9
Al estallar la guerra, Gladys y su hija se encontraban en París y los Beauchamp, en Suiza. Antes de partir al frente, Olivier pudo pasar por París y ver a Marie-Thérèse. Llegó el otoño, y Gladys regresó a Antibes.
Jamás había hecho un tiempo tan magnífico, jamás habían sido tan lozanas las rosas. Sans-Souci estaba desierto, movilizados los criados varones, requisados los coches y caballos.
—Tenemos que irnos —suspiraba Gladys todos los días—. ¿Qué hacemos aquí?
Pero la retenía George Canning. Se sentía atraída por él: era guapo y le gustaba. Se había olvidado de Mark y también de Beauchamp, como sólo las mujeres saben hacerlo, con dificultad pero del todo. Se había olvidado incluso de Olivier, o eso parecía. Al comienzo de la guerra, Marie-Thérèse había vuelto a hablar de la boda, pero Gladys ni siquiera le había respondido. Se había apresurado a dejar París por Deauville y, a su regreso, Olivier estaba en el frente. Apenas prestaba atención a Marie-Thérèse. Le hablaba con suavidad, como había hecho siempre, con apelativos cariñosos, pero miraba a través de ella sin verla, pensando sólo en Canning y en sí misma, en su propia felicidad. Quería a su hija, siempre la había querido, pero del modo caprichoso y frívolo con que quería todas las cosas. Su inconstante cariño alternaba con largos momentos de indiferencia. Agradecía a su hija que ya no pronunciara el nombre de Olivier, que no destruyera aquella red de ilusiones sin la cual no habría sabido vivir.
Entretanto, a sus ojos, Marie-Thérèse podía seguir pasando por una niña. Desde el otoño había cambiado; se había vuelto más madura, más mujer, todavía delgada pero de movimientos más suaves y asentados. Su joven rostro había perdido aquella expresión de pureza y audacia y se veía más blando y pálido. Ahora se recogía su hermoso pelo.
En octubre, Gladys recibió una carta de Beauchamp que le comunicaba la muerte de Olivier, caído en combate. Esa tarde, Gladys estaba sola. Se quedó sentada largo rato en la pequeña terraza con la carta en las manos. Era una tarde serena y apacible. Por fin, se levantó con un suspiro y fue a la habitación de su hija. Marie-Thérèse estaba acostada. Gladys se acercó a la cama y posó la mano con suavidad sobre la cabeza de la joven.
—Cariño, ¿duermes? Te he visto apagar la lámpara cuando entraba.
—Estoy despierta —respondió Marie-Thérèse.
Apoyó el codo en la almohada y, apartándose el pelo de los ojos, miró a su madre con inquietud.
—Cariño, mi pequeña, vas a sentir una pena que te parecerá enorme, insoportable, pero pasará, ya lo verás, con el tiempo pasará. El pobrecito Olivier ya no volverá.
Sin una palabra, sin una lágrima, Marie-Thérèse cogió la carta que le tendía su madre y la leyó; luego, dejó caer las manos sobre la sábana, retorciéndose los dedos con tal fuerza que la sangre asomó bajo las uñas. Pero no hablaba; parecía retener con todas las fuerzas de su desesperación las palabras que pugnaban por escapar de sus labios.
—Cariño mío… —murmuró Gladys compadecida—. No puedo ver esa pobre carita… Lo superarás… Te aseguro que sí… ¿Sabes?, el primer amor parece indestructible, pero se olvida pronto… Sí, crees que no comprendo, que no sé, que he olvidado esos sentimientos; pero si supieras lo cerca que siguen estando de mí… Lo querías, lo sé… Pero conocerás a otros jóvenes, Marie-Thérèse… El amor no son unos cuantos besos, unas cuantas citas y dulces proyectos para el futuro. Sólo sabrás lo que es el amor más adelante, cuando seas una mujer; demasiado tarde, quizá —añadió con un extraño y leve suspiro ávido y cansado—. Ya ves, yo presentía que iba a pasar esto —murmuró con sinceridad—. Cuánto me alegro ahora de no haber cedido a tus lágrimas, a tus súplicas… Un novio se olvida, pero un marido…
—Te lo ruego, mamá, déjame —musitó Marie-Thérèse.
