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El Cairo, Egipto

La atronadora llamada de los altavoces para la plegaria de El Faer, el alba, sacó definitivamente a Cross del duermevela en que se había mantenido toda la noche. Mecánicamente, alargó la mano hacia la mesita y el paquete de cigarrillos y encendió uno, preguntándose cuántos cairotas serían lo bastante devotos para saltar de la cama, extender su sayyada, o alfombra de oración, y postrarse en dirección al Este; imaginó a los más piadosos incluso camino de las mezquitas tras realizar la tahara, la primera de las tres abluciones diarias para eliminar impurezas.

Durante sus años en Egipto, había visto aumentar el fervor religioso como si fuera la grabación de una flor en crecimiento pasada a velocidad ultrarrápida. Consagrar su vida al islam, que, literalmente, significa «sumisión», y aguardar la recompensa del más allá era la única opción para la legión de desheredados que se multiplicaban en aquel país, desamparados por unos gobernantes que habían hecho de la ineficacia y la corrupción su propia religión. Egipto era un hervidero que lo convertía en un potencial nuevo Irán, y lo único que pensaba Cross era en que no le gustaría estar allí cuando la tapa del volcán reventara. También se preguntó si él estaría ayudando a acelerar el proceso o todo lo contrario.

Sin embargo, no era momento de divagaciones, reaccionó saltando de la cama y estrujando la mitad del cigarrillo. Había cosas más palpables que tratar. Se duchó, se afeitó y se vistió; cambió la camisa blanca del día anterior por otra idéntica y sin estrenar. Luego bajó a la cafetería del hotel, pidió un café como único desayuno, se acomodó en un reservado y repasó mentalmente su itinerario de esa mañana.

Confiaba en que no le tuvieran otro día arriba y abajo antes de decidirse a establecer contacto, pero también estaba preparado para ello. Sus años en Oriente Medio le habían enseñado que el ritmo de vida era otro en aquella parte del planeta, donde tenían otro concepto de lo inminente y urgente.

Hizo tiempo hasta las diez de la mañana con otro café y echando un vistazo a un ejemplar de El Ahram, el diario en árabe más antiguo de Egipto. Por su contenido, bien podría llevar un lustro allí. Un intelectual y su esposa habían sido asesinados en Alejandría por extremistas; por su parte, el Gobierno seguía con su brutal represión, enzarzado en un ciclo de acción-represión-acción en el que llevaba las de perder. En Israel, un hombre bomba se había llevado por delante a seis jóvenes que esperaban a la puerta de una discoteca de Haifa. La noticia volvió a atraer a un primer plano la ambivalencia en la que Cross navegaba desde hacía meses. El desprecio que sentía hacia Israel se personificaba en sus gobernantes, cualquiera que fuese, y en especial en su servicio secreto, no en su pueblo, cuya odisea y capacidad de sufrimiento admiraba. Tampoco era contrario a su derecho a la existencia, pero sí a la prepotencia de quien había intercambiado el papel de David por el de Goliat y lo desempeñaba a conciencia, como si la historia le concediera aquel derecho de réplica como desagravio por miles de años de persecución.

Cross apartó el periódico. Tampoco era momento para volver sobre aquello. Encendió otro cigarrillo y dejó el hotel. Su programa para la mañana, hasta la llamada a la oración del mediodía, era pasear hasta las murallas fatamíes y el cementerio Norte. Como en anteriores ocasiones, no había recibido ningún tipo de instrucciones, aunque se sobreentendía que debía circunscribir sus movimientos a la zona islámica de la ciudad. En realidad, ni siquiera había advertido de su llegada; se suponía que «ellos» estaban al corriente y sabían en todo momento dónde se encontraba. Tanto control sobre una ciudad de dieciséis millones de habitantes parecía difícil de creer, pero la experiencia demostraba que era cierto.

Así, tomándoselo con calma, Cross enfiló por la calle Al-Gamaliyya, una arteria de El Cairo medieval con edificios apiñados a ambos lados. Mezquitas y madrazas (escuelas coránicas) de la época mameluca salpicaban el trayecto, que compartió con destartalados vehículos que saltaban sobre los baches y un par de remolones asnos que tiraban de unos carros llenos de basura y que encajaban impasibles los azotes de los desharrapados niños que los guiaban.

