12

Gladys regresó a su habitación una hora después. El sol había salido al fin. Se paseó largo rato por la estancia; luego se dejó caer en la cama y cerró los ojos. Pero al instante oyó los débiles pero agudos gemidos del bebé, al que Jeanne había acostado en la habitación contigua.

—¡Marie-Thérèse ha muerto! —gimió en voz alta, y las lágrimas acudieron al fin a sus ojos.

Volvió a la habitación de su hija. Jeanne lo había limpiado todo. Marie-Thérèse estaba tendida en la cama con su carita de cera hacia el techo, la cabeza hundida en la almohada y las manos unidas sobre la cintura. Temblando, Gladys echó la manta de armiño sobre los pies de su hija: no soportaba la visión de aquellos pies helados. Por un segundo, se olvidó de la existencia del recién nacido. Ya no lloraba. Las facciones de Marie-Thérèse habían perdido su expresión angustiada y trágica; se veían severas y frías. Gladys le acarició el pelo con suavidad.

—Mi pequeña… —murmuró con un sollozo ronco.

Por momentos, su pena desaparecía y sólo sentía una especie de estupor. Quería agudizar su dolor; ella misma buscaba imágenes, recuerdos, y entonces sentía una desesperación tan inmensa que se asustaba.

Cuando Carmen González llegó, se abalanzó sobre ella y le cogió las manos.

—Está muerta, ¿ha visto? ¿Está muerta? —murmuró.

—¿Se ha matado? —preguntó Carmen con su voz seca.

—¿Matado? ¡Oh, Dios mío, no! Mi pobre pequeña… ¿Por qué iba a matarse? No; ha sido un accidente, sin duda la hemorragia… No ha llamado a nadie… ¿Por qué, por qué no ha llamado?

—Escuche —dijo Carmen—, ahora no hay que llorar. La verdadera desgracia ya había ocurrido, cuando la pobre chica… Ahora quizá todo sea para mejor… ¿Qué? —preguntó al ver que Gladys hacía un gesto—. Hay que ver las cosas como son. ¿Qué habría sido de ella? ¿Quién se habría casado con ella? Un cazadotes, un canalla… En cuanto a usted, si se hubiera sabido…

Gladys no escuchaba. Desesperada, pensaba: «No es culpa mía. De mis labios no oyó una palabra de reproche. Habría hecho lo que fuera por ella…».

—¿Qué hace aquí? —dijo Carmen—. Tiene una cara que asusta. Acuéstese y déjenos hacer a nosotras —añadió mirando a Jeanne.

—¿Qué más se puede hacer, Dios mío? —murmuró Gladys, ocultando la cara entre las manos—. Ya le he dicho que está muerta, muerta… No hay nada que hacer…

Carmen se encogió de hombros.

—Si quiere que todo el mundo se entere… Vamos, acuéstese y no se preocupe de nada. —La acompañó al dormitorio, la obligó a tumbarse y le calentó los pies desnudos entre las manos—. Está helada…

Esa palabra, ese gesto, le recordaron a Gladys a su hija muerta.

—¡Oh, Marie-Thérèse, mi pequeña! —Y soltó bruscos gemidos, fuertes y roncos, que sorprendieron a Carmen por lo repentinos y violentos—. ¡Marie-Thérèse! ¡Marie-Thérèse! Sus pobres piececitos fríos, sus manos heladas…

Siguió llorando un rato, hasta que se quedó inmóvil en la cama, los ojos apagados y fijos. Sentada a su lado, Carmen le daba palmaditas en las manos.

—Vamos, vamos, sea razonable… Llorar no le devolverá a su hija. Es una desgracia irreparable, sin duda, pero… dígame: ¿y el niño, el pequeño?

—¿El pequeño? —repitió Gladys en voz baja.

—Sí. ¿No quiere quedárselo?

—No, no —murmuró con esfuerzo—. No puedo. Que no me pidan eso… Es imposible…

—Mire, déjeme decirle sinceramente lo que pienso. Por supuesto, usted hará lo que quiera… Créame, no se quede en medias tintas. Cójalo y haga que lo críen cerca de usted, si quiere. Pero si no desea quedárselo ni darle su apellido, lo mejor para usted y para él es abandonarlo enseguida. Es preferible confiarlo a la asistencia social y que esto acabe… Además, siempre podrá recuperarlo si cambia de idea. Porque criarlo lejos de usted, esconderse y pensar que nadie sabrá nada, que podrá ir a verlo de vez en cuando sin levantar sospechas, eso son zarandajas. Es abrir la puerta al chantaje. ¿Lo comprende?

—No, no, eso no —respondió Gladys—. La asistencia social no… Consiga que lo críen lejos. Que nadie lo sepa… Pagaré lo que haga falta.

—Con dinero todo es posible —suspiró Carmen—. Si es lo que quiere, buscaremos una nodriza… lejos de aquí.

—Sí.

