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La Casa Blanca

En la Sala de Situación, la incredulidad, la confusión y el pánico apenas disimulado se habían multiplicado por diez al conocer el alcance de lo que estaba ocurriendo en Pakistán. Todos los miembros del Consejo de Seguridad Nacional estaban al teléfono recabando información de sus respectivos departamentos.

Al presidente Iverson le bastaba con ver las imágenes que transmitían las televisiones árabes y nacionales que habían sido conectadas a la gran pantalla de la sala para saber a qué se enfrentaban. Algarabías y fuegos en Islamabad, multitudes fervorosas atacando cualquier signo occidental en la ciudad, apaleando funcionarios del régimen, quemando banderas, exhibiendo retratos de clérigos y terroristas...

Los dientes de Iverson rechinaron de nuevo, su furia procedía de la sensación de que habían sido objetos de una burla tan astuta como demoniaca, de que se encontraba sobre un escenario donde el prestidigitador le había birlado el reloj mientras le distraía tragándose un cigarrillo encendido.

El cigarrillo era Arabia Saudí y, más allá, Tabla Rasa en su conjunto. Y que Nicholas Tyrell y Sutton hubieran sido los primeros en dejarse engañar, no suponía el menor consuelo. Intentar sacudirse la responsabilidad de su propia ceguera (y de quienes le rodeaban) era otro engaño. De haber entrevisto el peligro que ellos ignoraron, quizás habrían podido hacer algo más, y más deprisa. Pero nadie había notado el aguijonazo de ningún sexto sentido, una falta que sus enemigos parecían dar por sentado.

Ahora, la cuestión saudí, el faro que los había deslumbrado, aparecía de pronto como una minucia. Una pesadilla mayor, la Pesadilla con mayúscula, acababa de tomar cuerpo. Al Qaeda se había convertido en potencia nuclear.

—Dios mío —exclamó de pronto el secretario de Defensa Chambers, que apartó el teléfono de su cara; clavó la mirada en una porción de la pantalla dividida.

Un electrizante silencio cobró cuerpo a medida que todos reparaban en la figura de un hombre, que se balanceaba al extremo de una cuerda que colgaba del gancho de una grúa, situada en el centro de Islamabad, según el rótulo de la televisión.

—Es Bhandara —señaló sin necesidad Chambers—. Esos hijos de puta le han ahorcado.

Iverson se obligó a mirar fijamente el cadáver, que había recibido el mismo tratamiento que el presidente comunista de Afganistán, Najibullah, cuando los talibanes tomaron Kabul. Había permanecido colgado de una viga, castrado, durante días. A juzgar por la enorme mancha de sangre que impregnaba la túnica de Bhandara, también él parecía haber sido objeto de aquella «atención especial».

—¡Por todos los santos! ¿Cómo hemos podido llegar a esto, a ser tan ciegos? —clamó la secretaria de Estado Eden—. El último «éxito» de la CIA —recriminó luego, buscando con la mirada al director Barnes—. Me pregunto por qué seguimos manteniéndolos y no alquilamos directamente sus instalaciones como campo de entrenamiento para terroristas...

—Vamos, Barbara, no hacía falta enviar a James Bond a Pakistán para que hiciera un informe sobre lo que se cocía allí —se defendió Barnes—. Todos lo sabíamos desde hace años. Mierda, cualquiera que se entretenga unos minutos en la sección internacional de la prensa podía adivinarlo...

Iverson asistió en silencio al intercambio. Tenía la vista clavada en el cuerpo mutilado de Bhandara, al que su colaboración con Estados Unidos había conducido a aquel indigno final.

«Todo cae siempre hacia donde se inclina», pensó de pronto, recordando la sentencia de una historiadora; algo tan claro como la fuerza de la gravedad y, quizá por ello, tan ignorado. Ciertamente, el peligro había danzado ante sus ojos durante años. El brutal choque de civilizaciones, aquello en lo que había derivado la guerra contra el terrorismo, había inclinado cada vez más las bases sociales de países musulmanes y prooccidentales como Pakistán y Arabia Saudí del lado de los islamistas radicales; pero Estados Unidos había confiado en la fortaleza (en realidad, en la capacidad represiva) de sus líderes y aliados. Una confianza que, en el fondo, se limitaba a la esperanza de que, simplemente, lo impensable no podía suceder, obviando el cada vez más agudo ángulo de inclinación, como si fuera posible rectificar las leyes de la física.

—¿Qué sabemos de nuestra embajada? —preguntó Iverson, que zanjó sus inútiles reflexiones.

—Hemos perdido todo contacto —informó el oficial de comunicaciones—. Nadie responde a los teléfonos ni al correo electrónico.

—Debemos pensar lo peor —señaló Eden—. Esos dementes hacen que los revolucionarios iraníes que tomaron nuestra embajada en 1979 parezcan diplomáticos de carrera.

