17

Al día siguiente, el teléfono empezó a sonar cada cuarto de hora. Bernard no decía nada; se limitaba a colgar cuando la doncella respondía. Al final, Gladys se hizo llevar el aparato a su habitación.

—Soy yo —contestó temblando cuando volvieron a llamar.

—¡Hola! —exclamó Bernard—. ¿Eres tú, abuela?

—Ayer te di mil francos. ¿No puedes dejarme tranquila unos días?

—¿Crees que con eso queda todo saldado?

—Dime claramente lo que quieres.

—¿Por teléfono?

—No, no —murmuró Gladys, que oía ruido en la habitación de al lado—. Te llamaré yo.

—No. Ven a mi casa.

—¡Ni hablar!

—Como quieras. Por cierto, tu prometido, mi futuro abuelo, se llama Aldo Monti, ¿verdad?

—Estás jugando a un juego muy peligroso, jovencito —dijo Gladys, angustiada—. Esto es una especie de chantaje.

—Un chantaje un tanto especial, lo sabes.

Gladys fue a verlo al día siguiente. Bernard vivía en una habitación oscura y agobiante, de techo bajo y sucio. Una profunda grieta surcaba el mármol del lavabo, las sábanas estaban gastadas y amarillentas y la ventana, cubierta por un basto visillo de encaje.

—Qué habitación tan miserable —murmuró Gladys—. Vete de aquí cuando quieras, hijo…

Bernard la miró sonriendo.

—No es eso lo que necesito. No lo entiendes, te aseguro que no lo entiendes.

Había libros sobre la mesa y esparcidos por el suelo. Sobre la cama se veía una bandeja llena de naranjas.

—Dime, ¿qué quieres de mí? —le preguntó Gladys—. Estoy dispuesta a remediar el pasado en la medida de lo posible, pero… —Creyendo que la interrumpiría, Gladys se calló.

Bernard se limitó a mirarla con atención.

—Habla, te escucho —la animó—. ¿No quieres sentarte?

Gladys obedeció maquinalmente y, al darse cuenta de que le temblaban las manos, las escondió bajo el abrigo de piel.

—¿Por qué quieres provocar un escándalo?

—Pero, abuela, no lo entiendes. Te equivocas si piensas que pretendo reclamar unos derechos inexistentes, puesto que soy hijo ilegítimo. No se trata de eso. Al menos, aún no lo he meditado bien… Se trata de que siento la necesidad, que sin duda te parecerá extraña, de hacer notar mi presencia en tu vida, de perturbar tu maravillosa tranquilidad. Mírate en el espejo… No, en estos momentos no te pareces a la mujer que eras ayer, ayer mismo, cuando trataste con tanto estilo al desconocido que te seguía por la calle… En estos momentos se te nota la edad, querida abuela… Vamos, no te enfades. No reniegues de mí. Después de todo, soy sangre de tu sangre, ¿no? El único recuerdo que te queda de una hija a la que adorabas, a juzgar por el magnífico mausoleo de mármol blanco que hiciste erigir para ella en el cementerio de Niza. Lo he visto… Y he visto a la González, un personaje de lo más encantador. No me extraña que mi madre prefiriera morir a tenerla a la cabecera de su cama.

—¿Quién te crió? ¿Jeanne?

—No. Después de dejarte, volvió a colocarse, para ganarse su pan y el mío. Me confió a una prima suya, una antigua cocinera que vivía con un tal Martial Martin, maître retirado. Un hombre estúpido y honrado, que aceptó reconocerme para darme un apellido, si no ilustre, al menos honorable. Murió cuando yo era aún muy pequeño. Me crió esa prima de Jeanne, Berthe Souprosse, mamá Berthe, como yo la llamaba.

Gladys ocultó el rostro entre las manos.

—¿Te lo contaron ellas?

A modo de respuesta, Bernard se encogió de hombros. Aquellas dos mujeres no habían podido olvidar un solo detalle de la noche de su nacimiento; apenas hablaban de otra cosa, y casi era lo único en que pensaban, como suele sucederles a los humildes testigos de un drama cuyos protagonistas son más ricos y poderosos que ellos. Al principio, se cuidaban de que él no escuchara esas conversaciones; pero el pequeño Bernard utilizaba todos los recursos de su ávida y paciente inteligencia para reconstruir la verdad con los retazos de frases, los suspiros y las miradas que se les escapaban a las mujeres. Los recuerdos de aquella noche, la muerte de Marie-Thérèse, la actitud y el carácter de Gladys… Poco a poco, todo fue adquiriendo para él la extraña fascinación de una obra de arte. Por la noche, tras acostarlo en la gran cama que compartía con mamá Berthe, ambas mujeres se sentaban en el comedor ante el brasero encendido y, con la labor en las manos, retomaban incansablemente el mismo tema.

