15
Un día de otoño, cinco años después, Gladys volvía a casa caminando por un bulevar desierto, bordeando el Bois de Boulogne. Aunque apenas eran las cuatro, empezaba a oscurecer. En el crepúsculo, París olía a bosque mojado. Gladys despidió el coche; caminaba deprisa, aspirando con placer el fresco y húmedo aire. No había un alma; sólo la precedía un perro olisqueando la tierra. Tras los postigos cerrados, las casas estaban a oscuras; empapados por la lluvia, los jardincillos vacíos relucían.
De pronto, vio a un muchacho enfundado en un impermeable gris y con la cabeza descubierta, que parecía esperarla bajo una farola encendida. Lo miró sorprendida y, mecánicamente, se llevó la mano al collar de perlas bajo la chaqueta de zorrillo. El joven la dejó pasar, pero al cabo de unos instantes empezó a seguirla. Ella avivó el paso, pero el chico no tardó en alcanzarla; Gladys lo oyó a sus espaldas y caminó aún más deprisa. De pronto, el desconocido se detuvo y pareció disolverse en la bruma. Sin embargo, instantes después, cuando Gladys ya se había olvidado de él, volvió a oír sus pasos detrás. El muchacho la siguió en silencio y, al llegar a otra farola, la llamó en voz baja:
—Señora… —Tenía un rostro delgado y joven, el largo y frágil cuello inclinado, como vencido por el peso de una cabeza demasiado grande—. ¿No quiere escucharme, señora? ¿Tiene miedo? No soy un maleante… Míreme.
—¿Qué quiere de mí?
El chico no respondió, pero siguió caminando detrás de ella, tan cerca que Gladys oía su respiración. Al cabo de unos instantes, empezó a silbar la melodía de La viuda alegre, repitiendo una y otra vez los dos primeros compases. Gladys escuchaba aquellos silbidos y el rítmico y entrecortado ruido de los pasos en la calle vacía con una extraña turbación. Se detuvo y abrió el bolso.
—No, señora…
—Entonces, ¿qué quiere?
—Seguirla —murmuró el chico con vehemencia—. No es la primera vez que lo hago. No se enfadará, ¿verdad, señora? Esto no es nuevo para usted. Un hombre oculto en las sombras, que la sigue… sin esperanza. ¿No se había fijado en mí? Pues ya hace un mes que la sigo. La veo salir de casa y volver por la noche, tarde… Veo a sus amigos. La veo subir al coche. No se imagina qué sensación me produce eso. Pero hasta ahora no había podido verla a solas… No se enfadará, ¿verdad, señora?
Gladys lo miró y se encogió levemente de hombros.
—¿Cuántos años tiene?
—Veinte.
—¿Y se dedica a seguir a una desconocida? ¿Pierde el tiempo de esta manera? —murmuró Gladys. Su demonio, el deseo de seducir, empezaba a despertar e, involuntariamente, su voz se suavizó.
—Usted parece buena, señora. ¿Querría regalarle una mirada, una sonrisa, a un pobre muchacho que sólo piensa en usted? ¡Oh, desde hace tanto tiempo…! —añadió con una voz extraña y temblorosa que traslucía su encendida imaginación.
—¡Es usted un niño! —exclamó Gladys—. Vamos, sea razonable. Le he escuchado con paciencia, pero seguro que comprende que ahora debe dejarme. Tengo un marido que podría tomarse a mal estas chiquilladas —añadió sonriendo.
—Usted no tiene marido, señora. Es una mujer libre y está sola. Muy sola…
—De todos modos —repuso Gladys, inquieta—, le ruego que me deje.
Él dudó, se inclinó y retrocedió hasta el muro de una casa. Gladys lo vio juguetear con las puntas de su bufanda roja y avivó el paso buscando un coche con la mirada. Pero el bulevar estaba desierto. Pasados unos instantes, volvió a oír los pasos del joven a sus espaldas.
Esta vez se detuvo y lo esperó.
—¡Oiga! ¡Ya está bien! —lo increpó cuando llegó junto a ella—. Ahora va a dejarme tranquila o llamaré al primer policía que vea.
—¡No! —respondió el joven con voz dura.
—¡Está usted loco!
—¿No quiere saber mi nombre?
—¿Su nombre? ¡Está loco! —repitió Gladys—. No lo conozco y su nombre no me interesa.
—Eso no es del todo exacto. Usted no me conoce, es cierto, pero cuando sepa mi nombre sentirá mucho interés. —Esperó unos instantes y repitió—: Mucho… —Gladys callaba, pero el joven vio que las comisuras de sus labios temblaban—. Me llamo Bernard Martin —dijo al fin.
Gladys soltó un suspiro extraño, una especie de sollozo ahogado.
—¿Esperaba otro nombre? —le preguntó el muchacho—. No tengo otro.
—No lo conozco.
—Sin embargo, soy su nieto —dijo Bernard.
