21
Entretanto, Gladys bailaba en el Florence. Eran cuatro: los Percier, Monti y ella.
Esa noche tenía lugar una especie de «combate final» entre Jeannine y Gladys, que veía, por signos imperceptibles, que estaba perdiendo la batalla, que a Monti le gustaba más Jeannine. Ésta se parecía a una fina rapaz: nariz estrecha y aguileña, grandes e inquietos ojos que se agitaban sin descanso bajo unos párpados pálidos y redondeados, y pelo negro y lustroso como un plumaje. Esa noche llevaba un peinado que hacía furor esa temporada: dos crenchas en forma de alas plegadas y ceñidas a la cabeza como un casco. Era infatigable, una de esas mujeres cuyo frágil aspecto esconde músculos de acero. Adivinaba la secreta debilidad de Gladys: su edad. Monti la atraía, pero no tanto como el reto de arrebatarle el amante a Gladys Eysenach.
Quería aplastar a aquella rival, más débil pero más hermosa, y Gladys, pálida y febril, aceptaba el desafío. Veía beber a Jeannine, y ella bebía. La veía bailar, y bailaba aunque las piernas apenas la sostuvieran. Los celos le roían el corazón. Habría dado la vida por arrancarle a Monti una sonrisa, una mirada de deseo. Sentía un espasmo casi voluptuoso cuando miraba a Jeannine. Pensaba en el revólver que había comprado y aún llevaba en el bolso, a mano. En un esfuerzo por reanimar su belleza, hablaba y reía como quien azota a un animal cansado, y Monti sentía un placer cruel estrechando entre sus brazos una tras otra a aquellas dos mujeres temblorosas.
Hacía mucho tiempo que Gladys no bailaba de aquel modo, hora tras hora, incansablemente, envuelta por el humo y la penumbra, con todas aquellas caras girando a su alrededor. Su cuerpo parecía hecho de un millar de pequeños y doloridos huesos.
«¡Muévete! —se decía con rabia—. ¡Baila! ¡Sonríe! Tienes que parecer despreocupada, hermosa, joven… Tienes que gustar y seguir gustando. ¡A todos los hombres, para que él lo vea, para que tenga celos!».
Esa noche, Gladys, que nunca había llevado más joyas que sus largos collares de perlas, se había cubierto los brazos y el cuello de diamantes, ya que Jeannine no tenía piedras tan hermosas. Había que atraer las miradas a toda costa; su amante no se preguntaría por qué todos los hombres clavaban los ojos en ella, cuánto de la admiración correspondía a las joyas y cuánto al cuerpo.
Había que ser hermosa y no dejar que a las cinco de la mañana, entre chicas jóvenes y atractivas, las arrugas se notaran bajo la capa de maquillaje y apareciera esa máscara de muerte que tienen las viejas cubiertas de afeites. No permitirse un instante de relajación o desfallecimiento. No reconocerse la más débil. Bailar, beber y seguir bailando. Obligar a un cuerpo, a unas piernas de sesenta años, a desdeñar la debilidad y el cansancio. Mantener erguida una espalda desnuda, lisa, empolvada de ocre, satinada, pero cuyos músculos dolían como heridas de guerra. No tiritar en la corriente de aire frío que había entre la puerta y la ventana abierta.
Las dos mujeres se hacían frente con una sonrisa.
—Ten cuidado, querida. Cogerás frío…
—Qué tontería… Yo no sé lo que es la debilidad ni el cansancio…
—Conque no, ¿eh? —replicaba Jeannine con suavidad—. Debes de creer que somos una generación penosa.
Gladys notaba que le temblaban las rodillas, pero se obligaba a mantenerse erguida. «Muévete, cuerpo, vamos, vejestorio, obedece…». Y, sonriendo, oía aterrada los silbidos de su quebrantado pecho.
Al final, a fuerza de voluntad, consiguió no sólo vencerse a sí misma, sino triunfar sobre Jeannine. Sus piernas recuperaron la agilidad, la cadencia, el ritmo de antaño; su respiración se acompasó. Ahora bailaba con la maravillosa ligereza de los veinte años. Sonreía entreabriendo los carnosos labios. Contemplaba en los espejos su vestido blanco y su pelo teñido, trenzado en forma de corona alrededor de la cabeza como en otros tiempos.
Las cuatro, las cinco de la mañana… Bernard seguía esperando bajo la lluvia. Gladys continuaba bailando.
De pronto, irrumpió un grupo de chicas y chicos jóvenes, un poco achispados, alegres. Las cabelleras de las muchachas agitaban en el aire mechones sueltos; el maquillaje, tan exquisito en los rostros jóvenes, parecía no formar más que una sola materia con la tersa y delicada tez. En ese momento, Gladys se miró con disimulo en el espejo y vio aparecer sus agotadas facciones bajo la máscara de maquillaje. Pero se recompuso y continuó bailando, apretada contra Monti. Los cansados ojos, irritados por el sueño, se le cerraban a su pesar.
También Jeannine empezaba a mostrar signos de cansancio. Era treinta años más joven, pero su belleza no era tan perfecta. Alrededor de ellas, la gente reía, apuntaba los tantos. El partido proseguía su curso.
Gladys parecía feliz y triunfante al fin, pero su idea fija seguía corroyéndola. Todo le recordaba su edad; todo empujaba a su mente hacia los recuerdos pretéritos. Hablaba y sonreía, pero en su interior la idea fija se desplegaba con la lentitud de una serpiente. Sin embargo, no abandonaba la lucha; todo su ser temblaba con la tensión nerviosa que caracteriza a aquellos cuyo impulso vital es demasiado fuerte: destrozados, sin apenas aliento, no aceptan morir. Había en Gladys una trágica imposibilidad de ser vencida.
Los demás sólo veían a una mujer sin edad, como todas las que han superado los cuarenta en París. Bajo las luces, con el maquillaje y las joyas, parecía hermosa, dotada de una belleza frágil, inquieta y patética; al amanecer, en la puerta, una vieja disfrazada, como las demás… De todos sus esfuerzos, de todos sus sacrificios, de tantas luchas, angustias y triunfos, no quedaba más que la pregunta desdeñosa de un joven a un amigo que ponía en marcha el coche:
—¿Gladys Eysenach? No está mal… ¿Aún lo hace?