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Moscú

Los dos hombres con aspecto de cansados ejecutivos sólo llevaban un liviano equipaje de mano, además de sus maletines, por lo que se ahorraron el caos de la zona de recogida de equipajes del aeropuerto de Sheremetyevo 2, y se pusieron directamente en la cola de la aduana, con el aire paciente de quien está acostumbrado al trámite. Ambos rondaban la cuarentena, y sus rostros curtidos y tostados concordaban con la nacionalidad turca de sus pasaportes. Uno de ellos incluso lucía el frondoso bigote con el que ya parecían nacer los varones de aquel país; el complemento facial del otro eran unas enormes y feas gafas con montura de concha y cristales levemente graduados. Si revisaban sus equipajes encontrarían dos mudas y dos camisas, además de objetos de aseo personal, lo imprescindible para un viaje que apenas les llevaría un par de días; y si miraban en sus maletines, encontrarían catálogos y estudios presupuestarios de una empresa dedicada a los equipamientos de baño radicada en Estambul. Si les preguntaban por qué viajaban desde Israel, dirían que, en su afán expansionista, habían pasado primero por Jaffa para cerrar un negocio.

Una coartada que parecía tan débil como impropia del Mossad, pensó por enésima vez Amotz Rosen mientras se mesaba el bigote; esa misma mañana había pensado en afeitárselo tras su viaje al Líbano, otro país de «bigotudos», como todos los que rodeaban Israel y donde los kidon realizaban la mayoría de sus operaciones. Aunque no existían límites fronterizos para la larga mano del Instituto desde que en 1972, tras la matanza de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich, se habían creado los kidon. Su primera y exitosa misión había consistido en perseguir y ejecutar a los nueve terroristas causantes de la masacre y, desde entonces, muchas ciudades europeas y africanas, alejadas de su natural teatro de operaciones, habían sido escenario de la política del ojo por ojo que Israel practicaba sin contemplaciones.

Todas habían sido cuidadosamente planificadas durante semanas, con el apoyo de equipos de vigilancia, pisos francos y toda la infraestructura necesaria para no dejar nada al azar. Justo en las antípodas de esta misión, se repitió Rosen, dejando en paz el bigote, reprochándose aquel mundano gesto de preocupación. Junto a él, su compañero fingía concentrarse en un plano de Moscú que ya había memorizado durante el vuelo. Como él, vestía abrigo y traje sobrios, ropas elegantes pero lo bastante modestas para no ser confundidos con unos ricachones occidentales o unos mafiosos del Este; y lo bastante holgadas para disimular unos cuerpos atléticos y fibrosos, que tampoco podrían ser equiparados con los de unos simples hombres de negocios.

La presencia de Omni Eitam era lo único que le reconfortaba un poco. Habían participado juntos en varias misiones y podían comunicarse con una simple mirada. También habían compartido la última misión; de hecho, él se había encargado de descerrajar dos tiros al corazón de su objetivo en Beirut, un potentado sirio vinculado a Hezbollah, el grupo terrorista patrocinado por Irán y Siria, que entregaba un cheque de dos mil dólares a las familias de cada suicida. Rosen y otros dos kidon se habían ocupado de los guardaespaldas y el sistema de seguridad, y sólo después de contar con la información de un equipo de vigilancia que había trabajado previamente sobre el terreno durante una semana. Habían dispuesto de quince días de preparativos que implicaban a ocho personas para liquidar a un simple civil en un territorio tan familiar como Beirut. Ahora le pedían que acometiera la misión más difícil encomendada nunca a un equipo kidon con cuatro horas de preaviso, el apoyo de un solo compañero y en un terreno hostil.

No, aquella improvisación no era propia del Mossad. Claro que tampoco lo era colocar en su punto de mira al consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos. En realidad, la improvisación la ocasionaba la propia naturaleza del objetivo y su viaje relámpago a Moscú, según se desprendía de las explicaciones de Sharansky, jefe de Operaciones y Estrategia, que había rechazado de plano la sugerencia de Rosen de planear la operación con más calma y ejecutarla en el mismo Washington. Necesitaban el escenario como parte de la coartada, para crear confusión en torno a la autoría de la «sanción». Debía tratarse de una acción rápida y fulminante, que implicara al menor número de individuos posible. No se le pedirían milagros. Si una vez sobre el terreno, llegaban a la conclusión de que no era factible, o de que existía un riesgo real de que el Mossad pudiera pillarse los dedos, quedaba a su discreción cancelar la misión.

Con esa premisa, habían partido de forma precipitada hacia Moscú, cargando con la sensación de que, muy probablemente, eso sería lo que sucedería. Al margen de las ramificaciones políticas, que a ellos no les incumbían, las acciones «rápidas y fulminantes» no eran el estilo de los kidon, sino de las Fuerzas Especiales o la Fuerza Aérea. Pero no se perdía nada por sondear las posibilidades.

El trabajo de los falsificadores del Mossad pasó sin problemas la inspección de los aduaneros rusos, que les cedieron paso a la atestada terminal de Sheremetyevo 2 tras un par de rutinarias preguntas y de que pasaran sus pertenencias por la cinta de rayos X. Sin perder tiempo, pero sin prisas, se dirigieron al exterior. Tardaron dos minutos en localizar el Renault Twingo y al hombre sentado al volante, que sólo habían visto en fotografía. El individuo, que nunca los había visto, se removió en su asiento al verlos acercarse, aunque bajó levemente la ventanilla. Sin vacilar, Rosen se inclinó y dijo en ruso:

—Le traigo saludos de nuestro común amigo Yevgueni.

