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La noticia se filtró a través de la oficina de la CNN en Moscú y llegó a oídos de Hunter cuando se encontraba en la estación central de autobuses Egged, situada fuera de la Ciudad Antigua, a bordo ya de un vehículo que se disponía a partir hacia Tel Aviv. Un aparato de radio, sintonizado en una emisora de noticias en inglés y que llevaba consigo uno de los viajeros situado dos filas más adelante, emitió las palabras que actuaron como un hálito venenoso que paralizó a Hunter en su asiento y pareció suspender incluso sus signos vitales durante unos segundos.
La información era tan escueta como demoledora: Nicholas Tyrell, consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, había muerto en la capital rusa cuando el coche en el que viajaba fue atacado con un lanzagranadas. Un asesor del presidente Dushkin, que le acompañaba, también había resultado muerto. Puesto que la presencia de Tyrell en Moscú era un completo secreto, las autoridades rusas no descartaban que Tyrell fuera una víctima colateral de un atentado terrorista de naturaleza «local»...
«Grigorienko», fue el primer y mecánico pensamiento que cruzó por la mente de Hunter, renqueante por la descarga eléctrica que parecía haber sufrido su capacidad sináptica. El segundo, más consciente, fue el de bajar del autobús, buscar un hotel y encerrarse en una habitación para recabar más información, aclarar ideas y... decidir qué hacer.
Sin embargo, el autobús se puso en marcha antes que sus abotargados reflejos y optó por no llamar la atención del conductor obligándole a parar. Además, el autobús estaba semivacío y era un lugar tan bueno como cualquier otro para... ¿aclarar qué? No tenía forma de contactar con nadie para ahondar en la información, pues, por precaución, no llevaba encima teléfono. Debía conformarse con diseccionar lo poco que había e intentar hacerse las preguntas correctas.
Y no tenía que ser un lince para plantear las primeras. ¿Quién estaba detrás? ¿Un atentado local? ¿Un lanzagranadas en Moscú para eliminar a un personaje secundario como Grigorienko que, casualmente, viajaba en el coche de Tyrell? La experiencia aconsejaba no descartar nada, por inverosímil que pareciera, pero esa misma experiencia señalaba que la explicación más sencilla solía ser la correcta. Y en ese caso, lo más procedente (y prudente) era pensar que Tyrell era el objetivo del ataque. Y la pregunta que eso sugería llevaba aparejada su respuesta. Sólo existía un grupo capaz de una «hazaña» como aquélla, cuya alargada sombra ya se había extendido desde Washington a El Cairo, poniendo en constante peligro la operación. El mismo que él tenía en su propio punto de mira...
Descubrir el viaje de Tyrell a Moscú y organizar el mortal ataque en tan corto espacio de tiempo podría considerarse la versión inverosímil por alguien que no conociera la capacidad del Mossad, pero ése no era su caso. Absorbiendo el impacto como un edificio diseñado para balancearse durante un terremoto, Hunter encajó el golpe y comenzó a «compartimentalizar» y examinar las consecuencias. Lo más importante era determinar hasta dónde alcanzaba el conocimiento de los israelíes. ¿Sabían de la existencia de la bomba? ¿Por qué no le habían eliminado también a él en Moscú? ¿Estaban «monitorizándole» en ese preciso momento para llegar hasta la célula de Tel Aviv?
Hunter concluyó enseguida que era poco probable. ¿Por qué matar entonces a Tyrell y arriesgarse a que él, como de hecho sucedía, reconsiderase toda la operación y cancelara el último encuentro? Además, ése no era el estilo de los israelíes. No, señor. Su estilo era atacar cuando tenían la oportunidad; su estilo hubiera sido derribar el avión de Al-Faisal y acabar con la amenaza de un único y certero golpe... No, lo más probable era que hubiesen aprovechado la ocasión del viaje de Tyrell a Moscú para librarse de un elemento «indeseable», promotor de una operación todavía nebulosa para ellos, pero cuyo objetivo último afectaba, sin duda, los intereses de Israel.
