Una mujer ocupó el banquillo de los acusados. Pese a su palidez y su aspecto angustiado y exhausto, aún era hermosa. Las lágrimas le habían ajado los delicados párpados y sus labios esbozaban una mueca cansada, pero parecía joven. Un sombrero negro le ocultaba el pelo.

Se llevó las manos al cuello mecánicamente, buscando sin duda el largo collar de perlas que solía adornarlo, pero lo tenía desnudo. Las manos dudaron, los dedos se cerraron lenta y lastimosamente. El numeroso público que seguía con la mirada todos sus movimientos dejó escapar un murmullo sordo.

—Los miembros del jurado quieren verle la cara —dijo el presidente del tribunal—. Quítese el sombrero.

La mujer obedeció y, una vez más, todos los ojos se posaron en sus desnudas manos, pequeñas y perfectas. Su doncella, sentada con los testigos en la primera fila, hizo un movimiento involuntario, como si quisiera acudir en su ayuda, pero, tomando azorada conciencia de la situación, enrojeció.

Era un día de verano parisino, fresco y sombrío. La lluvia resbalaba por los altos ventanales y una pálida claridad de tormenta iluminaba las maderas antiguas, el dorado artesonado del techo y las rojas togas de los jueces. La acusada miró al jurado, sentado frente a ella, y luego al público, arracimado en todos los rincones de la sala.

—¿Nombre y apellidos? —le preguntó el presidente—. ¿Edad?

De los labios de la mujer brotó un murmullo que no llegó a la sala.

—Ha contestado —cuchichearon unas mujeres del público—. ¿Qué ha dicho? No lo he oído… ¿Cuántos años tiene? ¡No se oye nada!

La acusada, de pelo rubio claro y fino, iba vestida de negro.

—Tiene buena presencia —susurró una mujer, y soltó un suspiro de satisfacción, como en el teatro.

La concurrencia, de pie, apenas oía el acta de acusación. Los periódicos vespertinos, que publicaban en primera página la semblanza de la acusada y el relato del crimen, pasaban de mano en mano.

Se llamaba Gladys Eysenach y estaba acusada de asesinar a su amante, Bernard Martin, de veinte años.

El presidente inició el interrogatorio:

—¿Dónde nació usted?

—En La Paloma.

—Es un pueblo situado en la frontera entre Brasil y Uruguay —explicó el magistrado a los jurados—. ¿Cuál es su apellido de soltera?

—Burnera.

—No hablaremos aquí de su pasado… Entiendo que su infancia y su primera juventud transcurrieron entre viajes a lugares remotos, sacudidos en muchos casos por conmociones sociales que han imposibilitado las investigaciones habituales. Así pues, en lo relativo a esos primeros años tendremos que atenernos a sus propias declaraciones. Durante la instrucción, afirmó usted que su padre era un armador de Montevideo, al que su madre, Sophie Burnera, abandonó a los dos meses de casados, por lo que usted nació en su ausencia y no llegó a conocerlo. ¿Es eso exacto?

—Lo es.

—Su infancia transcurrió entre numerosos viajes. Se casó siendo apenas una adolescente, como es frecuente en su país. Contrajo matrimonio con el financiero Richard Eysenach, del que enviudó en 1912. Pertenece a esa sociedad flotante, cosmopolita, sin raíces ni hogar en sitio alguno. Como lugar de residencia desde la muerte de su marido ha mencionado usted Sudamérica, Norteamérica, Polonia, Italia, España… Dejémoslo ahí. Sin contar los diversos cruceros en su yate, que vendió en 1930. Es usted extraordinariamente rica. Su fortuna procede tanto de su madre como de su difunto marido. Vivió en Francia en distintos períodos antes de la guerra y reside aquí de forma permanente desde 1928. Entre 1914 y 1915 vivió cerca de Antibes. Esa época y ese lugar deben de traerle recuerdos tristes: allí murió su única hija, en 1915. Tras esa desgracia, su vida se volvió aún más errática y vagabunda… En el ambiente de posguerra, propicio a las aventuras amorosas, mantuvo usted varias relaciones efímeras. Por fin, en 1930 conoció al conde Aldo Monti, perteneciente a una antigua y respetada familia italiana, en casa de unos amigos comunes. Monti le propuso matrimonio. La boda estaba decidida, ¿no es así?

—Sí —respondió Gladys Eysenach en voz baja.

—El compromiso fue casi oficial, pero usted lo rompió inopinadamente. ¿Puede decirnos el motivo?… ¿No quiere responder? Probablemente no estaba dispuesta a renunciar a su vida libre y caprichosa ni a todas las ventajas de esa libertad. Su prometido se convirtió en su amante. ¿Es eso exacto?

—Es exacto.

—No consta que tuviera usted ninguna otra relación desde 1930 hasta octubre de 1934. Fue fiel al conde Monti durante cuatro años. La casualidad puso en su camino al hombre que se convertiría en su víctima. Bernard Martin, un muchacho de veinte años de extracción muy modesta, hijo bastardo de un antiguo maître. Esa circunstancia, que hería su orgullo, fue sin duda el motivo que la impulsó a negar durante mucho tiempo, contra toda razón, sus relaciones con la víctima. Así pues, Bernard Martin, alumno de la facultad de Letras de París, domiciliado en el número seis de la rue Fossés-Saint-Jacques, de veinte años de edad, consiguió seducirla, a usted, una mujer de mundo extraordinariamente bella, rica y adulada. ¿Es así?… Al parecer, cedió usted con una rapidez inaudita, verdaderamente escandalosa. Usted lo corrompería, le daría dinero y finalmente lo mataría. Ése es el crimen por el que debe responder hoy aquí. —La acusada apretó lentamente sus temblorosas manos; las uñas se hincaron en la pálida carne y los exangües labios se entreabrieron, pero no dejaron escapar ningún sonido—. Diga a los miembros del jurado cómo lo conoció… —pidió el magistrado—. ¿Y bien? ¿No quiere responder?

—Él me siguió una tarde —dijo al fin en voz baja—. Fue el otoño pasado. No recuerdo la fecha… No, no me acuerdo —repitió, azorada.

—Durante la instrucción, mencionó usted la fecha del doce de octubre.

—Es posible —murmuró la mujer—. Ya no lo recuerdo.

—¿Él le hizo… proposiciones? Vamos, responda. Comprendo que la confesión le resulte penosa… Esa misma noche se fue con él, ¿correcto?

La acusada soltó un débil grito:

—¡No! ¡No! ¡Es falso! Escúcheme… —Con voz ahogada, añadió unas palabras que nadie entendió, y volvió a callar.

—Prosiga —pidió el presidente.

Una vez más, la acusada se volvió hacia el jurado y el público, que la observaba ávidamente. Hizo un gesto de cansada desesperación y soltó un suspiro.

—No tengo nada que decir —murmuró al fin.

—Entonces responda a mis preguntas, acusada. ¿Afirma usted que esa noche lo rechazó? La investigación ha podido determinar que al día siguiente, trece de octubre, fue a verlo a su casa, en la rue Fossés-Saint-Jacques. ¿Es exacto?

—Sí —admitió, y la sangre que le enrojeció las mejillas al responder refluyó lentamente y la dejó temblorosa y pálida.

—Entonces, ¿acostumbraba ceder de ese modo a los jóvenes que la abordaban en la calle? ¿O es que aquél le pareció especialmente atractivo?… ¿No quiere responder? Usted ha desgarrado el velo de su vida privada. En este lugar público, una sala de lo penal, todo ha de salir a la luz del día.

—Sí —murmuró Gladys Eysenach con cansancio.

—Así pues, fue usted a su casa. ¿Y luego? ¿Volvió a verlo?

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—No lo recuerdo.