Por el hueco de la puerta, el niño veía la espalda encorvada de Berthe, con los hombros cubiertos por una toquilla, y bajo el gorrito encañonado que aún usaba, la larga aguja de acero que asomaba entre el pelo blanco. Jeanne remendaba las batas y los pantaloncitos de terciopelo de Bernard. El niño se adormilaba, pero las historias de Jeanne continuaban en sus sueños. Ciertas frases retornaban noche tras noche, tan parecidas que Bernard podía recitarlas de memoria:

—En aquella casa, donde sobraba el dinero, no había ni una mala blusa para cubrirle el cuerpo a la criatura. Qué vergüenza… La abuela pagó cien mil francos por la tumba de la pobre señorita, cien mil francos de los de antes de la guerra, mientras que este pequeño, que es sangre de su sangre, habría podido morirse sin que ella se acordara de su existencia…

Bernard se frotaba los párpados para ahuyentar el sueño, se espabilaba y las escuchaba con avidez, alimentando en su corazón un odio sordo y complejo que daba a su vida un sabor amargo pero delicioso.

Ahora contemplaba con fría curiosidad a Gladys, inmóvil y temblorosa frente a él.

—¿Qué quieres de mí? —repitió ella.

—Hablaremos de eso otro día —murmuró Bernard sonriendo—. Hoy no quiero pedirte nada. Hoy sólo deseaba verte y hablar contigo.

—No volveré.

—¡Ya lo creo que sí! De eso no me cabe la menor duda. Volverás en cuanto te lo indique.

—Pues no.

—¿De veras? —rezongó Bernard—. Seguramente ahora mismo estás pensando en marcharte de París… Te dices: «Soy rica. Si quiero, mañana me iré al fin del mundo. Este don nadie no podrá seguirme». Pero una carta sí podrá seguir al conde Monti.

Gladys no respondió. Buscaba en Bernard algún rasgo de Marie-Thérèse. No parecía de su sangre. Su voz era suave y femenina, pero su risa era dura. Suspiró. «En unos años, puede que en unos meses, me llegará la vejez —se dijo—, la auténtica vejez, la que sólo es renuncia y tranquilidad. Llegará el día en que estaré cansada del amor; y como la naturaleza no hace milagros, como el único ser salido de mis entrañas está muerto, ¿por qué no éste? Tendré un hogar, una casa en la que descansar… Desde luego, soy culpable, pero… —Porque, ¿quién condena sin apelación ante el tribunal de su propia alma?—. Era joven, demasiado hermosa, mimada por la vida, los hombres, el mundo, mimada por el amor…».

Le habría gustado decirle eso a Bernard; pero aquel rostro afilado, pálido, feo, la llama de inteligencia que brillaba en el fondo de aquellos ojillos azules, detenían las palabras en sus labios. Volvió a contemplar la mísera habitación de estudiante, los cristales sucios, la raída alfombra y la fotografía que descansaba sobre la mesa.

—¿Quién es? ¿Tu amante? —El chico no respondió—. No he venido por tus amenazas, Bernard. No creas eso. No puedes entenderlo. Si fueras una mujer, comprenderías que se puede pasar una parte de la vida en el olvido más completo, que se puede no ver transcurrir el tiempo, que se puede no tener en el corazón más que el amor de un hombre y olvidar todo lo demás. No he venido como enemiga. ¿Cómo podría?

—Has pensado en marcharte, ¿verdad? —la atajó él.

—Sí, pero sé que mi amante recibiría esa carta. Ya lo ves, no me defiendo. No niego nada. Lo único que te pido es que me dejes ayudarte. Soy rica. Puedo proporcionarte una vida envidiable.

—Lejos de ti, ¿verdad? —Gladys lo miró angustiada.

—¿Qué quieres decir?

—Pretendes darme dinero. ¿Y si lo que quiero es otra cosa?

—Estoy dispuesta a quererte como una madre —dijo Gladys débilmente.

