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Tel Aviv

Hunter había pasado el brazo por encima del hombro de Arwa, en un ridículo intento por aparentar que formaban una pareja aprovechando las sombras del aparcamiento de la estación de ferrocarril Arlozoroff para un escarceo amoroso. Pero no se hacía ilusiones; si una patrulla israelí los divisaba, nada los salvaría de un registro. Nada, excepto, tal vez, la Beretta que llevaba a su espalda.

En cualquier caso, y a pesar del riesgo, había creído imprescindible concederse unos minutos para poder mirar a Arwa a los ojos durante la que iba a ser su última conversación. Y ahora, aquellos grandes ojos oscuros le miraban fijamente. Estaba tan próxima que Hunter podía percibir su agradable aliento dulzón, el olor de su pelo, que parecía haberse impregnado del aire salino que habían respirado durante su trayecto por la costa.

Para su sorpresa, se descubrió preguntándose cuál sería su historia, qué serie de caprichosos mecanismos del destino se habían producido para culminar en aquel momento y, más extraño aún, qué le hacía confiar en aquella completa desconocida como lo estaba haciendo... Hunter se concedió el pequeño e inofensivo regalo de aspirar de nuevo el aroma de su pelo. Un error que le hizo avergonzarse, aún más, de lo que estaba intentando.

—Debemos cancelarlo —insistió tras carraspear levemente.

—Pero ¿por qué no han sellado la zona como han hecho con los accesos a la ciudad? —inquirió Arwa, que le miró como si hubiera perdido la facultad de parpadear.

—Quizá como señuelo —especuló Hunter.

—No tiene sentido —replicó ella, recuperando súbitamente su aire decidido—. Si no creen que hemos llegado a Tel Aviv, ¿por qué poner un señuelo? ¿Y por qué cerrar la ciudad si piensan que ya hemos entrado?

—Pueden estar cubriendo todas las variables —dijo Hunter, aunque la lógica de Arwa resultaba intachable.

¿Sería descabellado pensar que los israelíes supieran que su destino era Tel Aviv, pero que ignorasen que su objetivo era la sede del Mossad? ¿Por qué iban sus confidentes a reservarse ese dato?

Sin embargo, ahora no tenía tiempo para darle vueltas a eso, decidió, volviendo a echar un vistazo a las sombras del aparcamiento.

—Dejar el coche estacionado es muy arriesgado —repitió, percibiendo una fina película de sudor sobre el labio superior de Arwa—. Esta noche nos ocultaremos en el refugio de Jaffa, y por la mañana estudiaremos la zona sobre el terreno. Jaffa forma parte del gran Tel Aviv, de forma que no habrá controles intermedios.

—¿Y eso te parece seguro? —gruñó ella, entre irritada y decepcionada por su aparente falta de recursos—. ¿Qué le dirás al viejo cuando te pregunte por Shabir? Se nos echarán encima los palestinos, además de los israelíes. —Arwa se limpió el brillo del labio superior con un nudillo y su mirada se endureció—. Hemos salvado demasiadas dificultades para llegar hasta aquí y concluir que lo mejor es meterse en un agujero donde podemos acabar cazados como ratas. Yo he pasado por demasiado...

Hunter se preguntó por enésima vez cuál sería el papel de Arwa en el lado árabe de la operación, un papel que, como ya había comprendido al poco de conocerla, distaba de ser pasivo. Si no había indagado en ello, era básicamente en reciprocidad a la contención que ella misma había practicado respecto a él. Ahora, sin embargo, se le ocurrió pensar que quizá siempre había estado en desventaja, que quizás ella sabía mucho más de él... Pero, de nuevo, no había tiempo para nada que no fuera lo inmediato.

—¿Y qué alternativa nos queda? —inquirió, como si hubiera examinado y descartado todas las posibilidades.

Los ojos de Arwa seguían fijos en él, aunque ahora parecieron traspasarle para penetrar en un mundo inaccesible para él. En cierto modo así era, pero que no lo entendiera del todo no significaba que no supiera de su existencia. De hecho, había reparado en él mucho antes que la propia Arwa; de hecho, la única razón que le había llevado a ese aparcamiento era mostrarle indirectamente el camino.

—Hay una forma —dijo entonces ella, su voz casi un ronroneo mientras seguía explorando los tortuosos senderos de aquel universo que acababa de manifestarse—. Hay una forma para hacerlo esta misma noche; ahora mismo si queremos.

Hunter apretó con suavidad el hombro de la mujer, lo que la hizo parpadear por fin y enfocarle de nuevo, ahora con una determinación que la iluminaba como si acabara de absorber una revelación divina.

—¿Cómo? —preguntó con cautela.

—Enséñame a manipular el temporizador. Colocaremos la bomba en el asiento delantero y la haré detonar cerca del edificio.

—Pero estás hablando de... Eso significaría...

—Me convertiría en una shaid, una mártir, sí...

—Pero yo no te tomaba por...