Yoram Yair se encontraba a sólo cien metros de la entrada del hotel cuando sonó su móvil. Llevaba dos horas fingiendo haraganear en un banco, con un periódico entre las manos, como uno más de los millones de cairotas sin empleo regular, tras relevar al katsa que había pasado la noche vigilando el hotel y que ahora dormía en el piso franco del grupo, situado en el barrio copto. Los otros dos agentes, que habían descansado por turnos, estaban también de guardia. La única parte conocida de los viajes de Cross a El Cairo era que sus «anfitriones» acostumbraban a contactar con él a la mañana siguiente a su llegada.

Yair sacó el móvil del interior de la galabieh, el vestido tradicional de los hombres egipcios, y contestó, esperando oír una voz en particular. Se trataba, en efecto, del trabajador del hotel que recibía una suculenta propina —en realidad el equivalente a su salario mensual— por cada día que trabajaba para ellos informándolos sobre las salidas del americano y vigilando que no se escabullera por algún sitio mientras lo creían en su habitación. Yair cortó la comunicación y, sin levantarse, localizó con la mirada a Cross, que caminaba sin prisas en dirección a Al-Gamaliyya. Yair escribió un mensaje en el móvil y lo envió a los agentes situados en las inmediaciones. Uno de ellos disponía de una motocicleta por si Cross subía a un vehículo, como había sucedido la última vez.

Luego se incorporó y lo siguió a una distancia prudente, quizás incluso demasiado prudente. Pero Cross era una pieza de caza mayor que debía ser acechada con cuidado.

La calle Al-Gamaliyya estaba atestada de vendedores ambulantes, de hombres sin nada que hacer, de niños que faltaban a la escuela o trabajaban por unas míseras libras egipcias, y de destartalados coches y camionetas que producían cada uno de ellos suficiente polución como para asfixiar a una familia entera. Las mujeres que no llevaban velo iban acompañadas y se movían deprisa, como espectros nocturnos a los que hubiera sorprendido la luz del día. Se hallaban en plena zona islámica, y aunque la modernidad de la orilla del Nilo quedaba apenas a cinco o seis kilómetros, igual podía encontrarse al otro lado de una grieta en el tiempo y el espacio.

Cross siguió hacia el norte, sin prisas pero evitando parecer un turista que se embobaba con cualquier minarete. Al final de la calle, se alzaban los restos de las últimas puertas de la muralla que rodeó la ciudad durante la época fatamí, y la mezquita de Al-Hakim, poco utilizada en sus mil años de historia debido a su singularidad. Tercer califa de Egipto a los once años, Al-Hakim era considerado un hereje por haber proclamado su propia divinidad, además de un sádico por destripar a su antojo a los pajes de su palacio, y de un lunático por hacer matar a todos los perros de la ciudad, con la excusa de que le molestaban sus ladridos. Una noche, sus ropas desgarradas fueron encontradas en las colinas de Muqattan, la cuna de El Cairo, y nunca más se supo de él. No obstante, alguien vio en ello una señal de su presunta divinidad, se convirtió en su profeta y fundó la secta de los drusos, que en la actualidad vivían repartidos entre Siria, Israel y el Líbano. Cross había conocido allí a algunos, y si los despreciaba, no era por la excéntrica procedencia de su religión, sino porque ésta no les impedía ser proisraelíes, ni siquiera cuando Israel apoyó a los cristianos del Líbano que combatían contra los drusos libaneses. Un ejemplo más de la desbocada esquizofrenia de la región.

No había ni un solo turista sobre las murallas, examinando las inscripciones de la época de Napoleón ni admirando el hermoso patio de la mezquita. Cross pensaba atravesar las murallas, entrar en el distrito de Husaynaya y buscar un café con terraza desde la que observar y, aún más importante, ser observado. El lugar era ciertamente deprimente —una zona de carnicerías que daba al cementerio de Bin Jaldún—, pero sus únicas instrucciones eran no alejarse del sector islámico; no tenía pues muchas opciones y tampoco le apetecía pasarse la mañana caminando. Ya conocía de sobra la ciudad y una visita a las cercanas pirámides de Gizeh o Saqqara no estaría «bien vista» por sus interlocutores. Los integristas consideraban los monumentos faraónicos representaciones impías y soñaban con hacerlas volar algún día, como habían hecho con el Luxor de Las Vegas. Ésa era la clase de gente con la que tenía que tratar. Gente capaz de estrellar aviones de línea, volar trenes y borrar de la faz de la Tierra una de las Siete Maravillas, y todo sin pestañear.

