11
Gladys estaba sola en su habitación, sentada ante el fuego. La de Marie-Thérèse quedaba lejos, en un ala de la casa separada de la suya por toda la anchura de un piso. No podía oír los débiles gemidos que su hija ahogaba bajo las mantas en ese momento.
Era una noche tranquila, sin un soplo de viento; las hojas de las palmeras apenas murmuraban. El mar, iluminado por la luna llena, se veía blanco y cremoso como la leche. Del suelo de baldosas ascendían vaharadas de aire frío. La doncella había encendido la chimenea, que Gladys avivaba distraídamente ladeando su largo cuello, tan flexible, tan suave, tan blanco… No acababa de decidirse a irse a dormir. «Cuando esto haya pasado —pensaba—, me llevaré a Marie-Thérèse y no volveremos aquí. Olvidará. Aún es una niña. Es una experiencia terrible, pero olvidará. De todo esto sólo quedará la presencia de otro pequeño ser inútil y desgraciado sobre la tierra. ¿Por qué no me escuchó? ¡Ah, ojalá todo hubiera terminado ya! Qué pesadilla…».
Con un suspiro, se levantó, salió al jardín, rodeó lentamente el cedro y bajó hasta el mar. Volvió a subir, lanzó unos guijarros a la ventana oscura de Marie-Thérèse y la llamó en voz baja… Sin duda dormía. Pobre niña… Qué comienzo tan triste para una vida…
«Pero es joven —pensó con celosa amargura—. ¿Qué penas no borran los años? Aún no sabe nada, no comprende nada… ¡Ah, cuánto me gustaría estar en su lugar! ¿Qué importa todo eso cuando aún no tienes ni veinte años? Aceptaría todos los sufrimientos, todas las desesperaciones, a cambio de recuperar mi juventud».
Entró en la casa. Todo estaba en silencio. La doncella le había abierto la cama y preparado el largo camisón de encaje para la noche. Se desnudó y se quitó los anillos. Luego, volvió a sentarse ante el fuego y contó los meses transcurridos desde el comienzo de la guerra, desde la marcha de Olivier. El niño no tardaría en nacer.
«El niño…». Ni siquiera mentalmente podía pronunciar «mi nieto».
«Jamás, jamás le permitiré quedárselo —pensó—. Todos sus ruegos y lágrimas no servirán de nada… El pequeño será feliz, estará bien cuidado, no le faltará de nada, pero nunca lo veré, nunca oiré su nombre… Aun así, saber que existe, que respira, bastará para amargarme la vida… —Sentía el corazón acongojado. En adelante, sería una enemiga para su hija, lo sabía. Y eso la hacía sufrir. Necesitaba que la quisieran—. Bien, la fiesta ha terminado —trató de burlarse de sí misma—, ya no podré hacerme más ilusiones, seré una vieja. Da igual que aún parezca joven y hermosa; en mi corazón sabré que soy una vieja. Marie-Thérèse quiere quedarse a su hijo… Pobre inocente… ¿Hijos? Ocupan nuestro lugar, nos empujan fuera de la vida, repiten: “Vete, vete, ahora todo es mío… Deja tu parte del pastel. ¿Ya te lo has comido? ¿Te has saciado? Bien, ¡pues ahora vete!”. Eso es lo que los hijos, hasta los mejores, piensan de nosotros. “¿Te has saciado?”. Pero nunca nos saciamos, nunca… —Deseó poder morirse—. Sería lo más sensato, y Marie-Thérèse, en su corazón duro y virtuoso, pensaría: “Es su castigo”. Pero ¿de verdad tiene el corazón duro? Antes me quería… ¿Acaso tengo yo la culpa de que Olivier esté muerto? ¿Podía haber previsto que estallaría la guerra? Sin embargo, lo que no me perdona no es lo de Olivier. Es lo del niño…».
—¡Jamás veré a ese niño, nunca oiré su llanto! —murmuró.
Se acercó más al fuego y le preguntó a la doncella, a la que oía ir y venir por la habitación de al lado:
—Jeanne, ¿está encendida la chimenea en la habitación de la señorita?
—Sí, señora —respondió la doncella.
—¿La ha visto? ¿No necesita nada?
