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En 1914, Gladys vivía cerca de Antibes, en una hermosa e incómoda casa de estilo italiano que había pertenecido a los condes Dolcebuone y se llamaba Sans-Souci.

—Sólo la he alquilado por el nombre —decía sonriendo—, que resume toda la sabiduría de la vida: pasarla sin preocupaciones.

Las habitaciones eran enormes y frías, con muebles tapizados de gastado damasco rojo. Pero las oscuras paredes mitigaban la resplandeciente luz meridional, y eso a Gladys le gustaba. Cada día al despertar, cuando cogía el espejo y se contemplaba en él, veía con satisfacción aquella tórrida sombra que iluminaba suavemente sus facciones.

La primavera apenas comenzaba. El aire era cálido, pero el viento soplaba desde las montañas, fresco y cortante.

Esa mañana de marzo, Gladys se despertó tarde y, como de costumbre, casi antes de abrir los ojos, su mano buscó el espejo maquinalmente. Desde que era mujer, ése era su primer acto, su primer pensamiento del día. Se acarició el rostro con la mirada largo rato. El dorado de sus hermosos cabellos se había atenuado; ahora tenía el tono apagado y claro que en esa época llamaban «ceniciento». Se apartó la suelta cabellera con una mano e inclinó el largo y blanco cuello. Sus grandes ojos negros parecían sonreír constantemente con una especie de secreto regocijo a quienes la admiraban, pero, cuando estaba sola, se volvían tristes y profundos, se ocultaban, y las pupilas dilatadas les daban una expresión extraña y ansiosa.

Gladys tenía una profunda conciencia de su belleza. La sentía como una paz interior a cada momento del día. Su vida era simple: vestirse, gustar, encontrar otro hombre rendido a sus pies, volver a vestirse, gustar… A veces pensaba: «Tengo cuarenta años». En esa época, antes de la guerra, era una edad terrible, la «edad límite». Pocas eran las mujeres cuya belleza permanecía intacta a los cuarenta.

Pero al instante fruncía el ceño y procuraba olvidarlo. Era tan hermosa… El olvido resultaba fácil.

Hizo abrir los postigos. El viento agitaba las rosas. Se vistió y comenzó los largos y minuciosos cuidados de belleza.

Habían venido y vuelto a irse varias mujeres. Siempre estaba rodeada de mujeres que no eran más que su pálido reflejo, que copiaban su ropa, sus caprichos, sus sonrisas. Le encantaba aquel círculo de caras maquilladas vueltas con avidez hacia ella, aquel tintineo de joyas a su paso, aquellas miradas brillantes, falsas, llenas de envidia y odio, en las que podía leer un reconocimiento más aún que en los ojos de los hombres que la deseaban. Espiaban sus movimientos. Intentaban inclinar sus rígidos talles comprimidos por corsés con la indolente gracia de Gladys. Iban en manada de Cannes a Montecarlo y se presentaban en casa de Mimi Meyendorff y luego de Clara Mackay o Nathalie Esslenko. Sólo pensaban en quitarse los hombres unas a otras y sobre todo a Gladys, la más rica y la más feliz. Parloteaban, reían, gorjeaban, se inclinaban para besar al vuelo la mejilla de Gladys.

—Mi querida Gladys, qué guapa estaba anoche…

Los grandes sombreros adornados con rosas y sujetos con agujas de oro bajaban y subían alrededor de Gladys. Los altos bastones Luis XV, el último grito esa temporada, golpeaban las sonoras losas de Sans-Souci.

Gladys miraba a sus amigas sonriendo con los ojos medio entornados. A veces, se reprochaba la satisfacción un tanto mezquina que sentía en su compañía. «¿Y qué? Me divierten», se decía.

Ese día, en cuanto Gladys estuvo lista, entró Lily Ferrer. De origen bávaro, era alta y robusta, llevaba un espeso maquillaje facial y tenía una voz ronca y desagradable. Era la preferida de Gladys, a quienes las mujeres de más edad inspiraban un vivo sentimiento de indulgencia y tierna compasión.

Ambas se besaron en la mejilla. A veces hablaban de cosas íntimas, pero al modo de las mujeres, caprichoso, frívolo, disimulando instintivamente sus pensamientos más secretos, que no obstante revelaban con una chanza o un suspiro, y ocultando bajo su insustancial cháchara una amarga experiencia que, como un grano de incienso o sal, perfumaba sus vanas palabras.

Se pusieron a hablar del baile de la víspera.