—Sígame, por favor.

Cuando Cross se giró a su izquierda, el hombre de la galabieh gris ya le daba la espalda y caminaba a paso vivo. Se levantó y le siguió sin dudar. Ya conocía el procedimiento y buscó algún vehículo que rondara cerca. Enseguida detectó la presencia de un viejo Peugeot con las ventanillas traseras pintadas de blanco.

Mientras seguía a Cross, Yair repitió el mensaje en su móvil y volvió a enviarlo. Había recibido la pertinente confirmación de recepción de sus dos agentes y, aunque era prematuro encender ninguna luz roja, un sabor a cobre ascendió de inmediato por su garganta. Con un ojo puesto en Cross, que caminaba hacia las murallas, el katsa observaba con el otro la pantalla de su móvil, esperando en vano. Tras descartar por improbable que sus propios móviles hubieran fallado simultáneamente, quedaba la posibilidad de que no consideraran necesario transmitir la confirmación. Sin embargo, las órdenes al respecto eran bien explícitas, por lo que aquello sonaba en la cabeza de Yair tanto o más improbable. Así pues, sólo quedaba colegir que algo iba mal.

A pesar de la ansiedad y de las dudas, Yair no perdió de vista a Cross. Y en cuanto detectó al hombre de la galabieh gris cruzarse a su espalda, supo que había establecido contacto. El americano le siguió de inmediato.

Mierda. Yair marcó directamente el número del agente a cargo de la motocicleta. El teléfono emitió dos tonos y entonces quedó... mudo, como si el receptor no deseara ser molestado y hubiera apagado el aparato.

Con la atención dividida entre Cross y el móvil, el cerebro de Yair registró el empujón que le hizo trastabillar en lo que pareció un accidente callejero, hasta que comprendió, una décima de segundo tarde, que había sido demasiado violento y que...

Cuando fue plenamente consciente de lo que ocurría, el katsa ya había sido arrastrado hasta un portal en penumbra por cuatro o seis manos que lo inmovilizaban. Todavía más aturdido que asustado, trató de enfocar a su alrededor, pero sus ojos estaban deslumbrados por el brusco cambio de luminosidad. Yair supo que iba a morir al sentir la mano presionando su boca, anticipando la llegada del filo que seccionó su yugular.

Allah Akbar! —Eso fue lo único que oyó mientras se desangraba.

Cross ocupó la parte trasera del Peugeot sin hacer preguntas. Tampoco necesitó que le conminaran a ponerse la capucha negra que había en el asiento, pero sí se sorprendió de cómo cualquier cosa, por insólita que fuese, podía terminar convirtiéndose en rutina. Desde las matanzas indiscriminadas a la punzante frustración, pasando por el humillante trance de tener que arrastrarse hasta la madriguera de los perros salvajes que te estaban haciendo pedazos en busca de un compromiso. Como acto desesperado resultaba comprensible, pero confiar en que la jauría se marchara antes de haberte devorado resultaba algo ingenuo. La contrapartida debía ser tan extraordinaria como la situación que la provocaba, y ni aun así podía uno estar seguro de que sus instintos asesinos no terminaran prevaleciendo y acabaran todos con las entrañas al aire.

Cross se mantuvo en silencio mientras el coche daba las vueltas de rigor por las callejuelas de El Cairo islámico. Una medida de seguridad tan inocente como innecesaria. El hombre con quien iba a reunirse por tercera vez en dos meses no era más que un intermediario de Al Qaeda. Y, en el caso de que estuvieran interesados en un pez tan pequeño, las nuevas tecnologías ofrecían unas posibilidades que no podían despistarse girando en un par de esquinas.

Sin embargo, Tabla Rasa no discurría al amparo de ninguna agencia federal con ilimitada disponibilidad de medios, algo que hubiera sido práctico, además de impensable. A juicio de Cross, sus posibilidades de éxito radicaban en el manejo de la situación por un reducido grupo, comprometido además por sus propias convicciones. De hecho, el único sobre el que albergaba dudas era el mismísimo presidente. Como todos los políticos, era rehén de lo que «creía» que debía hacer, y de lo que «quería» hacer. Y de esa realidad solía surgir la inacción como única forma de no cometer ningún error fatal. Cross incluso sospechaba que, de no ser por la presión que Tyrell ejercía sobre él, aquel mentecato ya se habría echado atrás, como si frenar la caída desde un acantilado fuera tan sencillo como cambiar de orientación durante una campaña electoral.