Iverson asintió de forma inexpresiva, mirando todavía la cambiante sucesión de imágenes que ilustraban el caos reinante en Islamabad.

—Hay que abordar el meollo del asunto —continuó el presidente, que se volvió ahora al almirante Webber—. ¿Qué pasa con el arsenal nuclear de Pakistán? ¿Está a salvo de ser manipulado por los terroristas?

—Señor, el arsenal nuclear de Pakistán fue diseñado, básicamente, para atacar a la India, su enemigo histórico. Sus cabezas nucleares han sido adoptadas a pequeños misiles preparados para ser lanzados desde cazas de combate, y a misiles de medio alcance. Creemos (aunque no podemos dar nada por sentado en esta cuestión) que cierto número de estos últimos pueden estar operativos y que la potencia de las cabezas oscila entre los 15 y 35 kilotones. Tras el 11-S y temiendo una... desestabilización del país, presionamos a Bhandara para que pusiera especial cuidado en el control de ese arsenal que, según se nos informó después, fue diseminado entre varias localizaciones secretas, los detonadores retirados de las cabezas y escondidos aparte. Eso, supuestamente, mejoraba la seguridad del arsenal, pero, de nuevo, no podemos saber hasta dónde llegaron las precauciones en realidad...

—Señor presidente —intervino Eden—, aquí debo señalar que, a mi juicio, lo ocurrido en Pakistán no es una «revolución a la iraní», sino que se aproxima más a un golpe de Estado islamista, llevado a cabo por simpatizantes de Al Qaeda infiltrados en el Ejército y los servicios secretos. Eso significa que, muy probablemente, las mismas personas que controlaron ese hipotético proceso de dispersión son las que han ayudado a derrocar a Bhandara y, por tanto, estarían en condiciones de revertir el proceso.

—¿Creen que utilizarán esas armas si tienen oportunidad?

—En mi opinión, lo harán —afirmó Chambers—. No les importa en absoluto que la represalia consecuente pueda enviar a Pakistán a la Edad de Piedra. Muchos de ellos ni siquiera son de allí y, en cualquier caso, luchan por una causa que justificaría tal «sacrificio». Y saben que no pueden negociar con ellas, que no permitiremos el establecimiento de un Estado al estilo del Afganistán talibán, pero respaldado por armas nucleares.

—¿Y si plantearan un «equilibrio del terror» a pequeña escala? —apuntó el director de la CIA—. Dejarlos en paz en Arabia Saudí y Pakistán a cambio de no utilizar ese arsenal, proponiendo una especie de nueva Guerra Fría.

—Ridículo —exclamó Chambers—. No pueden ejercer la política de disuasión con nosotros. Ninguno de sus misiles supone una amenaza directa para Estados Unidos.

—¿Y para Israel? —preguntó Iverson.

—Siento no poder responder con certeza absoluta, pero, de nuevo, la información de que disponemos no es fiable al ciento por ciento. El misil de mayor alcance que los pakistaníes han probado con éxito es el Shaheen 2, cuyo radio de acción algunas fuentes sitúan entre los dos mil y tres mil kilómetros, lo que le permitiría alcanzar Israel. Sin embargo, me arriesgaría a asegurar que están más cerca de los dos mil que de los tres mil.

Repito que todo el programa pakistaní estaba dirigido a un eventual intercambio nuclear con la India, y en poder amenazar sus ciudades más alejadas, objetivo que consiguen de sobra con un radio de acción de dos mil kilómetros. Ni siquiera los israelíes han temido por ello, como demuestra que su misil más poderoso, el Jericó II, tiene sólo un alcance de mil quinientos kilómetros.

—Los indios deben estar ya con el dedo sobre el botón, temiéndose lo peor —intervino Eden—. Para Al Qaeda, los hindúes son tan infieles como los judíos o los cristianos; consideran que reprimen a la minoría musulmana; de hecho, colaboran activamente con las organizaciones separatistas de la Cachemira india. Incluso llegaron a lanzar ataques suicidas contra el Parlamento, en Nueva Delhi. Me sorprende que no se hayan dejado oír anunciando su intención de destruir las instalaciones nucleares de Pakistán (como mínimo), antes de que los rebeldes tomen el total control de los arsenales y armen las cabezas.

El presidente se humedeció los labios resecos.

—¿Existe alguna posibilidad de eliminar ese arsenal, almirante, y de hacerlo rápidamente? —preguntó después.

—Existe, pero no será fácil. Como dije, esos arsenales se encuentran en localizaciones secretas que, por supuesto, lo son también para nosotros. Los misiles, por otra parte, no están integrados en silos, un sistema que con los años se ha revelado un blanco fijo, fácil de destruir. Las plataformas lanzadoras de esos misiles son vehículos TEL, transportadores-lanzadores móviles, sencillos de ocultar y mover de un lado a otro. La única forma fiable de eliminar a un TEL con su misil es encontrarse cerca en el momento del lanzamiento y durante la aceleración. Es en esa fase cuando el misil resulta más vulnerable. Una vez alcance su cenit y la cabeza se desprenda, la intercepción de ésta resulta muy complicada. Para ello se planeó el fantasioso programa de la Guerra de las Galaxias en los años ochenta y, más recientemente, el proyecto de Defensa Nacional de Misiles, que se encuentra en un estado muy embrionario. Lo único que podemos hacer ahora es intentar detectarlos por satélite.

