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La zona del Secretariat se encontraba al noreste de la capital; allí estaban los principales edificios administrativos del país, un área de casi noventa y tres mil metros cuadrados que albergaban el Parlamento, la oficina del primer ministro y la sede presidencial, un magnífico edificio de diseño piramidal al que los asesores del presidente Shahid Pervez Bhandara le habían obligado a trasladarse desde su anterior residencia por razones de seguridad, tras sufrir dos intentos de asesinato. Una precaución que, como siempre había sospechado el propio Bhandara, no había servido de mucho a la hora de la verdad. No importaba que llevaran años prevenidos, que la secuencia de acontecimientos en los últimos días hubiera hecho tañer la campana de advertencia hasta hacerse insoportable; nada podía detener la erupción de un volcán por mucho tiempo que llevara anunciándose y escupiendo humo por su chimenea.
De hecho, esos «acontecimientos» parecían haber sido diseñados como el último catalizador, como el último gramo de presión necesario para provocar la explosión del cono y la expulsión de toneladas de detritos y magma.
El asalto al Secretariat se había iniciado hacía unas dos horas, y para entonces, los rebeldes islamistas ya dominaban otros puntos estratégicos de Islamabad y de otras ciudades importantes; sólo encontraron una resistencia testimonial en la mayoría de los casos. Bhandara ni siquiera se preguntaba cómo era posible que la lava los hubiese alcanzado y rodeado con tanta rapidez. Su ejército, del que aún era general en activo desde el golpe de Estado que le llevó al poder, y sus servicios secretos estaban infiltrados hasta la médula por los radicales, y ni siquiera sus periódicas purgas habían conseguido erradicar la letal gangrena. Visto con perspectiva, había sido como lanzar cubos de agua sobre la boca del volcán.
El Ejército y los servicios secretos compartían en gran parte el descontento de la población con el alineamiento de su Gobierno con Estados Unidos en su llamada guerra contra el terrorismo, lo que le obligaba a perseguir a los grupos más islamistas en un país que se autodenominaba República Islámica de Pakistán, y a combatir en las zonas remotas contra elementos de Al Qaeda y talibanes que habían sobrevivido a la guerra de Afganistán, los mismos talibanes que años atrás el propio Pakistán había formado y utilizado para extender su influencia por la región. Pero ¿cómo podían oponerse a las exigencias americanas? Eso solía preguntar Bhandara a sus generales con un timbre de desesperación en la voz. El suyo era un país pobre, superpoblado y relativamente pequeño, empeñado en una carrera armamentista con la India, el coloso que tenían por vecino y enemigo ancestral; necesitaban la ayuda americana en todos los terrenos para sobrellevar aquella carga...
No obstante, ningún esfuerzo racionalizador había servido de nada y por cada simpatizante de la Harkatui Yihad o de Lashkare-Taiba que se eliminaba, aparecían tres más y la infección se extendía inexorablemente...
—General, el helicóptero de evacuación se aproxima —anunció uno de sus ayudantes, que se abrió paso entre el círculo de hombres armados que le rodeaba en su propio despacho—. Debemos dirigirnos ya al tejado.
Bhandara asintió levemente, saliendo apenas de su ensimismamiento. Al menos no tenía que preocuparse de su familia. El día anterior los había enviado a Inglaterra; su mal presentimiento había superado la resistencia que su esposa y sus hijos mayores ofrecieron. Huir, ésa era su única opción. Como ya habían hecho aquellos bastardos saudíes. Como hiciera el Sah un cuarto de siglo atrás. La idea de escapar y contemplar desde el exilio cómo su país se sumergía en el fanático caos islamista resultaba casi insoportable.