El Peugeot se detuvo al cabo de unos quince minutos. Era imposible saber el trecho que habían recorrido ni en qué dirección. La información tampoco resultaba relevante, por lo que Cross nunca había hecho ningún esfuerzo por adivinarlo. Los dos hombres que le acompañaban se apearon, pero él no dijo nada ni se movió.

—Ya hemos llegado —anunció uno de ellos abriendo la portezuela.

Consciente de que no debía quitarse la capucha, se dejó ayudar para salir del coche. Los ruidos de la escandalosa ciudad le llegaron amortiguados, por lo que debían seguir en ella, quizás en un patio interior. El lugar era siempre distinto, de modo que al desinterés se unía la falta de referencias. Después de cachearlo (otra medida superficial), le tomaron de un brazo y lo condujeron un trecho. Un par de aldabones y puertas golpearon y chirriaron al abrirse y cerrarse. Sólo entonces lo liberaron de la capucha; antes de enfocar la mirada aspiró una profunda bocanada de aire húmedo.

—Baje —le conminó el único de los hombres que había hablado.

Cross parpadeó con fuerza y enfocó el tramo de escaleras que conducía a lo que sin duda era un sótano. A pesar de la humedad residual y la pintura desconchada de las paredes, el lugar aparecía limpio y bien iluminado. Además del hombre que le acompañaba —el conductor se había quedado fuera—, enseguida apareció un segundo individuo, vestido con una galabieh azul y que lucía una frondosa barba y que llevaba un Kalashnikov en los brazos. Como a los otros dos, nunca le había visto antes. Cross no se inmutó por la presencia del arma, que sí formaba parte de la habitual puesta en escena. No hizo caso de ello y fijó su atención en la figura que le observaba a pocos metros de distancia.

Aunque también vestía la típica túnica egipcia, el hombre que se había presentado a sí mismo como Adjar (que en árabe significaba «verde», el color del islam) tenía poco en común con su guardaespaldas y la imagen estereotipada del islamista radical. Durante sus anteriores encuentros se había mostrado como un hombre culto y de suaves maneras, al que incluso parecía incomodar tratar abiertamente de las cuestiones más truculentas —las únicas que importaban en realidad—, como si sólo fuera una especie de intelectual de la yihad o guerra santa, que bendecía sus objetivos pero aborrecía el trabajo sucio. Hasta qué punto era o no una simple pose, no era sencillo de discernir. De hecho, Cross ni siquiera había conseguido averiguar nada acerca de Adjar desde que lo conocía, lo que tampoco resultaba extraño. La cantera de Al Qaeda se renovaba con la misma y letal facilidad con que un tiburón restituye sus dientes perdidos.

—Señor Cross —le saludó Adjar, que se levantó de la silla de jardín que ocupaba, como si se encontrara en un café y acabara de ver pasar a un viejo amigo.

Se trataba de un hombre joven, quizás al comienzo de la treintena, de pelo castaño y sin barba. Sus ojos oscuros brillaban con una afable inteligencia que resultaba difícil vincular con el fanatismo criminal al cual servía. Aquella perversión lo hacía doblemente indeseable y lo ponía en la línea de aquellos nazis cultos y refinados que discutían racionalmente la mejor forma de conseguir una aniquilación masiva de la forma más barata y eficaz posible.

—Siéntese —le invitó Adjar, señalando una silla idéntica, como si aquél fuera el rincón del despacho de un primer ministro—. ¿Le apetece un café, un té?

—No, gracias.

Cross advirtió que la formalidad de Adjar le resultaba más irritante de lo habitual. Tomó asiento mientras el guardaespaldas se retiraba a unos diez metros de distancia.

—¿Cómo ha encontrado El Cairo? —le preguntó después en su inglés de acento británico, típico de los árabes de buena familia que habían pasado algún tiempo en Londres.

Cross pensaba que era de nacionalidad egipcia, lo cual no era arriesgar mucho. Egipto y Arabia Saudí eran las principales «universidades» del terrorismo islámico, y las peculiaridades raciales e idiomáticas de sus habitantes resultaban fácilmente apreciables para un buen conocedor de la región.

—Tan encantador como siempre —se limitó a contestar.