Bernard soltó una risita seca.

—¿Y quién te pide amor? ¿Quién te necesita a estas alturas? Algún joven gigoló, supongo; ese Monti, que debe de ser un chulo…

—Monti es un hombre honrado —afirmó ella con suavidad.

—¿Y vive contigo, con una mujer de sesenta años? Entonces, ¿te engaña?

—Es posible —murmuró con el corazón desgarrado por un dolor súbito.

—De todos modos, eso no es asunto mío. Volvamos a lo nuestro. ¿No se te ocurre ofrecerme otra cosa que dinero o tu tardío afecto? ¿Y si yo fuera ambicioso? ¿Si no me conformara con el estado civil que me diste? Hijo natural, reconocido posteriormente por Martial Martin, antiguo maître

—Es demasiado tarde para remediar eso.

—¿De veras? Pues habrá que meditarlo… —murmuró Bernard pensando con regocijo: «La vieja tiembla… Quién sabe». Pero lo que en ese momento hacía latir su corazón con malévolo y delicioso júbilo no era la esperanza de un brillante porvenir, ni siquiera el placer de la venganza, sino la satisfacción de un triunfo difícil—. Durante estos veinte años no has pensado ni una sola vez en mí, ¿verdad?

—No.

—Podría haberme muerto de hambre…

—Le dije a Jeanne que acudiera a mí…

—Y te fuiste. Abandonaste Francia.

—Así es —admitió Gladys—. Pero pensaba volver al cabo de unos meses, te lo juro.

—Y te olvidaste de mí.

—Sí.

—Como se olvida a un perro.

—¡Oh, te lo suplico, no hablemos más del pasado! —exclamó Gladys juntando las manos—. Hay que ver cómo me miras… Con cuánto odio…

—¿Quieres presentarme a Aldo Monti?

—¿Estás loco? ¿Por qué?

—¿Y por qué no?

—No puedo —murmuró Gladys.

—¿Te avergüenzas de mí?

—Me avergüenzo de lo que hice —respondió ella, recurriendo a una mentira que podría apaciguarlo.

Pero Bernard negó con la cabeza sonriendo.

—¿Sólo es eso? Entonces te absuelvo. Además, ¿quién puede reprocharte que quisieras mantener en secreto el desliz de tu hija?

—Precisamente por eso, no puedo… Me resulta penoso, Bernard… —Gladys se sorprendió al oírlo reír, pero la dura risa dio paso a una voz suave:

—Entonces, no finjas. Olvidas que conocí a Jeanne y que, para una doncella, su señora no tiene secretos. Te da miedo confesar tu edad, ¡eso es todo!

Las empolvadas mejillas de Gladys enrojecieron súbitamente.

—Quiero a mi amante por encima de todo —se limitó a responder.

—¿Tu amante? ¿A tu edad? ¡Debería darte vergüenza pronunciar esa palabra!

—Lo quiero. Y si lo conservo, no es con la virtud ni con los buenos sentimientos. Tú aún no sabes nada de eso. Eres un niño. Lo conservo porque soy una mujer a la que se considera hermosa y todavía joven, una mujer que halaga su vanidad. Si supiera mi edad, si supiera, sobre todo, cuánto he mentido, cuánta vergüenza llevo en el corazón y que para mí la vejez es una desgracia y una derrota, me abandonaría. Y si se quedara, sería peor, porque entonces yo creería que lo que le interesa es mi dinero, y eso no podría soportarlo. Me moriría. Quiero ser amada.

—Así pues, ¿qué piensas hacer?

—Estoy segura de que comprenderás cuál es tu propio interés. No tienes nada que ganar con un escándalo. Legalmente no te debo nada. Según la ley, tienes un padre. De todas formas, yo no entiendo de leyes —añadió encogiéndose de hombros, cansada—. Estoy dispuesta a darte la única cosa de la que puedo disponer libremente: dinero. Más tarde, dentro de unos años, tal vez dentro de unos meses, mi amante me dejará. De la noche a la mañana, me convertiré en una vieja. Siempre ocurre así —murmuró—. Entonces será diferente. Pero estos momentos que me quedan… ¡No renunciaré a ellos por nada, por ningún remordimiento o sentido del deber!

Bernard no respondió. Se había levantado y acercado a ella. La observaba con ávida curiosidad.

—Ya puedes irte —murmuró al fin.

Y Gladys se fue.