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En su despacho del ala oeste, Nicholas Tyrell sólo escuchaba a medias a uno de los hombres sentados al otro lado del escritorio. Su mente, dividida en compartimentos, trabajaba a diferentes niveles y velocidades, como los tanques de lastre de un submarino operando para alcanzar la profundidad deseada.
Soltero, al instalarse en aquella oficina no había llevado consigo ninguna foto de familia, y sólo le acompañaba un objeto personal: el regalo de despedida que le hicieron sus alumnos de la Universidad Americana de El Cairo, donde había ejercido años atrás; siempre tenía cerca aquel recuerdo. Ni siquiera había retirado los horrendos cuadros sobre antiguas y famosas batallas navales que su predecesor seleccionó del fondo museístico al que tenían acceso los funcionarios de alto nivel. El tramo de pared que solía aparecer repleto de fotografías que mostraban al titular en compañía de prominentes figuras internacionales, una burda forma de resaltar la propia importancia, permanecía ahora desierto. Tyrell no disponía de aquellas fotos, aunque podría haberse hecho con una buena colección durante el año que llevaba en el cargo.
Ese proceder, que tenía que ver más con el pudor que con otra cosa, era, sin embargo, interpretado como otra forma de extravagante exhibición por quienes le consideraban una rara avis que enturbiaba el orden natural de la comunidad. Que la carrera de Tyrell se hubiese desarrollado lejos de los bastidores de Washington no mejoraba esa opinión generalizada. No pertenecía a ninguna corriente política ni había participado, directa o indirectamente, en contiendas electorales. No había mentido, adulado, traicionado, pedido ni hecho favores a nadie, y esa independencia era contemplada como una herejía en el mundo de las componendas y el trueque político. Naturalmente, los demás confiaban en que esa misma «soberbia», que le impedía atender a las manos «amigas», aceleraría su caída en un circuito demasiado resbaladizo para pretender recorrerlo en solitario y sin ayuda.
Sin embargo, la animadversión que despertaba en aquella comunidad endogámica —y que, desde luego, nadie se atrevía a manifestar abiertamente— era apenas un pálido reflejo del que recibían a cambio, también secretamente, por supuesto, pues las reglas de juego incluían unas mínimas normas de cortesía que ni siquiera él podía saltarse.
Mucho menos ahora que «Tabla Rasa» estaba en marcha.
Mientras escuchaba tenía la vista puesta en la pequeña reproducción en bronce de la diosa Maat, y pensaba distraídamente en los malos tiempos que corrían para aquella divinidad del Antiguo Egipto en forma de mujer tocada con una pluma de cola de avestruz. Formaba parte del grupo de numerosos amuletos que se colocaban junto al cuerpo de la momia, y era considerada la representación del orden universal y de la justicia; de ella dependía nada menos que el difunto saliera airoso del juicio que debía celebrarse ante el dios Osiris.
Ciertamente, Maat había perdido la batalla contra las fuerzas que atentaban contra el orden universal y la justicia, y Tyrell se preguntaba si aún le quedaría algún poder para interceder por él mismo.
Levantó la vista, sin evidenciar la menor falta de concentración, cuando el hombre sentado ante él dejó de hablar. La reunión diaria de la célula antiterrorista del Consejo de Seguridad Nacional —una más de las muchas que se habían instaurado o ampliado en cada departamento o agencia de la Administración— se estaba convirtiendo en una lamentable rutina. Incluso catástrofes como el ataque al Luxor, que acabó causando cuatrocientas víctimas mortales, terminaba asimilándose como si ésa fuera la única forma de poder seguir adelante. Además, los desastres se solapaban con tanta rapidez que colapsaban la capacidad de aquellos que sí se «esforzaban» en absorber el horror en toda su amplitud. Hacía sólo cinco días, dos coches bomba habían explotado casi simultáneamente en el centro de Los Angeles y Miami, y habían sumado cincuenta víctimas mortales más al tétrico marcador, además de muchos más heridos y mutilados. Y, por encima de todo, flotaba la sensación de que ya «nada» merecía un especial espasmo de terror después del primero, cuando atronaron las trompetas que parecían anunciar el fin del mundo.
