30
—Pero nuestros hermanos ya están preparados, esperando impacientes la señal. Dejar pasar esta oportunidad no sólo sería estúpido sino... criminal.
Arwa sintió la mano de Adjar sobre su brazo, advirtiéndola por enésima vez, pero ahora su furia era tal que la apartó bruscamente y cerró los puños con fuerza, reprimiendo a duras penas sus deseos de estrellarlos contra la cara del egipcio y del otro hombre, que la contemplaba con un interés casi científico, lo que la irritaba aún más. El individuo se había limitado a identificarse como Shabir, sin añadir nada más sobre su origen o sus hazañas, aunque por los giros de su vocabulario y su acento, Arwa creía que procedía de Arabia Saudí, como ella misma, lo que no dejaba de tener su lógica. Al Qaeda había germinado allí, y el país de las Dos Mezquitas constituía su principal vivero de combatientes, cuyo principal objetivo, más allá de la yihad internacional, era derrocar a la infame dinastía de los Saud. Y la Shura nunca habría confiado la parte final de la operación a un local; los palestinos eran una excelente carne de cañón, pero poco más. Por ello, Arwa era consciente de que el tal Shabir no era sólo un eslabón de la cadena, sino alguien de la plena confianza de la Shura, a pesar de su juventud. Y las noticias que tenía para ellos no podían ser peores.
—Tú no sabes nada de lo que hacen o esperan nuestros hermanos —replicó Shabir casi en un tono condescendiente.
—Si estuvieras en su lugar, también tú te sentirías no sólo decepcionado, sino furioso, por tener que renunciar a una victoria tan largamente esperada.
—No vamos a renunciar a nada —señaló Shabir, que mantenía la calma, como si aceptara que la mujer tenía derecho a mostrar su disgusto—. La victoria sólo se verá aplazada en tanto se revisan los planes. No podemos ignorar lo ocurrido en El Cairo y Eritrea.
—Coincidencias que ni los judíos ni la CIA han podido relacionar con lo que de verdad sucede —siguió rebatiendo Arwa—. ¿Crees que habrían permitido que la bomba llegara a Jordania o que el americano cruzara a Israel, como dices que ya ha ocurrido? ¿O que Adjar y yo habríamos podido entrar por muy buenos que fueran nuestros pasaportes? Sabes como yo dónde estaríamos todos, incluido tú, en este momento...
—He recibido la orden esta misma mañana —repitió Shabir como toda explicación.
—Pues yo dudo que la Shura escuche a Moussavi a estas alturas. Es más, creo que se enfurecerá al descubrir que ha paralizado la operación.
—Ése será su problema —afirmó Shabir a modo de conclusión.
Arwa gruñó algo ininteligible, una especie de lamento animal, mientras se movía por la pequeña estancia como una leona enjaulada. No era sólo la ciega frustración lo que dictaba su reacción. Conocía a Ibrahim Moussavi. Después de granjearse una gran «reputación» en Irak, acosando y matando soldados americanos y colaboracionistas, se había convertido en la mano derecha de Saiel Jawad y había estado presente en su reunión con el jefe planificador de Al Qaeda. Desde el principio la recibió con un desdén rayano en la hostilidad, lo que ella atribuyó a su condición de mujer, y mostró el mismo desprecio hacia su plan. Hasta qué punto su oposición procedía de un análisis racional o de sus arraigados prejuicios culturales era difícil de discernir, aunque el instinto de Arwa le decía que, como mínimo, se habría mostrado más receptivo si el promotor hubiera sido un hombre. Afortunadamente, el primer filtro no dependía de él, sino de Jawad, capaz, al menos, de mirar más allá de sus propios prejuicios —que todos tenían en realidad— y evaluar la operación en su justa medida, defenderla ante la Shura y conseguir su aprobación.
Y ahora, tras meses de arduo trabajo, de dar forma real a lo que había empezado siendo un vaporoso sueño, cuando la cinta de la meta se perfilaba ya al fondo de la recta, la vengativa pierna de Moussavi encontraba su oportunidad para zancadillear y derribar a aquella presuntuosa y blasfema mujer.
