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Tel Aviv

Tras dejar atrás el barrio de Ramat Aviv y el campus universitario, el taxi avanzó hacia el río Yardun, que marcaba el acceso al centro-sur de la metrópoli más moderna y habitada de Israel. Hunter se relajó un poco al volante mientras enfilaba hacia el puente de la gran avenida Ibn Gvirol, después de un viaje de casi hora y media que había completado sin incidencias, primero a través de la carretera principal que conducía a la costa, y luego siguiendo la autovía de Haifa hacia el sur. Gracias a la previsión de Shabir, que había llenado el depósito de gasolina a medio camino de Nazaret, ni siquiera fue necesario hacer una parada que, en su caso, no se contemplaba como un mero trámite.

Era casi medianoche y, aunque el tráfico era ligero, como en cualquier gran ciudad del mundo, nunca desaparecía del todo, lo que Hunter agradeció al verse «protegido» por la pantalla de varios coches, que le precedían en dirección al río. A su lado, Arwa continuaba mirando por la ventanilla, su respiración audible, más nerviosa desde que se le habían acabado los cigarrillos, y él se negó a añadir ningún riesgo parando a comprar más.

Estaban a punto de descubrir que un pequeño detalle, como a menudo sucedía en el ámbito de las grandes decisiones, iba a revelarse salvador... A la altura del bulevar Yisra'el Rocach, a unos doscientos metros del río, la mano izquierda de la mujer voló súbitamente para aferrarse a su brazo derecho como una zarpa.

—Un control —balbució.

—¿Qué?

Concentrado en los vehículos que le precedían, y que estaban cruzando el río sin problemas, Hunter superó su primer impulso de reducir la marcha.

—A unos treinta metros a mi izquierda.

Hunter miró en esa dirección justo cuando pasaban por delante de un camión militar; unos soldados parecían estar descargando algo de la parte trasera. La visión de la típica barrera pintada con franjas rojas y blancas le dijo todo lo que necesitaba saber: los israelíes estaban a punto de montar un puesto de control en el puente, operación que con toda seguridad debía estar repitiéndose en todos los accesos a Tel Aviv. Mientras el pensamiento asaltaba su mente y trataba de abarcar sus implicaciones, el taxi cruzó sobre el Yarkon y continuó por Ibn Gvirol.

—Cinco minutos más y... —murmuró Arwa, que no acabó la frase, todavía sin soltarle—. Pero no puede ser por nosotros, ¿verdad? Hace apenas... tres horas que la bomba cruzó el Jordán. Si hubieran seguido su pista, no habrían permitido que llegara a Nazaret y mucho menos hasta aquí.

La parte de Hunter que escuchaba a Arwa encontraba lógicos sus razonamientos. De hecho, le parecían tan certeros que sólo se le ocurría un elemento capaz de alterar aquella ecuación: los israelíes habían recibido un soplo, quizá del propio Sutton, asustado al sentirse abandonado tras la muerte de Tyrell, o tal vez de sus «compañeros», Babcock o Cross, presas de pánico al verse privados de la sombra protectora que los cobijaba...

No obstante, ya no importaba. De hecho, ni siquiera podía distraerse pensando en ello si no era para aplicar alguna precaución extra. Lo único que los israelíes podían saber a través de sus presuntos confidentes era que el blanco prioritario de la bomba era el edificio del Mossad, de modo que era posible que la zona estuviera más vigilada de lo habitual. Quizás incluso hubieran acordonado el área, aunque sólo fuera para privar a sus enemigos de la satisfacción de alcanzar el objetivo elegido.

—Pero sí es por nosotros, ¿no? —oyó ahora—. De alguna forma lo saben...

—Eso creo —se limitó a admitir Hunter.