No obstante, de ahí a sospechar de la existencia de un artefacto nuclear... No, los israelíes nunca jugarían con ese conocimiento. Y, sin embargo, había algo que no conseguía encajar en ninguna ecuación. ¿Por qué no le habían eliminado también a él? ¿Podía tratarse de algo tan simple como una confusión? ¿Creerían que se encontraba a bordo del mismo coche que Tyrell? Volvió a recordar que, a veces, la respuesta correcta es la más sencilla.
«¿Y Sutton?», pensó de pronto; su mente basculaba súbitamente de una orilla a otra de la corriente que le arrastraba. ¿Cómo afectaría al presidente la muerte de Tyrell, el puntal moral y casi físico de su vacilante determinación? Si sucumbía a un ataque de pánico por la desaparición de la única persona que, justamente, podía abortarlo, quizás acabara derrumbándose y... ¿Y qué? ¿Confesar? Sutton había perdido sus agallas incluso para eso; se limitaría a quedarse plantado sobre su culo de estadista, a esperar que los acontecimientos le dictaran cómo tenía que reaccionar.
Sin embargo, lo cierto era que todo eso le importaba un carajo a Hunter. De hecho, el visionario plan de Tyrell nunca le había interesado más allá de la fórmula utilizada como espoleta para llevarlo a cabo; él estaba comprometido en un vulgar (y magnífico) acto de venganza, no en una misión épica para cambiar el curso de la historia del mundo.
En ese mismo momento, Hunter comprendió que no necesitaba más información ni aclarar ideas. Todo lo que necesitaba era que la bomba regresara a sus manos.
Cross se despertó con un sobresalto casi vergonzante en el sofá que se había convertido en su cama, descubriendo para su sorpresa que eran las 4:45 de la madrugada y que había dormido cinco horas de un tirón. Había recibido el último mensaje de Tyrell hacia las 22:30, en el que se confirmaba que Hunter ya volaba hacia Jordania con la bomba y que él mismo se disponía a partir de Moscú.
Después de eso, con su estómago destilando un sabor que se pegaba al paladar como una película de cobre, se había dirigido a la cocina para llenar hasta mitad una taza de café con whisky de malta. Ya no habría más mensajes hasta que el Gran Hongo hablara por sí mismo, de modo que apagó el ordenador y se echó en el sofá con la imagen de aquel avión cargado con la siniestra llave de su éxito y con su guardián, imaginando las etapas que faltaban por cumplirse antes de que se volatilizara la sede del Mossad (y un par de manzanas de paso), pensando en lo que podía ir mal y en lo que sucedería de ir «bien». En algún momento, el licor acabó limando la desazón de sus terminales nerviosas y liberando una carga de agotamiento acumulado, que le arrastró a una inconsciencia poblada de jirones de fuego blanco y gases venenosos...
Las horas de agitado sueño, lejos de hacerle sentir más descansado, parecían haber enturbiado su mente, aunque sin duda se debía al alcohol, que no toleraba bien. Pensaba en darse una ducha o incluso meterse en la cama (después de todo, no tenía nada que hacer hasta que Tyrell estuviera de regreso, dentro de varias horas), cuando se le ocurrió volver a conectar el ordenador para echar un vistazo al correo electrónico; era improbable, pero quizá Tyrell hubiera enviado algo más. No debería haberlo apagado...
Se conectó al servidor y movió el ratón para entrar en la sección de correo. Pero su dedo se paralizó sobre el aparato antes de hacer clic. Allí, en el índice de noticias de última hora, una breve nota saltó hacia él como la zarpa de un gato callejero.
«Nicholas Tyrell, consejero de Seguridad Nacional, asesinado en Moscú.»
