Prólogo

El día de su vigesimoséptimo cumpleaños había sido el elegido para la misión. Era una magnífica premonición que Hashim Sadang había acogido con infinita alegría, pues ansiaba reunirse con Hour Al-Ayn, una ninfa de belleza y serenidad inimaginables. Ella curaría sus heridas, le lavaría la sangre y le acompañaría hasta el Cielo. Tendría la muerte del martirio más sublime, y el Paraíso, ciertamente, sería su recompensa.

Hashim era natural de Mindanao, la segunda isla más grande del archipiélago de las Filipinas, y escenario de una guerra que ya duraba décadas entre el Gobierno cristiano de Manila y las guerrillas del Frente Moro de Liberación Islámico y el grupo Abu Sayyaf, que luchaban por el establecimiento de un Estado islámico en Mindanao.

Ahora, su lucha se había extendido más allá de las húmedas selvas de Asia Insular. De hecho, a todo el mundo, y con un objetivo más ambicioso, lo que satisfacía enormemente a Hashim, que, como miembro de Abu Sayyaf, ya no se veía como un insignificante soldado de una guerra ignorada, sino como una pieza del gran puzle que estaba cambiando la fisonomía del planeta.

Por supuesto, tan digno del Paraíso era un hermano que mataba a un solo judío en Palestina como los que habían enmudecido al mundo estrellando aviones contra el podrido corazón del Gran Satán. Pero Hashim debía reconocer su pecado de soberbia al desear dar muerte al mayor número posible de enemigos; y si eran americanos, mucho mejor, pues ellos eran los nuevos cruzados que, en connivencia con los judíos, bombardeaban y masacraban a los musulmanes y les robaban sus riquezas.

Y ese día, él iba a hacerlo y a convertirse en shaid, en mártir. Inch'Allah. «Si Dios quiere.»

Hashim se detuvo ante el último semáforo de East Flamingo Road, aflojó las manos sobre el volante de la limusina Lincoln modelo 1996 y se retocó la gorra de chófer con dedos ligeramente temblorosos, y la acabó depositando sobre el ejemplar del Corán que descansaba en el asiento contiguo, lo que hizo que al instante se sintiera reconfortado y reafirmado por la llamada de la yihad.

«Haz la guerra a los que no creen en Dios ni en el día del juicio Final, que no respetan lo que Dios y su apóstol han prohibido, y a aquellos hombres de las Escrituras que no profesan la verdadera religión.»

Hashim volvió a agarrar el volante, rozando con un dedo el detonador bien sujeto a él con cinta adhesiva. Luego levantó la vista al retrovisor, aunque la parte trasera de la limusina estaba prácticamente a oscuras, ya que las ventanillas tintadas apenas permitían el paso de la intensa iluminación exterior. Aun así, distinguió claramente el brillo metálico del contenedor anclado al piso del vehículo con abrazaderas; los lujosos asientos de cuero y el mobiliario de madera habían sido arrancados junto a la nevera, el bar y el televisor esa misma tarde, en el garaje al que uno de los hermanos había llevado el coche tras alquilarlo en una agencia. La casa también había sido alquilada por el mismo hermano, un bosnio musulmán de cabellos rubios y rasgos eslavos que nunca hubiera sido confundido con un seguidor del Profeta por los brutos e ignorantes americanos, que sólo identificaban islamismo con turbantes, pieles de color aceitunado y barbas. Ahora, aquella limusina transportaba un fuego purificador en lugar de rameras y alcohol. Estaba dotada de un compuesto a base de nitrato de amonio y fueloil que ellos mismos habían preparado en el garaje de la casa con elementos que se podían comprar libremente. Se trataba del mismo preparado que aquel infiel americano había utilizado para demoler un edificio federal en la ciudad de Oklahoma y matar a 168 de sus propios compatriotas. El lunático de McVeigh había empleado 2.300 kilos de aquel material para arrancar de cuajo la fachada de un edificio de nueve plantas. Él transportaba media tonelada en la limusina.