Los vehículos subían y bajaban con fluidez por la gran avenida que, prácticamente, dividía Tel Aviv entre este y oeste, sin percibir nada anormal. Pero ¿qué sabía él de aquella ciudad para interpretar lo que era normal o no? Inspiró hondo, haciendo un esfuerzo por dominar la ira que sentía ensancharse en su pecho, una ira sin destinatario claro. Se encontraban a la altura del Ayuntamiento, apenas a medio kilómetro del bulevar Rey Saúl, que desembocaba en la avenida por la izquierda. Su idea original de estacionar el coche a doscientos metros del edificio Dafna Hadar (una distancia considerada de seguridad, al tiempo que entraba de lleno en el radio de acción de la bomba, estimado entre trescientos y cuatrocientos metros) quedaba descartada, aun en el caso de que los controles no fueran visibles. No podía arriesgarse a ser descubierto mientras programaba el temporizador, o a que el coche fuera detectado después, cuando aún quedara margen para desactivarla o meterla, por ejemplo, en un helicóptero y arrojarla al mar, un viaje que apenas requeriría cinco minutos.

Y, desde luego, no tenía intención de hacerla detonar en otra parte con el simple propósito de causar el mayor daño posible. Su poso moral no se había alienado hasta ese extremo. Tampoco se hacía la ilusión de que eso le «humanizara» en cierto sentido, pero si le alcanzaba para engañarse pensando que su objetivo era lícito y las víctimas (aunque se contaran por decenas de miles) podrían considerarse daños colaterales...

—Pero ya estamos dentro —decía Arwa, la ansiedad haciendo temblar ligeramente su voz—. Ya no pueden detenernos, ¿no es cierto?

Hunter se concentró en la conducción; una estúpida infracción de tráfico en aquel momento podía resultar letal. Al mismo tiempo, aguzó la vista al frente, distinguiendo el acceso al bulevar Rey Saúl. Con más alivio que alborozo, observó que los coches circulaban libremente. Así que la zona no estaba acordonada...

—Ésa es la calle —indicó con un gesto, pasando de largo.

—¿Por qué no has girado?

—Si los israelíes nos esperan, lo más probable es que conozcan también nuestro objetivo. Es muy arriesgado estacionar el coche, programar la bomba y marcharnos sin más.

—Entonces, ¿cómo vamos a hacerlo?

—Ni idea —mintió Hunter.

El hombre repasó mentalmente el memorizado plano de Tel Aviv, en busca de un lugar seguro donde parar para explicarle su plan a Arwa y convencerla, de ser necesario, de que era el único posible.

Un jodido mal plan en cualquier caso.

La Casa Blanca

—¿Por qué no ha dejado intervenir al señor Cross? —preguntó el presidente Iverson en cuanto se cortó la comunicación con Israel.

—No era prudente que se lo imaginaran sentado a esta mesa —respondió Nunn con firmeza—. Digamos que no mejoraba nuestra imagen. Además, no podía servirles de gran ayuda, ¿me equivoco?

Cross se movió en la silla y se humedeció los labios.

—No —murmuró después del largo silencio que le había impuesto Nunn; obligación que había acogido con gran alivio tras oír al primer ministro Mofaz y al director del Mossad, dos hombres con sobrados motivos para querer destriparlo con sus propias manos—. Es cierto que no se sabe nada sobre la bomba ni sobre su itinerario en el interior de Israel — añadió, paseando la mirada alrededor de la mesa; los allí presentes estaban ya entregados a la dirección de Nunn—. Y, como advertí, no será sencillo frenarlos...

—¿Sería Hunter capaz de inmolarse con la bomba si se viera acorralado?

Cross se encogió de hombros, como ya hiciera cuando Nunn le interrogó con la mirada minutos antes, a instancias de los israelíes.

—En principio, no, pero, después de lo que he visto hoy aquí, no me atrevo a apostar por la reacción de nadie ante determinadas circunstancias...

—¿Por qué no les ha dicho, al menos, que el objetivo era el edificio del Mossad? —volvió a hablar Iverson, que se dirigió de nuevo a Nunn.