Sin embargo, algo en el tono de Adjar le advirtió de que no se trataba del habitual prolegómeno con que los árabes iniciaban toda conversación, por importante que fuese el tema que tratar. Se puso interiormente en guardia, pero sin dejar traslucir el aleteo de inquietud.

—¿No ha notado nada extraño? —siguió preguntando Adjar.

Un súbito aire sombrío había desplazado su falsa expresión de solícito anfitrión.

—¿Intenta decirme algo? —inquirió Cross, que improvisó una mirada de perplejidad.

El árabe suspiró, aunque con menos teatralidad de lo habitual.

—Amigo mío, me temo que nuestras productivas conversaciones han tropezado con un grave obstáculo.

Cross se inclinó hacia delante, ya abiertamente alarmado.

—¿De qué está hablando?

—Un equipo de agentes del Mossad ha estado siguiéndole desde que llegó.

Cross sintió cómo una oleada de frío petrificador ascendía por sus piernas, como si hubiera metido los pies en hidrógeno líquido.

—Eso..., eso no es posible —balbució.

—Desgraciadamente, lo es. De hecho, le han seguido hasta las mismas puertas de la muralla, momento en que hemos actuado.

—¿Eliminándolos en plena calle? —preguntó Cross, que se esforzó por proteger una parte de su cerebro del corrosivo y paralizante ataque.

—Con discreción —confirmó a su modo Adjar—. Los tres que se hallaban sobre el terreno, entre los que había una mujer, ya han pagado su osadía. El cuarto, que se encontraba en un piso franco del grupo, no ha tenido tanta suerte. Ha sido trasladado a un lugar seguro para ser objeto de un concienzudo interrogatorio. Después, su cadáver desaparecerá para siempre, como el de sus compañeros.

—Dios mío —murmuró Cross casi para sí, su mente giraba en el borde del torbellino que amenazaba con tragarle no sólo a él—. La operación ha sido infiltrada; todo ha terminado.

—El asunto es grave, por supuesto, pero no debemos pensar en términos tan drásticos —reaccionó Adjar, que se adelantó sobre el borde de la silla—. Al menos de momento. Primero hemos de realizar un estricto control de daños. Tal vez aún sería posible salvar la situación; la evidencia nos muestra que, de alguna forma, ha llegado a oídos del Mossad que unos enviados de Washington andan en tratos con Al Qaeda, quizás intentando negociar un acuerdo secreto, pero es muy improbable que conozcan los términos de dicho acuerdo o cómo les afecta a ellos.

Cross sólo escuchaba a medias. El asombro y el espanto iniciales se combinaban ya con una furia y una frustración propias de quien se descubre objeto de una burla. Que fuera una reacción poco profesional importó poco en ese momento. Aquellos cabrones del Mossad habían jugado con él como si fuera un maldito novato de los cojones, y en ese preciso instante el sentimiento de humillación pesaba tanto como las nefastas consecuencias que de ello se derivaban.

Cross despreciaba profundamente al Mossad, de hecho más de lo que nunca había odiado al KGB soviético —entre otras cosas, porque se suponía que el primero era un servicio aliado—, especialmente por el papel que había desempeñado en el Líbano, durante los años ochenta. El Mossad tenía allí buenas fuentes de información que no compartía con la CIA, en unos momentos en que Estados Unidos estaba sufriendo allí un acoso terrorista que alcanzó su punto culminante en octubre de 1983, cuando un camión bomba se estrelló contra el cuartel general de los marines en Beirut, matando a 241 soldados; la sospecha de que el Mossad estaba al tanto de los preparativos del atentado era más que una simple presunción. El menosprecio de aquel servicio «aliado» hacia la CIA en lo referente al Líbano no escapaba a nadie; en Beirut y Tel Aviv se comentaba con desdén que Israel no estaba allí para proteger a los americanos, y que aquél era el precio que debían pagar por meter sus narices en un patio que el Mossad consideraba propio.

Y no sólo pecaban por inacción. Al mismo tiempo, mientras seguían los atentados y secuestros contra norteamericanos, los israelíes, valiéndose de sus sayanim, reclutaron a un analista de la inteligencia naval estadounidense llamado Pollard, con acceso casi ilimitado a material secreto relativo a la lucha antiterrorista a nivel mundial. Su cinismo llegaba al extremo de sostener, años más tarde, cuando Pollard fue descubierto y arrestado, que aquel hombre no había cometido alta traición contra Estados Unidos porque Israel era un «fiel aliado»... Con amigos como el Mossad uno debía mirarse la muñeca y palparse los bolsillos después de cada saludo.

