13
Gladys se fue a Madrid, donde se quedó hasta el final de la guerra. Después viajó. En 1925 estaba de nuevo en París. La Nochevieja de ese año la pasó bailando en una sala de fiestas de Montmartre que estaba de moda esa temporada, un angosto sótano con las paredes pintadas de rojo. Nacía el día; el cansancio crispaba los rostros de los bailarines, que se balanceaban como bajo los efectos de una pesada embriaguez. La música ya no era más que un sordo rumor que acompasaba el arrastrar de pies de la multitud. Algunas parejas ya no bailaban; caminaban lentamente meciéndose el uno en brazos del otro, sin pensamientos, sin deseos, con la mente en blanco.
Gladys bailaba entre los demás. Pasado el primer año, había guardado luto de blanco por su hija y, como el blanco la favorecía, seguía llevándolo. No había cambiado. Su pelo seguía tan rubio y sus facciones tan suaves como antaño. Tan sólo se había acentuado la delgadez de las mejillas; cuando estaba cansada, el contorno de los finos huesos, de los pómulos y las órbitas se marcaba; el dibujo del esqueleto se adivinaba bajo la suave piel. Su tez continuaba siendo milagrosamente tersa y su talle, tan delgado y flexible como el de una jovencita.
Esa mañana, a los primeros rayos del amanecer, que penetraban entre los pliegues de las cortinas, el cabello, rubio pálido y ligero, le rodeaba la frente como una aureola de humo luminoso, y la única señal visible de su edad era ese afilamiento de las mejillas que nada puede remediar. Su blanca y esbelta espalda estaba desnuda; al bailar, inclinaba levemente la cabeza y, bajando los grandes ojos, sonreía con lánguida y encantadora gracia a los hombres que la rodeaban.
A veces, sólo cuando entre las pintarrajeadas momias de la sala veía por casualidad una cara joven, un cuerpo joven, la imagen de Marie-Thérèse volvía a formarse en su memoria. Bailando en brazos del hombre, del amante que la estrechaba contra sí, pensaba en su hija con una ternura desesperada. Pero Marie-Thérèse estaba muerta… «Es más feliz que yo», se decía Gladys. Había olvidado las circunstancias de su muerte, como las mujeres pueden olvidar, de un modo inocente y total. Cuando volvía a verla en su imaginación, Marie-Thérèse tenía los rasgos de una niña, de aquella niña que había querido a su madre… Gladys suspiraba y miraba con tristeza alrededor; aquellas parejas, aquel humo, aquellas botellas vacías eran el decorado habitual de su vida, y pensar allí en su hija le parecía tan natural como hacerlo en su habitación. No obstante, procuraba ahuyentar su imagen. ¿De qué servía lamentar el pasado, de qué? Quedaba tan poco tiempo para vivir… Tenía que engañar al oscuro tedio. Miró al hombre que la estrechaba en sus brazos.
Su pasión se había vuelto aguda y desesperada: ahora sus amantes eran de un día, de una hora… Necesitaba estar segura de su poder, comprobar que era capaz de volver loco a un hombre, de hacerlo sufrir como antes. Cuando ellos sufrían, su corazón se calmaba unos instantes. Pero no era tan sencillo… Después de la guerra, había pocos hombres dispuestos a sufrir por una mujer. Y ella ya no era la preferida, la primera que distinguían en el tropel femenino, aquella cuyo esplendor eclipsaba la belleza de todas las rivales. Ya no era la mujer en quien las miradas de los hombres se posaban de inmediato. Desde luego, aún le resultaba fácil inspirar amor y deseo, pero se cansaban de ella. Conforme pasaban los años, cada vez se cansaban antes… Gladys ya no se hacía de rogar, cedía enseguida, porque sabía que ahora los hombres tenían prisa en el amor; no obstante, acostumbrada a la adoración, le resultaba difícil plegarse a aquel deseo silencioso y brutal. Necesitaba la seguridad de ser amada, palabras de amor, tiempo, los celos del hombre… A veces, una fogosidad desesperada provocaba la sorpresa, la sorda desconfianza del joven del que se encaprichaba. «No te dejes atrapar —se decían ellos—. Es hermosa, es deseable, pero hay muchas mujeres…».