—Porque, señor presidente, cada detalle que proporcionemos nos hace parecer más culpables y, ése, en concreto, hubiera irritado aún más a los israelíes, y de forma innecesaria. Si esa bomba detona, lo que destruya será irrelevante a la hora de medir su respuesta. Tel Aviv es una gran ciudad, con alrededor de un millón de habitantes. Una bomba de un kilotón que explote a nivel del suelo (en altura sería mucho peor) volatizaría varias manzanas y la onda de choque afectaría a muchas más.

—Dios mío —murmuró Iverson, como si sólo ahora su mente produjera una primera imagen del holocausto en ciernes—. ¡Dementes! —exclamó, y buscó la mirada de Cross—. ¿Cómo pudieron siquiera plantearse semejante aberración?

—Vivimos tiempos aberrantes —replicó Cross, que no acertó a decir nada más.

—No hay tiempo para recriminaciones —zanjó Nunn—. Debemos estar preparados para lo peor: que la bomba estalle y los israelíes reaccionen, irónicamente, como preveía Tabla Rasa, esto es, atacando los centros de poder de aquellos enemigos ancestrales que patrocinan y amparan grupos terroristas. Eso significa que, dejando al margen aquellos de implantación puramente palestina, fijarán sus objetivos en Siria, Irán y Arabia Saudí.

—¿Está diciendo que Israel se atrevería a lanzar un ataque nuclear contra esos países? —balbució Iverson.

—Un ataque limitado, pero sí, les creo más que capaces —señaló Nunn, que se volvió hacia el único militar presente—. Almirante, ¿cómo cree que lo harían?

Webber resopló mientras se tomaba unos segundos para abrir un archivo mental.

—El poder nuclear de Israel sigue siendo, en buena parte, una incógnita —dijo luego—. De hecho, ni siquiera hoy reconocen poseer el arma atómica; pero sabemos que, al menos, disponen de un par de centenares de cabezas, la mayoría adaptables a misiles de crucero como el Dalilah I, que pueden ser transportados por cazas F-16. También cuentan con un centenar de misiles de mediano y largo alcance Jericó I y II. Estos misiles pueden llevar cabezas de combate convencional o nuclear. Ignoramos cuál es su situación actual, pero cambiar las cabezas es sólo cuestión de práctica con el destornillador. En cualquier caso, dudo que los israelíes los utilizaran. Lo más probable es que lanzaran un ataque limitado usando sus aviones y armas menos potentes. Aun así, la catástrofe estaría garantizada, y su calibre dependería, lógicamente, del número de blancos atacados.

—Debemos evitar, como sea, llegar a eso —murmuró la secretaria de Estado; su cuello se estremeció al tragar en seco—. Amenazándolos militarmente, si es necesario.

La mayoría no hizo caso del comentario. Todos sabían, incluidos los israelíes, que, pese a todo, Estados Unidos nunca se plantearía en serio un ataque directo contra un país que, más que un aliado y un protegido, era una prolongación moral y política de sí mismo.

Nunn carraspeó para atraerse la ahora dispersa atención del grupo. Cuando todas las miradas se centraron en él, esperando que de su boca surgiera un conjuro mágico capaz de exorcizar la pesadilla, tomó aire y comenzó a hablar.

—Mi intención era enfrentarme a Sutton y detener esta locura, pero su suicidio nos sitúa en el peor de los mundos posibles. No sólo estamos a punto de sufrir las consecuencias de sus actos, sino que su muerte y el asesinato previo de Tyrell nos obliga a explicarlo todo. El peor de los mundos posibles —repitió Nunn más lentamente, que se detuvo unos segundos en cada uno de los expectantes rostros—. Todas esas nefastas consecuencias y ningún... «premio» que las compense.

—Mierda —farfulló Cross, casi sin darse cuenta de que reaccionaba en voz alta al giro que adivinaba en las palabras de Nunn.

—Si la bomba estalla y los israelíes responden siguiendo el guión de Tabla Rasa —continuó el secretario de Seguridad—, la única forma de evitar que el desastre se consume irremediablemente será si también nosotros lo seguimos.