22

Bernard esperaba. No notaba el frío. El viento que le azotaba la cara no lo molestaba. París se llenaba de un leve hedor a cloaca. Ya no pensaba en nada. Miraba las ventanas oscuras de Gladys y la calle vacía.

Por fin, vio aparecer el coche. En el interior iluminado, reconoció la pequeña cabeza rubia y delicada de Gladys y su capa de armiño.

Su mera existencia despertaba en él un sentimiento de indignación.

«Ríe, baila, se divierte… —pensó, apretando los dientes—. Pero ¿por qué? Es una vieja, ya no tiene derecho a nada».

Abrió la puerta del coche súbitamente y volvió a desaparecer en la oscuridad. Monti no lo vio o creyó que era un mendigo impertinente. Pero Gladys lo reconoció al instante. Bernard vio que se inclinaba hacia su amante y le decía que no bajara. El coche se alejó. Bernard siguió a Gladys hasta la puerta. Ella lo miró un instante sin decir nada, asustada del odio que inundaba su corazón como una ola.

—¡Vete! —farfulló al fin.

—Quiero hablar contigo. Déjame entrar.

—¡Estás loco! ¡Vete!

El odio que ella había intentado apagar, disfrazar bajo otros nombres, había vuelto a surgir en su interior, puro y multiplicado. Odiaba la voz de Bernard, su mirada ávida, su risita seca… Sentía hacia él un odio que sólo puede inspirar plenamente, con toda su ciega crueldad, alguien de la propia sangre.

—Te aconsejo que me dejes entrar —insistió Bernard agarrándola de la muñeca.

—¡Espera, suéltame! Los criados…

Pero Bernard entró tras ella. El vestíbulo estaba vacío. Miró las paredes inmaculadas. Una lámpara iluminaba la escalera. La siguió hasta una habitación oscura. Gladys se sentó; le temblaban las rodillas y estiraba el cuello como los caballos al finalizar una carrera. Todo su cuerpo tenía la excesiva rigidez que provoca el agotamiento físico.

Encendió la lámpara con pantalla rosa del tocador y, mecánicamente, se alzó el cuello de la capa para disimular los estragos de la noche en sus facciones. Bernard hizo un movimiento vacilante hacia ella; se sentía ebrio y somnoliento, como atrapado en una pesadilla. Se miraron unos instantes, asustados y llenos de odio; la embriaguez y el cansancio los envolvían en una especie de bruma, de pesado torpor.

—¿Qué ocurre, querido? —preguntó al fin Gladys, bajando la voz y procurando suavizarla, despojarla de toda animosidad o impaciencia—. ¿Qué quieres de mí?

—Te llamé anteayer. Te llamé ayer. Te escribí. Parece que ya no me tienes miedo, querida abuela.

Bernard tuvo la alegría de verla palidecer y ponerse tensa de nuevo, como ante el restallido de un látigo.

—Estás borracho —dijo, mirándolo con inquietud—. ¿Por qué vienes a atormentarme? Te he ayudado todo lo que he podido. Me he esforzado en demostrarte mi afecto…

—¿Afecto? —rezongó Bernard, y negó con la cabeza—. Querrás decir miedo… De todas formas, lo prefiero así. No necesito tu afecto.

—Lo sé —dijo Gladys con una extraña amargura—. Sólo necesitas mi dinero.

—¿Me reprochas que no haya venido a verte en busca de cariño? ¡Es el colmo!

Gladys cerró los ojos con cansancio.

—¿Qué quieres de mí? ¡Dilo y vete! ¿Qué quieres de mí? —repitió, pateando el suelo de madera con una ira súbita que rara vez mostraba y que crispó su pálido y desencajado rostro—. Dinero, por supuesto… ¡Bueno, pues dime cuánto y vete!

Bernard negó con la cabeza.

—Ya no necesito dinero. ¿Creías que bastaría con arrojarme una limosna para acallarme, para conquistarme, para engañarme? Cuánta verdad hay en eso de que no conocemos ni a los de nuestra propia sangre…

—Entonces, ¿qué pretendes? —murmuró Gladys—. Hacerme sufrir simplemente, supongo… Es eso, ¿no?

Se sostuvieron la mirada en silencio.