—El FBI se puso nervioso y decidió actuar —intervino otro de los hombres, un individuo de rostro afilado y macilento sobre el que resbalaban unas gafas pasadas de moda—. El tal Musaya Al-Hamdi estaba bajo control y se confiaba que la vigilancia proporcionaría un poco de sedal del que tirar. Pero durante cinco semanas, el tío no recibió ni una llamada ni un mensaje electrónico ni una maldita postal. Ni, por supuesto, envió nada. Eso, unido a la sospecha de que el bastardo pretendía atentar contra el tren elevado de Chicago, y a la proximidad de las últimas masacres, precipitó la acción. Desde luego, no fue posible cogerle con vida.
Tyrell desvió la mirada lentamente hacia el hombre que hablaba. Harry Mercer era el especialista en organizaciones terroristas y el enlace con la CIA; los otros dos eran expertos en la vertiente más política y financiera, armas que, aunque de apariencia menos agresiva, eran las que, en definitiva, debían acabar con el terrorismo. O, por lo menos, ésas habían sido las viejas previsiones, ya descartadas.
—Al menos se ha evitado otra matanza —intervino el tercer hombre, que era un enlace con el FBI; un joven con aire de suficiencia que solía actuar también como abogado defensor del Bureau.
Naturalmente, se producían éxitos puntuales que desbarataban atentados, pero, en ningún caso, los acercaban al objetivo de decapitar a la Medusa. Los terroristas que veían frustrados sus objetivos presentaban una batalla que, en la mayoría de las ocasiones, acababa con su muerte. Y los que sobrevivían tampoco ayudaban mucho. El FBI tenía en su poder a media docena de sujetos que, tras meses de intensivo interrogatorio, ni siquiera habían confesado sus verdaderos nombres. Con todo, obviamente era preferible que estuvieran encerrados o muertos que campando por el país. El problema era que no tenían ni idea de cuántos de aquellos lunáticos permanecían sumergidos en el sedimento de la sociedad que estaban carcomiendo.
—Creemos que Al-Hamdi actuaba solo —volvió a intervenir Mercer, que se removió en la butaca Chester de cuero, que parecía encontrar incómoda con su respaldo bajo—, como la mayoría de sus compinches. Células de un solo individuo, a excepción probablemente de la que perpetró el ataque contra el Luxor. Esa estrategia puede significar dos cosas: que Al Qaeda se siente segura de la capacidad de sus agentes, que individualmente pueden moverse y ocultarse mejor entre nosotros, o que su cantera de terroristas que aúnen inteligencia y determinación suicida pasa por una temporada... baja —señaló Mercer tras buscar en vano una expresión más apropiada.
—Dios, habla de ellos como si los cosecharan en el patio trasero —comentó el joven experto financiero.
—En cierto modo, así es —confirmó Mercer, que empujó distraídamente las gafas sobre su nariz—. Y, por lo que parece, han cambiado sus lugares de cosecha habituales, algo en lo que merece la pena detenerse. Al-Hamdi era yemení (y negro, un dato que tener en cuenta para camuflarse en Chicago), el hombre que disparó en la autopista, uzbeko, y el que voló el Luxor, filipino. Procedían de organizaciones terroristas como el Ejército Islámico de Adén, el Movimiento Islámico de Uzbekistán y el grupo de Abu Sayyaf. Asimismo, tenemos en prisión a un somalí de la Al-jhihad Al-Islamiya, a un bosnio-musulmán de el-Mudzahidin, el batallón muyahidín que luchó en los Balcanes contra los serbios, y nada menos que a un chino uighur llegado de la región musulmana de Xinjian, situada al suroeste de China.
—Sabemos todo eso, Harry —dijo casi en tono de reproche el enlace del FBI, como si la exposición de Mercer hubiera sonado a sermón en sus oídos—. Tenemos en la lata gusanos de etnia no árabe, ¿y qué?
—Creo que revela un cambio del modus operandi antes que un problema de... miembros. Lobos solitarios de etnia no árabe, con capacidad para atacar individualmente y moviéndose entre nosotros sin despertar sospechas. A pesar de todo, aún son mayoría los ciudadanos que ignoran que no todos los musulmanes son árabes, que éstos, de hecho, sólo representan una quinta parte. Ese arraigado racismo hacia todo lo árabe, además de injusto, sirve también al propósito de los terroristas que, como vemos, pueden proceder del Cuerno de África, del Lejano Oriente, del Asia Central e incluso de Europa.
