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Edificio Dafna Hadar, Tel Aviv

—Hemos movilizado todos nuestros recursos en El Cairo. Sayanim, colaboradores a sueldo, agentes infiltrados en los Hermanos Musulmanes. No ha aparecido ningún cuerpo sin identificar en las callejuelas cairotas ni se tiene noticia de ninguna acción violenta perpetrada por islamistas. Hemos tenido que pagar una fortuna y formular serias amenazas a nuestros contactos en la policía para obligarlos a echar un vistazo al piso de los katsas. No encontraron nada. Tampoco había cadáveres ni indicios de lucha ni, por supuesto, rastro de teléfonos móviles ni del ordenador portátil. Por lo que sabemos, entre los Hermanos Musulmanes no circula ningún rumor al respecto —concluyó con desaliento Nathan Weiser, jefe de la sección de Egipto, que descruzó y volvió a cruzar las piernas por enésima vez.

—Los Hermanos Musulmanes no tienen nada que ver con esto —señaló Ehud Sharansky, jefe del Departamento de Planes y Estrategia, sentado a su lado, aunque ligeramente inclinado hacia delante—. Las concesiones del Gobierno egipcio y la gran influencia que ya ejercen sobre la sociedad a todos los niveles los ha convertido en «moderados». Si Al Qaeda necesita a alguien en Egipto para hacer el trabajo sucio, habrán acudido a la Yihad de Al Zawahiri. Y, desde luego, ahí no tenemos a nadie.

Sharansky carraspeó levemente, consciente de que lo dicho ya era conocido por todos los reunidos en la oficina del último piso del edificio Dafna Hadar, incluido su titular. Rehavam Ezra, director general del Mossad, se encontraba de pie mientras escuchaba con una expresión no más adusta de lo habitual, esculpida por treinta años de situaciones límite, contra las que había aprendido a acorazarse para evitar que la tensión enturbiara su buen juicio y ralentizara su capacidad de reacción. A sus sesenta años, y aunque había pasado más de la mitad de su vida trabajando en aquel edificio, era un hombre robusto y de piel bronceada, que podía pasar por el granjero que sí fue su padre, aunque eso no le impidió combatir junto a la Haganah, la milicia judía que luchó contra los británicos por la independencia. Ezra había nacido en Zafar, una de las cuatro ciudades santas del Talmud, y aunque su intención era convertirse en ingeniero para contribuir a su construcción, en su sentido más literal, de Eretz Israel, pronto comprendió que los peligros que se cernían sobre su pequeño y joven país obligaban a que primero se aseguraran los cimientos mismos de la nación. Así, después del servicio militar y de destacar en la guerra de los Seis Días, ingresó en el Mossad, y ya no abandonaría el feo edificio gris. No le importaba ser considerado un «espía de escritorio»; ya había demostrado que no se arredraba en el campo de batalla, y admitía que estaba más dotado para la planificación y el análisis que para la ejecución. Y no sólo era eficiente: era brillante. Su mera presencia en aquel despacho así lo atestiguaba. Mientras la mayoría de sus antiguos colegas habían ido sucumbiendo a través de las incontables remodelaciones que se sucedían tras una operación desafortunada, él prosiguió su lento ascenso hasta jefe de sección (primero de Egipto y luego de Irak) y, sin darse cuenta, continuó subiendo hasta llegar a dirigir Planes y Estrategia y, de allí, a la subdirección general.

Finalmente, hacía sólo un año, había llegado a la cumbre del considerado por sus propios enemigos como el mejor servicio de inteligencia del mundo. Desde allí, y Ezra era consciente de ello, sólo quedaba seguir el camino de la jubilación. Y únicamente de una buena combinación de trabajo y fortuna dependía que lo emprendiera al cabo de los años y con honores, o mucho antes y por la puerta de servicio. El reconocimiento personal no le preocupaba en absoluto, pero tampoco había egocentrismo en comprender que su fracaso significaría más dolor para su castigado pueblo.

Mientras se movía por el despacho situado en la cima del edificio, ya en manos del turno de noche, el director general sentía hormiguear su sangre en aquel caldo de cultivo que había empezado a burbujear en cuanto le hablaron por primera vez de Tabla Rasa. Había algo extrañamente siniestro en aquella expresión, una amenaza que sugería proporciones bíblicas muy apropiadas a la zona y que erizaba el vello de sus brazos.

—¿Y Cross? —preguntó al fin Ezra, que se parapetó tras el respaldo de su sillón.

—Según nuestro sayan, en el aeropuerto de El Cairo tomó un vuelo con destino a Londres hacia el mediodía —reveló Weiser—. Sabemos que nuestros katsas lo seguían por la ciudad sólo cuatro horas antes, por lo que, probablemente, su precipitada marcha está relacionada con el «imprevisto» surgido. Debemos dar por hecho que su contacto en Al Qaeda los habrá culpado por haberse dejado infiltrar por el Mossad (no pondrán en duda que somos nosotros quienes estamos detrás), pero tendremos que esperar para saber cómo afectará eso a la «relación» que habían iniciado.

—En circunstancias normales, el incidente debería bastar para cancelar sus planes comunes —intervino Sharansky—. Pero desde el momento que tenemos al consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos tratando con Al Qaeda, hablar de «circunstancias normales» suena a blasfemia. Si los amigos de Cross creen que no están en peligro, que no nos hemos acercado a ellos lo suficiente, como, de hecho, así es, pueden pensar que todavía están en disposición de seguir adelante.