—Sí —masculló al fin Bernard con rabia, desviando los ojos—. Mira, no quiero seguir viviendo así. Quiero que utilices tus relaciones, tu influencia, tus amistades, para reparar un poco la monstruosa injusticia que cometiste conmigo. No quiero seguir siendo el hijo adoptivo de Martial Martin. No soy Bernard Martin. O, al menos, si tengo que seguir siendo Bernard Martin, quiero que ese nombre no sea el de un paria. Tengo voluntad, puedo trabajar, soy fuerte e inteligente. Escucha, esto es lo que quiero de ti: ahora mismo vas a escribirle una carta a tu amigo Percier para que me dé trabajo, como simple escribiente o como lo que quiera. Necesito un trampolín, ¿comprendes?

Gladys lo miraba con un pavor que le nublaba el entendimiento. En su corazón reinaba tal caos que ni siquiera oyó las últimas palabras de Bernard. Percier… el marido de Jeannine. ¿Y si ella se enteraba? Dios mío…

—Ni hablar —murmuró.

—¿Por qué?

—Porque no puedo. A Percier, no. No me escucharía. Además, no son horas para hablar de negocios —añadió azorada—. ¡No puedo!

—¿Por qué?

—¡Es imposible!

—¿Te niegas? —gritó Bernard, comprendiendo por su resistencia que había encontrado un punto débil, una herida secreta que podría agrandar, hacer palpitar y sangrar a su antojo.

—¡Basta, Bernard! ¡Vete! Ya hablaremos mañana…

—¿Por qué? Ya he esperado bastante. Ya he sufrido bastante. Ahora te toca a ti. Pero a lo mejor esperas a alguien… ¿Te lo imaginas? ¡Sería un encuentro muy divertido! ¡Enternecedor, imprevisto, cómico! ¿No crees? —preguntó con rabia—. «La puerta se abre y entra el amante. “Pero, querida, ¿quién es este joven? ¡Tu amante, sin duda!”. “No, mi amante no, es mi nieto”». ¡Oh, qué instante tan delicioso! Vaya cara… Anda, mírate en el espejo… ¡Ah, ahora sí que pareces una abuela! ¡No podrías disimular tu edad por más que te empeñases! ¡Mírate! —dijo Bernard, poniéndole un pequeño espejo delante—. ¡Mira las bolsas de los párpados asomando bajo el maquillaje! ¡Vieja, más que vieja! —gritó fuera de sí—. Cómo te odio…

Gladys cogió el espejo con manos temblorosas y, con los ojos desorbitados por la desesperación, se miró la cara largamente.

—A veces tengo la sensación de que me odias no tanto por el pasado como por el presente… ¿Por qué? ¿Qué más te da que aún sea una mujer, que tenga un amante?

—Es asqueroso —murmuró.

—¿Por qué? ¿Por qué, Bernard? Eres joven. Quieres a tu amiga. ¿No comprendes que estoy enamorada, que daría la vida por ser amada? Ves mis vestidos, mis pieles, mis joyas, y querrías arrebatármelos para llevárselos a Laurette… ¡Pues renunciaría a ellos con gusto! Si supieras cuán desgraciada soy a pesar de todo eso… Si supieras cómo he sufrido hoy… Mi amante…

—¡Cállate! ¡Hay palabras que no tienes derecho a pronunciar! En tu boca son antinaturales… una monstruosidad. Tienes sesenta años, eres un vejestorio… El amor, los amantes, la felicidad, no son para ti. Los viejos deben conformarse con lo que no podemos quitarles —sentenció Bernard con rabia, pensando en la madre de Laure—. Quedaos el dinero, quedaos la posición, los honores, pero dejadnos al menos el amor… ¡Es nuestro, nuestra parte! ¿Con qué derecho te lo apropias? ¿Enamorada, tú? Pobre vieja loca… —masculló—. Y si fuese así, si tuvierais «derecho» a amar y ser amadas, ¿por qué a ti y las de tu ralea os da tanto miedo que se sepa vuestra edad? Si hubierais cometido un crimen no os avergonzaría tanto… ¡Te alegrarías de verme muerto si eso te permitiera cambiar de edad! Te odio porque eres vieja y yo joven, porque eres feliz y la felicidad debería ser sólo para mí, que soy joven… ¡Me la robas! ¡Además, tú también me odias! Sólo que no tienes el valor de decirlo. Me llamas «querido»… ¡Me sonríes con una boca que querría morder!

—¿Por qué tengo que quererte? —replicó Gladys en voz baja—. ¿Qué eres tú para mí? Yo no te traje al mundo, no eres mi hijo. Me da exactamente igual que lleves mi sangre. Eso son razonamientos de hombre. Yo no te conozco. Para mí eres un extraño. Para mí sólo cuenta una cosa: ¡mi amante!