Hashim arrancó el coche y se obligó a concentrarse doblemente en la conducción al girar para entrar en la calle de seis kilómetros de longitud que atravesaba la ciudad. Aunque no era la primera vez que la recorría, la corrupción que emanaba del lugar más impío de la Tierra no dejaba de impresionarle. Las Vegas Boulevard era un río de neón por el que chapoteaban, a miles, jugadores, prostitutas, fornicadores y borrachos como peces atrapados en una red de arrastre, entregados a sus vicios y depravadas profesiones como si no existiera un mañana, como si no fueran a ser juzgados, ajenos al sufrimiento de los verdaderos creyentes.

Bien, él había sido bendecido con la misión de hacerlos partícipes del horror que su Gobierno infligía al pueblo musulmán día tras día, desde hacía décadas.

Hashim ya había hecho el recorrido varias veces para familiarizarse con el trayecto y el tráfico, pero, aun así, extremó la prudencia para evitar un estúpido y fatal accidente a sólo unos metros de su objetivo, e ignoró los grandes casinos-hotel que flanqueaban el bulevar, gigantescos templos dedicados a los más impúdicos lujos y perversiones. Sólo al llegar ante el cruce de Tropicana Avenue, distrajo la mirada más allá del Excalibur, una ridícula recreación de la Inglaterra medieval, y distinguió su blanco: la pirámide de treinta plantas de altura del hotel Luxor. Incluso Hashim sabía que no había pirámides en Luxor, pero la fidelidad a la historia, o a cualquier otra cosa, poco les importaba a los brutos ignorantes.

El casino-hotel, que conocía a través de grabaciones de vídeo y de una visita que había realizado, era una monumental y suntuosa reproducción de la arquitectura del antiguo Egipto y del fastuoso mundo de los faraones. Una copia del obelisco de Cleopatra y una esfinge de treinta metros adornaban los exteriores, junto a las dos torres que albergaban las mil habitaciones extra que elevaban a 4.400 el número de estancias y suites de lujo que acogía la pirámide misma, y a las que se accedía por medio de cuatro espectaculares ascensores, que subían por las paredes inclinadas hasta 110 metros de altura y con un ángulo de inclinación de 39 grados.

La entrada delantera estaba guardada por la gigantesca esfinge, a través de la cual se accedía a un mundo de falsas columnas, jeroglíficos, estatuas y sarcófagos que identificaban espacios dedicados a Isis, a Nefertiti y a Ra, y formaban restaurantes, cafés, salas de espectáculos, centros de deporte, tiendas, bares y, por supuesto, el casino. Allí, el vicio extremo se daba la mano con el paganismo que representaban los ídolos y templos de aquella demoniaca época que los verdaderos creyentes demolerían con placer en el auténtico Egipto cuando conquistaran el poder. Inch'Allah.

Ése era el motivo de que se hubiera elegido el Luxor. No sólo seguirían golpeando el corazón del Gran Satán, no sólo castigarían a sus pecadores; también enviarían el mensaje de que no toleraban aquellas divinidades moldeadas por el hombre y que el Corán prohibía expresamente.

Kafirs. Infieles.

Hashim se concentró en la maniobra para abandonar la carretera principal y dirigirse hacia los accesos del hotel. Nadie encontró amenazante la presencia de una lujosa limusina que debía estar ocupada por hombres ricos y sus rameras, e incluso los guardias de seguridad tardaron varios segundos en intuir cualquier peligro en la súbita maniobra de la limusina, que se apartó de las vías de acceso en dirección al vértice este de la pirámide, entre la esfinge y la torre de ese lado, como si pretendiera...

Hashim no oyó los gritos que finalmente brotaron; con un pie ya en el Paraíso, su mano derecha se cerró en torno al detonador.

Allah Akbar! —exclamó un segundo antes de presionar el botón y volatilizarse.

El horror y la muerte en masa convertidos en rutina. La banalidad del mal elevada a su máxima expresión. La capacidad de adaptación humana era, sin duda, una de las fuerzas más poderosas de la Tierra, la única que, en realidad, explicaba cómo aquel frágil simio convertido en bípedo pudo prosperar en un mundo que no estaba en absoluto diseñado para él, hasta el punto de dominarlo, de situarse en una posición donde nada, excepto esa propia y arrolladora fuerza, transformada en auto-destructiva, pudiera amenazar su supremacía.

