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Cierto tiempo después, durante un viaje, Gladys volvió a encontrarse casualmente con el conde Tarnovski, el joven polaco que le había gustado en Londres aquella noche de baile. Se casó y vivió dos años con él. Apuesto y envanecido de su belleza como una jovencita, era inconstante, mentiroso, tierno y débil. La vida en común les resultó insoportable, porque empleaban el uno contra el otro armas parecidas, armas femeninas, mentiras, astucias y caprichos. Después, Gladys no pudo perdonarle que la hubiera hecho sufrir; odiaba el sufrimiento; como los niños, esperaba y exigía la felicidad.
Tras la separación, conoció a Richard Eysenach, famoso financiero de origen incierto, presidente de la compañía Mexican Petroleum y hombre temido por su fría y aguda inteligencia. Era feo, de torso pesado y poderoso, brazos nervudos, frente baja y medio oculta por un espeso pelo negro. Bajo sus gruesas cejas, unos ojos verdes y penetrantes, cuando se posaban en un rival, lo escrutaban con divertida y desdeñosa tolerancia. Para gustarle, las mujeres tenían que ser hermosas, dóciles y calladas. Enseñó a Gladys a obedecerle, a mostrarse alegre y feliz a un gesto suyo, a no preocuparse de otra cosa en el mundo que de su belleza y del placer. No se cansaba de mirarla mientras se vestía, dudaba entre dos aderezos y contemplaba sus facciones en el espejo. Tratarla como a una niña le procuraba un intenso placer sensual. Cuando Gladys se acurrucaba entre sus brazos, cuando murmuraba «A tu lado me siento tan pequeña, tan débil, Dick», cuando lo miraba de aquel modo, con tierna picardía, un destello de deseo y casi de locura animaba el frío e inescrutable rostro de Richard. Se abalanzaba sobre ella y le daba ardorosos mordisquitos en los labios, llamándola «mi niñita», «mi querida niña», «mi pequeña»…
Ese vicio inconfesado era la fuente del placer de Eysenach y, para Gladys, el secreto del poder que ejercía sobre él y sobre otros. Le gustaban sus rudas y osadas caricias. Más tarde, todos los hombres que la atrajeran se parecerían en algo a Richard. Durante mucho tiempo tuvo un amante, sir Mark Forbes, un político inglés que tuvo su momento de gloria antes de la guerra. Curtido por el hábito y la vorágine del poder, era duro y ambicioso, pero débil e inerme con ella. Eso era lo que le gustaba, lo que estimulaba a Gladys: necesitaba constantemente probarse a sí misma su poder sobre los hombres.
En los años previos a la guerra, su belleza alcanzó ese punto de perfección que sólo la felicidad y la satisfacción de todos los deseos otorgan a las mujeres. Olivier Beauchamp, el hijo de Claude y Teresa, apenas un adolescente, que fue recibido en casa de Gladys cuando ella pasó por París en 1907, vio a una mujer con un rostro y un cuerpo tan hermosos como a los veinte años, pero que ahora emanaba la seguridad y la paz de la dicha. Estaba rodeada de hombres enamorados y tan habituada a las promesas, las súplicas, las lágrimas, como un alcohólico al vino; lejos de estar saciada, necesitaba su dulce veneno como si fuera el único alimento que podía sustentarla. No trataba de ocultarlo. Opinaba que una mujer nunca se hastía, que es una bestezuela infatigable, que un ambicioso puede cansarse de los honores y un avaro del oro, pero que una mujer nunca renuncia a su oficio de mujer. Cuando pensaba en la vejez, le parecía aún tan lejana que la miraba de frente sin temblar, imaginándose que la muerte le llegaría antes que el final del placer.
Entretanto, su hija, la pequeña Marie-Thérèse, crecía a su lado. Era una niña preciosa, de tersa piel blanca, largo y lacio cabello rubio, con la conmovedora gracia de esa edad en que la belleza aún no reside en la expresión, sino en el modelado de las facciones y la tersura de la tez y, sin embargo, en la mirada y en torno a los labios entreabiertos, palpita, más que la emoción misma, el despertar, el presentimiento de la emoción. «Nunca se parecerá a su madre, nunca la igualará», decían de ella. Vivía a la sombra de aquella madre tan hermosa y, como todos los que rodeaban a Gladys, no deseaba más que agradarla, servirla y amarla.