—Nathalie llevaba una semana atormentándome para saber qué vestido y qué joyas me pondría —contó Gladys, risueña—. ¡Cómo se retrata la insignificante aventurera centroeuropea desposada por descuido! Como no quise decírselo, creyó que llevaría unas piedras fabulosas, joyas de Golconde, y ella exhibió ayer todas las suyas. Brillaba como un relicario —añadió, sonriendo al recordar su vestido blanco, sus brazos desnudos, sin una sola perla, sus manos que sólo lucían la alianza, y la mirada asesina de Nathalie, aplastada por su armadura de diamantes—. ¿Te parece una temporada brillante?

—Mortal… Pero ¿adónde quieres ir, Gladys?

—No lo sé. Me gustaría marcharme. Hace tiempo que estoy triste, cansada. Siento un enorme aburrimiento —dijo en tono ligero, buscando las palabras—. Sí, es así —añadió con un leve encogimiento de hombros.

—Pero ¿por qué? —le preguntó Lily Ferrer entornando los ojos—. ¿Estás enamorada?

—¡Oh, Dios mío, no! Soy fiel a Mark…

Lily inclinó la cabeza.

—Los hombres que te han querido a los veinte años y siguen viendo en tus facciones actuales tu cara de los veinte años, esos hombres no tienen precio.

—Sí —admitió Gladys.

Se dijo que nunca olvidaría, que nunca reemplazaría a Richard. Había muerto hacía dos años y, desde entonces, toda su vida había cambiado… ¿Por qué? Ah, eso era algo… inexpresable. Al principio no había comprendido la trascendencia de su pérdida. Había pensado: «Tal vez Mark». Pero no, nadie podía reemplazar a Richard. Su vida con él había transcurrido siempre en paquebotes y suites de hotel. Richard había muerto en una habitación del Plaza, en Nueva York, adonde acababan de llegar. En plena noche, había entrado en la habitación donde dormía ella y se había inclinado sobre su cama. Gladys se había despertado sobresaltada y había visto su pálido rostro y, por primera vez, una expresión de debilidad y dulzura en los ojos. Recordaba el ruido de Nueva York al otro lado de las ventanas y la luz brutal e intermitente, semejante a la de un faro, que se filtraba por las cortinas.

—No llames a nadie. Esto es el fin —había dicho Richard.

Y había seguido murmurando mientras ella lo rodeaba con los brazos para recoger su último beso.

—Pobre, pobre…

Entonces no lo había comprendido. Le había cogido la mano, pero él se había quedado rígido y había muerto. Qué terrible regalo la felicidad, una felicidad completa, insolente, que de pronto se acaba, como todo… Desde ese día presentía, en signos casi imperceptibles, que para ella la luz del día vacilaba y acabaría por apagarse…

Meses antes se había enterado con asombro de que, durante todo el tiempo de su matrimonio, Richard también había vivido con una vieja actriz, confidente de todos sus asuntos financieros y políticos. En su testamento, le encargaba a Gladys que pasara una renta a esa mujer, y ella había cumplido su voluntad escrupulosamente. Era cierto que la había engañado, como ella a él, pero habían sido felices. No volvería a ser tan feliz con nadie…

Suspiró y miró el jardín con tristeza. Bajo sus ventanas crecían pequeñas rosas oscuras. Les sonrió. Le encantaban las rosas.

—¿Te gustan esas pelucas de color? —le preguntó Lily.

—¡No, qué horror! ¿Viste la de Laure anoche, color berenjena? ¿Por qué se fueron las Bilibine?

—Perdieron jugando.

—Las mujeres que tienen la pasión del juego son felices —dijo Gladys.

—¿Felices? ¿A eso llamas felicidad? Tú sí que eres feliz, Gladys —afirmó Lily, y soltó un suspiro—. Sólo que aún no lo sabes. Ya verás a mi edad. En esta vida no hay más realidad, más felicidad que la juventud. ¿Cuántos años tienes? Apenas treinta, ¿no? Pues bien, te quedan diez de felicidad. Los cuarenta ya son una edad terrible. Después, yo diría que una se acostumbra, se vuelve menos exigente. Disfruta las pequeñas alegrías mientras puedas —le aconsejó con un suspiro, pensando en su amante—. Hasta los cuarenta no te ves envejecer. Vives con la ilusión de tener veinte, de que tendrás veinte eternamente. Y de pronto, una impresión cualquiera, una palabra, la mirada de un hombre, un hijo que quiere casarse… ¡Ah, es horrible!