Sin hacer caso de las advertencias de quienes le rodeaban, Bhandara se aproximó a una ventana con las cortinas echadas y las entreabrió para atisbar el exterior. El Parlamento, un gran edificio de cinco plantas, y el recinto que pertenecía al primer ministro ya estaban en llamas. Varios vehículos blindados ardían al alcance de su vista y numerosos cuerpos, la mayoría con el uniforme de las fuerzas de seguridad, yacían en las calles. Más lejos, hacia el este, en la zona del enclave diplomático, también se elevaban columnas de humo, muy probablemente procedentes de las embajadas de Estados Unidos y de Gran Bretaña, máximos exponentes del «satanismo» occidental.
El estruendo de las ráfagas de armas automáticas, explosiones de mortero y granadas antitanque sonaba cada vez más próximo. El helicóptero artillado Alouette II apareció en su campo visual por la izquierda, disparando su cañón rotatorio contra algún objetivo que quedaba fuera de su vista, pero que era fácil de imaginar. Los rebeldes se encontraban ya a las puertas de la Presidencia.
—Señor, debemos marcharnos —insistió su ayudante, que le tocó un codo.
Bhandara iba a soltar el borde de la cortina cuando la súbita aparición de un rastro de humo le hizo aferrarlo espasmódicamente. El misil tierra-aire impactó de lleno en la carlinga del Alouette y mató a los dos ocupantes al instante; el helicóptero se sacudió unos segundos en el aire, perdido el control sobre las leyes físicas y cayó a plomo; finalmente, estalló en llamas.
—Que Alá nos proteja —boqueó su ayudante ante tal panorama.
—Alá debe estar hecho un lío al oírse invocado por las dos partes —murmuró Bhandara casi para sí.
—¿Y los malditos refuerzos? —gruñó entonces el hombre—. Los llamé hace media hora...
—No habrá más refuerzos, amigo mío —aseguró el presidente en tono fatalista—. O quizá sí estén ahí, pero luchando en el otro lado.
—Debemos salir de aquí. Esto se ha convertido en una ratonera.
Como confirmación a esas palabras, las siguientes explosiones sonaron mucho más cerca. De hecho en el edificio mismo; el suelo tembló.
Sin embargo, ya era tarde para todo, tal y como comprendió Bhandara. En realidad, lo era desde hacía mucho, probablemente meses o años. Quizás incluso el destino de este día había comenzado a fraguarse décadas atrás, cuando entre los americanos, los saudíes y ellos mismos habían iniciado la génesis de la moderna yihad para expulsar a los soviéticos de Afganistán, ignorantes de la verdadera naturaleza de la bestia que estaban criando, una bestia omnívora que pronto se lanzó al cuello de sus antiguos valedores, con las garras y los colmillos al desnudo...
Una enorme explosión y un intenso tiroteo borraron las últimas ensoñaciones de Bhandara, que se volvió al interior con expresión casi resignada. Su círculo de guardaespaldas retuvo el fuego hasta que otra explosión desvencijó las puertas de su despacho y el primer grupo de rebeldes irrumpió en la estancia. La cerrada descarga los barrió a todos, pero enseguida un segundo grupo tomó el relevo, respondiendo desde la protección del derrumbado umbral. Bhandara fue lanzado al suelo, tras su mesa, y desde allí asistió a la inexorable eliminación de los defensores. El tableteo de los Kalashnikov se prolongó mientras los islamistas se aseguraban de rematar a los guardaespaldas.
—Alto el fuego.
Bhandara se incorporó, librándose de la tenaza de su ayudante. No quería morir como un perro, enroscado en el suelo. No iba armado, lo que ahora lamentaba; al menos hubiera podido meterle una bala en la cabeza al hombre que había hablado. Lo reconoció como el cabecilla de Al Qaeda en Pakistán, el último de una sucesión de líderes que se renovaban a la misma velocidad que sus fuerzas de seguridad los atrapaban.