—Debo decir que estoy de acuerdo con ella —declaró de pronto Adjar, casi como si creyera un deber decir aquello en ese preciso momento, a pesar de sus anteriores reprimendas—. No es hora de aplazamientos, sino de acción. El americano está al llegar y la bomba cruzará esta noche. Podríamos desencadenar la cólera de Alá sobre esta ciudad antes de que conociera otro amanecer.
—Te entiendo, y no diré que esté en completo desacuerdo con ese punto de vista —admitió tranquilamente Shabir—. Pero sólo soy un simple soldado. Debo respetar la jerarquía y Moussavi es ahora mi superior. La indisciplina es, a menudo, un obstáculo más en nuestra guerra contra el poderoso infiel.
La carcajada de Arwa los hizo respingar a ambos en su dirección, pero el gutural sonido ya había cesado cuando la enfocaron. La mujer había dejado de moverse y miraba a Shabir con un gesto crispado que daba a su boca un corte cruel.
—¿Qué planes tiene Moussavi para la bomba? —inquirió secamente, envolviendo su inflamada ira de una fría hosquedad.
—¿Cómo voy a saberlo? —masculló Shabir, aunque su lenguaje corporal decía más que sus palabras—. Sólo he recibido un mensaje codificado en el que se me ordenaba que congele la operación hasta su llegada. Todo dependerá de la Shura.
—Pero tú le conoces, como conocías a Haq. Estoy segura de que os habéis visto en los últimos meses y, por lo que yo sé del propio Moussavi, sin duda te hablaría de la maldita mujer que consiguió el apoyo de Saiel Jawad y de la Shura para su plan, un plan que no era de su agrado —insistió Arwa, buscando la ahora huidiza mirada de Shabir como una implacable interrogadora—. ¿No te mencionó nunca sus propios planes, qué haría él de estar en la piel de Jawad, un hombre «débil» que escuchaba a las mujeres? Dudo que alguien tan resentido como él no lo hiciera. Dices ser sólo un soldado, pero a un soldado no se le confiaría el arma más poderosa que la yihad ha tenido jamás en sus manos, ni Moussavi se hubiera atrevido a pedirte que congeles la operación si no te conociera bien...
—Lo que yo sepa no importa —declaró Shabir al fin, levantándose de la silla de mimbre—. Todo depende de la Shura —repitió.
—Pero eso puede llevar semanas —intervino Adjar.
—Una semana. Diez días a lo sumo. Es lo que prometió.
—Una eternidad cuando de lo que se trata es de mantener oculta una bomba atómica —gruñó Adjar, que se mostró cada vez más hostil hacia la nueva situación— ¿Y qué ocurre con el americano? Él tiene sus propias instrucciones...
—El americano tampoco importa. Moussavi dice disponer de gente capaz de desmontar la bomba y volver a montarla a su conveniencia...
Shabir calló súbitamente, comprendiendo que acababa de ceder a la burda presión.
Tras unos segundos de duda, pareció decidir que, sin embargo, tampoco eso importaba. Unos segundos que también bastaron a Arwa para sacar sus propias conclusiones. Sus ojos negros parecieron doblarse de tamaño mientras seguían fijamente a Shabir, aunque ya no veían al hombre, velados por la potencia de la revelación que acababa de atravesar su mente como un relámpago.
—Lo que Moussavi quiere... —murmuró, volviéndose a Adjar con una expresión más atónita que horrorizada—. Dios mío, lo que pretende es detonar la bomba en América.
—¿Qué? —balbució el egipcio, que ya se encontraba en pie, avanzando un paso hacia ella pero mirando a Shabir.
—Ése es su plan. Ningún otro se equipararía o superaría el actual —siguió diciendo Arwa, como si hablara en realidad para sí.
—No, no puedo creer eso. Sería una... No es cierto, ¿verdad? —inquirió, volviéndose hacia Shabir; alargó una mano, como si quisiera agarrar al hombre para sacudirlo.
Pero su expresión volvió a adelantarse a sus palabras y, como antes, pareció tomarse unos segundos para decidir si aquellas personas merecían algo más que vagas excusas. Y llegó a la misma conclusión.