—Yo me encargaré de todo, no se preocupe. Afortunadamente, la muerte ha sido natural. Conozco a alguien del ayuntamiento —dijo Carmen, inclinándose hacia el oído de Gladys—, alguien que me ha hecho favores en situaciones así… Haré declarar al niño nacido en Beix, en mi consulta, de padre y madre desconocidos. Pasará con los demás. Eso evitará las indiscreciones… En cuanto a su hija, puede decir que ha muerto de una afección respiratoria, ¿le parece? Eso explicará que no se la haya visto en los últimos tiempos. Además, Niza está desierta y estamos en guerra… Nadie se preocupa de lo que pasa en casa del vecino. Es una suerte, dentro de su desgracia. Jeanne es discreta, ¿verdad?

—Sí —murmuró Gladys.

—Llámela.

Jeanne se presentó ante su señora. Tenía la cara enrojecida y le temblaban las manos. Estrechaba al recién nacido contra su pecho.

—Aparte de usted, nadie sabe nada, ¿verdad? —le preguntó Carmen—. Bien. Si mantiene la boca cerrada, la señora sabrá recompensarla.

—¿Qué harán con el pequeño? —preguntó Jeanne.

—Buscarle una nodriza, claro. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

—¿Quiere verlo? —preguntó Jeanne sin responder a Carmen, mostrándole el niño a su señora.

—No —dijo Gladys con los labios apretados—. No quiero.

—El niño no tiene la culpa, señora —murmuró la doncella.

De pronto, Gladys sintió un horrible cansancio. Se encogió de hombros.

—De acuerdo, démelo —dijo.

—Después de todo, la señora es su abuela —observó Jeanne, que temblaba de cólera.

El pálido rostro de Gladys se encendió. Una expresión extraviada, casi demencial, desencajó sus facciones.

—¡Lléveselo! ¡Lléveselo! ¡Que no lo vea, que no vuelva a verlo! ¡Lo odio! ¡Daré dinero, daré todo lo que tengo, pero que no vuelva a verlo!

—Ya lo cojo yo, señora —dijo Jeanne.

Gladys volvió a dejarse caer en la cama, sollozando y agarrándose a los brazos de Carmen.

—¡Ocúpese usted de todo! ¡Déjenme! ¿Es que no van a apiadarse de mí? ¿Quieren matarme? Pues moriría con gusto si con eso pudiera devolverle la vida a Marie-Thérèse… Déjenme, déjenme… No puedo ver a ese niño… ¡No es nada mío! ¡No lo reconozco! ¡No existe! ¡No quiero saber que está en el mundo! Llévenselo…

En cuanto Jeanne se llevó a la criatura fuera de la habitación, la furia que se había apoderado de Gladys se apaciguó. Apartó a Carmen, fue a la habitación de su hija y se derrumbó al pie de la cama, sollozando. El corazón se le desgarraba.

—¿Por qué lo has hecho, Marie-Thérèse? —gemía—. ¿Por qué me has dejado? Ahora estoy sola, completamente sola… Dick se fue hace tiempo, y ahora te has ido tú, mi pequeña… Ya no hay un solo ser en el mundo que me quiera…

Poco después, Carmen le llevó ropa negra y la ayudó a vestirse. Gladys, muda y temblorosa, con los ojos secos y febriles, estaba más hermosa que nunca. De vez en cuando se apretaba el oprimido pecho con las manos y pensaba: «Si pudiera llorar, esto me dolería menos…».

Pero de sus ojos no brotaba una lágrima. Sólo un leve sollozo ronco y áspero entreabría a veces sus labios.

—Esto pasará —le dijo Carmen dirigiéndole su penetrante y desdeñosa mirada—. Ya verá como lo supera… Es usted demasiado mujer para ser madre mucho tiempo. Y demasiado joven para sufrir mucho tiempo.

—Calle —replicó Gladys en voz baja.

—¿Quiere darme ahora sus papeles, para las formalidades?

—Pero… aquí no tengo nada.

—Bueno, no importa, ya nos las arreglaremos… Por cierto, ¿qué edad tenía la pobrecilla? Quince, ¿verdad?

—No, eso no es verdad —murmuró Gladys—. Tenía diecinueve años, usted lo sabe bien.

—Hágame caso, pondremos los años que todo el mundo le daba: quince. Acostada así, con el pelo suelto, parece una niña… Nadie se atreverá a sospechar la verdad. Será lo mejor para su memoria y también para usted.

—Para mí… —dijo Gladys. ¿Qué podía importarle eso a Marie-Thérèse? Le entregó un cheque a Carmen—. Esto es para Jeanne, para el bebé… Que más tarde venga a verme. Quiero que al pequeño no le falte de nada, que sea feliz… Más adelante, ¿quién sabe? No tengo a nadie en el mundo…

—Sí, quién sabe —repitió Carmen, y una expresión de aguda inteligencia iluminó sus toscas facciones—. Algún día podría usted adoptarlo… Puede que al final lo quiera… como una madre. ¿Quién sabe?