Sin barba y vestido con ropa paramilitar, pero tocado con un turbante, el individuo se aproximó con una pistola en la mano y disparó, sin parpadear, a la cabeza del ayudante, todavía en el suelo. Luego escupió al rostro de Bhandara, pero se apartó como si su ejecución no pudiera ser tomada a la ligera. El presidente supo de inmediato lo que le tenían reservado, a pesar de lo cual consiguió mantener la compostura. Un esfuerzo que a punto estuvo de revelarse baldío, cuando vio aparecer a otro conocido entre los escombros del umbral. El hombre, en la mitad de la cincuentena, aunque parecía mayor, no se había molestado en disimular su aspecto, como podía esperarse de uno de los fugitivos más buscados del mundo. Así, lucía su característica barba canosa, sus grandes gafas e indumentaria blanca, incluido el turbante, con la excepción del chaleco negro. Pero era la marca rojiza de su frente, un signo propio de los musulmanes extremadamente devotos, que se producía al postrarse en el suelo durante la oración, lo que primero concitó la atención de Bhandara.
Por lo demás, su aspecto transmitía en general más afabilidad que rechazo, quizá reminiscencias de los tiempos en que ejercía como cirujano en El Cairo. Pero hacía mucho que Aywan Al Zawahiri, ideólogo y número dos de Al Qaeda, había dejado de salvar vidas para empuñar el Kalashnikov del que se hacía acompañar durante sus apariciones en Al Jazira (en una de las cuales, había llamado directamente a los pakistaníes a derrocar a su presidente) ya fuera en solitario o en compañía de Bin Laden. A pesar de su crítica situación, Bhandara no pudo dejar de preguntarse si el saudí estaría demasiado enfermo (o incluso muerto) para compartir el momento de gloria con su mano derecha. Con el fusil colgado del hombro, dando a entender que la batalla ya había terminado, y exitosamente para él, Al Zawahiri se le aproximó sin alterar un músculo de su cara.
—Jahiliyya. —Falso musulmán, escupió al instante el egipcio—. Lacayo de los infieles. Has traicionado a tu pueblo y al islam, alineándote con los cruzados y los judíos, y ahora compartirás el destino que aguarda a quienes se oponen a la voluntad de Alá.
—No te arrogues la voluntad de Alá, blasfemo —reaccionó súbitamente Bhandara—. Vosotros sois la vergüenza del islam, el verdadero Gran Satán.
El lugarteniente de Al Zawahiri le asestó un culatazo en el estómago que le dejó sin aliento y le hizo caer de rodillas.
—Lleváoslo —ordenó sin más el egipcio—. Ya sabéis qué tenéis que hacer.
Y así, el presidente Shahid Pervez Bhandara se vio arrastrado fuera de su propio despacho, camino de un destino que había entrevisto en alguna de sus pesadillas.
Diez minutos más tarde, con la oficina ya despejada de cadáveres, Al Zawahiri se hallaba junto a una ventana, con las cortinas retiradas, observando cómo crecían los fuegos que devoraban el edificio del Parlamento y el enclave diplomático, soñando despierto con ver esa imagen reproducida en El Cairo, con arrasar la residencia oficial de Mubarak, presidente de su país de origen, un apóstata que dejaba pequeños los pecados del propio Bhandara. Pero pronto le llegaría también su hora, se repitió el ideólogo de Al Qaeda por enésima vez, del mismo modo que le había llegado a su antecesor por firmar la paz con los judíos un cuarto de siglo atrás.
La irrupción en el despacho de un hombre vestido con el uniforme de general del ejército pakistaní evaporó la ensoñación.
—¿Y bien? —preguntó Al Zawahiri en un tono en el que, por primera vez, se adivinaba cierta impaciencia.
—Necesitamos veinticuatro horas —respondió el general, que, consciente de que el plazo no agradaría al egipcio, añadió—. Es un problema técnico que requiere mucha precisión.
—Hermano, cada minuto que pasa es un minuto que concedemos a los americanos para que reaccionen e intenten frustrar nuestros planes. En tales circunstancias, un día entero se me antoja una eternidad. Tienes doce horas.
—Pero será imposible...
—¿Imposible? —repitió Al Zawahiri como si la palabra le sonara obscena—. Mira a tu alrededor. No hay nada imposible.