Un estremecimiento sacudió a Gladys, que lo disimuló esforzándose en reír.

—Haz como yo. No cuentes los años que pasan y apenas te dejarán huella.

—¿Tú crees? —murmuró Lily con incredulidad.

—Tengo ganas de ir a Roma —dijo Gladys de repente—. Vayamos juntas…

—¿Y sir Mark? ¿Cómo vas a dejar a sir Mark, que acaba de llegar?

—Me seguirá.

—¿Cuál es tu truco, querida? ¿Cómo consigues tener a los hombres sujetos con una correa, como perritos? Yo también he sido joven y hermosa —dijo Lily apartándose del gran espejo—, y el amor no me ha hecho más que sufrir. Sin embargo, ¿qué más hay en la vida?

—A mí el amor no me gusta —repuso Gladys bajando la voz.

—Entonces, ¿querida…?

—¿Entonces? ¿Por qué sir Mark?

—Sir Mark y los otros.

—No hay otros —aseguró Gladys.

—Vamos… —murmuró la vieja dama en el tono cálido y cómplice, íntimo y un poco vergonzoso, de las mujeres que hablan de amor cuando el amor para ellas está a punto de acabar.

—No —insistió Gladys sonriendo. Y mientras se empolvaba los brazos desnudos, comentó—: En el fondo, la vida es triste, ¿verdad? Sólo hay determinados momentos febriles, mágicos… Como cuando se escucha una música ligera y cautivante en una terraza, por la noche… O como cuando se baila… ¡Ah! No sé explicarlo, pero la felicidad es eso, eso es lo que se busca.

Una mujer entró llevando sobre el brazo un montón de martas cibelinas, agitándolas. Era Carmen González, una vendedora de productos de belleza a la que Gladys conocía desde hacía años. Allí donde iba Gladys, un enjambre de masajistas, peluqueros y vendedores de cosméticos la seguía y la rodeaba al instante.

Carmen González, una mujer madura, baja y gruesa, de rostro tosco y huraño, llevaba un vestido de gastado satén negro, tenso en las anchas caderas, y un sombrero negro de paja torcido sobre la cabeza.

Gladys la recibió amablemente. Siempre se mostraba cordial y encantadora, y todo el mundo la servía con gusto. Pero Carmen González conservaba, incluso con ella, aquella expresión dura y desafiante que inspiraba a sus clientas un respetuoso temor. Masajista, comadrona y vendedora de cosméticos, era una mujer corajuda, dotada de la agria energía de las mujeres del pueblo que aprietan los dientes y trabajan más cuando se sienten cansadas e infelices. A veces, en sus raros momentos de expansión, durante un masaje se erguía suspirando; con gesto de lavandera, su antebrazo desnudo secaba el sudor que le perlaba la frente y, con la cara iluminada por una fugaz sonrisa, decía:

—¿Qué sabrán ustedes? Yo, yo sí que he visto cosas…

Ocupaba tres pequeñas habitaciones que olían a hierbas y alcanfor y de la mañana a la noche estaban llenas de mujeres con velo que esperaban su turno y fingían ignorarse unas a otras. Sus gordezuelas y ágiles manos, en cuyos dedos los anillos se hundían en la piel, sabían remozar todos aquellos rostros marchitos, moldearlos, borrarles las arrugas y esculpir con colgajos de carne vieja una máscara ilusoria.

Compraba los vestidos, joyas y pieles a las casquivanas que se arruinaban con el juego y se las revendía a sus clientas habituales.

Cuando Gladys vio las martas cibelinas, negó con la cabeza y rechazó a Carmen con suavidad.

—No, no quiero comprar nada.

—Mírelas de todas formas —insistió la mujer.

Gladys se había vuelto hacia Lily, que le suplicaba en voz baja:

—Habla con George. Hazle comprender que me está matando… La paciencia de una mujer tiene sus límites. No es un hombre malo, pero es tan insensible, tan cruel… Le tienta cada mujer que pasa…

—En fin… —murmuró Gladys encogiendo ligeramente los hermosos hombros—. ¡Ay, Lily! Sé más sensata… ¿Para qué sufrir?

—Pero el amor… —suspiró Lily, y una lágrima resbaló por su maquillada mejilla.

—Él te quiere… —Gladys cogió las manos de Lily entre las suyas—. Querida, escúchame…

Le gustaba hablar de amor, oír confidencias amorosas, secar las lágrimas… Sabía consolar, tranquilizar, halagar. Lo único que le interesaba era el amor. Por lo demás no sentía más que una elegante indiferencia.