—No puedo, cariño, me da mucha pena… No te cierres así… Llora… Escúchame… Olvidarás, Marie-Thérèse… Antes confiabas en mí… Te juro, ¿me oyes?, te juro que olvidarás y que un día… —Intentó atraer el rostro de su hija, pálida y muda, y le rozó la mejilla con los labios—. Mírame…
Marie-Thérèse alzó los ojos lentamente.
—Olivier y yo éramos amantes, mamá. Estoy embarazada.
—¿Qué? —exclamó Gladys en voz muy baja e, inclinándose, miró a su hija a la cara; con las trenzas medio deshechas, el delgado cuello y sus rasgos infantiles, parecía aún tan joven que pensó: «¡Miente! No puede ser…». De pronto, le abrió el camisón sobre el pecho: los senos estaban hinchados y tenían la blancura de mármol que les da el comienzo del embarazo—. Desgraciada —le dijo suavemente—, te has hecho a ti misma una desgraciada.
—No —respondió Marie-Thérèse negando con la cabeza—. Eres tú quien me ha hecho una desgraciada, tú, tú y sólo tú. ¿Por qué no dejaste que me casara con Olivier? Éramos jóvenes, nos queríamos, habríamos podido ser felices… ¿Por qué lo impediste? ¿Por qué?
—¡Yo no te prohibí nada! —espetó Gladys, colérica—. ¡No tienes derecho a decirme eso! Sólo os pedí que esperarais un poco… ¡Erais muy jóvenes todavía!
—Y esperamos —dijo Marie-Thérèse con desesperación—, hasta que vino la muerte y me lo arrebató… ¡Esperamos como niños buenos muy sensatos y muy tontos, dejándote a ti la felicidad, el amor, la pasión, contentándonos, como dices, con unos besos y unos dulces planes para el futuro! ¡Oh, no puedo perdonármelo! Cuánta razón tenías al decir que la juventud es tonta… Sí, tonta, cobarde y débil, a tus expensas… ¿Qué podíamos hacer sino esperar? Cuando empezó la guerra, te supliqué que me dejaras casarme con Olivier. Ni siquiera quisiste escucharme… Me contestaste que no podías permitir que me uniera a un chico al que podían matar al día siguiente… ¡que tu deber de madre te lo impedía! ¡Ah, qué feliz eras teniendo al fin el deber de madre para ti! A fe que eras sincera… Pero entonces comprendimos que éramos tontos, que teníamos que disfrutar al menos de eso, de unos instantes de amor, de un poco de felicidad… Fui yo quien lo quiso, yo —añadió, y dejó al fin que las lágrimas le resbalaran por las mejillas—. Él, mi pobre Olivier, se apenaba por mí. Presentía que no iba a volver… Y yo también —murmuró—. Le devolvía los besos y el corazón me repetía «No volverá», una y otra vez… Entonces, le supliqué que me tomara para luego dormir entre sus brazos y ser su mujer al menos una noche. Y le supliqué que me diera un hijo, porque pensaba: «Dios no permitirá que no vuelva si entre nosotros hay una nueva vida». Pero ha muerto… ha muerto… Todo ha acabado para mí.
—¿Cuándo fuisteis amantes? —le preguntó Gladys cogiéndole las manos, que ardían—. ¡No lo has visto desde mayo!
—Sí, eso es lo que tú crees… ¿Creías que iba a obedecerte, como siempre he hecho? Antes de irse al frente pasó por París… Cogió una habitación en el Ritz, en la misma planta que nosotras, y pasé una noche con él. Al menos tuvimos eso —dijo Marie-Thérèse bajando la voz, mientras con los ojos de la mente volvía a ver aquella noche tan breve, las cortinas azules y los primeros rayos de sol sobre la cama, y aquella sensación de correr hacia un abismo con los ojos bien abiertos…
—Pero ¿qué vas a hacer ahora? —le preguntó Gladys con voz temblorosa—. No pensarás tener ese niño, ¿verdad?
—¡Qué estás diciendo!