—En resumen, señor presidente —dijo Chambers—, para abortar la amenaza de esos misiles tendríamos que lanzarnos en masa sobre los cielos de Pakistán para tejer una especie de tela de araña defensiva/ofensiva.

—¿Podríamos hacer tal cosa? Entendiendo, por supuesto, que disponemos de días, quizás horas, para planearlo y llevarlo a cabo...

—Se trata de una operación compleja, señor —declaró el almirante, que se removió en su asiento—. Tenemos un portaviones en el golfo Pérsico, pero a más de dos mil kilómetros de Pakistán, y nunca hemos lanzado un ataque desde esa distancia...

—También tenemos aviones de combate en Afganistán —interrumpió Eden—. A sólo unos minutos de vuelo de la misma Islamabad.

—Apenas un puñado —replicó Webber al instante—. Las misiones aéreas de importancia en Afganistán terminaron hace mucho. Las fuerzas que tenemos allí son claramente insuficientes para una operación de esa envergadura. Pakistán es un país militarmente competente, y su sistema de defensa aérea...

—Almirante —volvió a cortar Eden—. Pakistán ya no existe como un estado-nación organizado. Eche un vistazo —añadió, señalando a la pantalla—. No habrá nadie controlando la defensa aérea, ningún avión despegará para interceptar a los nuestros...

—Señora, con el debido respeto...

—Almirante —se interpuso Iverson—, ¿cuánto tiempo se necesitaría para organizar una operación con «garantías»?

—Soy consciente de la urgencia, señor, y por ello, haciendo un esfuerzo supremo, quizá podríamos estar mínimamente preparados en setenta y dos horas...

—Por Dios —resopló Eden.

Iverson dirigió esta vez una mirada admonitoria a la secretaria de Estado, que acató la amonestación frunciendo los labios.

—En las presentes circunstancias, se me antoja una eternidad —admitió, sin embargo.

—Le aseguro que, desde el punto de vista militar, se trata de un verdadero esprín.

—Estoy de acuerdo con Barbara sobre la reacción hindú —señaló Chambers—. Y no esperarán de brazos cruzados tanto tiempo, mientras el arsenal nuclear de su enemigo mortal cae en manos de unos extremistas que todavía los odian más...

—Me temo que también estoy de acuerdo con eso, almirante —dijo Iverson con aire lúgubre—. Si no prometemos a los hindúes que vamos a hacer algo y a hacerlo ya, es posible que lancen un ataque preventivo que, además de matar a millones de inocentes, podría no eliminar la amenaza a la que nos enfrentamos. —El presidente se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas en lo que podía pasar por una súplica—. Deme ese algo, almirante.

Webber inspiró como si considerara injusto que se le cargara con aquella responsabilidad, se concentró unos segundos en sus propias manos, evitando mirar a sus compañeros del CSN; finalmente, levantó la vista para enfrentar directamente al presidente.

—Podríamos intentar algo con las fuerzas que tenemos en Afganistán, si contáramos con la cobertura hindú —propuso sin mucha convicción—. Después de todo, ellos conocen el terreno y los peligros mejor que nadie.

—Buena idea —se animó Iverson—. La perspectiva de una operación conjunta ayudará.

—A ellos puede no entusiasmarlos tanto —opinó Chambers—. Nuestro aliado en la zona no ha sido justamente la India, sino su enemigo.

—Nadie está para sutilezas geopolíticas en estos momentos —rechazó Iverson—. Ahora debemos repartirnos las tareas diplomáticas. Yo mismo trataré con el primer ministro hindú. Ustedes dos —añadió señalando a Eden y Chambers— se ocuparán de los rusos y de los israelíes. Más tarde hablaré también con ellos. Almirante, ¿cuándo podría estar lista esa operación conjunta?

—Señor, eso ya ni siquiera dependería de nosotros, sino de la disponibilidad hindú y de la siempre complicada coordinación entre fuerzas de distintos países... Pero si todo fuera bien —agregó Webber, como si creyera un acto de caridad ofrecer esperanzas al ya abrumado presidente novicio—, podríamos lanzar la operación dentro de unas doce horas.

—Bien, bien, en marcha entonces —exclamó Iverson, que trataba de infundir un optimismo que estaba lejos de sentir.

«Todo cae hacia...»

Casi podía sentir la sombra del mundo tal como lo conocían, y se cernió sobre él como una centenaria secuoya, víctima del ataque de una horda de hachas enloquecidas.