—He llamado a su puerta hace una hora —dijo Jeanne entrando en el dormitorio—. Me ha respondido que estaba bien, que iba a dormir.
Las dos mujeres se miraron y suspiraron.
—Qué desgracia —dijo Gladys volviendo la cabeza—. Qué desgracia, ¿eh?, mi pobre Jeanne.
—Mientras no se sepa… —murmuró la doncella—. Y la señorita tiene a su madre… ¿Cuántas chicas están solas cuando les ocurre una desgracia así y tienen que esconderse de sus propias madres, que son las únicas que pueden ayudarlas?… Es una gran suerte tener al lado a una madre.
—Nunca se lo perdonaré —murmuró Gladys.
—Sí, la comprendo, es una deshonra —repuso Jeanne asintiendo con la cabeza—. Pero hay que tener compasión, señora…
Jeanne llevaba años al servicio de los Eysenach. Era una cuarentona de cara redonda y colorada y ojos pequeños, negros y vivaces. El pelo empezaba a blanquearle. Había llevado una vida de lo más sencilla: siempre había sido doncella. No sabía otra cosa que su oficio, apenas leer y escribir, sólo zurcir los encajes, planchar la ropa blanca y apasionarse por la vida de sus señores. Le encantaban las deudas que había que ocultar y las cartas de amor que había que entregar. Nunca era tan feliz como cuando en una casa había un enfermo que cuidar, un niño menos querido del que ocuparse o una mujer abandonada por el marido. Para todo lo relacionado con la vida sentimental de sus señores tenía esa intuición extraordinaria, casi profética, que sólo poseen los criados o los niños. Sabiendo que todo disimulo era inútil, Gladys ni siquiera había intentado ocultarle el embarazo de Marie-Thérèse, pero le constaba que Jeanne no diría nada, que sentía vivamente la vergüenza de aquel nacimiento irregular: su preocupación por la respetabilidad burguesa era del más alto grado. Gracias a ella, nadie conocía el estado de Marie-Thérèse; ella misma había pedido que prescindieran de los demás criados. Nadie entraba en la casa; nadie veía a Marie-Thérèse…
—Nadie sospecha nada —repitió Jeanne.
Gladys no respondió. La mujer recogió las prendas que su señora había dejado caer en la alfombra y se marchó.
De nuevo a solas, miró su cama y suspiró. Le habría gustado aturdirse, bailar, beber, pero estaban en guerra. Niza se había vuelto tan triste y severa como el resto de Francia. Todas sus amigas se habían marchado. Aquel pequeño mundo frívolo y rutilante había huido. Las villas permanecían cerradas.
«Algún día la guerra acabará y todo volverá a ser tan alegre y encantador como antaño, y yo… ¡Oh! ¿Cómo lo soportaré? ¿Cómo he podido vivir sabiendo que un día envejecería? Todos sabemos que hemos de morir, pero es curioso: no temo a la muerte. La temería si creyera que no es el final de todo, pero sé que lo es… —Volvió a ver el rostro de Richard dormido entre sus brazos, tan sereno—. Él tampoco le tenía miedo a la muerte, pero no habría soportado la decadencia. No habría soportado ser pobre y desconocido. Bueno, pues para mí, para una mujer, es lo mismo, exactamente lo mismo. Quiero una vida que valga la pena vivir, si no ¿para qué? ¿Qué me dará la vida cuando ya no consiga gustar a nadie? ¿En qué me convertiré? Seré una vieja pintarrajeada, me pagaré amantes… ¡Oh, qué horror, qué horror! Más vale atarse una piedra al cuello y arrojarse al mar… ¿Se me verá en la cara que voy a ser abuela? Da igual, ya no tiene remedio…».
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Con rabia, se las secó con el dorso de la mano y se estremeció. Contempló las llamas. En la noche sólo se oía el croar de las ranas. El mar brillaba. ¿Qué estaría haciendo su hija?
«Pero, al fin y al cabo, ¿es tan digna de lástima? Después de todo, así es la vida… Quizá un día lamente los sufrimientos pasados. Un día, cuando sea amada y feliz… ¿Será más feliz que yo?».
Fumaba y dejaba caer la ceniza al suelo, arrojaba las colillas a la chimenea. Después cruzaba frioleramente los brazos bajo las largas mangas.
