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Vieja y vencida, Gladys aún era hermosa. El tiempo la había deshojado a regañadientes, con mano suave y prudente; apenas había alterado el dibujo de un rostro en el que cada rasgo parecía modelado con amor, tiernamente cincelado. El largo y blanco cuello permanecía intacto; sólo los ojos, que nada puede rejuvenecer, no brillaban ya como antaño; su mirada traicionaba la ansiosa y cansada sabiduría de la edad, pero cuando Gladys bajaba sus hermosos párpados, quienes la veían podían reconocer la imagen de una niña que había bailado por primera vez en Londres, en el baile de los Melbourne, una hermosa y muy lejana noche de junio.
En el salón de los Melbourne, con su revestimiento de madera blanca y sus duras banquetas de damasco rojo, los estrechos espejos empotrados habían reflejado el rubio cabello, cortado con flequillo sobre la blanca frente, y los brillantes ojos negros de una delgada muchachita todavía desgarbada y tosca a la que nadie conocía, cuyo nombre era Gladys Burnera.
Llevaba guantes largos, un vestido blanco adornado con volantes de muselina y rosas en el escote, el talle ceñido con un ancho cinturón de satén. Cuando bailaba, parecía que la dicha la llevara en volandas, que se moviera a impulsos de la brisa. Su cabello, trenzado y recogido en forma de corona alrededor de la cabeza, tenía el color exacto del oro; sin duda, era la primera vez que se peinaba de ese modo: ante cada espejo, volvía suavemente la cabeza y se miraba la delicada y blanca nuca sin un hilo de oro, sin una joya. Bajo el ceñidor llevaba un ramillete de pequeñas rosas rojas, sus preferidas, muy oscuras y fragantes; de vez en cuando, cerraba los ojos para aspirar su aroma diciéndose que nunca olvidaría aquella bocanada de perfume en el calor del baile, ni la brisa nocturna en sus hombros, ni el brillo de las luces, ni la música de vals que resonaba en sus oídos. Qué feliz se sentía… O puede que no, que aquello todavía no fuera la felicidad, sino su espera, una divina inquietud, una ardiente sed que le abrasaba el corazón.
El día anterior aún era una niña triste y débil junto a una madre odiada. Y de pronto aparecía como una mujer hermosa y admirada, pronto amada… «Amada», pensaba, y al instante sentía una profunda inquietud: se veía fea, mal vestida, mal educada; sus gestos eran bruscos y torpes. Con los ojos, buscaba con temor a su prima, Teresa Beauchamp, sentada entre las madres. Pero poco a poco el baile la iba aturdiendo; la sangre corría por sus venas, más rápida y ardiente. Volvía la cabeza y contemplaba los árboles del parque, la suave y húmeda noche tachonada de fuegos anaranjados, las pequeñas columnas de la sala de baile, graciosas y esbeltas como jovencitas. Todo la extasiaba, le parecía hermoso, raro y encantador. La vida tenía un sabor nuevo, agridulce, nunca probado.
Hasta los dieciocho años había vivido con una madre fría, severa, medio loca, una vieja muñeca repintada, tan pronto frívola como atemorizante, que arrastraba por todos los rincones del mundo su hastío, sus gatos persas y su hija.
Mientras bailaba esa noche en casa de los Melbourne, la imagen de aquella pequeña, escuálida y gélida mujer de ojos verdes la perseguía. Los dos meses que iba a pasar en Londres, en casa de los Beauchamp, se acabarían tan pronto… Sacudió la cabeza; procuraba alejar esa idea y bailaba más deprisa, más ligera… Los volantes del vestido giraban a su alrededor, y la agitación de la vaporosa gasa le producía una deliciosa sensación de vértigo.
Nunca olvidaría aquella breve temporada. Nunca volvería a sentir un placer de esa índole. En el fondo del corazón, siempre queda la añoranza de una hora, de un verano, de un fugaz momento en el que sin duda se alcanza el punto de floración. Durante unas semanas o unos meses, raramente más, una joven muy hermosa deja de vivir la vida normal. Está ebria. Se le concede la sensación de estar fuera del tiempo, fuera de sus leyes, de no sentir la monótona sucesión de los días, de disfrutar únicamente de los instantes de intensa y casi desesperada felicidad. Bailaba, corría al amanecer por el jardín de los Beauchamp y, de pronto, le parecía estar soñando y empezar a despertar, que el sueño había terminado.
Su prima, Teresa Beauchamp, no comprendía esa exaltación, esa alegría de vivir, que a veces se transformaban en profunda tristeza. Teresa había sido siempre más frágil y más fría. Unos años mayor que Gladys, era menuda y delgada, tenía la talla de un niño de quince años, una cabecita delicada, un poco cóncava en las sienes, la tez biliosa, hermosos ojos negros y una voz suave y sibilante que revelaba los primeros estragos de la enfermedad pulmonar que padecía.
Se había casado con un francés, pero, nacida y educada en Inglaterra, volvía asiduamente a Londres, donde poseía una magnífica casa. Teresa había tenido una infancia feliz y una juventud tranquila; se había acostumbrado a la vida social gradualmente, mientras que Gladys se había lanzado a ella de golpe. Teresa no poseía la belleza de su prima; ningún hombre la había mirado nunca como miraban a aquella indómita muchachita.
