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En la primavera de 1930, Gladys conoció a Aldo Monti. Era un hombre guapo, de rostro despejado, duro y bien afeitado, cabeza grande y masculina y ojos nada tiernos. Sus facciones componían esa expresión casi inhumana de voluntad y autocontrol que ya no se ve en las caras de los ingleses, sino en las de los extranjeros que los imitan. Monti se había esforzado toda su vida en parecer inglés, con sus palabras y sus actos. Vigilaba hasta sus pensamientos, por miedo a que no fueran lo bastante puros, lo bastante británicos. Tenía una fortuna escasa y, aunque la administraba con habilidad, la vida se le hacía cada vez más difícil.
No tardó en pensar en Gladys como posible esposa. Era hermosa y sumamente rica, una riqueza honorable. Y lo atraía. Por supuesto, había tenido amantes y él lo sabía; pero sus aventuras nunca habían sido indignas o interesadas. La cortejó durante meses con astucia y cautela. Luego le propuso matrimonio.
Estaban en casa de unos amigos italianos de los Monti que vivían en París. Era un hermoso día de otoño y el jardín aún estaba inundado de sol. En el umbral de la casa se veía una columna de luz suave y dorada como la miel, a cuyo través brillaba la ropa clara de las mujeres.
Gladys llevaba un vestido de muselina y un fino sombrero de paja casi transparente, que cubría a medias su hermoso cabello. Bajo el corto velo blanco, sus grandes e inquietos ojos miraban de frente rara vez, para ocultarse de inmediato bajo las largas pestañas. Caminando despacio, acompañó a Monti hasta una fuente de bronce adornada con un grupo de niños desnudos esculpidos alrededor del brocal; apoyándose en ella, empezó a deslizar distraídamente los dedos por los delicados cuerpecillos, lisos y fríos.
—Gladys, querida, quiero que seas mi mujer… No puedo ofrecerte gran cosa, lo sé. Soy pobre, pero llevo uno de los apellidos más antiguos y hermosos de Italia y estaré orgulloso de dártelo… Tú me amas, ¿verdad, cariño?
Ella suspiró. Sí, lo amaba. Por primera vez en muchos años, veía en un hombre algo más que una aventura sin futuro. Un hombre le ofrecía al fin seguir a su lado para siempre, sosegarla, defenderla de sí misma. Estaba mortalmente cansada de la persecución amorosa en que se había convertido su vida. Contar con ansia sus victorias, más difíciles y precarias cada día, ver acercarse poco a poco el momento de la solitaria vejez… ¡Qué pesadilla! Por fin estaría a cubierto de la vida, resguardada contra el cálido y fuerte pecho de un hombre, no extraviada en otra aventura estéril, sino unida a un segundo Richard. Bajó la cabeza. Monti miraba sus finos labios pintados, ansiosos, con las comisuras crispadas. Pero Gladys no respondía.
—Juntos seríamos felices… Cásate conmigo —insistió él.
—Es una locura —repuso ella con voz débil.
—¿Por qué?
Gladys no respondió. Los trámites de la boda… Habría que acreditar la fecha de nacimiento. Él tenía treinta y cinco años y ella… Ni siquiera pudo pensar en la cifra, le provocaba una vergüenza absurda y dolorosa. ¡No, jamás, jamás! Si él la llevaba al altar a pesar de eso, ¿cómo iba ella a desechar la idea de que sólo quería su dinero, de que un día la dejaría? Quizá no mañana ni al cabo de un año, pero pasarían otros diez (pasaban tan deprisa) y entonces… entonces él aún sería joven, mientras que ella… «En el fondo, estoy viviendo una prórroga concedida por Dios, una especie de milagro —pensó con desesperación—. Pero la enfermedad, la fiebre y el cansancio me pasarán factura y un día despertaré siendo vieja, muy vieja… Y él entonces lo sabrá».
—No es buena idea —dijo Gladys con suavidad—. ¿No podemos seguir queriéndonos sin obligaciones, sin ataduras de ningún tipo?
—Si me amaras —replicó Monti con frialdad—, esas ataduras te parecerían suaves y llevaderas. Si te importo, cásate conmigo, Gladys.
Ante su insistencia, ella pensó que, con dinero y arriesgándose al escándalo y el chantaje, sería posible falsificar en sus documentos de identidad esa fecha que la obsesionaba en la vigilia y durante el sueño, a todas horas… Era una mujer; nunca había sabido ver más allá del día siguiente.
—Me importas más de lo que crees, querido —respondió con una de sus lánguidas y encantadoras sonrisas.
Su compromiso se hizo oficial y, poco después, Gladys salió de viaje: regresó al país en que había nacido. Allí obtuvo una copia de su partida de nacimiento, cambió una cifra en una fecha y, con ese documento falsificado, hizo rectificar todos los que le habían extendido en su vida. Cuando consiguió reunirlos, volvió a su pequeña ciudad natal, donde un servicial notario hizo concordar la partida de nacimiento con los demás documentos de identidad. Le costó una fortuna, pero en la primavera de 1931 había conseguido al fin rejuvenecer diez años. Sólo diez, porque, en un lugar del mundo, la tumba de mármol de una niña llevaba una fecha falsa pero imborrable…
Diez años. Podía atribuirse cuarenta y seis, todavía diez más que Monti. Esa edad, esa tara, ese crimen, seguía persiguiéndola. Para complacer a su amado le habría gustado ser de nuevo una niña, una débil y frágil niña, acurrucada en sus fuertes brazos. Tendría que ser indulgente y maternal, pero lo que quería era ser amada, admirada, preferida a todas, no como una amiga o una esposa, sino como una amante, como la resplandeciente muchacha de antaño.
Nunca tuvo el valor de casarse con Monti.