Por fin, Lily pareció calmarse. Gladys la dejó sola y fue a reunirse con Carmen, que la esperaba en la habitación vecina.

—¿Le interesan? —le preguntó Carmen mostrándole las martas.

Gladys acarició suavemente las hermosas pieles.

—No, no necesito pieles nuevas. Aunque son preciosas…

—Pertenecían a Celina Meller —le informó Carmen, nombrando a una vieja cortesana antaño célebre—. Es un lote de pieles que un amante le trajo de Rusia hace mucho tiempo. Se había hecho una salida de baile muy bonita con ellas, pero la vendió hace seis meses. Éstas son las pieles que quedaban, con las que pensaba hacerse bocamangas de repuesto. Ahora van a venderse, con el resto de sus posesiones. Serían un cuello espléndido para su capa de terciopelo, la blanca…

—¿Celina Meller? —murmuró Gladys—. ¿Tan pobre está?

—¡Oh, sí! No le queda nada.

—Era tan hermosa hace sólo diez años…

—A esa edad, la cosa va rápido.

—Pobre mujer —dijo Gladys.

Tenía una imaginación viva y delicada, pero centrada únicamente en ella misma. Sin embargo, en esos instantes vio mentalmente a una anciana cuyas arrugas degradaban los recuerdos.

—¿Cuánto pide?

—Cuatro mil. Es una ganga. Pero no tiene elección. Saben que necesita dinero y le ofrecen la mitad.

—Entendido. Déjalas ahí. Las compraré por hacerle un favor a esa desdichada.

—Muy bien —dijo Carmen con su habitual tono huraño—. No hace un mal negocio. Sé lo que me digo.

Lily, que acababa de entrar, se dirigió a Gladys:

—Ven a almorzar conmigo, Gladys. Así lo verás —añadió, bajando la voz.

—¡Oh, no, querida! Le he prometido a mi hija que comería con ella. Se queja de que nunca me ve, y tiene razón.

—Eres muy afortunada de tener una hija pequeña —suspiró Lily, y miró el retrato de una niña en un marco dorado apoyado en una mesa—. Será hermosa, pero no tendrá tu cuerpo.

—Será mucho mejor que yo —afirmó Gladys con ternura, y sonrió al rostro de adolescente, que parecía mirarla con leve asombro y la extraña y desconcertante seriedad de la juventud.

Era un retrato de Marie-Thérèse a los trece años, con su fina carita suavemente redondeada y el largo cabello, rubio y liso, recogido en lo alto de la cabeza con un lazo negro.

Ambas mujeres negaron con la cabeza.

—No, nunca tendrá tu encanto.

—Todavía es una niña, está en la edad ingrata —repuso Gladys.

Suspiró y sonrió. Ni siquiera se confesaba la edad de Marie-Thérèse a sí misma, en el secreto de su corazón. Dieciocho años, una mujer ya… Prefería decir, dar a entender, pensar: «Quince años. Pronto cumplirá los quince…».

Todas las mujeres que la rodeaban hacían lo mismo. Les quitaban uno, dos, tres años a las hijas que no podían esconder y, poco a poco, ellas mismas se olvidaban de su verdadera edad, satisfaciendo de ese modo una doble ilusión de mujer y de madre. Gladys no veía crecer a su hija. Cuando le hablaba, cuando la miraba, recreaba mentalmente los rasgos de una muchachita de quince años que ya no existía más que para ella.

—He traído su color para la noche —dijo Carmen sacando un bote de cosmético de un viejo bolso.

—¡Ah! —exclamó Gladys, y su hermoso rostro adoptó una expresión atenta.

Se acercó al espejo, se aplicó colorete en la mejilla y a continuación lo cubrió con polvo.

—Éste es mejor, ¿verdad? El otro era demasiado claro. Tenía que ser un tono más oscuro a la luz… —Se volvió lentamente, mirando el espejo con expresión de apasionada seriedad. Luego, una suave sonrisa de triunfo le entreabrió los labios—. Está bien… Sí, muy bien.

Carmen se iba. Tras ella, Lily y Gladys, al fin preparadas, cruzaron lentamente el jardín. Cerca de la carretera, en el aire flotaba el olor a rosas, el olor a gasolina, el frío y límpido olor de las alturas. Las dos mujeres subieron al coche, que se puso en marcha hacia Niza.