18
Bajó la escalera y cruzó el bulevar, donde las luces empezaban a brillar en la rojiza bruma otoñal. Aquél era el barrio de las facultades. Allí todos los edificios, todas las calles pertenecían a la juventud. Todas las caras, rodeadas por un halo de niebla, parecían míseras, macilentas, famélicas, pero jóvenes, tan jóvenes… Gladys las miraba con odio. Las palabras de Bernard se le habían clavado en el corazón. Aún le parecía oírlas: «Entonces, ¿te engaña?».
Con qué tono de sinceridad casi ingenua lo había preguntado… «Te engaña, ¿verdad? ¡Nadie puede querer a una vieja como tú!». Gladys nunca había sido celosa; se sentía segura de sí misma y de su poder. Sin embargo, ahora, por primera vez en su vida, experimentaba esa horrible mezcla de miedo, esperanza y desesperación…
«¿Me quiere? ¿Me ha querido alguna vez? ¿Por qué no me deja, por qué? ¿Es casarse lo que desea? ¿Es el dinero? ¿Me es fiel? ¿Por qué no vino ayer? ¿Dónde estaba? ¿Con quién? ¿Por qué?».
Cuando la tomaba en sus brazos, cuando cerraba los ojos al recibir sus caricias, ¿era para saborear mejor el placer o para no verle la cara? Su cara ¿parecía realmente joven?
Se detuvo en medio de la calle, sacó el espejito del bolso y escrutó sus facciones con angustia. Al instante, se dijo que cinco años atrás (sólo cinco), ante un gesto como aquél, más de un hombre habría murmurado sonriendo: «Claro que sí, claro que sí… ¡Guapa!».
Ahora nadie la miraba. Pasaron unos chicos cogidos del brazo. Se cruzó con unas jovencitas vestidas humildemente, con la boina ladeada y la cartera llena de libros.
—¡Se han ido a los lagos italianos! —oyó que una de ellas, fea y gordita, les decía a sus compañeras.
Pronunció «sssitalianos» para subrayar su sorna y su extrañeza, como si pensara: «¡Qué cursis!». No obstante, su voz sonó teñida de una tristeza envidiosa, y Gladys miró con simpatía a aquella pobre regordeta que acariciaba, como ella, sueños irrealizables.
Volvió a casa. El corazón seguía palpitándole sorda y dolorosamente. Esa noche esperó el sueño en vano. Se recorría el cuerpo con las manos ansiosamente. «Sin embargo, soy hermosa… ¿Dónde encontraría él un cuerpo tan bien formado? ¡No es verdad, no tengo sesenta años! ¡Es imposible! ¡Es un error monstruoso! ¿Por qué he ido a ver a ese chico? ¡Ha vivido veinte años sin que me preocupara por él! Debería haberme marchado al fin del mundo. Pero Aldo habría recibido una carta… Aldo… ¿Me quiere? ¿Dónde está ahora? ¿Quiere a otra? ¿Qué sé de él? ¿Qué se sabe del hombre al que se ama? Tal vez yo no le importo… —Pensó en una de sus amigas, Jeannine Percier, que siempre estaba mariposeando alrededor de Monti—. Si Aldo supiera… Si se supiera la verdad, se reiría de mí con ella. Nunca me perdonaría que lo dejara en ridículo. Ella le diría: “Pobre Gladys. Tú nunca lo sospechaste, pero a nosotras no se nos engaña. Siempre he pensado que tiene más años de los que se pone; pero de ahí a… ¡Es patético!”».
¿Ella, patética? Odiosa sí, culpable también, pero ¡no patética! ¡Un monstruo, un objeto de horror!… pero ¿abuela, vieja, una momia enamorada? ¡Eso no!
«¡Yo le demostraré que aún puedo ser la preferida, que sólo tengo que dejarme ver! —pensó con rabia—. Bernard… Ese chico ha querido vengarse con una vil injuria… Soy hermosa. ¿Quién adivinaría mi edad? Y aunque se supiera —se dijo al fin—, ¿no hay mujeres de cincuenta años y más que…? Sí, eso creen ellas, pero la gente se ríe, pobres desgraciadas… ¡Si supieran cómo se ríen de ellas! ¡Ah, si Aldo estuviera aquí en este momento, todo se arreglaría! Con el deseo no hay comedia que valga… Si al menos estuviera aquí…» —pensó febrilmente, levantándose de la cama con el rostro rígido por las cintas de lana.
—¡Qué decrepitud! —exclamó, arrancándoselas con furia.
¡Aquellos tratamientos, aquellos secretos, aquella juventud ilusoria, mantenida a base de artificios! ¡Aquellas cremas, aquellos potingues, aquellos coloretes, aquel corsé invisible bajo los trajes de baño en verano! «Para las que nunca han poseído una auténtica belleza, serena y triunfal, todo eso es soportable, pero para mí…», se dijo con amargura.
