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Eritrea, Cuerno de África

Habib Haq había tardado casi un día en recorrer los seiscientos kilómetros que separaban Jartum de Ahordat, una ciudad del interior de Eritrea, situada a unos setenta y cinco de su destino, Keren. Aunque existía una carretera que discurría por el este de Sudán, se adentraba en Eritrea y bajaba hacia Etiopía, no se trataba de ninguna autopista y el vehículo en que viajaba era un destartalado camión con la parte trasera ocupada por una docena de cabras. Por supuesto, hubiera podido conseguir un todoterreno que le llevara a su destino en menos tiempo, pero todo aquel inmundo camuflaje era necesario para moverse por una región que era objeto de gran atención para el omnisciente ojo del Gran Satán americano.

De hecho, el conductor del camión haría incluso un buen negocio con las odiosas cabras, aunque no fuese ése su oficio; y, desde luego, tampoco sabía quién era el hombre que le habían ordenado llevar a Keren. Apenas habían cruzado media docena de palabras durante el viaje y sólo habían parado para reponer gasolina de los bidones de reserva que transportaban y para hacer sus necesidades. Se habían saltado incluso sus oraciones, pero Alá sabría perdonarlos, pues estaban en una misión a su servicio. El paso por la frontera entre Sudán y Eritrea no supuso ningún problema para su perfecta documentación falsa, que incluía hasta un permiso para el transporte de los animales.

Cuántos recursos y energías malgastados. Porque si de algo estaba seguro Haq era de que, dadas las circunstancias, Saiel Jawad, el jefe de planificación de Al Qaeda, no cargaría en solitario con la responsabilidad de seguir adelante con la operación Amira. Por mucho que le molestara, Haq debía admitir que la maldita mujer tenía razón en eso. Era más que improbable que Jawad decidiera sin convocar a la Shura, o a parte de ella, algo complicado y peligroso; y que, en esencia, supondría un aplazamiento indefinido de la misión y, por extensión, una posible pérdida de aquella gran oportunidad. La idea de que tal cosa pudiera ocurrir por culpa suya mortificaba a Haq tanto como las acusaciones de cobardía lanzadas por la mujer. En su fuero interno, se preguntaba si habría actuado de otra forma de no estar resentido con la propia Shura por haberle impuesto su compañía.

No, claro que no, se apresuró a responderse. La yihad era lo primero, era lo «único». Y si la causa debía servirse circunstancialmente de una mujer, sin duda era por designio de Alá, cuya infinita sabiduría no podía ser abarcada por él. Y si también era su voluntad que la oportunidad pasara de largo, que así fuera.

A pesar de sus precauciones, el camión en que viajaba Haq no pasó desapercibido para el poco agraciado artefacto con aspecto de engendro prehistórico que sobrevolaba el cielo de Eritrea a 3.500 metros de altitud. Con una longitud de ocho metros y una envergadura de quince (por lo que sus alas lo hacían más ancho que largo), con sus extraños timones de cola apuntando hacia abajo en contra de lo que parecía lógico, el ingenio grisáceo parecía más la creación de un extravagante inventor que lo que era: una sofisticada nave de vigilancia no tripulada.

No obstante, a los diseñadores del Predator RQ-1 no les importaba tanto su apariencia como sus extraordinarias prestaciones. Sus cámaras de vídeo electroópticas e infrarrojas abarcaban enormes distancias, dependiendo de la altura a que volara, que podía llegar a los 7.600 metros. Su motor de cuatro cilindros propulsaba una hélice que le permitía alcanzar una velocidad de crucero de 130 kilómetros por hora. Eso lo convertía en un pájaro lento y en un objetivo relativamente sencillo para cualquier batería antiaérea que lo detectara, lo que no era tan fácil. Sus dimensiones y la pintura antirradar que lo cubría, propia de la tecnología que usaban los aviones «invisibles», lo hacían casi indetectable.

La última mejora había convertido al vigilante también en cazador. Dos misiles aire-tierra Hellfire, diseñados para destruir carros de combate, colgaban de sus alas y, caso de ser disparados, serían guiados hacia su objetivo por el láser infrarrojo del Predator.

Los movimientos de aquel magnífico «juguete» de control remoto eran dirigidos vía satélite desde una estación situada en Camp Lemonien, una base americana situada en el aeropuerto Amboudi, en la ciudad de Yibuti, capital de un minúsculo país del mismo nombre situado en el cuerno de África. Los hombres que atendían las consolas eran de la CIA, y su misión consistía en rastrear aquella zona del mundo, convertida en un nuevo y próspero semillero de islamistas adeptos a la «filosofía» de Al Qaeda.