Al entrar en casa de los Melbourne, Gladys se había cogido a la mano de Teresa como una niña asustada. Ahora estaba bailando; pasaba por delante de Teresa sin verla, con los labios entreabiertos en una dulce sonrisa de triunfo. Su prima, que después de un vals se sentía cansada, la contemplaba con envidia y admiraba aquel cuerpo delicado que ocultaba unos nervios de acero para la diversión. Cuando le preguntaban «¿Es guapa su primita?», Teresa asentía haciendo con la cabeza un movimiento de asombro y cansancio que le daba la gracia de un pájaro enfermo, y respondía muy sensatamente: «Tiene una belleza muy prometedora», porque, en el rostro de sus iguales, las mujeres no ven florecer ese brote fugitivo y casi atemorizador.
—Procuramos que se divierta. We try to give her a good time —decía Teresa, y se erguía aún más en los duros cojines del canapé.
Nunca se apoyaba en los respaldos; nunca daba la menor muestra de impaciencia. Se abanicaba suavemente con una sonrisa cansada y tensa; tenía un tinte ardiente, enfermizo en los pómulos. La noche avanzaba. Teresa se sentía embargada por una profunda tristeza; al principio había mirado a Gladys con agrado, con la tierna indulgencia de la prima mayor; ahora, sin saber por qué, sufría al verla tan hermosa e incansable. Por un instante, sintió que le habría gustado agarrarla del brazo y gritarle: «¡Basta! ¡Para! Eres demasiado atractiva, demasiado feliz…». No sabía que durante muchos años Gladys despertaría esa tristeza celosa en el corazón de todas las mujeres.
Avergonzada, agitó el abanico con movimientos más vivos. Llevaba un vestido de satén cobrizo con una doble falda de chantilly, y su corpiño bordado lucía perlas broncíneas. Se miró en un espejo y se vio fea; envidió desesperadamente el sencillo vestido blanco de Gladys y su pelo dorado. Se recordó que estaba casada, que era feliz, que tenía un hijo, que aquella jovencita estaba en el umbral de una vida incierta. «¡Bah! Tú también cambiarás, pequeña —pensó con amargura—. Qué deprisa pasarán esa insolencia, esa lozanía… Cómo se apagarán esas miradas triunfales que lanzas a la gente. Tendrás hijos, envejecerás… ¡Bah! Aún no sabes lo que te espera, pobre pequeña».
De pronto, se levantó y se acercó a Gladys, que se había apoyado en el vano de una ventana, ante una cortina roja, y le tocó el brazo con el abanico.
—Vamos, querida —le dijo—. Tenemos que regresar a casa.
Gladys se volvió hacia ella. Teresa se quedó sorprendida ante el cambio que una hora de diversión había operado en aquella dócil y silenciosa muchachita. Todos sus movimientos eran de una facilidad y una habilidad etéreas; su mirada, triunfal; su risa, alegre y burlona. Aunque apenas parecía haber oído las palabras de Teresa, negó con la cabeza con impaciencia.
—¡Oh, Tess! ¡No, no! Por favor, Tess…
—Sí, querida.
—Vamos, sólo una hora más…
—No, querida, es tarde, toda una noche, a tu edad…
—Otro baile, sólo otro baile…
Tess suspiró. Como siempre que estaba cansada o irritada, su respiración se tornó más agitada, más dificultosa; sus labios dejaron escapar un silbidito ronco.
—Yo también he tenido dieciocho años, Gladys —le dijo a su prima—, y no hace tanto… Comprendo que el baile te parezca maravilloso, pero hay que saber dejar la diversión antes de que ella la deje a una. Es tarde. ¿No te has divertido bastante?
—Sí, pero eso ya ha pasado —murmuró Gladys a su pesar.
—Mañana, por no haber querido marcharte a su hora, estarás pálida y cansada. Este baile no es el último, la temporada aún no ha acabado…
—Pero acabará pronto —repuso Gladys con los ojos brillantes de impaciencia y ansiedad.
—Entonces será el momento de llorar. Ya sabes que todo se acaba. Tienes que aprender a resignarte.
Gladys había agachado la cabeza, pero no escuchaba. En su corazón, una voz interior ahogaba todas aquellas palabras vanas, una voz fuerte y cruel que clamaba: «¡Déjame! ¡Quiero divertirme! Si me privas de mis diversiones te odiaré… Si interrumpes uno solo de los instantes de felicidad que Dios me conceda, te desearé la muerte…».
No oía más que aquella embriagadora fanfarria, la voz misma de su juventud. ¿Era posible que fuera a ver acabar, caer en la nada aquella noche tan hermosa, tan perfecta, que para otros sólo fuera un baile más en la temporada de Londres, a fastidious affair, decía Tess, unas cuantas horas pronto olvidadas?
—Venga, he dicho que nos vamos —dijo su prima casi con brusquedad. Gladys la miró sorprendida. Tess suspiró—. Estoy enferma, cansada… Tenemos que irnos…
—Perdona —murmuró Gladys cogiéndole la mano. Su rostro había cambiado; otra vez era infantil e inocente. La llama cruel de sus ojos se había apagado.
—Vamos —dijo Tess esforzándose en sonreír—. Eres una buena chica, una chica sensata. Ven…
Gladys la siguió sin decir nada.