Cross sintió que sus rodillas se aflojaban y su cuerpo perdía el equilibrio, como si su esqueleto se estuviera licuando. Se agarró con fuerza al borde de la mesa y se deslizó en el asiento con la mirada clavada en una frase que bien podía estar anunciando la inminente caída de una bomba de quinientos kilos justo sobre su casa. Con mano temblorosa, hizo clic sobre el titular y la noticia se amplió, proporcionando los escasos detalles disponibles. Cross necesitó leer el corto párrafo tres veces, antes de que su entumecido cerebro consiguiera procesar todas y cada una de las palabras.
Luego, se encontró con los ojos cerrados y las palabras cobraron vida sobre aquel mismo fondo en erupción que había poblado sus sueños. Tyrell despedazado por un lanzagranadas en Moscú... El primer pensamiento, casi autónomo, que se formó en aquel mundo era que la muerte de Tyrell no era casual. Y eso significaba: Mossad... Lo siguiente que pensó, de forma quizá menos racional, fue que también él estaba condenado, que le quedaban unos segundos de vida, que la puerta se abriría de una patada y...
Cross abrió los ojos, consciente de que estaba hiperventilando y de que debía controlar el acceso de pánico. Tenía que concentrarse, hacerse una composición de lugar antes de..., ¿antes de qué? La operación estaba tan muerta como el hombre que la ideó, los israelíes se habían resarcido con creces del asesinato de sus agentes en El Cairo... A menos que...
Leyó la noticia por cuarta vez. El coche en que viajaba Tyrell había sido atacado cuando se dirigía al aeropuerto. Y puesto que en su último mensaje el propio Tyrell había confirmado que Hunter volaba ya hacia Jordania, eso significaba que el ex coronel no le acompañaba... Cross se mordió con fuerza los labios, intentando razonar si Hunter podía seguir vivo, si era posible que los israelíes hubieran pasado por alto a Hunter para concentrarse en el artífice de Tabla Rasa, el maligno tótem sobre el que Sam Mercer les había advertido de forma vaga... De ser así, si Hunter ya se encontraba en Jordania, quizás incluso en el mismo Israel...
Cross parpadeó ante la pantalla del ordenador, incorporándose súbitamente, como si un cortocircuito hubiera alterado su línea de pensamiento... Se estaba equivocando de planteamiento. La muerte de Tyrell iba a despertar una amenaza más directa que los israelíes en lo que atañía a su propia supervivencia.
El presidente ya debía conocer lo sucedido, y a Cross no le resultaba difícil imaginarlo viniéndose abajo como un puente colgante al que hubieran cortado a machetazos sus endebles soportes. Tyrell no era sólo la eminencia gris de Tabla Rasa, sino también el sostén moral de Sutton y el cemento que unificaba el pequeño y heterogéneo grupo humano comprometido en su éxito. Sin Tyrell a su lado para mimar sus dudas y vacilaciones, ¿era sensato confiar en que Sutton soportaría la presión en solitario?
Cross sintió la tentación de volver a llenar la taza de whisky, pero acabó bebiendo un largo trago de agua de una botella de plástico, aunque el líquido pareció picarle en la garganta como un licor barato.
«Babcock», pensó de pronto. Ya había sufrido un ataque de pánico tras lo ocurrido con Mercer (consecuencia de su propia torpeza); ahora, sin nadie cerca para controlarlo, se convertiría poco menos que en una bala rebotada, capaz de agujerear cualquier cabeza... Cross notó los labios resecos, a pesar de que acababa de beber, al imaginar lo que cruzaría por la mente de un veterano como Babcock, conocedor de todos los resortes que debían activarse para proteger el propio trasero. Porque ésa y no otra sería su preocupación y objetivo. Babcock vería la muerte de Tyrell como la voladura descontrolada de un edificio, y correría a protegerse de los cascotes, seguro (como él mismo hacía unos segundos) de que el presidente se hundiría.