El camión de Haq fue detectado por primera vez cuando se encontraba a cien kilómetros de Hassala, la última ciudad importante de Sudán fronteriza con Eritrea. En primera instancia, no despertó mucho interés, más allá de provocar cierta compasión por los animales que viajaban en la parte trasera, abierta al terrible sol de la mañana. Pero cuando el vehículo no se detuvo en Hassala y pasó a Eritrea, un interés todavía difuso pellizcó a los hombres de la CIA, cuya compasión por los animales se convirtió en extrañeza.

En aquella parte del mundo, un rebaño de cabras era un bien más preciado que una hija, de modo que el trato dispensado a los animales resultaba un tanto... ilógico. Era como si los animales estuvieran allí para ser vistos. La vaga sospecha bastó a los controladores del Predator para prestar más atención al camión.

Cuando los hombres que viajaban en él se apearon para hacer sus necesidades, unas cámaras capaces de leer una señal de tráfico desde una distancia de cinco kilómetros, obtuvieron unas fotografías lo bastante aceptables para cotejarlas con la información sobre terroristas conocidos que guardaban los bancos de datos de la CIA. El resultado fue negativo, pero eso no significaba mucho. No disponían de fotos de todos aquellos bastardos; incluso algunos jefes de Al Qaeda seguían siendo un nombre sin rostro.

El hecho de que el camión, que sin duda procedía de jartum, siguiera adentrándose en Eritrea, mantenía la luz ámbar encendida. ¿Por qué aquel viaje tan largo para un simple negocio de compra-venta de cabras? Jartum era un lugar que ofrecía muchas más posibilidades que cualquier ciudad eritrea, un país pobre entre los más pobres. Cuando alguien mencionó que el destino podía ser Keren, el interés de la estación se duplicó. Keren era la única ciudad de mayoría musulmana en un país donde predominaban los cristianos coptos. No obstante, seguían sin tener nada. Podían pasar sin el rostro, pero necesitaban algún indicio sólido para que la misión de vigilancia, casi rutinaria, cambiara al modo «cazador». Pero, a falta de otro objetivo que seguir, y con mucha autonomía de vuelo por delante, el Predator siguió al camión desde las alturas.

Tel Aviv

—¿Tyrell, en Moscú? —masculló Rehavam Ezra, leyendo el comunicado clasificado.

—Acaban de subirlo del primer piso —dijo Yosi Liberman, jefe de la Sección Americana—. Según el horario establecido por el bodel, Tyrell debe encontrarse ahora a medio camino de Londres.

—Ya he dado orden para que nuestra gente allí confirme la presencia de Tyrell en la zona de tránsito de Heathrow y que aborda el vuelo apuntado por el sciyan —informó Sharansky, jefe de Planificación y Estrategia.

—El sayan no identifica a la persona que le acompaña —continuó Liberman—, pero, por su descripción, es muy probable que se trate de Hunter.

—Bien, señores —suspiró Ezra, dejando el papel sobre la mesa—, confieso que Tyrell me tiene completamente desconcertado. ¿Por qué demonios viaja ahora a Moscú?

—La forma en que lo hace y la compañía ya nos proporciona algunas pistas. Si se tratara de un asunto «oficial», no utilizaría vuelos comerciales y, desde luego, no le acompañaría Hunter.

—Luego... —apuntó Ezra, que dejó en suspenso la conclusión que rondaba por la mente de todos.

—Sólo puede estar relacionado con Tabla Rasa —dijo Sharansky, que puso voz al pensamiento colectivo.

—Me resulta difícil creer que los rusos se embarquen en nada que atente contra nuestros intereses —gruñó Ezra, que comenzó a moverse con aire sombrío por el despacho.

Históricamente, Rusia siempre había mostrado un rostro antisemita, y durante la Guerra Fría había apoyado de forma abierta a los enemigos de Israel, pero el nuevo orden internacional había cambiado aquello. Las relaciones con el Kremlin eran ahora amistosas y sus servicios secretos intercambiaban información con regularidad. No se trataba de que ahora les cayeran simpáticos; simplemente, el pragmatismo se imponía.

—Ya no se trataría de colaborar con sus antiguos amigos sirios y egipcios —acotó Liberman—. Ahora es el maldito presidente de Estados Unidos quien les pide ayuda y, sin duda, valorarán más su amistad que la nuestra.

Ezra apretó los labios con fuerza. Aquello era de locos. Estados Unidos y Rusia estableciendo una alianza con Al Qaeda y en contra de Israel... «Inconcebible.» Y, sin embargo, ¿no vivían en una época en que lo inconcebible se materializaba ante uno, que llegaba incluso a aceptarse como parte del paisaje? Estados Unidos debía echar mucho de menos aquella burbuja de mundo feliz, donde los sobresaltos podían administrarse sin que el orden natural se resquebrajara día a día. Allí no podían soportar la visión de una sociedad en permanente estado de acoso y alerta, ni mucho menos adoptar el dicho israelí que rezaba: «Sobrevivir siendo judío es defenderse hasta la muerte».