—¿Una fanática religiosa? No lo soy. Además, el Paraíso está reservado para los shaid varones. ¿Por qué sino iban a esperar allí diecisiete vírgenes para su disfrute? —Arwa esbozó una torcida sonrisa, más como una forma de reafirmación que porque encontrara el menor indicio de humor en ello—. Pero si hay mujeres palestinas, algunas de ellas universitarias, y viudas chechenas capaces de sacrificarse para eliminar a un puñado de enemigos, sin que ello vaya a cambiar las cosas, yo me consideraré una privilegiada por hacer algo grande, algo que sí provocará alteraciones de statu quo...

Lejos de la exaltación que podría derivarse de haber conseguido su objetivo, Hunter se sintió avergonzado por su barata táctica y por... ¿su propia cobardía? No, eso también era engañarse. No era el miedo a la muerte lo que le impedía ponerse en persona al volante del coche y lanzarse sobre el bulevar Rey Saúl. Lo que temía, aborrecía en realidad, era la idea de «perderse» el momento y los días, las semanas siguientes. Desde un retorcido punto de vista, no verlo equivalía a que no sucedía, y eso era más de lo que estaba dispuesto a sacrificar.

—¿Estás segura? —fue todo lo que dijo, ahorrándose más actuaciones hipócritas.

—Es la única forma —afirmó ella, que sonó, sin embargo, menos segura a medida que la idea adquiría cuerpo—. No quiero morir y odio no poder presenciar los resultados de mi obra, pero si no lo provoco, no habrá nada que presenciar. Paradójico, ¿verdad?

—Sí —murmuró Hunter, que pensó con cierto sentimiento de culpabilidad en su propia «coartada».

Entonces, por sorpresa, le asaltó un pensamiento muy diferente. ¿Mi obra? ¿Statu quo? ¿A qué se refería exactamente la mujer? ¿Estaba hablando de forma genérica o había algo más? ¿Algo como qué?

A decir verdad, el comportamiento tanto de Arwa como del egipcio distaba mucho del que se atribuiría a unos fanáticos islamistas, felices por el «simple» hecho de hacer estallar una bomba nuclear en territorio judío. ¿Presenciar los resultados? ¿Qué resultados podían derivarse de su acción, más allá de...? Súbitamente, una absurda idea le hizo crisparse en el asiento, incrédulo, rechazándola antes de que terminara de concretarse. ¿Era posible que tuvieran su propia agenda oculta, al igual que Tyrell tenía la suya? Ridículo... Y, sin embargo, ¿no se desprendía de la actitud de Arwa y Adjar que lo ridículo sería lo contrario, que no estuvieran al servicio de algo más elevado que del asesinato en masa?

—¿Ocurre algo? —inquirió ella, como si hubiera detectado una alteración en la frecuencia que compartían.

—No, no —balbució Hunter, sacudiéndose los inoportunos interrogantes como un caballo espantaría un molesto insecto. ¿Qué demonios le importaba esa mierda, después de todo? Tanto como la puta Tabla Rasa de Tyrell... Apretó un poco el hombro de Arwa—. No tienes que hacerlo —se oyó añadir—. Encontraremos un modo...

—No lo hay —zanjó ella, que recuperó la entereza que parecía fluctuar en la montaña rusa emocional en que debía hallarse inmersa—. Agradezco el caballeroso gesto de última hora, pero estoy preparada. Quizá no sea religiosa, pero sí creo en el destino. No obligué a Adjar a llevarme a Jaffa por capricho; sabía que la operación corría peligro tras la muerte de Haq, que era preciso emprender una acción... directa. Bien, ahora que la tengo ante mí, he de actuar. —Se humedeció los labios y volvió a enfocar en él una mirada que se tornaba vidriosa por momentos—. No perdamos más tiempo —agregó de pronto, en tono casi imperativo.

Hunter retiró despacio el brazo del hombro de ella, cerrando su mente a la certidumbre de que, en efecto, había algo que ni Tyrell ni Cross habían sabido detectar en sus tratos con Al Qaeda... Además, ¿de verdad podía sorprenderle tal cosa?

Edificio Dafna Hadar

Ehud Sharansky colgó uno de los teléfonos que había sobre el escritorio del director.

—Los controles ya se han establecido —informó a Liberman y a Ezra—. La ciudad está cerrada.

—Bien, ya sólo es cuestión de tiempo que una bomba atómica estalle en las inmediaciones de Tel Aviv —señaló Liberman con aire funesto—. Si en verdad se dirigen hacia aquí, darán media vuelta y buscarán un objetivo alternativo.

—A estas alturas, Hunter sabe de sobra que estamos tras su pista. Yo, en su lugar, habría hecho que la bomba viajara hasta aquí lo antes posible —dijo Ezra, hundido en su sillón, como si hablara para sí—. Y han tenido tiempo para ello si aquella escaramuza en la frontera estaba relacionada con el paso de la bomba.

—Pero Hunter es un «invitado» aquí —recordó Sharansky—. No puede dar órdenes a nadie. Y la gente que controla ahora la bomba la cuidará como oro en paño, durante días o semanas si lo creen necesario.

—No sabemos quién la controla —casi murmuró Ezra—. Como no sabíamos qué pasaba en El Cairo ni en Moscú ni ahora mismo en Washington.