—¡Qué ridícula! —exclamó Bernard.

—Lo es todo para mí —prosiguió Gladys, sin hacerle caso—. Si me dejara, ya no habría nadie en mi vida; y, para mí, una vida en la que nadie te quiere, en la que nadie te desea, una vida apagada, helada, una vida de vieja, en definitiva, es peor que la muerte.

—¿Cómo te atreves a hablar de amor? ¿De amor por un hombre? ¿Y yo, que soy tu hijo? —«¿Qué estoy diciendo?», pensó con desesperación, pero sentía que tenía razón—. Crees que has vencido a la vejez, pero está dentro de ti. Puedes mostrar un rostro todavía hermoso y una espalda que parece la de una joven, teñirte el pelo, bailar… Pero tu alma es vieja, peor que vieja. Está podrida. Huele a muerto.

—¡Cállate! ¡Déjame! Estás loco o borracho. ¿Qué mal te he hecho yo? No te he quitado nada. Todos los seres humanos quieren su parte de felicidad. ¿Qué he hecho de malo? Soy libre. Mi vida…

—Tu vida… ¿Acaso importa tu vida a estas alturas? ¡Has tenido tu parte! Has tenido toda la felicidad, en cambio yo… ¡Oh, cómo me gustaría hacerte sufrir! Me pregunto por qué no acabo contigo… ¿Habría alguien que pudiera condenarme? Sí, sin duda. Me llamarían parricida, y por primera vez quedaría constancia oficial de que llevamos la misma sangre, que eres mi abuela… No, no, es mejor decirle la verdad a tu amante y no armar demasiado alboroto.

—Pero ¡escúchame! ¿Qué ganarías contándolo, qué? Habrás acabado conmigo, es verdad, pero ya no tendrás ni dinero ni apoyo.

—¿Qué puede importarme tu dinero? Laure murió ayer. En cuanto a tu apoyo, como lo llamas, sé que nunca me lo prestarás. Así que, al menos, quiero darme el gusto de quitarte las ilusiones, abuela. Y ahora escúchame tú a mí, porque voy a decirte lo que va a pasar: muy pronto tu amante se enterará de que eres una vieja, que tienes sesenta años… —Bernard saboreaba aquella amenaza—. Pero no temas, él seguirá a tu lado. ¡Apechugará con todo! Porque lo que le interesa no eres tú, sino tu dinero. Así comprenderás la verdad, pobre infeliz… —Se interrumpió. Había sonado el teléfono. Rió por lo bajo—. ¿Es él? ¿El tonto enamorado? ¡Pues vamos a reír y divertirnos!

—¡No, Bernard!

—¡Claro que sí! ¡Es la ocasión soñada! «¿El conde Monti? Soy Bernard Martin. ¿Qué hace un hombre en casa de su amante? ¿A estas horas? ¡Oh, apenas soy un hombre! Más bien un niño. Su hijo, casi. En realidad soy su nie…».

—¡Bernard!

Gladys se abalanzó sobre él. Bernard protegía el teléfono con el cuerpo mientras hablaba con voz suave, recreándose en cada frase.

—«¡El nieto de su amante! ¡El nieto de la hermosa Gladys Eysenach!».

—¡Basta, Bernard! ¡Bernard, no digas nada! ¡Yo nunca te he hecho daño! Yo… yo… te pido perdón, Bernard, ¡perdón! ¡Ya verás, serás rico, feliz! —gritó Gladys, intentando ahogar con la voz el timbre del teléfono, que no paraba de sonar mientras Bernard lo acariciaba con la mano—. ¡Basta!

Bernard hizo amago de levantar el auricular. De pronto, Gladys cogió el revólver, cuya imagen veía mentalmente cada noche desde hacía un mes.

Él la miró; un ligero temblor le entreabrió los labios en una mueca de desdén. Gladys disparó. Bernard soltó el teléfono. Su expresión se convirtió en dulce y sorprendida. Se derrumbó arrastrando en su caída el aparato, que siguió sonando en el suelo.

Gladys vio extenderse la angustia, el estupor de la muerte por el rostro de su nieto. Antes de gritar, de pedir socorro, de sentirse presa del remordimiento y la desesperación, la paz le inundó el corazón. El teléfono había dejado de sonar.

*