6

—Usted jamás envejecerá, porque empezó a cuidar su belleza cuando aún estaba intacta —decía Carmen González mientras le masajeaba los esbeltos y tersos costados.

Pero eso a Gladys no le bastaba: no quería una belleza frágil, patética, amenazada por la madurez; necesitaba el esplendor, la triunfal insolencia de la verdadera juventud. Cuando el más humilde viandante se volvía a su paso, cuando, en el atardecer de Niza, entre el repiqueteo de la plateada lluvia de marzo que por allí pasa en ráfagas, oía bajo los pórticos la voz de un joven florista —«¡Eh, guapa! Pero ¡mira que eres guapa!»—, sentía un alivio, un bienestar casi físico, parecido al que sigue al amor.

Ahora le costaba soportar la presencia de Lily Ferrer; miraba horrorizada las arrugas que surcaban la cara de su amiga y pensaba: «No tiene más que cincuenta años, sólo diez más que yo. Diez años pasan tan deprisa… —Aterrada, ahuyentaba esa idea—: Quiero conservarme joven. No quiero ser como las demás. No quiero que digan de mí: “La todavía hermosa Gladys Eysenach”».

Además, ¿por qué iban a decirlo? ¿Quién sabría su verdadera edad? Era joven. Apenas aparentaba treinta años. Y seguiría aparentándolos mucho tiempo. Treinta… Para ella ya eran demasiados. Recordaba Londres, Beauchamp, sus veinte años… Eso era lo que le gustaría seguir viviendo. Trataba de acallar la burlona y amenazadora voz que oía en su corazón: «Se acabó. Eso se acabó. Podrás seguir siendo hermosa y gustar muchos años, pero no como antes… Esa inmensa dicha, esa triunfal alegría sólo se siente una vez. Hay que resignarse». «Pero ¿por qué? ¿Qué ha cambiado? —se preguntaba Gladys—. Mark me ha dejado… ¿Y qué? ¡Habrá otros!».

Sí, Mark la había dejado. Por primera vez en su vida, un hombre la había dejado. El gélido aliento de la derrota recorría su alma… Pero no, no… Vendría otro… Pensó en Claude. Cuánto la había querido. Y seguramente aún la quería… Sería suyo en cuanto la viera, en cuanto reconociera su rostro. El amor, el deseo de un hombre, esas manos temblorosas, ese celo en servirla, esas miradas enamoradas, celosas… Nunca se cansaría de eso.

En mayo, Claude Beauchamp llegó a Niza. Gladys lo esperaba con una impaciencia dolorosa que le costaba admitir, que soportaba con vergüenza. «Simplemente me divierte —se decía—. Me divierte averiguar si todavía está enamorado de mí, si puede volver a enamorarse de mí. Pobre Claude…».

Y se esforzaba febrilmente en embellecer su rostro y su cuerpo. Beauchamp cenaría a solas con ella en Sans-Souci. A las siete, Gladys ya estaba sentada a su tocador, maquillándose. Era un espléndido atardecer de primavera; el cielo parecía de cristal verde. Gladys recordaba Londres, las rosas de Covent Garden, los regresos al amanecer, después del baile… Qué inocente era por entonces… En el recuerdo, volvió a ver a aquella muchachita de cabellos dorados, un ramillete de rosas en el corpiño del vestido blanco, diciéndole a Teresa:

—Usted no lo comprende, Tess. Usted es distinta. Va por la vida tranquila, fríamente. A mí me gustaría quemar la mía y desaparecer…

«Ahora soy más hermosa —pensó—. No quiero que él busque en mí la imagen de la niña que fui, sino que ame a la mujer que soy».

—Siento celos de mi juventud… —murmuró.

Y, al ver enfrente a la doncella, se sobresaltó.

—¿Qué vestido se pondrá la señora? —preguntó la chica.

Gladys la miró un momento.

—El rosa —dijo, al fin con un suspiro—. Y las perlas…

Quería mostrarse diferente de la muchacha a la que Claude deseaba, lo más mujer posible, aparecer en toda su madura belleza, en todo su esplendor… Siguió a la doncella al vestidor, la «habitación de la señora Barba Azul», como la llamaba Marie-Thérèse. Cogió la bombilla que colgaba de un largo cordón y la paseó por delante del armario. Las pieles despedían un tenue tufo a naftalina. Gladys sintió una horrible tristeza.

—No… —dijo de repente—. Uno cualquiera, pero blanco.

Beauchamp llegó por fin. Apenas había cambiado, aparte del pelo blanco. Cenaron frente a la terraza. Por la noche, Sans-Souci, tan artificial como un decorado de teatro, tenía un encanto más sencillo, casi campestre. Los tejos del sendero central, esculpidos en forma de instrumentos musicales, habían desaparecido en la oscuridad hacía rato. Las ranas croaban y en el aire flotaba un tenue olor a heno, que se mezclaba con el aroma de las rosas.

—¿Es verdad que volverás a instalarte en Vevey? —quiso saber Gladys.

—Sí, y espero no marcharme nunca.

—¿Nunca?

—¿Te sorprende, Gladys?

—Pues sí, ahora que la pobre Tess ya no está y que Olivier vive en París…

—Me siento unido a ese país.

Gladys sonrió.

