19

Durante las siguientes semanas, Gladys volvió a visitar a Bernard varias veces. En aquella habitación miserable, el único sitio del mundo donde no tenía nada que temer ni fingir, la inundaba una extraña paz. Sólo allí podía mostrarse al fin como una vieja cansada, dejar que su cuerpo se encorvara y su cuello se inclinara, en vez de mantenerlo bien erguido para disimular el surco que recorría la piel bajo el collar de perlas.

Le había pedido a Bernard que le presentara a su amiga. Era una muchacha de rostro delicado y anguloso y pelo castaño, que le caía sobre la frente en un flequillo recto. Cuando reía, sus atentos y profundos ojos permanecían sombríos y serios; en cambio, cuando parecía triste o pensativa, chispeaban burlonamente. Se llamaba Laurette Pellegrain. Sus únicas posesiones eran un traje sastre de lana beige, una boina y una blusa de muselina floreada, que lavaba por la noche y volvía a ponerse por la mañana, incluso en lo más crudo del invierno. Era una de esas chicas de Montparnasse cuyo origen y verdadero nombre rara vez se conocen, que parecen alimentarse de cruasanes y cafés con leche, que no le importan a nadie y un buen día desaparecen como han aparecido. Gladys comprendió enseguida que Bernard había ido en su busca por ella, que el dinero era para Laurette.

Ese día, Gladys se quedó con ellos un buen rato, sin apenas hablar, viendo resbalar la lluvia por los cristales. Laurette tosía con espasmos violentos y cavernosos que parecían desgarrarle el pecho.

—Gladys, hay que mandar a esta chica a Suiza —dijo al fin Bernard—. ¿No podrías ayudarnos? Quiero ganarme la vida —murmuró bajando la cabeza.

—Pero ¿por qué, Bernard? Yo estoy aquí y…

—¡No quiero tu dinero! —la interrumpió él, colérico—. No es eso. ¿No lo comprendes? Quiero ganarme la vida.

—Bueno, eso no debe de ser tan difícil, creo yo… —opinó ella con la ingenuidad de la mujer rica.

—Eso crees, ¿eh? Pero ¿en qué mundo vives? ¿En qué sueño vives? Te quedaste dormida antes de la guerra y aún no has despertado. ¡Es increíble!

—Te daré todo el dinero que necesites, Bernard; ¿qué otra cosa puedo hacer?

—Tienes amigos, relaciones… Sé que conoces a Percier, el ministro…

—No, no, eso no… Es imposible. Confórmate con lo que te ofrezco… —añadió y, nerviosa, se puso en pie.

La noche la reanimaba, la empujaba hacia Monti, le insuflaba ilusoria juventud. Dejó un cheque sobre la mesa y se marchó.

—Volverá —aseguró Laurette sonriendo; se acercó a Bernard, lo miró con aquella penetrante atención que era su expresión característica y le preguntó—: ¿Es tu madre?

—¿Por qué? ¿Nos parecemos?

—Los dos tenéis una mirada fatal, ¿sabes? —respondió la chica, dibujando las palabras en el aire, como solía—. La misma mirada fatal de las mujeres del cruel Fragonard… —agregó.

—¡Oh, no, Laure, no hables así! —repuso Bernard mirándola con ternura—. Pareces una marisabidilla, y no hay nada peor que eso.

—Sí, cariño —murmuró ella, sonriendo sin escucharlo.

Él la atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza entre sus brazos.

—¡Te irás, Laurette, te curarás!

—Claro que sí —dijo ella con suavidad, acariciándole la frente con uno de sus delgados y ágiles dedos—. Y volveré. No me moriré. ¿Sabes?, si muriera ahora, mi vida sería así —explicó, dibujando un círculo en el aire con el dedo—. Un destino lógico, perfecto. Pero la vida nunca es así, sino así —aseguró, trazando una línea quebrada y desigual que se perdía en el infinito—. O bien así… Un signo de interrogación.

—Vuelve, tú vuelve, y ya verás: le sacaré a esa mujer hasta la última gota de sangre… ¿Quieres saber cómo se llama? Su nombre es Jezabel… ¿No lo entiendes? Da igual… Yo tampoco sé nada de ti, pero te quiero… Cuánto te quiero, Laure. Cuando vuelvas te compraré ropa bonita, joyas… Y todo con el dinero de Jezabel… Ya lo verás, cariño, ya lo verás.

Laurette se marchó con la maleta llena de libros, la cabeza descubierta, como de costumbre, la boina en la mano, temblando un poco en su trajecito de chaqueta beige. Se marchó a Suiza, que ya se había quedado con muchas otras como ella.