente.

El hombre mostró las diferentes secuencias a Hunter, y se aseguró de que no quedaba espacio para los malentendidos.

—Sencillo como un reloj de arena —comentó Hunter, que dedicó a Tyrell una mirada de satisfecha complicidad, ahora que se encontraban ante el fruto de aquella larga siembra que habían emprendido meses atrás, cargados de vacilaciones y turbias perspectivas—. ¿Cómo sabemos que los explosivos convencionales siguen operativos? —preguntó luego al experto—. Esta cosa puede tener veinte años de antigüedad.

Los dedos del hombre se movieron por el teclado y la pantalla de cristal líquido cobró vida, mostrando unos caracteres cirílicos.

—Pide la secuencia de seis dígitos para armarse.

Hunter, con las secuencias ya a buen recaudo en su memoria, no se dejó impresionar.

—El circuito funciona, pero eso no significa que el plástico no pueda fallar. En lo que a mí concierne, le consideraré a usted el responsable directo si eso sucede.

El hombre le miró sorprendido por la directa amenaza. Cuando detectó que le hablaba en serio, se volvió en busca del respaldo de Konyev.

—Estoy seguro de que no habrá problemas —se adelantó conciliador Tyrell.

—El contenedor es demasiado voluminoso —siguió quejándose Hunter, ajeno a la susceptibilidad que le rodeaba.

—Ya hemos pensado en eso —dijo Konyev, instando con un gesto al hombre.

Con aire hosco, el experto se descolgó una pequeña mochila azul que colgaba de su hombro derecho, la abrió y extrajo un molde de poliuretano.

—De hecho —volvió a hablar—, podría prescindir de esto. La bomba es segura al ciento por ciento y resistiría una caída desde un tercer piso; se abollaría un poco la capa externa, pero no afectaría a su funcionamiento. Hunter cogió el molde y lo abrió usando una tuerca de mariposa; el interior del receptáculo estaba forrado de espuma. Sin aguardar instrucciones, dejó el molde a un lado, cerró la placa del panel de la bomba y la levantó con cuidado reverencial de su hueco, advirtiendo por primera vez que pesaba más de lo que parecía. Luego, la depositó en el segundo molde y lo cerró con la tuerca. Dentro de la mochila el objeto no abultaría mucho, aunque pesaría como un yunque.

—¿Todo bien? —inquirió Konyev.

—De primera —respondió Hunter, que esbozó una ligera sonrisa que podía pasar por una disculpa.

Konyev no perdió un segundo en coger suavemente a su compatriota de un brazo y tirar de él de forma casi imperceptible hacia la puerta mientras le hablaba en ruso.

—Le estoy muy agradecido, Dmitri. Ahora, mi chófer le devolverá a su casa. Recuerde nuestra charla; ésta es una muy delicada cuestión de seguridad nacional y no olvidaré su cooperación. La necesidad de discreción es absoluta. Nos veremos el lunes.

Ya en la puerta de la biblioteca, el hombre se volvió al interior, más irritado que desconfiado, como si le importara más el trato recibido y que le sacaran de la estancia a empujones que haber acarreado hasta allí una bomba atómica.

—¿Quién es? —inquirió Tyrell en cuanto la puerta se cerró tras él.

—Inteligencia militar —respondió Konyev.

—¿Y es de fiar?

—Eso corre de nuestra cuenta —sonrió el ruso—. Tenemos la bomba, ¿no?

—Desde luego —admitió Tyrell—. Y en apenas ocho horas —comprobó, echando un vistazo a su reloj, que marcaba las cuatro de la madrugada, hora local. Eso significaba, como mínimo, que los rusos mantenían aquellos trastos todavía al alcance de la mano, y no ocultos en un remoto búnker siberiano. Por un segundo, casi se dejó atrapar por las implicaciones de aquello, pero enseguida lo arrinconó para concentrarse en lo inmediato—. ¿Es como esperaba? —preguntó luego a Hunter, que se aplicaba en introducir la bomba en la mochila.

—No estoy seguro de lo que esperaba. Se ha hablado mucho de estos artefactos, pero probablemente somos los primeros, fuera de un limitado círculo en Rusia, en ver uno; en cualquier caso, quizá sea incluso más pequeño y fácil de transportar de lo que creía.

—¿Le preocupa en serio ese asunto de los explosivos? —siguió preguntando Tyrell.