—Ibrahim Moussavi sueña desde hace años con golpear a América de un modo que haga palidecer los ataques contra el World Trade Center y el Pentágono —admitió, volviendo a ocupar la silla—. Odia a los americanos incluso más que a los judíos, y afirma que la muerte de uno solo de ellos equivale a la de diez occidentales de otra nacionalidad, incluida la israelí. De ahí la aplicación que mostró en Irak, cuando se trataba de matar americanos, soldados o civiles contratados. En realidad, no está carente de cierta ambición personal por convertirse en el hombre que llegó adonde el emir general no pudo y convertirse en la nueva bestia negra de Occidente...
Adjar y Arwa intercambiaron una mirada, como si lo que estaban oyendo hubiera actuado como un golpe de hacha sobre alguna conexión eléctrica de sus cerebros.
—Pero eso se aparta completamente del proyecto inicial, de sus objetivos —masculló Adjar sin dejar de mirar a la mujer.
—Pero matará a decenas de miles de americanos y destruirá una de sus ciudades —apuntó Shabir, que se encogió levemente de hombros.
—¿Y en qué ayudará eso a la yihad? —exclamó el egipcio, recuperando el nervio mientras se volvía bruscamente hacia él—. Sólo hará más fuertes a los americanos, como ocurrió tras el 11-S, y a nosotros nos arrinconará aún más. La idea no sólo nos priva de una gran oportunidad, sino que, paradójicamente, acelerará nuestra derrota.
—Además de resultar impracticable —intervino Arwa, en un tono extrañamente más relajado, como si toda la ira y la frustración de hacía un minuto se hubiera evaporado ahora que sabía a qué se enfrentaba; como si comprendiera la necesidad de atacar la amenaza con fría, casi quirúrgica, precisión—. Nunca conseguirá introducir la bomba en Estados Unidos. No tal como están las cosas.
—Quizá no os sirva de consuelo, pero estoy de acuerdo con vosotros, y creo que también lo estará la Shura —dijo Shabir, atrayéndose entonces una cautelosa mirada de Arwa—. Pero habrá que esperar. Una semana, diez días. No creo, sinceramente, que sea demasiado, después de lo que ya hemos esperado.
—Pero... —empezó a protestar de nuevo Adjar; no obstante, una señal de Arwa le frenó.
—¿Y el americano? —preguntó ella por contra, decidiendo aparcar las quejas.
—No necesita saber nada, excepto que he recibido la orden de esperar.
—¿Y si no se muestra cooperativo? La idea de sentarse a esperar sobre una bomba atómica a un par de kilómetros de la sede del Mossad le gustará aún menos que a nosotros.
—Pues tendrá que aguantarse... o proporcionarnos las claves para detonar la bomba y marcharse —sentenció Shabir.
Sin embargo, no era justamente eso en lo que pensaba Arwa. El americano sí tendría otras opciones y, en ese mismo instante, ella decidió que le ayudaría a llevarlas a cabo.
—¿Y si la Shura aceptara la propuesta de Moussavi? —siguió preguntando, protegiendo su súbita determinación tras una máscara de agotada resignación.
—En ese caso, estaremos ante una operación diferente y a cargo del propio Moussavi —respondió Shabir como si la idea, en cierto modo, no dejara de suponer un alivio—. Por supuesto, mi misión debería concluir con la eliminación del americano.
—Claro —admitió Arwa, intercambiando otra mirada con Adjar, que parecía contemplar su nueva actitud como el preludio de otro posible desastre.
Un ligero golpe en la puerta hizo volverse a los tres; entonces, vieron aparecer al «encargado» de la tienda. El hombre dirigió una seña apenas perceptible a Shabir, que se incorporó y dejó la habitación sin decir nada.
—¿A qué viene esa repentina actitud de pastorcilla sumisa? —gruñó al momento Adjar, casi saltando sobre ella.
—Creí que te gustaría el cambio...
—¿Qué tramas? Estás...
Arwa puso dos dedos sobre los labios que Adjar y le hizo callar. Luego se inclinó sobre su oído izquierdo. A pesar de las circunstancias, su cálido aliento aceleró instantáneamente el corazón del egipcio.