—¿Le gustaba? ¿Lo amaba?

—No.

—Entonces, ¿por qué se entregaba a él? ¿Por vicio? ¿Por miedo? ¿Temía que amenazara con chantajearla? Tras su muerte, en su casa no se encontró ni una sola carta de usted. ¿Le escribía a menudo?

—No.

—¿Temía sus indiscreciones? ¿Le preocupaba que el conde Monti llegara a enterarse de ese extravío de los sentidos, de esa vergonzosa aventura? ¿Es eso? ¿La amaba Bernard Martin? ¿O la perseguía por interés?… ¿No lo sabe? Bien, vayamos al asunto del dinero. Para no manchar el recuerdo de su víctima, evitó usted mencionar ese hecho, que sólo un azar de la investigación permitió desvelar. ¿Cuánto dinero dio usted a Bernard Martin durante su breve relación? Duró exactamente del trece de octubre al veinticuatro de diciembre de 1934. El pobre muchacho fue asesinado la noche del veinticuatro al veinticinco. ¿Cuánto dinero recibió de usted durante esos dos meses?

—Yo no le di dinero.

—Sí se lo dio. Se encontró un cheque de cinco mil francos firmado por usted a su nombre y fechado el quince de noviembre de 1934. Ese cheque se hizo efectivo al día siguiente. Se ignora para qué se empleó esa cantidad. ¿Volvió a darle dinero?

—No.

—Se encontró otro cheque, también de cinco mil francos. Parece una especie de tarifa… Pero éste no llegó a cobrarse.

—Sí —murmuró la acusada.

—Ahora, háblenos del crimen… ¿Y bien? Es menos difícil decirlo que hacerlo, ¿no cree? Esa noche, la pasada Nochebuena, salió usted de su casa a las ocho y media de la tarde en compañía del conde Monti. Cenó con él en un restaurante, el Ciro’s. Tenían previsto pasar el resto de la velada con unos amigos comunes, los Percier, Henri Percier, el actual ministro, y su mujer. Los cuatro fueron a bailar a un local nocturno, en el que permanecieron hasta las tres de la madrugada. ¿Es exacto?

—Sí.

—Volvió usted a casa con el conde Monti, que la dejó a la puerta de su domicilio. Durante la instrucción, dijo usted que, cuando el coche se detuvo ante el edificio, vio a Bernard Martin oculto en el quicio de una puerta cochera. Es así, ¿verdad? ¿Le había dado cita allí esa noche?

—No. Hacía tiempo que no lo veía…

—¿Cuánto tiempo exactamente?

—Unos diez días.

—¿Por qué? ¿Habían decidido romper?… ¿No responde? Cuando lo vio en la calle aquella madrugada de diciembre, ¿qué le dijo él?

—Quería entrar en mi casa.

—Continúe.

—Me negué. Estaba borracho. Tuve miedo. Cuando abrí la puerta, él me siguió. Entró detrás de mí en la habitación.

—¿Qué le dijo?

—Me amenazó con contárselo todo a Aldo Monti, a quien yo amaba…

—¡Tenía usted un modo extraño de demostrarle su amor!

—Lo amaba —repitió Gladys Eysenach.

—Continúe.

—Me asusté. Le supliqué que no lo hiciera. Se burló de mí. Me rechazó… En ese momento sonó el teléfono. A esas horas, sólo Aldo podía… debía telefonearme. Bernard Martin cogió el auricular. Quiso responder. Entonces yo… saqué mi revólver del cajón de la mesilla, al lado de la cama. Y disparé… Ya no sabía lo que hacía.

—¿De veras? Es la frase típica de todos los asesinos.

—Pero es la verdad —repuso la acusada en voz baja.

—Admitámoslo. Cuando recobró la calma, ¿qué ocurrió?

—Yacía sin vida delante de mí. Quise reanimarlo, pero enseguida comprendí que todo era inútil.

—¿Y después?

—Después… mi doncella llamó a la policía. Es todo.

—¿De veras? Y cuando los agentes llegaron y descubrieron el cadáver, usted confesó sin ambages, ¿no es así?

—No fue así.

—¿Qué dijo?

—Dije —respondió Gladys Eysenach con voz ahogada— que acababa de llegar, que cuando me estaba desvistiendo en el cuarto de baño oí un ruido, que abrí la puerta y vi a un desconocido.

—Que estaba apoderándose de sus joyas, ¿correcto? Las joyas que, antes de desvestirse, había dejado sobre el tocador.

—Sí, eso es.

—La mentira habría resultado creíble —dijo el presidente volviéndose hacia el jurado—, porque la fortuna, la posición social de la acusada, la ponían fácilmente al abrigo de toda sospecha. Sin embargo, cuando llegó la policía, la acusada aún tenía puesto el abrigo de armiño, el vestido de noche y todas sus joyas… El mismo día fue hábilmente interrogada por el juez de instrucción. No vacilaré en calificar ese interrogatorio de modélico en su género. Y la declaración resultante es muy hermosa. Cruel, lo admito, pero muy hermosa… En ella vemos a esta mujer perder pie, embrollarse, como se dice vulgarmente, azorarse, mentir, retractarse. Jura, y con qué supuesta sinceridad, que Bernard Martin jamás fue su amante, lo asegura contra toda verosimilitud, contra toda lógica. Llora, suplica y, finalmente, confiesa. El juez de instrucción, en un análisis penetrante y hábil, la va cercando con sus preguntas y acaba reconstruyendo su aventura, en el fondo tan banal… Una mujer que envejece, atraída por la juventud de un muchacho, por la emoción de lo desconocido, de la aventura, puede que incluso por la humilde condición de ese amante. ¿Quién sabe? Ella, que sin duda estaba cansada de los amores de su misma posición, se le entrega y luego quiere romper, con la arrogancia de la mujer rica que cree que el amante ha sido pagado, que se conformará con esa limosna, que desaparecerá de su vida… Pero al muchacho, que sólo ha conocido camareras y prostitutas de baja estofa, su belleza y su prestigio le parecen irrenunciables. La persigue, la amenaza… Ella se asusta y lo mata… Es una declaración realmente conmovedora. Ante cada pregunta del juez, la acusada primero intenta zafarse y luego confiesa, responde «Sí, sí…». Ese monosílabo se repite continuamente. La acusada no explica nada. Le da vergüenza. ¡Se muere de vergüenza, como ahora, señores del jurado! Pero la reconstrucción de su crimen, el relato que le presentan de él, es tan convincente, tan inapelable, tan lógico, que no puede defenderse. «Sí», vuelve a decir, y «sí», al fin, a la pregunta más grave: ¿Lo ha matado premeditadamente? Luego, comprendiendo la importancia de esa respuesta, se retracta. Asegura haber disparado en un momento de enajenación… Sin embargo, acusada, usted nunca había poseído un arma, y resulta que, apenas tres semanas después de conocer a Bernard Martin, visitó una armería y a partir de entonces ya no se separó de ese revólver. ¿Es exacto?

—Lo guardaba en mi mesilla, al lado de la cama.

—¿Por qué lo compró?

—No lo sé…

—Curiosa respuesta… ¡Vamos, diga la verdad! ¿Pensaba matar a Bernard Martin?

—No; lo juro —respondió con voz temblorosa.

—Entonces, ¿contra quién pensaba utilizarlo? ¿Contra usted misma? ¿Contra el conde Monti, del que estaba celosa, según dicen? ¿Contra una rival?

—No, no —murmuró la acusada ocultando el rostro entre las manos—. Que no me interroguen más, no diré nada más… ¡Lo he confesado todo, todo lo que han querido!

—¡Muy bien! Ahora escucharemos a los testigos. Ujier, que pase el primer testigo.