El odio que Cross profesaba a aquel servicio de inteligencia no era ajeno al hecho de que hubiera aceptado participar en Tabla Rasa. Un odio cuyas brasas estaban recalentándose en ese mismo instante. Y que compartía con otros.

—¿Cuándo lo descubrieron? —preguntó con voz ronca.

—Ayer. Y sólo gracias a un golpe de suerte. Como en la mayoría de los hoteles, en el Hussein tenemos simpatizantes de nuestra causa, militantes de bajo nivel que nos proporcionan información sobre visitantes de cierto relieve, reuniones de negocios y cosas por el estilo. Nada extraordinario. Lo que no podíamos esperar era que uno de esos colaboradores nos advirtiera de que alguien le había ofrecido cien libras diarias por mantenerle al tanto de los movimientos de cierto cliente occidental recién llegado. Alarmados, organizamos de inmediato una operación para descubrir e interceptar a aquellos extraños que invadían el corazón mismo de nuestro territorio, y sobre cuyo origen no teníamos dudas: sólo el Mossad podía atreverse a tanto. Utilizándole a usted como cebo, no tardamos en identificarlos. Se trataba de tres hombres y una mujer, como he dicho. Pronto descubrimos su piso franco en el barrio copto. Una breve indagación en el vecindario reveló que se habían instalado allí hace un mes, justo después...

—De mi última visita —dijo Cross completando la frase—. Cuatro individuos, un piso franco. Una operación profunda y en toda regla.

—Y demasiado peligrosa incluso para el Mossad. Es bastante probable que se decidieran a montarla después de que en un primer y más modesto intento por descubrir qué hacía usted exactamente fracasara; quizá porque ni siquiera sabían qué esperar. En esta ocasión, estaban mejor preparados. Cuando los interceptamos, uno de ellos viajaba en motocicleta, sin duda dispuesto a seguir al vehículo que le recogiera a usted, lo que demostraría que ya conocían el procedimiento. Pero aún nos queda trabajo por hacer, rastrear sus falsas identidades y averiguar cuándo llegó cada uno de ellos a la ciudad. Esperamos que el interrogatorio del cuarto agente nos permita corroborar esa impresión de que los daños no son irreparables.

Aparcando sus prejuicios, Cross pensó por un momento en la posibilidad de que no se tratara del Mossad, de que la CIA estuviera de alguna forma implicada, pero la descartó al momento. La Agencia estaba demasiado ocupada pasando su cedazo por todo el planeta como para mirar bajo las alfombras de Washington, que era donde había nacido Tabla Rasa. Dios, al flemático señor Tyrell iba a darle una apoplejía.

—Dadas las circunstancias —dijo finalmente con expresión sombría—, ni usted ni yo estamos en condiciones de retomar el «programa» que me ha traído aquí.

—Pero sería una pena que hubiera hecho usted este viaje en vano —replicó Adjar, que se volvió a echar atrás en la silla—. Al menos ganaríamos tiempo si me dijera usted qué había venido a decirme. Por supuesto, la nueva situación deja en suspenso cualquier compromiso hasta que las personas que deben decidir, lo hagan.

Cross dudó sobre la conveniencia de seguir la sugerencia de Adjar. Lo que había venido a transmitirle no era una especie de oferta de compra por una empresa en crisis, como parecía desprenderse de la asepsia de sus palabras. Era algo mucho más... brutal y, desde luego, comprometido. Incluso si el trato quedaba cancelado. Pero, por otro lado, se encontraban en la fase final del acuerdo; la decisión de seguir o no adelante podía comunicarse en una u otra dirección por medios electrónicos cifrados, pero lo que él traía consigo no podía en modo alguno confiarse al éter o al ciberespacio, plagado de trampas. Y si se decidía continuar, probablemente se optaría también por acelerar el proceso; en tal caso, sí convenía que la negociación propiamente dicha hubiera finalizado. Además, siempre era posible que aquellas víboras con que trataban (no debían olvidar quiénes o qué eran) no aceptaran unas condiciones finales que, según Tyrell, eran innegociables.

Finalmente, Cross tomó una decisión. Sin prisas, encendió un cigarrillo, aspiró una bocanada tan intensa que le mareó un poco y comenzó a hablar.