—Eres un hombre extraño, Claude. Eres mi primo y mi pariente más cercano, pero te conozco tan poco como a un peatón cualquiera. ¿Cómo? ¿Quieres pasar el resto de tu vida en ese pueblecito perdido, y solo, completamente solo? Solo… —repitió con sordo terror—. Qué espanto…

—¿Te asusta la soledad, Gladys? No has cambiado —repuso él mirándola con curiosidad.

—¿Por qué iba a cambiar? Las mujeres no cambiamos.

Claude no respondió y Gladys bajó la cabeza. Con un movimiento lento y gracioso, sus manos jugueteaban con el collar de perlas que rodeaba su blanco y frágil cuello. Todavía era hermosa, débil, inquieta, conmovedora, pero el fantasma, la pálida sombra de la mujer que él había amado… Durante los últimos años la había visto varias veces. Ella nunca había pensado en él. En cada reencuentro, ocupada con vestidos y nuevos amores, nunca tenía una mirada para él. Sí, hoy parecía diferente, ansiosa de agradarle; pero él… Un amor secreto, encerrado en el corazón durante mucho tiempo, se vuelve amargo al envejecer, se pudre y se transforma en agrio resentimiento. «Soy libre —pensó Claude—. Me he liberado. Ya no la quiero».

—Me gustaría ver a Marie-Thérèse —dijo.

—Vendrá a darnos las buenas noches.

—¿Qué edad tiene ahora?

—¡Oh, no me preguntes su edad, Claude! Lo único que puedo decirte es que intento olvidarla…

Se dio cuenta de que le temblaban las manos y se las apretó dolorosamente.

—¿Sois buenas amigas?

—Sí, claro. —Gladys se esforzó en sonreír—. Es una hija encantadora, pobrecita mía… Tiene toda la seriedad y sensatez de una mujer adulta. No te imaginas cómo me trata… Antes de cada baile tengo que presentarme ante ella, y si supieras con cuánta severidad opina sobre el vestido o los zapatos que he elegido…

—Es como una madre para ti —dijo Claude con frialdad.

Gladys alzó lentamente sus hermosos hombros.

—Te burlas de mí. Pero es verdad que la adoración que siente por mí tiene algo de maternal. Marie-Thérèse me quiere con locura, y me dice unas cosas… Un día, ya no recuerdo por qué, dijo algo que casi me hizo llorar: «Mi pobrecita mamá… No conoces la vida».

—Sí —dijo Claude—, tiene gracia.

Volvieron a callar. Por fin, Gladys suspiró.

—Me alegro de volver a verte. ¿Y tú? Antes parecías huir de mí… ¿Por qué?

—Eres terriblemente mujer, Gladys.

—¿Por qué?

—Nunca te conformas con adivinar. Quieres saber.

—Durante diez años no he preguntado nada —repuso sonriendo.

—Te sentirás decepcionada —dijo él en voz baja—. Quieres que te diga que he estado loco por ti. Sí, lo he estado. Y quieres saber si sigo enamorado de ti. Pues no. Eso se acabó. Qué quieres, nada es eterno.

—¿De verdad, Claude? —replicó ella sonriendo, al tiempo que un dolor lancinante le atravesaba el corazón.

—Aún eres hermosa, Gladys, pero te miro y no te reconozco… Para otros, seguramente eres muy hermosa y deseable. Para mí, sólo la sombra de lo que fuiste. Por fin me he liberado, soy feliz, libre al fin. Ya no te amo. Amé a una muchacha en traje de noche, de pie en un balcón de Londres un lejano día de junio… Cuánto se burló de mí aquella noche…

—Sólo un poco. Pero ahora te vengas, Claude.

—Ni siquiera eso.

—Eres cruel…

—Sólo un poco.

Se miraron en silencio. Ella apoyó la mejilla en su mano.

—Me guardas rencor, Claude. ¿Te sentirías mejor si supieras que has desempeñado en mi vida un papel más grande, más importante de lo que crees? Nunca he estado enamorada de ti; sin embargo, nunca te olvidaré… Era una niña inocente. Tú fuiste quien me mostró mi poder por primera vez. Me guardas rencor, pero sin saberlo has emponzoñado mi vida. Nunca he vuelto a sentir aquel orgullo embriagador, nunca, nunca… Jamás he vuelto a sentir una dicha como aquélla… Debería estar mortalmente resentida por eso.

Claude se removió en su asiento.

—¿Te burlas?

—Vamos, vamos… —dijo ella con suavidad, temblando con una emoción astuta y cruel—. Todo eso forma parte del pasado… Escucha: en esos lejanos tiempos deseabas un beso, ¿no es así? Y fuiste demasiado cobarde para arrebatármelo. Tómalo ahora, y que todo quede olvidado y perdonado.

—No —respondió Claude moviendo la cabeza—. Por dulce que fuera, tu beso nunca tendría el sabor del que tanto tiempo deseé.

Se midieron con la mirada como dos enemigos. Luego Gladys desvió los ojos lentamente y soltó una risita ahogada, dolorida, incongruente.

—¿Querías ver a Marie-Thérèse?

—Sí, por favor.

Gladys hizo sonar el timbre, pidió que avisaran a su hija y, hasta que Marie-Thérèse entró en la sala, permaneció inmóvil sin decir nada. Sus facciones estaban distendidas, pero de vez en cuando una ligera crispación recorría sus labios.

Marie-Thérèse y Beauchamp hablaban y, cuando se dirigían a ella, Gladys respondía, pero su propia voz, suave y baja, le sonaba como la de una extraña. «Sufro —pensaba—, pero no quiero, no sé sufrir».