—Yo no diría que seis individuos de entre la cuarentena que se han inmolado en acciones terroristas, o que hemos matado o capturado, sean suficientes como para certificar algo tan serio como un cambio de táctica. Dejémoslo en hipótesis plausible —replicó el enlace del FBI, como si lo que le molestara, en realidad, fuera no haberla formulado él.
—Dediquémosle algún tiempo a eso —dijo finalmente Tyrell, que habló por primera vez en mucho rato, casi desde el principio de la reunión, como venía haciendo en las últimas semanas, actuando como un psicólogo durante una terapia de grupo, más partidario de escuchar que de hablar. Con la diferencia de que a él ya no le importaba mucho lo que dijeran sus pacientes, perdidos en banales discusiones que discurrían por trillados circuitos desde hacía meses, años, sin que se atisbara un fin para aquella carrera circular. Fingir lo contrario resultaba duro, especialmente hoy, cuando imaginaba a Cross ya en El Cairo—. Comentaré su teoría en el próximo Consejo de Seguridad Nacional, Harry —añadió, y puso las manos sobre la mesa, una señal inequívoca de que la reunión había terminado—. Buen trabajo.
Los tres hombres asintieron brevemente y se levantaron a la vez.
«Jodido cabrón», rezongó para sí Mercer mientras caminaba a paso vivo hacia el edificio de oficinas ejecutivas, donde tenía su sede el equipo del CSN. Los majaderos que le acompañaban se habían rezagado unos metros, sin duda para cuchichear sobre él. Casi encontraba gracioso que aquella pareja, que no identificaría a un terrorista ni aunque encontraran una cabeza cubierta con pasamontañas entre sus nalgas, se permitiera fiscalizar su experiencia. Desde luego, el atrevimiento de la ignorancia no conocía límites.
Aun así, naturalmente, la palabra que definía la situación no era «graciosa», más bien era «trágica». A sus cuarenta y seis años, y después de una década en la sección antiterrorista del Departamento de Estado, y cuando ya había acumulado el doble de los méritos necesarios para dirigir la misma, u otro de los cientos de organismos de seguridad que jalonaban una Administración prácticamente en estado de sitio, allí estaba él, al servicio de un intrigante ratón de biblioteca, rodeado de pedantes jovenzuelos que aún olían al vómito de su última borrachera universitaria.
En el Departamento de Estado, Mercer había trabajado sobre la base de la «lista negra» en la que figuraban los países sospechosos de proteger y financiar el terrorismo. Una lista tan secreta como el pronóstico del tiempo en Alaska, y que encabezaban Irán, Siria y, por supuesto, Afganistán (en ningún caso, Irak). La pertenencia a la lista convertía a dichos países oficialmente en parias, pero la doblez de los intereses nacionales obligaba a no cegar por completo los canales de comunicación. Irán era la potencia regional con la que convenía reconstruir los puentes reconstruidos durante los ochenta; Siria era fundamental para el eterno conflicto en Oriente Medio, y Afganistán se encontraba en una encrucijada que daba paso a los tesoros energéticos de las ex repúblicas soviéticas en Asia Central.
Así, durante años, la misión de Mercer consistió en ejercer la diplomacia subterránea, en buscar compromisos con individuos que en las oficinas contiguas se consideraban indeseables, en ayudar a tender frágiles puentes colgantes por los que se pudiera transitar. El mundo era excesivamente pequeño y los intereses demasiados.
Hasta el día en que la política de contemporización estalló como un experimento químico realizado con sustancias demasiado inestables, arrancando la cara del viejo mundo. Y Mercer se convirtió en uno de sus microscópicos daños colaterales. Las reestructuraciones —un eufemismo de «purgas»— pusieron patas arriba todos los servicios y miles de carreras y aspiraciones fueron decapitadas, en muchas ocasiones con el único propósito de salvar otras.
Sin embargo, algunos pensaban que Mercer salió bien librado. «El CSN no está mal», solían decirle algunas víctimas menos «afortunadas». Y, probablemente, estaban en lo cierto. Por supuesto, se sentía objeto de una injusticia y con derecho a albergar resentimientos por el trato recibido, pero nada de eso había influido en su decisión de convertirse en espía. No, señor. Muy al contrario, si alguna vez había creído servir a los intereses nacionales, era ahora.
Mercer echó un vistazo a su reloj. Aún quedaba por delante una larga jornada de servicio a su país.