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Arwa al Nafzawiyya había aprovechado las horas nocturnas para abandonar el claustrofóbico sótano y estirar las piernas por el patio interior de la casa mientras fumaba un cigarrillo, sin importarle que su anfitrión pudiera verla. Sabía que su condición de mujer, como no podía ser menos, irritaba al hombre de confianza de Al Qaeda en Sudán, donde el respeto por el sexo femenino comprendía la esclavitud y la infibulación, el método más severo de mutilación vaginal, practicado al noventa por ciento de las mujeres.
«Salvajes.» Estaba rodeada de ellos. Pobres o ricos, no había diferencias. Egipto, Yemen, Omán, Bahrein. Las consideraban algo sucio; ni siquiera podían cumplir debidamente con sus deberes religiosos durante el Ramadán por culpa de la menstruación. Además, ¿no era acaso un hecho reconocido que en el Infierno había más mujeres que hombres?
Arwa podía considerarse afortunada de haber nacido en Arabia Saudí, donde, a pesar de todo, la ablación no formaba parte de la «cultura», y mucho más de haberlo hecho en el seno de una familia rica y gobernada por un padre liberal, que le había permitido dotarse de una educación superior tanto en su país como en el extranjero. Con todo, seguía siendo súbdita de una nación donde a la mujer le estaba prohibido conducir y participar en asuntos de gobierno. A lo máximo que podía aspirar —y ya era mucho en el actual mundo islámico— era a convertirse en directiva de alguna empresa relacionada con la construcción —como la de su padre— o con el petróleo; o a convertirse en profesora de la siguiente generación de niñas a las que enseñar sus limitaciones.
Arwa tenía dieciocho años cuando en 1988, una mujer Pakistaní rompía un tabú ancestral y se convertía en primera ministra de un país musulmán. Casi deseó ponerse en camino para presentarse ante Benazir Bhutto, punta de lanza de la revolución que derribaría los muros de aquella brutal discriminación sexual. Pero su entusiasmo duró poco, lo que tardaron los islamistas en sembrar la convicción de que era un hecho contra natura que una mujer gobernara un Estado musulmán y la desposeyeran de un derecho ganado en las urnas, algo igualmente insólito en aquella cultura.
La derrota de Bhutto —de la que años después se resarciría volviendo al poder, aunque con igual brevedad— supuso para Arwa, sin embargo, el despertar de una conciencia aletargada por la misma tradición esgrimida por los fundamentalistas para despojar a Bhutto de sus derechos. Una tradición falsa, que ocultaba la historia. ¿Acaso no llevaba ella el nombre de Arwa en honor a una malika, una reina, que había gobernado Yemen en el 1090? Aquella Arwa había ejercido el poder durante medio siglo (heredado de su nuera Asma, que reinó junto a su marido), asistía a los consejos a cara descubierta, sin velo, y en las mezquitas se pronunciaba la jutba, el sermón, en su nombre. Un hecho insólito que tenía lugar con la aquiescencia de su pueblo, que la adoraba.
Sin embargo, las reinas de Yemen no eran las únicas que contradecían la afirmación de los exégetas según la cual ninguna mujer había gobernado un país islámico. La sultana Shujarat al Dun reinó en Egipto en el 1250, condujo a los musulmanes a una victoria contra los franceses durante la Séptima Cruzada y llegó incluso a capturar al rey Luis IX. Hasta hubo líderes religiosos y militares como la reina yemení Fátima y, la favorita de Arwa, Gahaliyya al Wahhabiyya que, a comienzos del siglo XVIII, dirigió un movimiento de resistencia militar en Arabia para defender La Meca del asaltante extranjero. Sus éxitos la hicieron acreedora al título de «amira», femenino de «emir», que era el reservado al jefe de los ejércitos.
Todas ellas habían sido relegadas al olvido por la historia oficial, como si formaran parte de una leyenda blasfema y ofensiva hacia el islam ortodoxo. Ella había reivindicado su memoria denominando a la operación en curso «Amira» pero el destino parecía seguir conspirando en contra de una mujer, en este caso ella misma...
Ahora todo corría el peligro de desvanecerse, como el recuerdo de la propia Gahaliyya. Meses de preparativos, de viajes, de alojarse en lugares tan inmundos como aquél, estaban a punto de echarse a perder. Arwa encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior e intentó exhalar junto al humo parte de su rabiosa frustración.
Por culpa de los americanos. Recorrían el mundo con su poderosa flota, dictando a su antojo las leyes del comportamiento mundial, pero eran incapaces de protegerse de los tentáculos dirigidos desde el minúsculo país de los judíos. Tal como estaban las cosas, la Shura de Al Qaeda decidiría cancelar la operación, aunque los americanos se consideraran capaces de reconducir la situación. Para la mentalidad árabe no suponía ningún trauma dejar pasar una oportunidad para sentarse a esperar la siguiente. Todo se desmontaría y ella tendría que volver a Londres y a la vida de lujo y despilfarro a que su familia la creía entregada.
Licenciada en Economía, llevaba siete años viviendo en Inglaterra, donde se había instalado tras abandonar la empresa familiar después de la muerte de su padre, cansada del papel secundario a que sus hermanos y la sociedad saudí la tenían condenada, y después de venderles su parte de la herencia, que, a pesar de ser por ley muy inferior a la de un varón, seguía siendo suculenta. Alquiló un lujoso apartamento en el exclusivo barrio londinense de Saint James, y en los meses y años siguientes se la podía ver en compañía de sus amigos occidentales cenando en lugares como La Gavroche, comprando en Brows, jugando al tenis en el Queen's Club Real o tomando una copa en Annabel's, donde sólo se podía entrar si el encargado te conocía.