—Ehud tiene razón —apoyó Liberman a su compañero, aunque en sus ojos brillaba el esfuerzo por expresar algo más que un deseo—. Hace sólo doce horas que Hunter cruzó la frontera jordana, y unas cinco desde que creemos que la bomba le siguió. Demasiado precipitado. Se necesita una planificación incluso para meter un suicida en un autobús.

—Me temo que hasta eso resulta una obra de ingeniería comparado a lo que nos enfrentamos. No hay nada complicado en hacer estallar una bomba atómica en el maletero de un coche, a cien metros del objetivo. Ésa es la ironía final: resulta más sencillo vaporizar a diez mil personas que matar a diez.

Sharansky y Liberman observaron durante unos segundos al director y luego sus miradas se encontraron. Sabían que las probabilidades y el mero sentido común apuntaban en contra de que la bomba se encontrara ya en Tel Aviv, pero quizá fuera justamente eso lo más perturbador. ¿Cómo confiar en unas probabilidades, en un sentido común que ya los había conducido al borde del abismo?

Los dos hombres se humedecieron los labios, pero no dijeron nada, incapaces de pensar en alguna de las medidas que deberían estar adoptando, como si todo se revelara superfluo de pronto, inútil...

Hunter ya había sacado el «balón» de la mochila y de su molde protector para acomodarlo entre sus piernas. Accionó el resorte que liberaba el panel y tecleó la primera secuencia numérica. La pantalla de cristal líquido se iluminó al instante, solicitando la secuencia que armaría el artefacto. Hunter sintió bullir la sangre en la punta de sus dedos mientras la introducía, más por temor a una desagradable sorpresa de última hora que por excitación. Pero, en cuanto pulsó el último número, una palabra en alfabeto cirílico ocupó la pantalla. Unos extraños caracteres que Hunter entendió enseguida; la bomba estaba armada.

El hormigueo de sus dedos se extendió por sus brazos, y de allí a su pecho, transformando el temor en una exaltación que presionó su corazón mismo al ver despejado el penúltimo obstáculo.

—Estos botones activan el temporizador —indicó a Arwa, que ya se encontraba al volante, inclinada sobre el objeto ovoidal. Hunter podía oír y sentir sobre sus manos su agitada respiración nasal—. El tiempo se mide en espacios de cinco minutos, que se obtienen pulsando en esta dirección. Este botón reduce el tiempo en la misma proporción. Por tanto, la «secuencia de pánico» se reduce a esto: pulsar el primer botón tres veces, estableciendo un periodo de quince minutos; pulsando el segundo otras tres, se anula el ciclo y la bomba detona instantáneamente.

—Sencillo —suspiró Arwa, que se incorporó y lo miró desde un palmo de distancia.

—Entonces, adelante —instó Hunter, incómodo—. Sólo tienes que girar a la derecha y entraremos en la parte alta del bulevar. No conduzcas demasiado rápido ni demasiado despacio. Enseguida llegaremos a la confluencia con Petha Tikva, una gran avenida que discurre de norte a sur. Me apearé allí.

—Bien —acató ella sin dudar.

Arwa maniobró con cautelosa firmeza, enfilando sin problemas por el bulevar Rey Saúl. Como Hunter esperaba, el tráfico era residual. Alargó la mano izquierda para acariciar de nuevo el hombro de la mujer, pero no llegó a tocarla, temiendo parecer un amo palmeando a un perro obediente. Miró hacia delante, imaginando el edificio del Instituto sólo un poco más allá de su horizonte visual. Estaba a unos segundos de desencadenar el Armagedón que se había convertido en el objetivo de su vida. El «premio» aún sería mayor si, como se desprendía de lo visto a la entrada de la ciudad, el Mossad estaba en alerta y sus máximos dirigentes se encontraban en el edificio. La destrucción y muerte colaterales que se producirían era algo que su mente comenzaba ya a olvidar, como todo lo demás, como el empleado de un matadero que ya no ve las manchas de sangre de sus botas.

—Aquí nos separamos —dijo Arwa de pronto, que acercó el coche a la acera.

Hunter echó un vistazo a su alrededor, observó que la zona estaba prácticamente desierta. Agarró la mochila con su equipaje, que descansaba en el asiento trasero, pero se demoró unos instantes antes de abrir la puerta.

—Debes apresurarte —advirtió ella.

—Sí.

—No te preocupes. Todo lo que debía decirse ya ha sido dicho —añadió Arwa, volviéndose a medias—. Estás presenciando el único hecho extraordinario de una vida hueca —añadió—. Y te doy las gracias por ello. Ahora debes marcharte.

Hunter volvió a sacudirse una última duda y abrió la portezuela; pasó los pies sobre la bomba y, ya desde el exterior, pulsó tres veces el botón de la «secuencia de pánico». Luego cerró con suavidad. De inmediato, el coche arrancó en dirección al número 34 del bulevar Rey Saúl. En manos ya del instinto de supervivencia, Hunter echó a andar a paso vivo, pero sin correr, en sentido contrario, hacia el este de Petha Tikva y el río Avalón, intentando poner el mayor número de obstáculos entre él y la destructiva onda de choque.