—Bueno, los rusos no son precisamente un ejemplo que seguir en el arte del mantenimiento. Y no se ofenda, Ilya —añadió, arqueando las cejas en dirección a Konyev—. Incluso los misiles intercontinentales dependen del recubrimiento de explosivos convencionales que rodean el núcleo de uranio y plutonio para iniciar la reacción en cadena implosionando sobre él a altísima velocidad. Si eso falla, el maldito misil se convierte en un peso muerto. Que el panel se encendiera, sólo demuestra que el circuito funciona y que las baterías de los detonadores siguen activas. Pero incluso si explotaran, de no hacerlo todas las cargas en torno al núcleo con una simultaneidad que se mide en microsegundos, la bomba podría convertirse en lo que se llama un «fiasco», es decir, que desarrolle una potencia muy inferior a la esperada..., pero no se preocupe, sólo estoy especulando.

—Caballeros —intervino Konyev—, esta bomba no estaba tan cerca, exactamente en el arsenal del Kremlin, por ofrecer dudas sobre su rendimiento. Muy al contrario, este artefacto es, con diferencia, una de las pocas cosas en Rusia sobre cuyo funcionamiento pueden apostar.

De modo que estaba en lo cierto, pensó Tyrell. Más que eso en realidad; aquellos rusos seguían lo bastante paranoicos como para guardar un arma nuclear en el mismo centro de la ciudad, y bajo el sillón del presidente.

—Supongo que eso zanja cualquier duda —declaró después.

Hunter se limitó a asentir quedamente, consciente como él de lo que significaba, en más de un sentido.

—Bien —dijo el ex coronel—, si todo ha quedado aclarado, yo debería marcharme ya. ¿Cómo pasaré esto en Vnukovo?

—He hablado personalmente con el jefe de seguridad —informó Konyev—. Le he dicho que es usted un amigo del Gobierno ruso, por el que respondo. De hecho, le acompañaré y él nos conducirá directamente por la pista hasta su avión. ¿Están sus... amigos advertidos?

—Iba a hacerlo ahora —respondió Tyrell.

—Los dejaré a solas —concedió Konyev, abandonando la biblioteca como si un sexto sentido le hubiera advertido de la necesidad de permitir un momento de intimidad a los americanos.

—Bueno, ya sólo queda que los otros chiflados cumplan —dijo Hunter en cuanto la puerta se cerró.

Tyrell buscó en el bolsillo y, mientras sacaba el BlackBerry, observó que su mano temblaba ligeramente. También Hunter se percató de ello y le dirigió una comprensiva mirada.

—¿Nervios en el momento del salto?

—Un poco de vértigo —admitió Tyrell, que esbozó una torcida sonrisa.

—Nunca creyó en realidad que llegaría el momento de saltar, ¿verdad?

—Digamos que estaba demasiado ocupado en el plan de vuelo para pensar en ello.

—Pues déjeme decirle que yo no lo creí, y ahora temo no haber doblado bien el maldito paracaídas —replicó Hunter, que le devolvió la sonrisa.

—Pues revíselo, coronel —aconsejó Tyrell—. Ahora todo queda en sus manos. Si se estrella, arrastrará a muchos, y no me refiero sólo a sus compañeros de viaje.

—Amigo, usted sí que sabe cómo animar a la tropa —ironizó Hunter.

Pero Tyrell ya estaba concentrado en escribir su mensaje, que fue tan breve y escueto como el anterior: «Paquete en camino. Listos para partir». Lo envió y devolvió el BlackBerry al bolsillo.

—Y apuesto a que esos «cabeza de toalla» tampoco confiaban en conseguir el regalito —siguió diciendo Hunter.

Tyrell no hizo caso del comentario, aunque se acercó a él y apoyó una mano en su brazo, en un inusual gesto amistoso que sorprendió a Hunter hasta hacerle casi retroceder.

—Supongo que no soy la persona más indicada para dirigirle una arenga a alguien como usted —dijo Tyrell tras carraspear ligeramente—. De modo que supongo que lo mejor será que me limite a desearle suerte.

—Se lo acepto por ser usted, Nick. —Hunter volvió a sonreír—. Pero no me gusta confiarme a la suerte, una puta que se vende demasiado barato. Me conformaría con que nuestros tres variopintos socios sean la mitad de fiables de lo que esperamos, lo que no es poco pedir.

—¿Tres?

—Bueno, hemos comprado los huevos y preparado la tortilla para que alguien se la coma, ¿no? No quiero ni pensar que los israelíes ni siquiera la prueben.

—Pues no lo haga —replicó Tyrell, que palmeó con fuerza el brazo de Hunter antes de retirar la mano—. En este mundo, sólo hay dos cosas que son previsibles: las mareas y la reacción israelí ante lo que se les viene encima.

—No diré nada que haga parecer que dudo de nuevo —concluyó Hunter—. Ya no podemos recomponer los huevos.