Sentía una necesidad imperiosa de ver a Aldo, de que la tranquilizaran.
—Iré a su casa. Creerá que estoy loca… Se cansará de mí —murmuró con desesperación—. Pero no puedo seguir así, sola, esta noche… Estoy enferma. Después de todo, si estuviera en peligro de muerte iría a buscarlo. Y me moriré si tengo que sufrir de este modo hasta mañana.
Encendió la luz, se acercó al espejo y, por un instante, lo miró aterrada, esperando ver aparecer, no la imagen familiar, sino las facciones de otra, de una mujer vieja y acabada.
Se vistió a toda prisa y salió. Monti vivía cerca, en un pisito de una planta baja, en una calle tranquila. Gladys fue hasta allí a pie, esperando que el paseo nocturno calmara los latidos de su corazón. Tras las contraventanas, todo estaba oscuro. «Duerme». Se acercó y golpeó la ventana con suavidad.
—Qué manera de dormir…
Volvió a llamarlo en voz muy baja. No era la primera vez que iba a verlo a esas horas, pero él estaba esperándola… Nada… Aguzó el oído y, de pronto, tras las persianas cerradas, oyó el lejano timbre del teléfono, que sonaba en la mesilla de noche. Pero Aldo no lo cogía. ¿Dónde estaba? ¿Y quién llamaba? ¿Quién, aparte de ella, tenía derecho a llamarlo a las cinco de la mañana? ¿Y dónde se había metido? Por un momento, sacudió con rabia las contraventanas de hierro, pero se detuvo temiendo despertar al portero o a algún vecino. Retrocedió hasta la esquina y se sentó en un banco envuelto por la bruma helada del amanecer. La niebla descendía de los árboles. De vez en cuando, una gota de agua se condensaba y resbalaba lentamente por su cuello desnudo. La luz de la farola vaciló y se apagó. Era de día. Pasó un hombre, un borracho rezagado, que farfulló una obscenidad y siguió su camino. En aquella solitaria y elegante calle, las ventanas cerradas hacían que las fachadas parecieran caras ciegas y burlonas.
«Me engaña —pensó temblando de rabia y desesperación—. ¡Qué tonta soy! ¡Idiota! ¡Estúpida! ¡Me engaña con otra! ¡Y yo no veía nada, no sospechaba nada! ¿Con quién? Prefiero no saberlo —se dijo cobardemente. Pero la pregunta siguió resonando en su corazón con insistencia, como una herida que le habría gustado desgarrar con ambas manos, aunque le costara la vida—: ¿Con quién? Me quedaré aquí hasta que llegue y lo averiguaré… —se dijo con ciega rabia—. No se atreverá a mentir… —Luego se dejó llevar por una absurda esperanza—. Quizá no he llamado lo bastante fuerte. Quizá duerme tan tranquilo… ¿Y esa llamada de teléfono? Seguramente lo he imaginado. ¿Quién iba a telefonearlo en plena noche? Lo he imaginado…».
Volvió junto a la ventana, agarró los barrotes con las débiles manos crispadas y, agitándolos, llamó a Monti. Sólo respondieron los asustados ladridos de un perro.
—¿Eres tú, Jerry? ¿Jerry? —Reconociendo su voz, el animal soltó un gañido—. ¿Tú también estás solo? ¿A ti también te ha dejado solo, mi pobre Jerry?
Por fin, en la calle desierta apareció un taxi y se detuvo ante la casa. Gladys reconoció la silueta de Monti tras los cristales y vio que lo acompañaba una mujer, a la que ayudó a bajar. Era Jeannine Percier. Gladys recordó que esa semana el marido de Jeannine estaba fuera; no volvía hasta el día siguiente. Habían pasado la velada juntos. Vio que él llevaba traje y Jeannine, la cabeza descubierta. Ahora regresaba con Aldo a casa, como ella tantas veces, para terminar dignamente la noche.
Quiso salirles al paso, pero de pronto pensó: «Mi rostro…».
Qué estropeado debía de verse tras una noche como aquélla… No tenía derecho a llorar, a mostrar su sufrimiento. La juventud podía dejar que las lágrimas resbalaran por unas mejillas a las que embellecían, como la lluvia a una flor. Jeannine podía llorar. Aún no había cumplido los treinta, sus lágrimas enternecerían a Monti. Ella, en cambio, tenía que recordar que el llanto hace que se corra el maquillaje.
Los vio entrar y cerrar la puerta a sus espaldas. Sentada en el banco, apretándose contra la temblorosa boca las heladas manos, contempló la casa largo rato. Vio pasar la luz por las rendijas de los postigos y luego apagarse. Regresó a casa.