—¿Acaso no lo sabes, Marie-Thérèse? ¿No sabes que puedes impedir que nazca, si quieres…? Sólo son dos meses, aún es posible, todavía es fácil… ¿No comprendes que no puedes tener ese niño? Piensa en el escándalo. Si se supiera… Pero lo comprendes, ¿verdad?… ¡Respóndeme, habla, di algo! Ya no eres una niña, por desgracia, eres una mujer, sabías a qué te arriesgabas, tú lo quisiste… Bueno, pues ahora hay que ser valiente. Quieres librarte del niño, ¿no? ¡Es necesario, Marie-Thérèse! Mira, conozco a una mujer, Carmen González. Tú también la conoces. Es masajista, vendedora de cosméticos, comadrona, y me consta… me consta que ha hecho eso más de una vez. No es nada, nada en absoluto, Marie-Thérèse… ¿Te acuerdas de mi amiga Clara Mackay? Su marido estaba ausente y ella esperaba un hijo que no podía, que no debía nacer… Fue a ver a Carmen a su consulta de comadrona, cerca de aquí, en Beix. Al día siguiente ya estaba de vuelta y nadie se enteró jamás… Su marido la habría matado. Para ti, unos instantes de sufrimiento y se habrá acabado, la pesadilla habrá terminado… Respóndeme —exigió, sacudiéndole el delgado hombro desnudo—. ¡Tienes que hacerlo por el niño, por el niño tanto como por ti! No puedes tenerlo, darle la vida… ¡No tienes derecho a darle la vida a un niño que será un infeliz, un desgraciado, solo!
—¿Crees que abandonaré a mi hijo? —replicó la muchacha con suavidad—. Ni siquiera quiero hablar de ese crimen que me propones: eso, o asfixiarlo con un almohadón, como hacen las criadas embarazadas, es lo mismo. ¿Crees que me avergonzaré de él, que me esconderé? Qué poco me conoces…
—¡Tú estás loca! —gritó Gladys—. ¿Tú, una madre? ¡Vamos! No eres más que una cría ignorante… ¿Cómo quieres conservar al niño tú, una joven rica de familia honorable? ¿E imaginas que yo lo consentiré? Porque, en fin, también tendré algo que decir al respecto, supongo…
—No tienes nada que decir. Si no te hubieras opuesto a nuestra boda…
—Y si tú no hubieras sido la amante de ese chico…
—Asumiré las consecuencias, mamá.
—Olvidas que sólo tienes diecinueve años, hija. Hasta que cumplas los veintiuno tengo poder de decisión absoluto sobre tu persona y tu futuro.
—Bueno, ¿y qué piensas hacer? No puedes matarlo.
Gladys se apretó la cara con manos temblorosas.
—Un día querrás a otro hombre (no pensarás pasarte la vida llorando a un amante de una noche, ¿verdad?). Y entonces, ¿qué harás? ¿Quién se casará contigo con un bastardo? Marie-Thérèse, en estos momentos no es el amor materno, que todavía no puede existir, lo que habla en ti. Es el deseo de vengarte de mí. Sabes que la idea de verte madre y vergonzosamente mujer me resulta insoportable. Y para castigarme por haber retrasado tu boda, te empeñas en acarrearte la desgracia. ¡Porque te la acarrearás! Ya lo verás a su debido momento.
—Puede ser —dijo Marie-Thérèse bajando la cabeza—. Pero no pienso en mí misma… Te resulta raro que se pueda no pensar en una misma, ¿verdad? Quiero que mi hijo viva y sea feliz. En cuanto a mí, no temo nada, lo acepto todo…
—Eso crees. Más tarde verás…
—¿Crees que me volveré como tú? ¡No, jamás, jamás! Me hablas con dulzura, pero no piensas más que en ti misma… Que se diga de ti, de Gladys Eysenach, que tiene edad para ser abuela, que tiene nietos, ¡eso es lo que no soportas! No puedes ni oír esas palabras sin estremecerte —acusó la joven mirando a su madre—. Te acercarás al espejo, verás tu hermoso rostro y tu cabello rubio, pero recordarás que eres abuela y la vida ya no tendrá sentido para ti. Te conozco, te conozco perfectamente… Si me hubiera casado con Olivier, si hubiera tenido un hijo de mi marido, para ti habría sido un sufrimiento insoportable, sólo que entonces no te habrías atrevido a decir nada. Pero ahora nada te lo impide… Y, para evitar ser abuela, estás dispuesta a matar a mi hijo.