Entró una mujer de rostro oliváceo; las lágrimas le resbalaban y los ojos le brillaban mientras, azorada, miraba primero el banquillo y luego las togas de los jueces. Fuera llovía a cántaros; se oía el monótono repiqueteo del agua. Un periodista que se aburría garabateaba frases de novela en su libreta: «El viento arranca largos gemidos a los dorados plátanos que bordean el Sena…».

—Nombre y apellido…

—Lariviére, Flora Adéle.

—¿Edad?

—Treinta y dos años.

—¿Profesión?

—Primera doncella de la señora Eysenach.

—No puede prestar juramento. La interrogo en virtud de mi poder discrecional. ¿Cuándo entró usted al servicio de la acusada?

—Un diecinueve de enero hará siete años.

—Díganos lo que sepa sobre el crimen. ¿Su señora tenía previsto salir a celebrar la Nochebuena con el conde Monti?

—Sí, señoría.

—¿Le dijo a qué hora volvería?

—Bastante tarde, eso dijo. Me ordenó que no la esperara.

—¿Eso era habitual? ¿O solía usted esperarla?

—El mes anterior había estado enferma y aún me sentía muy cansada. La señora no era como la mayoría de las jefas; trataba bien al servicio. Con gran bondad. Me dijo: «Se cansa demasiado, mi pobre Flora. Le prohíbo que me espere. Me desvestiré sola».

—¿Le pareció que esa noche se comportaba como de costumbre? ¿No estaba nerviosa ni agitada?

—Sólo triste… Estaba triste a menudo. La vi llorar más de una vez.

—¿Conoce el motivo de esas lágrimas?

—Tenía celos del señor conde.

—Continúe.

—La señora se marchó y yo me acosté. Mi cuarto está en el primer piso, separado de la habitación de la señora por un pasillo. Me despertó el timbre del teléfono. Recuerdo que la primera luz del alba penetraba entre las cortinas; debían de ser las cuatro o las cinco de la mañana. A veces, cuando la señora volvía a casa, el señor conde la llamaba por teléfono. La señora quería asegurarse de que el señor volvía directamente a su casa después de acompañarla. De hecho, a menudo era ella quien lo llamaba enseguida, con el pretexto de volver a oír su voz. Como decía, oí sonar el teléfono, pero nadie lo cogía. Eso me inquietó; presentí una desgracia. Me levanté, salí al pasillo y escuché. Oí la voz de la señora y la de un hombre, y casi al instante un disparo.

—Prosiga.

—Asustada, corrí al dormitorio, pero una vez allí… no sé por qué, no me atreví a entrar. Acerqué el oído a la puerta. No se oía ningún ruido, ni un suspiro, nada. Abrí y entré. Jamás lo olvidaré… La señora estaba sentada en la cama, vestida todavía, con su gran capa de armiño, el traje de noche y las joyas. La iluminaba la lamparita del tocador. No lloraba. Su rostro estaba pálido e impresionaba. La llamé y le tiré de una manga. Grité: «¡Señora! ¡Señora!». Parecía no oír nada. Al fin, me miró y dijo: «Lo he matado, Flora…». Lo primero que me pasó por la cabeza fue que había matado a su amigo… que había discutido con el señor conde y, en un momento de enajenación, le había disparado. Miré alrededor. Estaba tan conmocionada y en la habitación había tan poca luz que lo único que vi fue un bulto oscuro, como si alguien hubiera arrojado un montón de ropa al suelo. Encendí la luz y, en una esquina, vi el teléfono caído y junto a él el revólver. Luego distinguí un cuerpo tendido en el parquet… Dios mío… Me acerqué… No daba crédito a mis ojos: no era el señor conde, sino un joven al que no conocía de nada.

—¿Nunca había visto a la víctima, ni en casa de su señora ni en la calle?

—Jamás, señoría.

—¿La acusada nunca pronunció su nombre delante de usted?

—Jamás, señoría, jamás lo había oído nombrar.

—Cuando vio el cadáver del pobre muchacho, ¿qué hizo usted?

—Pensé que quizá aún respiraba y se lo dije a la señora. Ella se levantó y se arrodilló a mi lado. Le levantó la cabeza a aquel… a Bernard Martin. Se la sostuvo unos instantes entre las manos. Lo miraba sin decir nada, sin moverse, y de hecho ya no se podía hacer nada. Por la comisura de los labios le manaba un hilo de sangre. Parecía muy joven y mal alimentado; estaba muy delgado y tenía las mejillas chupadas y la ropa húmeda, como si hubiera estado fuera mucho rato. Esa noche llovía… «No se puede hacer nada. Está muerto», le dije a la señora. Ella no respondió, estaba absorta mirándolo. Cogió su bolsito sin apartar los ojos del joven, sacó un pañuelo y le limpió los labios, la sangre y la espuma que le salía por la boca. Soltó un suspiro y me miró como si acabara de despertarse… Entonces se levantó y me dijo: «Avisa a la policía, mi pobre Flora». Ese tuteo… ese… No puedo explicar cómo me hizo sentir. Fue como si la señora comprendiera que ya no tendría a nadie a su lado y me mirara un poco como a una amiga… Fui yo quien dije: «Era un ladrón, ¿verdad?».

—¿Lo creía realmente, señorita Lariviére?

—No, no lo creía… Debo decir la verdad, ¿no es así? Pero tampoco podía creer que la señora, tan amable, tan buena con todos, hubiera podido matar a alguien sin motivo… Pensé que la había hecho sufrir, que era un chantajista que la amenazaba.

—Ese aprecio por su señora la honra. Sin embargo, no debería haberle aconsejado que dijera una mentira infantil que sólo agravaría su caso. ¿Qué respondió la acusada?

—Nada. Salió del dormitorio y avanzó por el pasillo. Se retorcía las manos, como ahora… Luego entró en mi habitación y se derrumbó en mi cama. No se movió hasta que llegó la policía. Hacía frío. Fui a echarle una manta encima de las piernas y vi que ya estaba dormida. No se despertó hasta que se presentaron los agentes. Eso es todo.

—¿Alguna pregunta para la declarante? ¿Señores del jurado? ¿Señor fiscal?

—Señorita Lariviére —dijo el fiscal—, dando muestras de una fidelidad que la enaltece, se ha esforzado usted en describirnos a la acusada como una mujer amable, buena, querida por sus criados… No lo niego. Pero no ha mencionado usted su moralidad. No hablaremos aquí de las relaciones cuyo rastro se ha podido seguir, especialmente con un joven inglés, George Canning, muerto en el frente en 1916, ni con Herbert Lacy, a quien la acusada conoció en 1925, cuando regresó a París tras una larga ausencia. Omitiremos a todos los que los precedieron. Pero estaba usted al servicio de la acusada desde 1928. En todo este tiempo, ¿no le conoció ningún amante?

—El señor conde.

—Ése es de conocimiento público. ¿Y aparte de él?

—Nadie desde que conoció al señor conde, lo juraría.

—Ha utilizado el condicional…

—No entiendo…

—Bien. ¿Puede asegurar que antes del conde Monti no hubo nadie en la vida de su señora?

—La señora no me hacía confidencias.

—Comprendo. Pero ¿no le dijo usted a una amiga, y cito textualmente, que la señora debía de sentir algo muy profundo por el señor conde para haber sentado la cabeza? ¿Lo dijo usted?

—Sí, bueno…

—¿Lo dijo, sí o no?

—Sí, la señora había tenido amantes antes del señor conde, pero era una mujer libre, viuda y sin hijos.