Y la clave en el negocio de protegerse el trasero consistía en ser el primero en hacer el trato; quien sacara a la luz Tabla Rasa y nombrara a los demás antes de que le nombraran a uno podía aspirar al indulto...
Cross comenzó a moverse alrededor del ordenador, agarrado a la botella de agua como si contuviera algún antídoto contra el vértigo. ¿Y Hunter? ¿Cómo reaccionaría?, siguió preguntándose, intentando ordenar las piezas que se acumulaban en sus manos. «Una pregunta retórica», concluyó al instante. Conocía perfectamente a Hunter, él lo había reclutado, hurgando además en sus más bajos instintos para atraerlo a su lado. Y lo había conseguido, sin importarle que a Hunter no le interesaran los medios sino los fines; sus motivos eran personales, y las visiones geoestratégicas de Tyrell le importaban un rábano. Participaba en Tabla Rasa porque eso le permitiría volar la sede del Mossad, la institución a la que él, Cross, le había instado a responsabilizar de la muerte de su padre, y de lo que había nacido un odio enfermizo. Su implicación en las ideas del grupo empezaba y acababa, por tanto, con una catástrofe que, para los demás, suponía sólo un principio, no un fin en sí mismo. La muerte de Tyrell sólo le afectaría en la medida en que creyera que ponía en peligro su único propósito: volatilizar el edificio del Mossad.
Cross volvió a echar un espasmódico trago de la botella. No tenía forma de contactar con Hunter (quedaba a su discreción comunicarse con Tyrell sólo si lo creía imprescindible) ni conocía la previsión de sus movimientos una vez en Jordania. La información estaba compartimentalizada de acuerdo a la máxima de la «necesidad de saber», de modo que no podría ayudar mucho para detenerle cuando... Cross frenó en seco su deambular y se humedeció de nuevo los labios. «¿Cuándo qué?», se preguntó, aunque ya conocía la respuesta. Durante algún momento del proceso mental en que se hallaba inmerso, había decidido adelantarse al peligro que representaban Sutton y Babcock. No permitiría que un presidente aterrado o un ex alcohólico, o ambos, le enviaran a pudrirse de por vida a una prisión por servir a su país, aunque fuera a través de fórmulas tan heterodoxas como Tabla Rasa. No, señor.
Una vez consciente de que la decisión estaba adoptada, el desasosiego y la angustia se vieron sustituidos por la urgencia y la necesidad de actuar cuanto antes... Pero ¿actuar cómo? O mejor, ¿ante quién? La elección de los oídos que debían atender una historia como la suya debía ser tan cuidadosa como acertada, porque quizá no hubiera una segunda oportunidad.
Cuando pensaba que aquello podía llevarle horas, que dar con un nombre que reuniera las «cualidades» necesarias sería una misión titánica, un rostro salió impelido del fondo de su azotada mente, como si en realidad llevara meses allí almacenado, como una medicina en un botiquín de emergencia, que tal vez no necesitaras nunca, pero que, llegado el caso, podía salvarte la vida.
Dos minutos ante el ordenador le bastaron para conseguir un número de teléfono y una dirección en la guía de Maryland. Enseguida descartó la llamada directa. Ni siquiera sabía todavía cómo enfocar el asunto. Consultó el reloj: las 5:25. Al cabo de veinte minutos podía estar en Bethesda, Maryland, y ante el domicilio de aquel hombre, esperando a que se dirigiera a su trabajo para abordarle. Sí, ése sería el mejor modo.
Cross dudó en tomarse unos minutos para asearse un poco —necesitaba un afeitado, la primera impresión sería importante—, pero, finalmente, optó por coger una maquinilla a pilas para utilizarla después. Se limitó a usar el retrete y refrescarse la cara; se cambió de camisa, cogió las llaves del coche, el móvil y abandonó el apartamento, temiendo oír sonar el teléfono, una señal segura de que el caos se adelantaba a sus previsiones.