—Aún no es un ser vivo —respondió Gladys en voz baja—. No sufre, y esta clase de crimen se comete todos los días…
—¡Éste no se cometerá! —zanjó Marie-Thérèse con fiereza, diciéndose que lo que más quería en este mundo era aquel niño que aún sólo existía para ella.
Gladys lo intentó por otro camino:
—Está bien, si lo deseas, es tuyo, estás en tu derecho… Pero ¿no tienes deberes para conmigo, incluso para contigo misma? Para conmigo —repitió con desesperación—. Piensa en el escándalo…
—Ya lo hago —respondió Marie-Thérèse, y esbozó una leve sonrisa.
—¿Es que no te doy pena? —le espetó su madre con ansia—. ¿Qué te he hecho? No ha sido culpa mía… ¿Acaso podía prever la guerra? Ocurre todos los días que unos padres se opongan a un matrimonio que no aprueban. ¿Qué más he hecho?
—Otros padres creen hacer bien y a veces se equivocan. Sus hijos pueden desesperarse, pero no tienen derecho a reprochárselo. Pero tú… tú sólo pensaste en ti. No querías tener una hija casada. No querías ser «la madre de la joven señora Beauchamp» —murmuró Marie-Thérèse con un sollozo sordo—. Querías apropiarte de mi trocito de vida, de mi trocito de felicidad, como siempre has hecho…
—No es verdad. Siempre te he querido…
—Sí, cuando era niña, porque me utilizabas en tu provecho —replicó la chica con amargura—. Me sentabas en tus rodillas y te exhibías. Y yo, tonta de mí, ¡te quería tanto, te admiraba tanto, te encontraba tan hermosa! Yo, tu hija, te hablaba como a una niña, como a una hija… Ahora te odio, odio tu cabello rubio, tu cara que parece más joven que la mía… ¿Qué derecho tienes a ser hermosa, feliz y amada, mientras que yo…?
—Yo no tengo la culpa.
—¡Sí la tienes! —gritó Marie-Thérèse—. Era en mí en quien tenías que pensar, sólo en mí, como yo sólo pienso en él —dijo, rodeándose el cuerpo con los débiles brazos—. ¡Déjame! ¡Fuera, vete de aquí!
—Marie-Thérèse, no te quedarás con ese niño. Vivirá, estará bien cuidado, pondré todo el dinero que haga falta, pero eso no… No te quedarás con él, no lo exhibirás. Es imposible… ¡Oh, vamos! Lo sé perfectamente, es eso lo que quieres, es eso… Quieres hacerme sufrir, ¿verdad? Cuando oiga salir de sus labios la palabra «abuela» dirigida a mí, creo que me mataré —añadió en voz baja—. ¡Cómo sufro! Tú no puedes entenderlo… Me consideras un monstruo. Pero soy yo quien tiene razón, yo, yo, porque veo la vida como es, tan corta, tan triste sin amor, sin el deseo de los hombres… ¡Y luego la larga y horrorosa vejez! En cambio tú… tú eres joven, olvidarás a Olivier… ¡No te pedí la eternidad, por Dios! Sólo dos, tres años… Pero no, te las arreglarás para que todo el mundo sepa la verdad, para que yo espere a cada momento una mirada de curiosidad, un murmullo de lástima: «¿Es posible? Parece joven, pero…». ¿Y las mujeres? ¿Las burlas de las mujeres, de las enemigas, de las amigas? Espera un poco, espera dos, tres años, y ya verás, ya verás: seré una buena madre, no tendrás queja de mí y puede que entonces quiera al niño… Dime que no te lo quedarás…
—Me quedaré con el niño, lo reconoceré, lo criaré —respondió Marie-Thérèse con dureza—. Ahora, vete.
Se dejó caer sobre la cama y se quedó inmóvil, sin una palabra ni una lágrima. Su madre siguió hablándole largo rato, pero ella mordía la sábana y callaba. Por fin, Gladys se marchó.