Sin embargo, ninguno de aquellos amigos de «conveniencia» y pretendientes sospechaba que aquella mujer volcada hacia los placeres mundanos vivía otra vida tras la fachada que ocultaba la verdadera personalidad que hervía en su interior, una personalidad entregada a una causa de la que Londres era el centro neurálgico. Allí se había exiliado gran parte de la disidencia saudí y las principales organizaciones islámicas fuera del mundo árabe, incluidas aquellas que los occidentales llamaban «extremistas» y cuyo objetivo último era izar la bandera del islam desde el mismo Londres hasta Sicilia, pasando por Andalucía.
Por su parte, la causa de Arwa era menos ambiciosa y, secretamente, carecía de connotaciones religiosas, algo inconcebible para sus amistades en la sombra, que contemplaban religión y política como una misma cosa. Pero ¿cómo podía compartir ella los ideales de individuos que la despreciaban a sus espaldas por el solo hecho de ser mujer y que únicamente la aceptaban por sus generosas contribuciones económicas?
No obstante, sí compartían un objetivo común que Arwa deseaba ver cumplido con toda su alma: la destrucción de la dinastía Saud que gobernaba Arabia Saudí desde su fundación como Estado. Una dinastía corrupta e hipócrita que basaba su constitución en el Corán, mientras la familia real llevaba una vida disoluta. Una dinastía que sólo se sostenía gracias al apoyo estadounidense, lo que, por extensión, también los convertía en enemigos. Que su propia familia se hubiera beneficiado de aquella corrupción no cambiaba nada a ojos de Arwa. Los Ibn Saud debían ser borrados del mapa y la influencia americana aniquilada. En realidad, ya habían pagado un alto precio por su apoyo. El mundo estaba lleno de saudíes que odiaban Estados Unidos tanto como para inmolarse por su lucha. Quince de ellos habían perecido justamente el 11 de septiembre de 2001; sus listas de «terroristas» estaban preñadas de ellos y, por supuesto, también lo era el hombre que los inspiraba.
Un hombre al que ella había visto por primera vez en 1991. Bin Laden acababa de regresar a Arabia Saudí tras la derrota rusa en Afganistán; a través de uno de sus hermanos, que lo conocía desde la infancia —ambas familias compartían vínculos profesionales—, consiguió que se lo presentaran. Aunque era tan misógino como todos los hombres árabes, Arwa captó enseguida el aura especial que lo rodeaba, la atracción hipnótica que ejercía sobre quienes le escuchaban hablar sobre la guerra santa que, lejos de terminar en Afganistán, según aseguraba acababa de empezar. Sin ir más lejos, su propio país, donde se encontraban La Meca y Medina, los lugares más sagrados del islam, estaban siendo profanados por la presencia de los infieles americanos, los nuevos cruzados y sostén de los odiados judíos, llegados para hacer la guerra a Irak.
Mientras Bin Laden desaparecía en Sudán, su visión «política» ahondaba en Arwa, sustituyendo sus ingenuas esperanzas de que los americanos, como habían prometido durante la guerra del Golfo, promovieran reformas democráticas en los países de la zona, anclados en monarquías feudales. Pero ¿por qué iban a impulsar «nada» que pusiera en peligro su posición en un área que habían convertido casi en un protectorado?
No, las cosas no cambiaban por simple inercia, necesitaban una fuerte sacudida. El sentido común dictaba que la sustitución de los Saud por una república islámica no iba, por supuesto, a traer la democracia ni a darle a ella la posibilidad de convertirse en una nueva Benazir Bhutto, pero arrancar el país de las zarpas americanas y deshacerse de los Saud ya supondría un triunfo, una venganza en la que regodearse. Todo el «civilizado» mundo occidental, que sostenía a aquellos tiranos para que custodiaran el petróleo que les permitía seguir a la vanguardia del planeta, pagaría cara su hipocresía y doble moral.
Todo ello estaba contemplado en la operación Amira, que ella misma había expuesto ante Bin Laden, emir general de Al Qaeda, después de un largo viaje que había finalizado en la frontera entre Pakistán y Cachemira. El aura mística y la personalidad absorbente del nuevo Mahdi, permanecían intactas a pesar de sus dolencias, que precariamente tratadas, podían conseguir lo que no lograron las bombas americanas. Pero quizá fue eso, llegó a pensar Arwa, el creer que no disponía de tiempo para esperar otra oportunidad de ver cumplidos sus sueños, lo que le animó a bendecir el plan, por mucho que procediera de una mujer...
Y ahora, cuando ya habían conseguido lo más difícil, forzar a los americanos a negociar, después de pasarse meses vagando por estercoleros, mientras sus amistades londinenses la creían disfrutando de más lujos en sus otras residencias de Cannes y Marbella, ocurría «esto».
Arwa pisoteó la segunda colilla hasta reducirla a partículas. No, no renunciaría a Amira si existía la menor posibilidad de salvarla, decidió súbitamente en un último acceso de ira que dio paso a un examen más sereno sobre su posición. El emir general la apoyaría aun en contra de las opiniones más prudentes. Aunque ya se hubiera ganado el Paraíso, él querría saborear su triunfo sobre la Tierra.
Todo dependía, sin embargo, de los torpes y odiados americanos. Si definitivamente lo habían echado todo a perder, ella en persona lucharía por conseguir que sintieran nostalgia de los tiempos en que creían vivir un infierno insoportable.
Reconfortada por ese pensamiento, se dispuso a volver a la casa y al sótano, donde la aguardaban un saco de dormir y los abominables ronquidos de Haq.