—Qué dice… —balbuceó Gladys—. No lo conozco. ¡Yo no tengo ningún nieto!
Era casi sincera: no podía relacionar la imagen de aquel joven, frente a ella bajo una tenue llovizna, con el recuerdo del niño sin apellido, de aquella criatura congestionada por el llanto a la que apenas había entrevisto hacía veinte años. Veinte años… El tiempo transcurrido nunca tendría para ella la misma duración que para los demás.
—¡Vamos, abuela, resígnate! De verdad soy tu nieto; no será difícil probarlo, créeme: tengo una carta de Jeanne, tu antigua doncella, que me recogió. Ella falleció, pero esta carta hablará en su lugar. Mis derechos…
—¿Tus derechos? ¡Yo no te debo nada!
—¿Ah, no? Entonces, perderé el juicio. Pero ¿y el escándalo? Piensa en el escándalo, abuela…
—¡No me llames así! —gritó Gladys, ciega de ira.
Bernard se metió las manos en los bolsillos y siguió silbando la melodía de La viuda alegre. Gladys se hincó las uñas en las palmas para dominar los temblores que la agitaban.
—¿Quieres dinero? Yo… Es verdad que me he portado mal… Dios mío, ¿cómo he podido olvidarme de ti durante tantos años? Le dije a Jeanne que acudiera a mí cuando se le acabara el dinero. Nunca lo hizo, y yo… me olvidé.
—Nunca me ha faltado de nada. No es dinero lo que busco…
Su tono de aversión ahuyentó en Gladys todo remordimiento y toda piedad.
—¿Buscas un escándalo? Ya… Pobre muchacho… Debes de venir de un rincón perdido de provincias. En París, el escándalo, como tú lo llamas… —Bernard callaba, pero seguía caminando a su lado, pensativo y silbando débilmente. «El hijo de Marie-Thérèse», pensó Gladys; pero esa idea no despertó ninguna emoción en su corazón, que sólo llenaba el sordo rumor del miedo—. ¿Quieres dinero? —repitió.
—De acuerdo, sí —murmuró el chico.
Gladys abrió el bolso a toda prisa, sacó un billete de mil francos y se lo tendió. Bernard asintió.
—Tu amante se llama Aldo Monti, ¿verdad?
—¿Crees que me asustas? ¿Imaginas que a mi amante le importa que mi hija fuera madre hace veinte años?
—Exacto, abuela, exacto. Me crió Jeanne y he hablado con la González, ya sabes… Esas dos mujeres te conocían como sólo los criados conocen a sus señores, hasta el fondo del alma. No me abandonaste porque fuera un hijo ilegítimo, sino porque no querías que se supiera tu verdadera edad. Te odio.
—¡Déjame!
—Es verdad que aún pareces joven… ¿Qué dicen de ti? ¿Te dan cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco? ¿Te conformas con cuarenta y cinco? Después de todo, tener un nieto de veinte años no es tan terrible… ¿O quizá me equivoco? ¿Eh? ¿Eh? ¡Oh, qué ganas tenía de verte de cerca, de oírte hablar! Eres casi como te imaginaba. Pero no, no… Por mucho que me dijeran que aún eras una mujer hermosa, con la apariencia de la juventud, te veía con los rasgos de un monstruo. Y de verdad eres un monstruo.
Bernard se inclinaba ávidamente hacia ella. Miraba su pelo rubio y su cara maquillada, mientras ella buscaba en él las facciones de Marie-Thérèse, mezcladas con las de Olivier Beauchamp. Pero todo eso pertenecía al pasado. Esos dos estaban muertos. En el mundo no había más que una realidad: ¡Aldo, su amante! Aquel muchacho endeble, esmirriado, se parecía a Marie-Thérèse y Olivier como una caricatura a una imagen encantadora. Pálido, llevaba el pelo lacio revuelto sobre la frente y el bozo mal afeitado, y sus demacradas mejillas parecían transparentes de puro flacas. Sólo los ojos recordaban a los de Marie-Thérèse: ojos azules y vivaces bajo unas largas pestañas negras, aún más hermosos porque brillaban en aquel delgado y feo rostro.
—Escúchame bien —dijo al fin Bernard en tono de fría amenaza—. Si no quieres pasarte las noches pegada al teléfono, porque te llamaré sin parar y si no respondes aporrearé tu puerta hasta que me abras, si no quieres un escándalo, una carta a tu amante, ven a verme. Vivo en la rue Fossés-Saint-Jacques, número seis. Hôtel des Etudiants. Te esperaré todos los días hasta las seis.
—¿Realmente crees que iré? —murmuró Gladys esforzándose en sonreír.
—Si eres una mujer inteligente…
—Está bien, ya veremos… Ahora vete, te lo suplico, ¡déjame! No soy tan culpable como crees —añadió Gladys en tono asustado y suplicante.
Bernard no respondió. Se sacudió el pelo, cubierto de gotas de lluvia, se abrochó la parte superior del impermeable y se fue.