—Es posible. Sin embargo, la defensa haría mal en presentarnos a la acusada como una mujer intachable, víctima de un canalla. Me propongo demostrar, como los miembros del jurado ya habrán comprendido, que para Gladys Eysenach no era la primera vez y que resulta muy poco verosímil creer que aquel muchacho, Bernard Martin, pudiese aterrorizarla hasta el punto de obligarla a cometer un asesinato. La acusada se presenta como víctima. ¿Sabemos si Bernard Martin no fue doblemente víctima de esta mujer? Bernard Martin, señores del jurado, a quien se intenta calumniar aquí presentándolo como una especie de gigoló, de rufián de baja estofa, era un muchacho bueno y estudioso. ¡Nada autoriza a emitir calumniosas suposiciones sobre su persona! La víctima, que preparaba su licenciatura en Letras, llevaba una vida sumamente modesta en el Barrio Latino, donde ocupaba una pequeña habitación en una pensión de ínfima categoría. Tras su muerte, sólo se encontró en su domicilio un total de cuatrocientos francos. Ropa modesta, ninguna alhaja… ¿Es ése, les pregunto, el modo de vida de un gigoló, del querido de una mujer rica a la que atemoriza con continuas amenazas? ¿Sabemos si no fue esta mujer quien, valiéndose de su belleza, de su fortuna, de su prestigio en sociedad, si no fue esta mujer a la que ven ante ustedes, señores del jurado, quien atrapó a ese muchacho en sus redes para corromperlo, antes de matarlo? Las cortesanas del gran mundo pueden resultar más temibles que las otras, porque son más hermosas y más inteligentes. ¡Desenmascaremos la hipocresía que consiste en glorificar a las primeras y reservar todo nuestro desprecio para las servidoras de la Venus venal! ¡Las mujeres a las que me refiero, estas Gladys Eysenach, necesitan el alma de sus amantes y su vida! ¡La acusada traicionó al conde Monti, se burló de los sentimientos de un caballero, puesto que no dudó en engañarlo con un muchacho desconocido! Se divirtió enloqueciendo a Bernard Martin. Pero el juego se volvía peligroso. Entonces ¡compró un revólver y fríamente, sin piedad, asesinó a ese joven que, de no ser por ella, habría podido seguir el curso de una vida de estudio, que se habría convertido en un hombre feliz y, quién sabe, útil a sus conciudadanos!

—Señorita Lariviére —intervino el abogado defensor—, sólo una pregunta, por favor. ¿Su señora amaba al conde Monti? Apelo a su sensibilidad de mujer.

—Lo adoraba.

—Gracias. Que esa simple frase sirva de respuesta a la magnífica elocuencia del señor fiscal. Una frase sencilla pero muy sincera. Adoraba a su amante. Enamorada y celosa, ¿quiso en un momento de extravío despertar a su vez los celos del veleidoso conde? ¿Cedió a aquel muchacho que la perseguía? ¿Lo lamentó luego y temió el escándalo hasta el punto de asesinarlo en un momento de enajenación mental que lamentará toda su vida? ¿No parece eso más sencillo, más humano, más lógico, que intentar convertir a esta mujer, culpable, cierto, pero encantadora y buena, en una especie de monstruo, en una vampiresa de cine?

El presidente despidió a la declarante. La acusada parecía extenuada. En ciertos momentos, sus facciones sólo reflejaban un doloroso aburrimiento. Al salir, su doncella le sonrió con timidez, como para animarla, y la señora se echó a llorar. Las lágrimas resbalaron por su pálido rostro. Se las secó con el dorso de la mano, agachó la cabeza y ya no se movió.

Fuera no paraba de llover. El cielo se había oscurecido. Encendieron las lámparas. Bajo aquella luz amarillenta, el rostro de la acusada parecía súbitamente trágico y sin edad. Sus facciones estaban inmóviles; la vida parecía haberse refugiado en sus atormentados ojos, hermosos y profundos.

—Ujier… —llamó el presidente—, haga entrar al siguiente testigo.

El calor era sofocante. Sentados en el suelo, en la misma sala, jóvenes abogados formaban una especie de alfombra negra.

—Nombre y apellido.

—Aldo de Fieschi, conde Monti.

Era un hombre de unos cuarenta años, muy alto, de cara atractiva y regular, afeitada, boca dura, ojos gris claro y largas pestañas.

—Pobre Aldo —dijo alguien en la sala, inclinándose hacia otro espectador—. ¿Sabe lo que me dijo al día siguiente del crimen? Estaba conmocionado y había perdido su altivez y su calma… «¡Ah, amigo mío! ¿Por qué no me habrá matado a mí?». Esta vergüenza, este despliegue de indignidades, eso no lo perdonará jamás.

—¿Qué sabe usted? Los hombres son muy raros… Ella se acostó con ese Martin para ponerlo celoso, sin duda. Y lo mató para que Monti no supiera nada… En el fondo resulta halagador.

—Ésa es la tesis de la defensa…

Entretanto, el presidente preguntaba:

—¿Pasó usted con la acusada la velada que precedió al crimen?

—Sí, señoría.

—¿Había conocido a la acusada en 1930?

—Así es.

—¿Quería casarse con ella?

—Sí, señoría.

—En un primer momento ella aceptó casarse y luego cambió de parecer, ¿no es así?

—Cambió de parecer.

—¿Por qué motivo?

—Dudaba en renunciar a su libertad.

—¿No dio otros motivos?

—No, no dio otros.

—¿Volvió usted a proponerle matrimonio?

—Varias veces.

—¿Proposiciones que siempre fueron rechazadas?

—Exacto.

—¿Tenía usted la sensación en los últimos tiempos de que en la vida de la acusada había otro hombre? ¿Temía a un rival?

—No, no sospechaba que lo hubiera.

—Háblenos de la noche que precedió al crimen, la última que pasaron juntos.

—Fui a buscar a la señora Eysenach a su casa hacia las ocho y media. Parecía la de siempre, ni nerviosa ni triste. Cenamos en Ciro’s. Acabamos la velada en el Florence con unos amigos comunes, los Percier… Nos marchamos hacia las tres de la madrugada. Esa noche mi coche estaba en el taller, así que utilizamos el de ella. La acompañé hasta la puerta y luego me fui a casa.

—¿La vio entrar en su domicilio?

—Me disponía a bajar, naturalmente, para acompañarla hasta la puerta de casa, pero había estado enfermo todo el día… Había aguantado a base de aspirinas. En el coche me daban escalofríos. Preocupada, la señora Eysenach me rogó que no saliera del coche. Era una noche gélida. Recuerdo que llovía y el viento soplaba con una fuerza extraordinaria. No obstante, su preocupación me hizo reír. La guerra me acostumbró a soportar esas penalidades y muchas otras sin darles importancia. Incluso hubo entre nosotros una especie de pequeña discusión divertida… Quise abrir la puerta y bajar, pero ella me lo impidió. Me cogió la mano, se escabulló y saltó a la acera. «Lleve a casa al señor conde», le ordenó al chófer. Apenas me dio tiempo a besarle la mano antes de que el coche arrancara.

—Sin duda había visto a Bernard Martin esperándola…

—Sin duda —confirmó secamente el conde.

—¿No volvió a tener noticias de la señora Eysenach hasta el día siguiente?

—Al llegar a casa, le telefoneé como habíamos acordado. Nadie respondió. Pensé que ya dormía. Su doncella Flora me despertó pasadas las seis para anunciarme el terrible suceso. Me dijo que fuera de inmediato, sin perder un segundo, que había ocurrido una desgracia. Comprenderá mi angustia… Me vestí a toda prisa y me lancé a la calle. Cuando llegué, la policía ya estaba allí. Encontré la casa llena de gente y el cadáver ya frío.

—¿Nunca había visto a la víctima?

—Nunca.

—Naturalmente, su nombre le era desconocido…

—Del todo desconocido.