—Ya no depende de ellos —dijo el tercer hombre. Yosi Liberman, jefe de la Sección Americana, era el más joven de los presentes, aunque sus ojos gris acero y el huesudo rostro en que se alojaban le otorgaban un aire casi tétrico que gustaba de utilizar para captar la atención de sus interlocutores. Aferrado a los brazos de su sillón, miró directamente al director general—. Si conozco a los americanos, Tyrell acabará dejándolo correr, por mucho que le duela.

—Eso podría «excitar» sobremanera a Al Qaeda —apuntó Sharansky—, y los americanos no querrán ver rota la tregua de la que, de facto, disfrutan desde hace un par de meses.

—Pero ¿qué alternativas se le presentan a Tyrell? —preguntó Ezra a Liberman.

El jefe de la Sección Americana torció el gesto.

—Puede someter la operación a un control de daños para averiguar hasta qué punto está realmente comprometida, lanzarse a la caza del topo. Aun en el caso de que decidieran colocar Tabla Rasa en situación de «espera» en lugar de cancelarla, eso nos proporcionaría semanas, quizá meses, para seguir trabajando.

—¿Y nuestro agente en Washington? ¿Está al corriente de las novedades?

—Hace una hora he enviado un mensaje cifrado al ordenador del sayan que utilizamos allí como correo. Cuando llegue Cross, ya sabrá a qué atenerse.

—Y ese hombre del CSN que controla...

—Mercer —recordó Liberman.

—¿Conoce ese Mercer el peligro? —inquirió el director general—. ¿No deberíamos retirarlo de la circulación? Después de todo, él es todo lo que tenemos.

—Que no es mucho —apostilló Liberman—. Si hemos arriesgado y, probablemente, perdido a cuatro katsas en El Cairo, también podemos arriesgar a nuestro topo. Escondido en un piso seguro no nos servirá de nada, no con la munición que ahora tenemos. De hecho, en un anterior mensaje, insté a nuestro katsa a apretarle las clavijas a Mercer. Todo lo que nos ha proporcionado hasta ahora son indicios basados en un cóctel de rumores y especulaciones.

—Nos puso sobre la pista de Cross —replicó Ezra, como si creyera necesario salir en defensa de aquel hombre al que sólo conocía a través de una foto, pero que le merecía un respeto y admiración que iba más allá de lo profesional.

Aquel individuo, que ni siquiera era judío, había renunciado a su cómoda posición en la vida por un ideal, sin solicitar nada a cambio, algo ya extraordinario de por sí en aquellos tiempos. Pero eso era lo que siempre había diferenciado al Mossad de otros servicios de inteligencia. Era corriente que personas como Mercer (algunos judíos, otros no) se ofrecieran a colaborar para defender la causa sionista. Además de la imponente red de sayanim nacida de un sentimiento racial que trascendía nacionalidades, los mejores topos del Mossad habían surgido de ese proceso de «simpatía». Ése era, por ejemplo, el caso de Pollard, el analista de la inteligencia naval estadounidense que se había ofrecido a compartir los secretos de su país en favor de la causa judía. Naturalmente, la otra parte tenía otro nombre para calificar a quienes llevaban un poco demasiado lejos sus «simpatías» por Israel; y por eso Pollard se pudría en una prisión federal desde 1985 a pesar de los esfuerzos de las propias organizaciones judías norteamericanas por conseguir su liberación, que alegaban que ayudar a Israel no podía considerarse un acto de traición.

—Forzar a Mercer puede resultar contraproducente —siguió diciendo el director general—. Y no lo digo sólo porque ese hombre accediera a nosotros de buena fe y no merezca ese trato. Dios sabe que no somos muy escrupulosos en ese sentido. Pero, por lo que sé del tal Mercer, puede dar algún paso en falso y ponerse en evidencia, y a nosotros con él. Los americanos se subirán por las paredes si descubren que hemos vuelto a meter a alguien debajo de su cama.

—No podemos conceder «vacaciones» al señor Mercer ahora que estamos a la espera de saber cómo reaccionan a la nueva situación —aseveró Liberman—. Incluso en el caso de que sea puesto al descubierto, contribuirá así a la «causa». Si no podemos averiguar más sobre Tabla Rasa, al menos los asustaremos lo suficiente como para que entierren la operación.

—Si sólo quisiéramos asustarlos, podríamos haberlo hecho hace semanas —intervino Weiser en un tono casi quejoso—. Bastaba con pedirles a nuestros amigos del New York Times que se formularan algunas preguntas en su periódico. No hemos perdido cuatro katsas para volver ahora a ese punto.

—Todos lamentamos esa terrible pérdida, Nathan —se apresuró a proclamar Ezra, aunque ya le había dado el pésame a Weiser como si lucra pariente consanguíneo de aquellos agentes—. Y tampoco me gusta la idea de obligarlos a enterrar el asunto sin más. Los americanos sí podrían limitarse a archivar la idea, sea cual fuere, pero dudo que Al Qaeda se lo tomara con igual filosofía. —El director general hizo un alto y miró alternativamente a los tres hombres, atrapando algo más que su atención. Los temores que cada uno de ellos arrastraba como un aura funesta parecieron hundirlos un poco en sus asientos—. Ninguno de nosotros cree que esos dementes hayan ofrecido la «paz» a Estados Unidos a cambio de un plato de lentejas; por tanto, ¿de qué manjar estamos hablando? Bien, considerando que el «subtítulo» de Al Qaeda es Frente Internacional Islámico contra los Judíos y los Cruzados, no es muy difícil de imaginar. Nos odian más que a los americanos, somos, en cierto modo, la razón misma de su existencia. La pregunta para la que debemos encontrar respuesta es a qué principio han sido capaces de renunciar los americanos, minados por su desesperación, y de qué calibre es la amenaza. Porque si algo ya sé, amigos míos, es que Tabla Rasa apunta a nuestra cabeza.