«Antes nunca tenía frío —se dijo—. Ahora, en cuanto entra aire por una ventana, el frío me cala hasta los huesos».
No conseguía adormilarse. El corazón le latía sordamente. Quería recordar los bailes, las conquistas, las fiestas. ¡Ah! ¿Qué había más maravilloso que eso en el mundo? Cuando ella aparecía, todo a su alrededor se volvía… no silencioso, sino atento. En cada mirada leía la confirmación de su belleza, de su poder. Los hombres que la habían amado…
«Eso es lo único que yo he amado verdaderamente —pensó—, su deseo, su sumisión, su locura, mi poder y el placer. Pero hay tantas mujeres como yo… ¿Sufren del mismo modo? ¿Todas las que no son sensatas burguesas, buenas madres de familia? Sí, sin duda. Es horrible haber apostado el sentido de la vida al placer y ver que el placer te rehúye, pero ¿qué otra cosa hay en el mundo? En el fondo no soy más que una mujer débil…».
Extendió las manos hacia el fuego y luego se levantó. El piano estaba abierto. Tocó unas notas… Sí, la música, la poesía y los libros estaban bien, pero ella sabía que sólo eran herramientas para seducir mejor, porque hasta el rostro más hermoso puede cansar, desagradar en un momento de preocupación o cansancio, pero para ella, como para la mayoría de las mujeres, esas artes no significaban nada, no le daban nada… Algunos versos apasionados o tristes, una bella frase musical, son ofrendas para el hombre, sólo para él, y cuando el hombre se ha ido no queda nada.
—Ésa es la pura verdad —murmuró con una risita que resonó en la silenciosa habitación y la hizo estremecer.
Lentamente, volvió a la cama, se acostó y se durmió.
En sueños, vio a Marie-Thérèse muerta. Se hallaba en una habitación oscura, cerrada y de forma indeterminada, y su hija yacía en la cama. Ella sabía que estaba muerta. Sin embargo, la pálida muchacha tendida en la cama hablaba, oía, veía y se parecía a la Marie-Thérèse real como una imagen borrosa, como un reflejo… Estaba tumbada sobre un costado y sonreía tiernamente. Gladys veía la silueta de su pálida y chupada mejilla. Las manos de Marie-Thérèse se alzaban y decía: «Cuánto te quiero, querida mamá… Nunca he querido a nadie más que a ti». Y le mostraba una camita de niño vacía. En el sueño, Gladys se inclinaba con angustia, veía que el niño no estaba y pensaba: «Sabía que no era verdad, que era imposible, que no había ningún niño…». Se sentía invadida por una extraordinaria paz, una alegría maravillosa que irradiaba. «¿Dónde está el niño?», preguntaba. Con una dulce sonrisa, Marie-Thérèse respondía: «No hay ningún niño. ¿De quién hablas? Tú eres mi niña». Ella le tocaba la frente y le preguntaba: «¿Te pondrás bien, cariño mío?». Cuánto la quería en ese instante… «No —contestaba Marie-Thérèse—. ¿No ves que estoy muerta? Pero es mejor así. Todo es mejor así».
Gladys se despertó sobresaltada y oyó la voz de Jeanne junto a su cama:
—¡Venga enseguida, señora! ¡Deprisa! ¡La señorita…!
—¿Ha nacido el niño? ¿Vive? —Sentía una angustia horrible, una esperanza horrible.
—¡Oh! ¡Venga rápido, señora, rápido!
En su habitación, Marie-Thérèse estaba tendida sobre sábanas empapadas de sangre. Retenía contra ella a su hijo, apretado contra su pecho muerto.
—No ha llamado, señora —dijo Jeanne—. Lo ha parido sola, la pobre… Ha muerto de la hemorragia, sin duda… He oído un grito y he venido corriendo. Pero no era ella quien gritaba, sino el niño… La señorita se nos ha ido sin pedir ayuda, sola, completamente sola…
Gladys se acercó con pequeños pasos al rostro inmóvil. Qué diferente era al del sueño… Reflejaba odio y miedo, y un terrible coraje. Con sus rígidos brazos, Marie-Thérèse apretaba contra su cuerpo a una mísera criatura ensangrentada y jadeante, cuyo cuerpecito sí se agitaba con el fluir de la vida.