—Señores del jurado, ¿tienen alguna pregunta que hacerle al testigo? ¿Señor fiscal? ¿Abogado?

—Señor —dijo el abogado defensor—, ¿querría decirnos si, tal como se ha asegurado, es cierto que la acusada se mostraba celosa de sus atenciones hacia una de sus amigas? ¿Nunca le hizo alguna observación al respecto?

—No lo recuerdo.

—¿Querría buscar en su memoria?

—En efecto, la señora Eysenach —dijo al fin el testigo— se mostraba celosa e irritable en los últimos tiempos…

—Sí —lo interrumpió el abogado en mal disimulado son de triunfo—, desde antes de conocer a Bernard Martin. ¿No concuerda eso con lo que intentaba describirles a los miembros del jurado hace unos instantes? ¿Una mujer aislada, incomprendida, buscando un mísero consuelo, migajas de amor al lado de un desconocido, engañada y escarnecida por el hombre al que adoraba?

—Mi cariño nunca le había faltado —aseguró Monti, que empezaba a aferrar nerviosamente la barandilla del estrado con sus anchas y delicadas manos.

—¿Nunca? ¿De verdad?

—Sentía el mayor afecto por la señora Eysenach —afirmó Monti—. Mi único deseo era casarme con ella, fundar un hogar… Pero ella no quiso. En consecuencia, no se me puede culpar si a veces he llegado a entregarme a ciertas distracciones inocentes, aunque la defensa parece querer reprochármelo…

—En efecto —dijo el presidente volviéndose hacia la acusada—, sólo de usted dependía llevar una vida honorable, pero al parecer prefería el aliciente del peligro y el azar en el amor.

La mujer no respondió. Temblaba visiblemente. El defensor siguió interrogando a Monti:

—¿Es posible que usted, señor, usted, a quien esta desdichada señora amaba, acredite de este modo la leyenda que hace de una pobre mujer enamorada y débil una criatura loca y depravada? Sin embargo, ¿quién mejor que usted para mostrarle indulgencia? Si ella hubiera visto en usted un afecto sincero, quizá eso la habría salvado… ¡Ah! —dijo elevando su famosa voz, su voz de oro—. Señor, me obligará usted a precisiones muy penosas. Lo lamento, pues hablaré con una crudeza que le ruego tenga a bien perdonarme… Sus asuntos financieros, señor conde, ¿no atravesaban una situación difícil en el momento en que conoció a la señora Eysenach?

En los bancos de la prensa, los periodistas taquigrafiaron:

«Grave incidente. El presidente suspende la sesión. Al reanudarse, el testigo declara…».

—La verdad es que mi familia, más rica en tierras que en dinero, nunca tuvo ingresos en consonancia con el rango que ostentaba. Sin embargo, no creo que haya en Italia o París nadie que sin mentir pueda acusarme de haber contraído deudas o vivido de forma extravagante. A mis ojos, la considerable fortuna de la señora Eysenach tenía menos peso que su atractivo y sus cualidades personales. No consideraba esa fortuna como un obstáculo para nuestra unión, porque, una vez casado, quería establecerme de un modo conveniente e incluso brillante. Aportaba a mi prometida un apellido que podía hacerle olvidar mi pobreza, por lo demás bastante relativa… Es curioso que pretenda reprocharme esos problemas pecuniarios que, en fin, en un noble romano no suelen extrañar a nadie.

—El tribunal se inclina ante la perfecta corrección del testigo —dijo el presidente—. Puede retirarse, señor Monti. Ujier, el siguiente.

Una mujer muy atractiva, envuelta en pieles de zorro, menuda, de tez blanca y rostro afilado, con un corto velito negro flotando ante sus ojos, subió al estrado y, parsimoniosamente, se despojó de los guantes para prestar juramento.

—Nombre y apellidos.

—Jeannine Marie Suzanne Percier.

—¿Edad?

—Veinticinco años.

—¿Domicilio?

—Rue de la Faisanderie, ocho.

—¿Profesión?

—Mis labores.

—Se la ha citado como testigo, señora, en su calidad de cuarto comensal en la cena que precedió al drama y como íntima amiga de la acusada…

—Gladys Eysenach era para mí, en efecto, una excelente amiga. La quería mucho. Aún siento por ella una enorme simpatía y, naturalmente, una infinita piedad…

La señora Percier se volvió hacia la acusada sonriendo, como si la invitara a devolverle la sonrisa, a reconocer su bondad. Gladys Eysenach irguió la cabeza y la miró; una leve mueca de amargura le crispó los labios. Por un instante, ambas mujeres se midieron con la mirada; luego, la acusada se alzó el cuello del abrigo con un gesto friolero y ocultó sus facciones.

—¿Estaba usted al tanto de la vida sentimental de su amiga?

—Dios mío, señoría, entre mujeres la amistad consiste en intercambiar chismorreos y direcciones de modistas, salir juntas y parlotear de esto y lo otro, pura cháchara, pero las confidencias son muy poco frecuentes. Naturalmente, conocía la relación de Gladys con el conde Monti, como todo el mundo. Pero, aparte del conde, no sabría decir nada, al menos con precisión.

—¿Sabe usted por qué motivo su amiga rechazó siempre las proposiciones de matrimonio del conde Monti?

—Supongo —dijo Jeannine Percier encogiéndose ligeramente de hombros— que quería conservar una libertad que debía de resultarle muy valiosa, a juzgar por el uso que hacía de ella.

—¿Querría ser más precisa, señora?

—No quiero decir nada malo, Dios me libre… Me limito a repetir lo que era de conocimiento público. Gladys era excesivamente coqueta. Nada le gustaba tanto como el flirteo, el reconocimiento y los halagos… Pero eso no es ningún crimen.

—En efecto, siempre que no pase de ahí.

—Mi marido y yo sentíamos por el conde la más franca amistad y lo pusimos en guardia muchas veces contra una boda que, en mi modesta opinión, los habría hecho infelices a los dos.

—Sin embargo, eran felices en su relación.

—Ella al menos lo parecía, aunque experimentaba unos celos terribles, dolorosos. También era violenta, tras una fachada de calma y serenidad… Cuando me enteré de este horrible crimen, no me sorprendí. Siempre me pareció que, en su interior, Gladys incubaba una tragedia. Era una mujer… misteriosa. Exigente hasta lo irracional. Pedía a los hombres una fidelidad que, por desgracia, no es de estos tiempos. Esperaba una devoción que estaba justificada por su belleza, cierto, pero su edad… No quería reconocer nada de eso. Nunca quiso admitir que la pasión de su amigo se hubiera atenuado, que aunque él seguía sintiendo por ella un afecto inquebrantable, en fin, quizá había llegado el momento de ser más indulgente, más tolerante… Por otra parte, como su propia vida sentimental estaba muy cargada, todo eso influía en su carácter y la volvía sombría e irritable.

—¿Puede hablarnos de la noche que precedió a los hechos, esa cena de Nochebuena que tan trágicamente había de terminar?

—Mi marido y yo cenamos en Ciro’s, donde nos encontramos con Gladys y el conde Monti. Decidimos acabar la velada en el Florence. El resto de la noche no ocurrió nada reseñable. Champán, bailes y regreso al amanecer. Eso es todo.

—¿La acusada parecía nerviosa, agitada?

—A mí me pareció extraordinariamente nerviosa y agitada, señoría. Cada vez que Monti miraba a una mujer (¡oh, de la forma más inocente, la mayoría de las veces!), cada vez que le hacía un cumplido banal a su vecina, la pobre Gladys palidecía y temblaba. Daba pena, se lo aseguro… Me habría gustado tranquilizarla, pero ¿cómo? Recuerdo que cuando nos despedimos la besé con todo mi cariño, y espero que comprendiera mi simpatía. Cuando pienso en todo lo que la pobre tuvo que pasar después, me alegro de no haber reprimido ese arranque espontáneo de afecto…

—¿Nunca vio a Bernard Martin en casa de la acusada?