—No voy a permitir que ese asno de Moussavi lo arruine todo —susurró—. Por mucho que la Shura acabe desestimando su propuesta, la demora supone un enorme riesgo. ¿Estás conmigo?
—No, si lo que tienes planeado es la locura que creo —murmuró a su vez Adjar con un deje de pánico en la voz.
Ella respondió desplazando sus labios unos centímetros para besar su mejilla, apenas un roce que él sintió como una llamarada.
—Todo saldrá bien, mi valiente yihadista —dijo ella, que se apartó en el momento que la puerta volvía a abrirse.
—El americano acaba de llegar —anunció Shabir.
Cross se encontraba apostado a una veintena de metros del edificio de apartamentos que llevaba diez minutos vigilando, consultando su reloj cada treinta segundos y reprimiendo aún más a menudo sus impulsos por dirigirse a la casa y llamar al timbre.
Eran las siete de la mañana, y decidió concederse cinco minutos más cuando le asaltó un turbador pensamiento. ¿Y si Drummond ya conocía la noticia y había salido de casa? Después de todo, el hombre...
Cross ya avanzaba inconscientemente hacia el edificio, cuando reconoció la figura de Evan Drummond surgiendo del portal, cargado con un maletín y moviéndose deprisa, como guiado por alguna ansiedad. Aunque hacía dos años que no lo veía, el hombre parecía salido de su último recuerdo; un cuarentón en buena forma que sabía vestir elegantemente dentro de un traje de confección. Conocía a Drummond de sus tiempos en la CIA, cuando él trabajaba para un senador que presidía el Comité de Inteligencia ante el que Cross había comparecido un par de veces. Y nunca habría reparado en un chupatintas como él, de no haber demostrado que sus conocimientos relativos al área de acción de Cross (Oriente Medio) no se limitaba a lo que leía en la prensa, sino que disponía de su propio y documentado criterio, aunque no coincidiera necesariamente con el suyo. Todo un hallazgo en un círculo donde cualquier merluzo se creía capaz de arreglar mundo por leer a LeCarré y a Clancy.
Aunque no podía decirse que hubiera establecido una relación de amistad con Drummond, sí habían congeniado lo suficiente para invitarse mutuamente a unas cervezas. Luego, Cross dejó la CIA y Drummond prosperó en su carrera a la sombra del senador, que prosperó a su vez. Ahora, aquel hombre era el secretario de Seguridad Interior, el salvavidas al que Cross pensaba agarrarse.
Aguardó a que Drummond se alejara unos metros del edificio, en dirección a la estación de metro de Bethesda, la forma más rápida y cómoda para llegar al centro, dio un pequeño rodeo y se le aproximó de frente para evitarle un sobresalto.
—Evan Drummond —dijo desde metro y medio de distancia.
El hombre ya había reparado en su presencia, aunque sin reconocerle de inmediato, y le enfocó con gesto desconfiado, como si se enfrentara a otro chiflado de ciudad.
—¿Cross? —masculló de pronto, sin abandonar su cautela, más confuso que sorprendido por la aparición. Una confusión que, según creyó percibir Cross, se sumaba a una mayor—. ¿Qué diablos...?
—¿Sabes lo de Tyrell? —preguntó Cross, que consideró que ir directo al grano era la mejor táctica.
—Sí... acabo de enterarme por la radio —gruñó Drummond, que se mordisqueó los labios—. Dios... Oí que trabajabas para él...
—Extraoficialmente. Formaba parte de un grupo de... estudio.
—¿Y qué ha ocurrido?
—Eso es lo que he venido a explicarte.
—¿A mí?
El amable rostro de Drummond volvió a contraerse en una arruga general.
—Tienes que llevarme hasta Nunn.
—¿Qué?
—Es el encargado de la seguridad de este país, ¿no? Pues tengo trabajo para él.
—¿Por la muerte de Tyrell? ¿Qué sabes de eso? No puedo llevarte por las buenas a ver a Nunn. ¿De qué va esto?
—Va de una bomba nuclear que puede estallar en Tel Aviv durante el día de hoy.