Ese pensamiento, y la amputación que llevaba aparejada aquel nuevo salto evolutivo, era lo que ocupaba una parte de la mente del presidente Wade Sutton, mientras la otra absorbía las imágenes de la televisión, aquella máquina infernal donde parecía cocinarse cualquier terror imaginable. El fuego devoraba la pirámide mutilada por la deflagración que había arrancado su pared este y dejaba a la vista raíles y cables de los ascensores de aquel lado como si fueran las entrañas de un cuerpo destripado por un depredador. La onda de choque había arrasado la esfinge, el obelisco y todo rastro de la ornamentación exterior; había barrido la zona con millones de fragmentos de cristal que habían actuado como lluvia de metralla. Los bomberos parecían contentarse con evitar que el fuego se extendiera a otras instalaciones, lo que incluía los hoteles Mandalay Bay y Excalibur. La danza de caos y destrucción desplegando de nuevo su particular e hipnótica coreografía.

—El hotel ha podido ser evacuado por las entradas norte y sur. Era temprano para que la mayoría de las habitaciones estuvieran ocupadas y los huéspedes se encontraban repartidos entre los centros de ocio del hotel. Pero todo el vértice este se ha desplomado sobre una parte del casino, una sala de fiestas, un centro de negocios, un café y la zona de recepción. Las víctimas se contarán por centenares..., con suerte.

—¡Por Dios, se trata de Las Vegas! ¿Qué pasa por sus enfermas mentes?

—El objetivo es el mensaje. Y la elección del Luxor tampoco es casual. El Corán prohíbe moldear ídolos y divinidades, por tanto, consideran las pirámides y la arquitectura que las acompaña una blasfemia. Desde su punto de vista, Las Vegas ejemplifica lo más corrupto y decadente de nuestra sociedad...

—Para esos lunáticos cualquier cosa ejemplifica lo más corrupto y decadente de nuestra sociedad. Desde una estafeta de correos a una galería comercial. Y no podemos blindar cada centímetro cuadrado del país...

Y, sin embargo, era lo que habían intentado, pensó el presidente, lo que multiplicaba la frustración que alimentaba aquella mutación emocional que apuntaba hacia la quiebra moral de la nación. Si la feroz guerra sin cuartel contra el terror o si las medidas extremas en todos los frentes no conseguían cercenar los tentáculos que, como látigos de siete colas, azotaban Estados Unidos, ¿cuál era la alternativa, salvo una especie de evolución hacia el fatalismo, una que integrara caos y muerte en el paisaje cotidiano?

Hundido en su sillón anatómico, Sutton era plenamente consciente de su fracaso, de capitanear una sociedad exhausta a la que había exigido numerosos sacrificios, sin ofrecer a cambio más que una vaga promesa sobre una luz al final de un túnel, una luz que nadie distinguía en realidad... Lo impensable había sucedido y Norteamérica se habituaba a convivir con los asesinos invisibles enquistados en sus ciudades, con los soldados y blindados que patrullaban sus calles y custodiaban sus edificios, con las masacres que sembraban los coches bomba y los suicidas que se inmolaban en un autobús, un restaurante o un cine. Imágenes que evocaban escenarios más propios de Irak, Israel o Beirut. Mundos que siempre habían sido contemplados como una fotografía de las tormentas de Marte, como si lo que veían por televisión procediera de un lejano planeta poblado por bárbaros dementes; un lugar que ahora se había convertido en su hogar.

Había creído que librar la guerra antiterrorista fuera del país era el mejor remedio para alejarla de sus propias calles, y la táctica había funcionado en cierta forma durante años, hasta que, de pronto, como la cepa de un virus conservada en estado letárgico, la locura estalló en la retaguardia, borrando de un plumazo años de planificación política y militar y toda ilusión de victoria. Los demonios habían abandonado sus escondrijos en montañas, desiertos y selvas lejanos, para enroscarse en sus ciudades y liberar la letal cepa. Decían actuar en nombre de Dios y contra la apostasía, pero Sutton, hombre de profundas convicciones religiosas, los veía como a los hijos de Azazel, el demonio que, según el libro extrabíblico de Enoch, fue uno de los líderes de los ángeles caídos que tomaron esposas humanas y enseñaron a los hombres a fabricar armas. Los hijos de los demonios fueron gigantes que se volvieron contra la humanidad, destruyendo sus bienes y devorando su carne. Aunque Dios envió cuatro arcángeles para matar a los gigantes, sus fantasmas permanecieron para afligir, oprimir, destruir, batallar y obrar la destrucción sobre la Tierra; Azazel, por su parte, fue vencido y arrojado por una grieta del desierto a las tinieblas, a la espera del Juicio Final...