—Nunca, señoría.

—¿Ni oyó su nombre?

—Tampoco.

—¿Tuvo conocimiento de otras relaciones análogas, sea directamente, a través de la propia acusada, o por terceros?… ¿Titubea? No olvide que debe decir la verdad.

—Pues… —murmuró Jeannine, retorciendo nerviosamente sus largos guantes—, no sé qué decir.

—Únicamente la verdad, señora. ¿Prefiere que la interrogue? Durante la instrucción, dijo usted que aquello no la había sorprendido, que tenía que pasar, y que era inevitable que la señora Eysenach cayera tarde o temprano en manos de un estafador… Cito sus propias palabras.

—Si lo dije durante la instrucción, será verdad…

—Tenga la amabilidad de concretar, señora. Está aquí para colaborar con la justicia.

—Al decir eso, pensaba en una… una casa de la rue Balzac que mi desdichada amiga tenía la debilidad de frecuentar.

—¿Quiere decir una casa de citas?

—Sí. No creo que deba ocultar a la justicia una conducta que, por extraña y anormal que parezca, puede arrojar luz sobre el lado patológico del carácter de Gladys.

El presidente del tribunal miró a la acusada.

—¿Es eso cierto?

—Sí —respondió ella con voz cansina.

El presidente alzó lentamente en el aire sus anchas mangas rojas.

—¿Qué placer vergonzoso iba usted a buscar allí? Todavía hermosa y unida a un hombre respetable, ¿qué aberración la empujaba a esos lechos de pago? Rica como es, ni siquiera tenía la excusa de la necesidad de dinero, la cual, por desgracia, tan a menudo pierde a las mujeres… ¿No quiere responder?

—No lo niego —dijo la acusada en voz baja.

—¿Ha terminado su declaración, señora?

—Sí, señoría. ¿Se me permite implorar la clemencia del jurado para esta dama desventurada?

—Ése es el cometido de la defensa, no el suyo —le recordó el presidente con una leve sonrisa—. Puede retirarse, señora.

Jeannine Percier abandonó el estrado, y el desfile de testigos continuó. Eran personas humildes, el portero de la casa donde vivía la acusada, su chófer… Declaraban de un modo torpe y hasta risible, pero era evidente que todos intentaban disculpar a Gladys Eysenach en la medida de sus posibilidades. Luego vinieron los médicos, unos para hablar del estado mental de la acusada, «nerviosa, excitable, pero en plena posesión de sus facultades y responsable de sus actos», y otros para describir el cadáver de la víctima.

El público, cansado, se agitaba con un sordo e incesante rumor, y determinadas frases, ciertos movimientos de los testigos, una palabra, un tic, una inflexión de voz, arrancaban a la sala risitas nerviosas.

—Haga entrar al siguiente testigo.

Era un anciano de tez pálida, casi transparente, y cabellos plateados; su larga y fina boca tenía en las comisuras de los labios ese pliegue de cansancio que revela una profunda usura del cuerpo. Cuando lo vio, la acusada soltó un débil suspiro de dolor e, inclinada hacia delante, miró ávidamente al recién llegado.

Gladys Eysenach lloraba; avejentada y exhausta, parecía haber agotado la vergüenza, abandonarse…

—Nombre y apellidos.

—Claude-Patrice Beauchamp.

—¿Edad?

—Setenta y un años.

—¿Domicilio?

—Boulevard del Mail, veintiocho, Vevey, Suiza. En París, vivo en el Quais Malaquais, doce.

—¿Profesión?

—Ninguna.

—Debe alzar más la voz para que lo oigan los señores del jurado. ¿Se siente capaz de ese esfuerzo?

El testigo inclinó la cabeza.

—Sí, señoría —respondió con suavidad y tratando de pronunciar con la mayor claridad—. Le ruego me perdone. Soy viejo y estoy enfermo.

—¿Quiere sentarse?

El testigo rechazó el ofrecimiento.

—¿Es usted pariente cercano de la acusada, su único familiar vivo?

—El apellido de soltera de la señora Eysenach es Burnera. Yo me casé con Teresa Burnera. El padre de mi mujer y el de Gladys eran hermanos, importantes armadores de Montevideo. Salvador Burnera, el padre de mi prima, era un hombre de gran inteligencia y vasta cultura. Por desgracia, su mujer y él estaban separados, y a mi prima la crió su madre, que era, creo, una persona de carácter bastante inestable, difícil. Había cortado todas las relaciones con su familia. Mi mujer vio por primera vez a su prima durante un viaje a Aix-les-Bains. Entonces Gladys era casi una niña. Mi mujer la invitó a pasar una temporada con nosotros en Londres, donde vivíamos en esa época.

—¿Eso se remonta a…?

Pero el testigo no respondió. Miraba compadecido el rostro de la acusada, que parecía ajado y lívido a la luz de las lámparas. Gladys bajó los ojos con tristeza. El anciano suspiró.

—Fue hace mucho tiempo —dijo al fin—. Ya no me acuerdo.

—¿Podría decir a los miembros del jurado cuál era el carácter de la acusada en esa época?

—Entonces era dulce y alegre. Buscaba el reconocimiento… Nada le gustaba tanto como que la cortejaran.

—¿Siguieron viéndose?

—Ocasionalmente. Mi prima se casó con Richard Eysenach. Viajaba mucho. Cuando pasaba por París, yo nunca dejaba de ir a presentarle mis respetos. Pero no solía quedarme en París. Mi mujer estaba delicada de salud y pasábamos varios meses al año en Suiza. No obstante, mi hijo Olivier visitaba con frecuencia la casa de los Eysenach… En 1914, unos meses antes de la muerte de la pobre Marie-Thérèse, la hija de mi prima, pasé por Antibes. Nos vimos allí. Luego regresé a Vevey. Mi hijo murió en la guerra. Fijé definitivamente mi residencia en Vevey, cuyo clima me conviene… No había vuelto a ver a mi prima.

—¿Es la primera vez que la ve en veinte años?

—Así es, señoría.

—Se lo ha citado como testigo en este penoso asunto porque en el domicilio de la acusada se encontró una carta dirigida a usted… Esa carta obra en nuestro poder. Se procederá a leerla a los miembros del jurado.

Cabizbaja, la acusada oyó:

—«Ven en mi ayuda. No te extrañes de que acuda a ti. Seguramente te habrás olvidado de mí. Pero no tengo a nadie más en el mundo. Todos los que me rodeaban han muerto. Estoy sola. A veces tengo la sensación de que me han arrojado viva al fondo de un pozo, a un abismo de soledad… Sólo tú te acuerdas aún de la mujer que fui. Me da vergüenza, una vergüenza horrible, pero quiero tener el valor de acudir a ti, sólo a ti, a ti, que me has querido».

»Esta carta fue cerrada y dirigida a su nombre y su dirección de Suiza, pero nunca fue enviada.

—Lo lamento profundamente —dijo Beauchamp en voz baja.

—Señora Eysenach, ¿quería confiarse a su pariente?

La acusada se levantó con esfuerzo e inclinó la cabeza:

—Sí…

—¿Hablarle de Bernard Martin? ¿Compartir con él la inquietud que esa relación despertaba en usted? ¿Pedirle consejo? Hemos de lamentar que no siguiera ese primer impulso…

—Quizá —respondió, alzando levemente los hombros.

—En los últimos tiempos, ¿la acusada nunca le escribió, señor Beauchamp?

—Nunca. La última carta que recibí de ella era la que me anunciaba la muerte de su hija.