Como contraseña no era gran cosa, pero bastó para que el hombre asintiera y se apeara. Rosen examinó sin disimulo al sujeto de rostro chupado y aspecto enfermizo del cual dependía parte del éxito o del fracaso de su misión. Lev Bakovsky era un funcionario de nivel medio del Ministerio de Finanzas ruso; un híbrido entre topo y sayan del Mossad. Considerando que un millón de judíos rusos había emigrado a Israel desde la desintegración de la URSS, el Instituto había perdido gran parte del potencial humano de que gozara durante la Guerra Fría en la capital del, por entonces, enemigo jurado. Y el propio Bakovsky habría formado parte de aquel nuevo éxodo de no haber mediado una «oferta» del Mossad, que creyó interesante mantener en Moscú a alguien que formaba parte, aunque a un bajo nivel, de la nueva-vieja burocracia rusa. Se le asignó un sueldo (nada extraordinario, sólo una ayuda para superar las penurias de su mísera paga) y se le prometieron cien mil dólares, un apartamento y un trabajo para cuando el Mossad decidiera que se había ganado el viaje a la Tierra Prometida. Lo cierto era que, según el informe que se le mostró a Rosen, Bakovsky aún no había hecho gran cosa para merecer esas prebendas. Ahora, eso iba a cambiar.

—¿Cuándo llega Tyrell? —preguntó Rosen, de nuevo en ruso, idioma que había aprendido durante su instrucción en la base de los kidon en el desierto del Négev.

—Dentro de una hora —informó Bakovsky, con voz ronca de fumador empedernido.

—¿Y la furgoneta?

El ruso señaló una destartalada Volkswagen gris con los bajos manchados de barro.

—No se dejen engañar por su aspecto. El motor funciona como la seda. Lo probé a fondo al traerla aquí. Como me indicaron, no utilicé ninguna documentación al comprarla, aunque eso triplicó el precio.

—No importa. ¿Los depósitos de su coche y de la furgoneta?

—Al máximo.

—¿Y todo lo demás?

—En el interior. Aunque no entiendo para qué pueden necesitar algunas de esas cosas...

—¿Algún retraso en el vuelo de El Al? —siguió interrogando Rosen.

—Por ahora no; su llegada está anunciada para dentro de dos horas.

Rosen intercambió una mirada con su compañero, que ya se había quitado las gafas. Esperar de brazos cruzados no era la actividad preferida de los kidon.

—Ha hecho un buen trabajo —dijo, sin embargo, Rosen.

Aquello pareció animar el macilento rostro de Bakovsky, que, ciertamente, se había movido deprisa en el poco tiempo del que dispuso desde que Sharansky movilizó sus recursos. Un bodel le había entregado en su propia casa —por fortuna era sábado y no había tenido que forzarlo a buscar una excusa para salir del ministerio— un sobre que contenía dos mil dólares y las instrucciones de en qué debía emplearlos.

—Demos una vuelta mientras llega el objetivo —continuó Rosen, tirando del extremo del bigote—. Tres hombres metidos en un coche parado llaman demasiado la atención.

Nicholas Tyrell notó las manos torpes al llevarse el vaso de burbon a los labios. Sintió sobre él la mirada de Hunter, sentado a su lado, pero no le hizo caso. Tenía todo el maldito derecho a sentir cierto nerviosismo, y no le importaba que el ex oficial de la Fuerza Delta lo percibiera. El motivo de su inquietud no era tanto lo sucedido como la absoluta sensación de aislamiento y falta de control sobre los acontecimientos a que lo había condenado el largo viaje.

Aunque el suceso en cuestión bien merecía un aullido de frustración.

El correo electrónico había llegado a su BlackBerry, un modelo semejante al de Adjar, hacía treinta minutos. Se trataba de un mensaje de Babcock en el que informaba de la historia de un Predator que, apenas hacía una hora, había disparado un misil Hellfire sobre dos supuestos terroristas en la ciudad eritrea de Keren. La CIA creía que uno de los objetivos podía ser un miembro de la Shura de Al Qaeda llamado Saiel Jawad.

Cuando terminó de leer, Tyrell ya sujetaba el ordenador de mano con tanta fuerza que temió estropearlo. Inspiró hondo y apretó los labios, cerrando el paso a la explosión de ira que pugnaba por escapar y atraer la atención de todo el pasaje. Por mucho que la gente de Al Qaeda supiera que él no controlaba la CIA ni, mucho menos, podía poner cortapisas a sus operaciones, Tyrell dudaba de que no le reprocharan haber incumplido, de alguna forma, con su parte del trato. Al menos, eso es lo que él haría al calor de la noticia. Que aquel sentimiento de ira pudiera compatibilizarse con pensar racionalmente en la situación y concluir que era un hecho «accidental» que no afectaba la operación en curso, se le antojaba en ese momento una posibilidad poco realista.

¿Y en qué posición quedaba él? Dentro de una hora aterrizaría en Moscú, y dentro de dos estaba citado con el presidente de Rusia, cita a la que no podría acudir sin conocer antes la respuesta al mensaje que Cross debía haber enviado ya a su contacto en El Cairo. Una respuesta que Tyrell ya se imaginaba cómo sería, si es que llegaba siquiera.

—Esos cabrones de la CIA la han cagado bien —murmuró Hunter a su lado.

—Para ser exactos, no han elegido el mejor momento para dejar de cagarla —gruñó Tyrell, hundido en su sillón.