Sí, quizá fueran capaces de cualquier cosa por recuperar los viejos tiempos... Y en cuanto a Rusia, bueno, ni siquiera existía allí una sociedad civil ante la que rendir cuentas. Los antiguos apparatchiki dominaban de nuevo los resortes de un poder tan omnímodo como en los tiempos de la URSS; que el sombrero que llevaran ahora puesto se llamara democracia o PCUS era lo de menos. La cuenta de resultados había sustituido toda fachada ideológica, y cualquier cosa que se hiciera para mejorarla sería bienvenida..., especialmente si la apadrinaba el gran patrón mundial.

—Lo más probable es que vayan a decirles que se cancela el acuerdo —señaló Sharansky, que intentó insuflar algún optimismo al lúgubre panorama general—. Si Tyrell consiguió arrastrar al presidente Dushkin a su aventura, debió de hacerlo con promesas que ahora no puede mantener. Y descubrir que han puesto en peligro su relación con Israel para nada, no hará muy feliz a los rusos.

—¿Y para qué lleva a Hunter con él? —gruñó Ezra—. ¿Como guardaespaldas?

—¿Cree que hay algo más?

—Ya no sé qué creer —se lamentó el director general.

—Quizás haya llegado la hora de dejar de «esperar» —terció Liberman—. Quedarnos sentados nunca ha sido nuestra mejor táctica.

Ezra envió a su jefe de sección una mirada de precavida expectación. Dejó pasar unos segundos para enfrentarse con la onda de choque que sabía que se avecinaba, y con un simple pestañeo invitó a Liberman a seguir hablando.

—Bueno —continuó éste con un ligero carraspeo—, existe una forma de asegurarnos, para siempre, de que Tyrell deja de ser una amenaza.

—Mierda... —murmuró al instante Sharansky.

—Aprovechemos la estancia de Tyrell en Moscú para librarnos de él. Lo tendremos a sólo dos horas de vuelo desde aquí...

—¿Has perdido el juicio? —clamó Sharansky—. ¿Quieres asesinar al consejero de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos?

—¿Qué lo hace, en esencia, diferente a un líder de Hamás o de Hezbollah? —se defendió Liberman—. El bastardo trama algo que ya nos ha costado un equipo de katsas. Según nuestros parámetros eso lo convierte en un objetivo legítimo. Sólo propongo que nos planteemos la posibilidad que se nos ofrece...

—Pero ya está camino de Moscú. No dispondríamos de tiempo para planear algo de semejante envergadura.

El tono neutro y la objeción puramente «técnica» de Ezra sorprendió a los dos hombres, que le miraron en silencio durante unos instantes. Lo cierto era que el director general también se sorprendió a sí mismo al verse alcanzado por la reverberación de sus propias palabras. Pero aún le sorprendió más no asustarse ante las implicaciones que desataba su comentario. Pero su trabajo no consistía en evaluar implicaciones políticas, sino en asegurar la supervivencia del Estado de Israel. Y puesto que, en efecto, Nicholas Tyrell se había convertido en una amenaza, su misión era idear una fórmula para contrarrestarla. Lo demás quedaba en manos de la política.

—Rehavam —saltó Sharansky—. No estará pensando en serio...

—No cumpliría con mi trabajo si no lo hiciera —replicó con firmeza Ezra.

—Pero las implicaciones...

—Nadie podrá señalarnos con el dedo —se apresuró a intervenir Liberman, tan incrédulo como excitado ante la aparente luz verde del director general—. Tyrell es un objetivo terrorista a escala mundial a causa del cargo que desempeña.

—Pero no hay tiempo —insistió Sharansky—. No podemos improvisar...

—Estamos en condiciones de enviar un equipo kidon enseguida —refutó Liberman, que parecía entusiasmarse por momentos—. Y tenemos gente en Moscú a la que podemos alertar de inmediato. Para cuando Tyrell llegue a su destino, ya tendremos una idea de si es posible hacerlo y cómo.

—Pongámonos entonces en marcha —ordenó Ezra, que, sin embargo, alzó una mano a modo de advertencia—. Pero la acción ejecutiva queda supeditada a dos factores: las posibilidades de éxito y, naturalmente, el visto bueno del primer ministro. Nuestra obligación es presentarle un tablero con todas las fichas dispuestas para la jugada, pero es él quien decide si la lleva a cabo o no, ¿entendido?

—Sí, señor —asintieron los dos hombres a la vez.

—Caballeros, muevan sus piezas. Yo saldré de inmediato para Jerusalén.