—¿Considera a la acusada capaz de realizar un acto violento?

—No, señoría.

—Está bien, gracias.

El anciano se marchó. Otros testigos subieron al estrado. Gladys Eysenach alzaba los ojos de vez en cuando y parecía buscar un rostro amigo a su alrededor. Incluso las caras cuya curiosidad le había resultado tan penosa unas horas antes, ahora apartaban la mirada de ella, cansadas ya, hoscas, indiferentes. El público empezaba a sentir la lasitud y la impaciencia de los finales de sesión. Se oía el sordo rumor de los pasillos, que de vez en cuando penetraba en la sala por una puerta mal cerrada, como el ruido del mar batiendo contra un islote. Los presentes examinaban con frialdad el rostro angustiado, pálido y tembloroso de la acusada como se contempla a una fiera salvaje prisionera tras los barrotes de una jaula, feroz pero capturada, con las zarpas y los dientes arrancados, jadeante, medio muerta…

Con refunfuños, encogimientos de hombros y exclamaciones ahogadas, la gente murmuraba:

—Qué decepción. Y decían que era tan guapa, pero parece una vieja…

—Vamos, no sea injusta. Después de meses de prisión preventiva, sin ningún maquillaje, por no hablar de los remordimientos, me gustaría verla a usted en su lugar.

—Gracias.

—No se puede negar que tiene clase. Es fina… Miren qué manos tan bonitas… Unas manos que han matado.

—A partir de cierta cifra de impuestos, no se mata tan fácilmente.

—No estoy yo muy segura de eso…

—Engañar a un amante como Monti… —suspiró una mujer que permanecía de pie al fondo de la sala.

Los siguientes testigos eran personas que habían conocido a Bernard Martin, pero la gente, aburrida, apenas los escuchaba. En aquel juicio, la acusada era la única persona que interesaba a la concurrencia; la víctima sólo era una pálida sombra. En medio de la indiferencia general, se supo que Bernard Martin había nacido en Beix (Alpes Marítimos) el 13 de abril de 1915, de padre y madre desconocidos. Posteriormente, había sido reconocido por Martial Martin, un maître que vivía en concubinato con Berthe Souprosse, antigua cocinera. Ambos habían estado al servicio de los duques de Joux, que les habían pasado una renta hasta el día de su muerte, que a Martial le sobrevino en 1919 y a Berthe en 1932. Ella parecía querer al pequeño Bernard. Lo había criado con esmero y muy por encima de su condición. El niño había conseguido una beca en Louis-le-Grand. El tribunal ordenó dar lectura al testimonio de uno de los antiguos profesores de Bernard Martin:

—«Carácter silencioso, amargo, sombrío. Inteligencia excepcional, con algunos rasgos de genio precoz o, al menos, esa especie de tenacidad, esa paciencia clarividente y profunda que, aplicada al objeto conveniente, hacen al genio.

»Esto está extraído de mis notas personales y data de la época en que el pobre muchacho entraba en la adolescencia. Ahora puedo añadir, a la luz de mis recuerdos, que la mayoría de las veces esas dotes de paciencia e intuición estaban llamadas a servir a fútiles divertimentos. La única pasión de Bernard Martin parecía ser vencer la dificultad del momento, cualquiera que fuera ésta, y, una vez conseguido, se desentendía del estudio o el juego que había logrado dominar. Siendo un niño, a raíz de una apuesta con uno de sus jóvenes condiscípulos, aprendió inglés por sí solo a golpe de diccionario en tres meses. Después de alcanzar cierto conocimiento de esa lengua, abandonó repentinamente su estudio y no volvió a pronunciar una sola palabra inglesa. Matemático nato, uno de los primeros alumnos de mi clase, ingresó en la facultad de Letras impulsado una vez más por esa perversa curiosidad y esa inquieta ambición que descubrí en él a la edad de doce años. Resultaba muy difícil influir en él. Era uno de esos chicos a los que las buenas compañías no pueden mejorar ni las malas empeorar. Parecía vivir únicamente al dictado de sus propias leyes y no obedecer más que su propio código de conducta.

»De gustos modestos, con cierta inclinación al ascetismo, extremadamente ambicioso, el papel de amante de una mujer rica es el que menos concordaba con su carácter. Sin duda lo sedujo la posición y el prestigio de la mujer: se resentía de su oscuro origen y deseaba hacer fortuna en sociedad.

»Lamento el drama que le costó la vida, pues siempre creí que ese muchacho tenía un gran futuro por delante».

—Haga entrar al siguiente testigo.

Era un joven de veinte años del tipo levantino. Pelo negro y mal cortado, rostro afilado y ojos llenos de fuego. Hablaba deprisa, tartamudeando ligeramente, avergonzado sin duda de su acento extranjero.

—¿Nombre y apellido?

—Constantin Slotis.

—¿Edad?

—Veinte años.

—¿Domicilio?

—Rue Fossés-Saint-Jacques.

—¿Profesión?

—Estudiante de Medicina.

—No es usted pariente ni comparte intereses con la acusada. No está a su servicio ni ella al suyo. ¿Jura hablar sin odio ni miedo, decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Levante la mano y diga: «Lo juro»… Bien. ¿Conocía a Bernard Martin?

—Vivíamos en habitaciones contiguas.

—¿Le hizo confidencias?

—Jamás. No era esa clase de hombre. No hablaba mucho.

—¿Qué clase de hombre era, en su opinión?

—Guasón, violento, poco comunicativo. Teníamos amigos comunes, hombres y mujeres. Todos le dirán lo mismo.

—¿Pasaba apuros?

—Como todo el mundo… Quiero decir, en el barrio, señoría. Se vive más o menos bien del uno al cinco, pero luego…

—¿Le pedía préstamos?

—No, y hacía bien. Como dice un proverbio de mi tierra, no va uno al río por agua cuando está seco.

—¿Tuvo la impresión de que sus recursos habían aumentado algún tiempo antes de su muerte?

—No, señoría.

—¿Coincidió alguna vez con la acusada cuando visitaba a Bernard Martin?

—La vi una sola vez, el trece de octubre de 1934.

—Sus recuerdos son muy exactos…

—Tenía un examen al día siguiente, y el perfume de esa mujer era tan penetrante que se colaba por debajo de mi puerta y me impedía estudiar. Saqué una nota pésima. Por eso lo recuerdo con tanta exactitud. —Se oyeron risas en la sala. Slotis prosiguió—: Cuando salió, por supuesto, abrí la puerta para verla. La reconozco perfectamente. Era muy guapa…

—¿Estuvo mucho rato en la habitación de su amigo?

—Una media hora.

—¿Comentó esa visita con Bernard Martin?

—Sí, nos encontramos esa misma noche en un establecimiento de la rue Vavin. Estábamos un poco achispados, creo… Yo le dije: «Vaya, chico, qué bien te relacionas». En fin, lo que se dice en estos casos. Se rió. Cuando se reía, tenía una expresión muy dura. Incluso pensé: «Algún día esa mujer lo va a lamentar».

—Es él quien lo «lamentó», como usted dice. ¿Qué contestó?

—Me recitó el sueño de Atalia, señoría.

—¿Cómo?

—«Mi madre Jezabel ante mí se mostró…».

—Qué castigo… —dijo el magistrado mirando a la acusada.

Gladys Eysenach escuchaba a Slotis con suma atención; sus finas aletas nasales palpitaban; sus ojos estaban inmóviles y brillaban; en su hermoso pero estropeado rostro había aparecido al fin la expresión astuta y cruel que conviene a la máscara del crimen. El jurado se sintió más seguro y más convencido.

—¿Vio a Bernard Martin el día anterior a su muerte?

—Sí; estaba borracho.

—¿Solía beber?