Un día que parecía haber llegado. Azazel había escapado y, junto con sus hijos, corría desbocado por la Tierra... Y quizá, que Dios le perdonara, era el momento de admitir sus limitaciones para enfrentarse directamente al Mal.

—Señor, debe hacer una declaración.

Aquellas palabras hicieron parpadear a Sutton, y tiraron de él desde aquel infierno imaginado hacia el real. Aquellas comparecencias se habían convertido en otra terrible rutina. No importaba que las palabras fueran sinceras y el gesto revelara el mismo pesar y determinación de los primeros tiempos. La reiteración anulaba la fuerza del mensaje, macerándolo hasta hacerlo parecer un anuncio publicitario que se oía sin escuchar... Esta vez, sin embargo, el estruendo habría sobresaltado incluso a los que ya se creían inmunes a las matanzas y los recuentos. El número de víctimas, que ya rondaba el millar, acababa de verse probablemente doblado en un solo y demoledor golpe.

El presidente dirigió una vacua mirada al nuevo secretario de Seguridad Interior, un cargo nacido directamente de los escombros del 11-S, una herencia que parecía escrita en su sombría expresión, donde la angustia había sustituido al vigor y la desesperación latía bajo cada gesto; una herencia que ya había devorado a sus predecesores. Como el otro hombre presente, su consejero de Seguridad Nacional había acudido de inmediato a la Casa Blanca al conocer lo sucedido para recabar los detalles desde allí.

—Prepárame el terreno, ¿quieres, Raymond?

El secretario de Seguridad intercambió una mirada con el segundo hombre, que se movió también en dirección a la salida, conscientes ambos de que el presidente había caído en uno de aquellos estados depresivos que tanto contrastaban con la ira de los primeros tiempos.

—¿Puede quedarse un momento, Nick? —pidió Sutton por sorpresa.

La mirada del secretario de Seguridad emitió un destello de solidaridad, más cortés que sincero, al pasar junto a Nicholas Tyrell. Al parecer, el presidente no estaba tan abatido como para tragarse la rabia y la frustración. Bueno, lo único que podía decir era que le aliviaba que Sutton hubiera escogido a aquel pedante como «blanco», pensó escabulléndose en silencio del Despacho Oval.

Tyrell tenía sólo cuarenta y dos años, pero aparentaba aún menos. Su rostro de suaves facciones, sin sombra de barba a pesar de lo avanzado de la hora, junto a sus grandes ojos azules y el pelo rubio, que llevaba un par de centímetros más largo de lo que parecía apropiado, le concedía un aire de becario que se había equivocado de despacho cuando se encontraba rodeado de individuos con gran experiencia en la Administración o con una gran reluciente hilera de condecoraciones en el pecho. Pero aquellos que habían cometido el error de tomarlo a broma, al principio, fueron los primeros en ser arrollados por una mente que giraba al doble de revoluciones que la mayoría. A Nicholas Tyrell se le podía respetar o detestar, pero no subestimar o ignorar.

Ahora se acercó despacio a la mesa. Sutton volvía a mirar la pantalla con aquella expresión ausente que no hacía presagiar ninguna tormenta.

—Nada va a detenerlos, ¿verdad? —dijo de pronto, casi en un murmullo retórico—. En realidad, sólo podemos esperar que las cosas empeoren...

Tyrell guardó silencio, esperando que el vaivén emocional del presidente se decantara en una u otra dirección. De repente, Sutton se levantó y rodeó la mesa.

—Acompáñeme —pidió sin detenerse.