—Bebía poco. Por lo general, aguantaba bien la bebida, pero esa noche estaba como una cuba. Le había afectado mucho la muerte de una de sus antiguas amantes, una tal Laurette, Laure Pellegrain, que había vivido con él hasta el mes de noviembre. Estaba tuberculosa. Murió en Suiza.

—¿Sabía usted de la existencia de esa mujer? —le preguntó el presidente a la acusada.

—Sí —murmuró ella.

—El dinero que daba a su joven amante ¿iba a parar a manos de esa mujer?

—Es posible.

—Mire a la acusada… —le susurró un hombre del público a su vecina—. Ha debido de sufrir mucho por culpa de ese Bernard Martin. A veces, cuando hablan de él, por su rostro pasa una expresión de odio. Aparte de eso, no parece una mujer que haya matado a nadie.

Una chica de tez lechosa con el pelo rubio asomando bajo un sombrero negro subió al estrado y entrelazó las gordezuelas manos. Su nombre, Eugénie Follenfant —ella misma soltó una risita al pronunciarlo—, provocó la hilaridad del público.

—Nada de risas —dijo el presidente, golpeando la mesa con el abrecartas que tenía en la mano—. Esto no es un espectáculo.

—Río porque estoy nerviosa.

—Pues cálmese y responda. Está usted al servicio de la señora Dumont, propietaria de la pensión de la rue Fossés-Saint-Jacques donde vivía la víctima. ¿Reconoce usted a la acusada como la persona que fue a visitar a Bernard Martin en diversas ocasiones?

—Sí, señoría —respondió la chica—. La reconozco.

—¿La vio a menudo?

—Comprenderá que, en una pensión para estudiantes, una no se acuerda de todas las que vienen… En ésta me fijé porque no era como las demás, con sus elegantes vestidos y su piel de zorro al cuello. Pero no recuerdo si vino tres, cuatro o cinco veces. Una cosa así…

—¿Bernard Martin nunca le hizo confidencias?

—¿Ése? Madre mía…

—No parece haberle dejado un recuerdo muy agradable.

—Era un chico raro. Malo no, pero tampoco como la mayoría. A veces se pasaba toda la noche estudiando y dormía durante el día. Lo vi pasar días enteros sin comer otra cosa que las naranjas que le llevaba la señorita Laure. Con ella era cariñoso. La quería.

—¿No se mostraba celosa de la acusada? ¿Nunca los oyó discutir?

—Jamás. Él estaba muy preocupado por la salud de la señorita Laure, que sufría del pecho. Como que se murió en Suiza un mes después de haberse separado de él…

—Y entre Bernard Martin y la acusada, ¿nunca sorprendió una conversación, confidencias, peticiones de dinero, quizá?

—Nunca. Cuando ella venía, no se quedaba mucho rato. Lo que recuerdo es que cuando entraba en la habitación después de que ella se hubiera ido, la cama no estaba deshecha. Lo comprobé varias veces. Claro que quizá se las arreglaban de otra forma, ¿no?

—Bueno, no es necesario que entre en detalles —dijo el magistrado mientras el público reía.

De pronto, a la acusada le dio un ataque de nervios.

—¡Tengan compasión de mí! —repetía sollozando, encorvada en el banquillo—. Déjenme… ¡Yo lo maté! ¡Que me encarcelen, que me ejecuten, me lo merezco! Me lo merezco mil veces, merezco la muerte y la desgracia, pero ¿por qué esta exhibición de indignidades? Sí, lo maté, no pido clemencia, pero que esto acabe, que esto acabe…

La sesión se suspendió y quedó aplazada hasta el día siguiente. Poco a poco, el público abandonó la sala. Era tarde; caía la noche.

La del día siguiente fue la sesión de los alegatos.

La acusada ya no le interesaba a nadie. En una noche, toda su belleza parecía haberla abandonado para siempre. Era una vieja acorralada. Por lo demás, apenas se la veía en la penumbra del banquillo de los acusados. Se había dejado puesto el sombrero, que, inclinado sobre los ojos, le ocultaba las facciones. La gente no apartaba la vista del abogado defensor; todavía joven, lucía un hermoso cabello negro y sus carnosos labios esbozaban una mueca de desdén. Era la estrella del día.

La acusada escuchó el alegato del fiscal con el rostro oculto entre las manos.

—Hasta la noche del veinticuatro de diciembre de 1934, la mujer que ven ante ustedes, señores del jurado, fue una de las privilegiadas de este mundo. Todavía era hermosa, tenía buena salud y gozaba libremente de una fortuna considerable… Sin embargo, desde la infancia le había faltado una familia, un hogar, ejemplos de moralidad… ¡Ah, cuánto habría preferido nacer en una de esas admirables familias de la burguesía que…! —Lentamente, las manos de la acusada descendieron hasta sus rodillas. Por un instante alzó el rostro, pálido y tenso. Siguió escuchando—. Una mujer pobre, una mujer ignorante, una mujer maltratada quizá habría merecido indulgencia. Sin embargo, ésta…

»Que la llama de la justicia, señores del jurado, no se apague en sus manos… Ustedes demostrarán que la justicia es igual para todos y que el encanto, la belleza y la cultura de esta mujer sólo pueden inclinar la balanza aún más del lado del justo rigor. Esta mujer mató voluntaria y premeditadamente. Merece un castigo proporcionado a su delito.

Luego vino el admirable alegato de la defensa. De vez en cuando, la poderosa voz se tornaba suave y sensible. El abogado mostró en Gladys Eysenach a una mujer que sólo había vivido para amar, que sólo se había preocupado en este mundo por el amor y que, en nombre del amor, merecía el olvido y el perdón. Habló del temible demonio de la sensualidad, que acecha a las mujeres que envejecen y las empuja a la falta y la vergüenza. Algunas de las presentes lloraban.

Después, el presidente se volvió hacia la mujer y pronunció la frase de rigor:

—¿Tiene la acusada algo que añadir?

Gladys Eysenach guardó silencio. Al fin, negó con la cabeza y murmuró:

—No. Nada. —Y bajando la voz agregó—: No pido clemencia… He cometido un crimen espantoso.

Los rayos del sol poniente atravesaban la tarde, cálida y tormentosa; la atmósfera de la sala se hacía asfixiante por momentos y el gentío daba muestras de nerviosismo y excitación. Un sordo rumor anunciaba y auguraba el veredicto. El jurado se había retirado y los alguaciles se habían llevado a la acusada.

Al fin, hacia las nueve, sonó un timbre, tan débil que apenas se oyó. Señalaba la conclusión de las deliberaciones del jurado. Había caído la noche. En la sala, llena a rebosar, el gentío parecía exhalar un vaho que cubría de humedad los cristales de las ventanas. El calor era sofocante.

El presidente del jurado, pálido y con manos temblorosas, leyó el veredicto. El tribunal dictó sentencia. Un murmullo recorrió los bancos de la prensa y llegó hasta el público, que permanecía de pie.

—Cinco años de prisión…

Las puertas del viejo Palacio de Justicia se abrieron y la gente empezó a marcharse. Al salir, todos se detenían en el umbral y aspiraban la brisa con fruición. La lluvia volvía a caer en forma de gruesas gotas sueltas.

—Mañana seguirá lloviendo —dijo alguien mirando al cielo.

—Vamos a tomar una cerveza —dijo otro.

Dos mujeres hablaban de sus maridos. El viento se llevó sus palabras hacia el Sena, negro y tranquilo.

Como se olvida a los actores cuando la obra ha acabado, nadie se acordaba ya de Gladys Eysenach. Ahora su papel había terminado. A la postre, había sido banal. Un crimen pasional, un castigo moderado… ¿Qué sería de ella? A nadie le importaba su futuro ni su pasado.