Tyrell sintió secarse su garganta cuando le vio abrir una de las puertas del Despacho Oval, la que daba a su oficina privada, un lugar al que muy pocos accedían, un sanctasanctórum donde las charlas resultaban más informales y las ataduras del aledaño centro de mando daban paso a comportamientos e ideas menos ortodoxas. A pesar de su relativa bisoñez en el cargo, Tyrell ya había estado allí en una ocasión a solas con el presidente. Había sido tres meses atrás, para tratar sobre algo que, en efecto, sólo podía ser susurrado en un ambiente hermético. La súbita certeza de que el tema que considerar iba a ser el mismo generó una llamarada en la caja torácica de Tyrell, que inspiró hondo al entrar en la oficina y cerrar a su espalda. Sutton ya había encendido una lámpara y se servía un trago de burbon.

—¿Le apetece algo? Nos vendrá bien...

—No, señor, gracias...

El presidente bebió la mitad del licor, sopló cuando llegó a su estómago y, por fin, miró directamente a Tyrell a los ojos. No hubo más rodeos.

—He estado pensando mucho en el informe que me dio a leer hace unos meses, Nick —dijo, y volvió a beber, como si aquel mero reconocimiento ya supusiera un tremendo esfuerzo—. ¿Cómo lo tituló? —preguntó después.

—«Tabla Rasa» —respondió, aunque sabía perfectamente que el presidente no lo había olvidado. Ahora lamentaba no haber pedido aquel trago—. Sólo se trataba de un ejercicio hipotético, una loca fantasía que nunca debí poner por escrito, y, mucho menos, mostrársela a usted. No tenía más excusa que la impaciencia por resultar útil y mi inexperiencia.

—Tabla Rasa —repitió Sutton como si no hubiera oído el resto. Apuró el vaso y lo dejó sobre una mesita—. Un nombre de lo más apropiado, sin duda —añadió, mordisqueándose el labio inferior. No era fácil discernir si se trataba de un gesto reflexivo o si sólo recogía un rastro de burbon—. Nick, quiero volver a escuchar las líneas maestras de aquel plan suyo.

Tyrell sonrió nerviosamente y se apoyó en el respaldo de un sillón. La habitación pareció inclinarse cuarenta y cinco grados de golpe.

—Señor presidente, con el debido respeto —balbució—, acaba de decir que ha estado pensando en él, a pesar de asegurarme que intentaría olvidarlo como un favor personal hacia mi persona. «Es lo más disparatado y demencial que he visto en mi vida», fue lo más suave que dijo.

—Si lo hice, es evidente que exageraba o que me falló el vocabulario. Nick, todas las noches me acuesto sobre un colchón relleno con las serpientes del disparate y de la demencia. Serpientes reales, no productos de un ejercicio hipotético ni de una loca fantasía.

—Señor, ¿estamos hablando de... reconsiderar su postura acerca de «Tabla Rasa»? —inquirió Tyrell, que lamentó al momento la forma que había adoptado su pregunta.

A un presidente nunca se le debía forzar a definirse tan claramente. Una lección que únicamente lo insólito y hasta arriesgado del momento le había hecho olvidar.

Sutton no se lo tomó en consideración y se limitó a dejarse caer en un sillón.

—Estamos hablando de luchar contra el disparate y la demencia, de acabar con las jodidas serpientes. Comiéndonoslas, si es preciso.

Tyrell se agarró al respaldo con las dos manos. A pesar de la envoltura críptica, y para los cánones habituales, las palabras del presidente sonaron en sus oídos tan claras y desprovistas de eufemismos como el tañido de una campana.

—Usted es mi consejero de Seguridad Nacional, Nick —siguió hablando Sutton en tono sombrío—. Y le pido «consejo» sobre su propia criatura. ¿Sigue creyendo en ella o la repudia ahora?

«¿Repudiarla?», pensó Tyrell, que ahogó otra sonrisa nerviosa. Aquel informe, que era tan peligroso como una mina antipersonal enterrada en un circuito de jogging, era al mismo tiempo una obra de arte tan extraordinaria que aún seguía en su caja fuerte, aunque debería haberla reducido a cenizas... ¿Repudiarla? Tyrell sabía que las urgencias políticas eran las que marcaban la percepción sobre la naturaleza de una medida. Y un horrendo ser con dos cabezas y seis brazos podía ser lo más hermoso del mundo si se alimentaba de las serpientes enroscadas a tus tobillos.