De vez en cuando aparecía uno más joven, más ingenuo que los demás, que la amaba como a ella le gustaba; pero ésos la cansaban pronto. «No —se decía—, es demasiado fácil… Pero el otro, su amigo, que todavía no me ha mirado… ¡Oh, Dios mío, concédeme eso una vez más! Gustar como antes, loca y totalmente, una vez, sólo una vez más, y se habrá acabado, seré una vieja con el corazón marchito…».
Le encantaba aquella efímera y terrible excitación, aquella fiebre que le encendía la sangre, y la vida alocada, dura y trágica de los años posteriores a la guerra. «¡Ah —pensaba—, ahora es cuando tendría que ser joven!».
El recuerdo de su juventud le producía unos celos dolorosos. Cogía la mano del hombre sentado junto a ella, buscaba su mirada, tendía hacia él su tembloroso y angustiado rostro… Cómo habían cambiado los hombres… Richard, Mark, George Canning, Beauchamp… Y ahora aquellas caras cansadas, aquellos ojos fríos, aquellas voces desganadas, aquel deseo breve y brutal…
Volvía a casa al amanecer. La ciudad, grisácea, despertaba. El viento silbaba sobre el Sena. Con el corazón encogido, Gladys recordaba los días de su juventud, los cabriolés, los largos guantes blancos, la galantería en el amor… «¿Que los hombres han cambiado? Pobre idiota… He cambiado yo, yo… ¿Que todo desaparece? No; desaparecemos nosotros… —Y suspiraba con tristeza burlona. Pero se miraba en el espejito, empañado por los polvos, y veía una imagen milagrosamente joven—. Es un sueño —se decía—. ¡Aún soy hermosa, joven como antes! ¿Quién diría que ya no tengo treinta años?».
Y ciertamente, en 1925 la edad de una mujer apenas importaba. Cuarenta años eran la juventud.
«¿Cómo podía preocuparme tener cuarenta años? ¡Ay, ojalá los tuviera aún! Los cuarenta son la plenitud, la flor de la vida, la juventud… En cambio, los cincuenta… Cincuenta años… ¡Ah, eso es más duro!».
Con secreta desesperación, dejaba que la mano del hombre sentado junto a ella le tocara los pechos. «Sí, adelante… Por más que busques, no encontrarás otros tan bonitos». Cierto, pero si supiera, si oyera: «Gladys Eysenach tiene cincuenta años», ¿qué pensaría? ¿Qué diría durante una discusión? Si los labios de un hombre le espetaran «A tu edad…», se moriría de vergüenza, estaba segura.
«Si me quisiera —se decía—, sería distinto… Pero no hay nadie en el mundo que me quiera». Cuánto le habría gustado oír una frase de amor, como antaño… ¿Es que ya no se estilaban? ¿O acaso (y eso la desesperaba) los hombres las reservaban para otras?
Procuraba tranquilizarse: era culpa de la época. Aquella zafia desvergüenza, aquellas caricias apresuradas, ávidas, y a continuación aquella frialdad grosera, aquel «quitarse de encima a una mujer», acudir a las citas con cara de aburrimiento y cansancio, poner precio a los favores y, cuando ella preguntaba: «¿Me amas?», responder: «¡Oh, qué anticuada eres, querida!».
Pero aquella generación tocaba a su fin. Venían otros, jóvenes que, al contrario que sus antecesores, eran apasionados, sentimentales, serios, pero a los que cada vez parecía atraer menos, porque no basta con conservar un cuerpo y un rostro jóvenes; también hay que hablar, sentir, pensar como los chicos de veinte años, sin sobreactuar, sin delatarse, sin adular…
Gladys era la amante de un muchacho inglés guapo y delicado como una chica.
—You are fond of me? —le preguntaba tímidamente, olvidando que le había hecho la misma pregunta mientras la tenía entre sus brazos.
—Oh, hang it all, Gladys, a fellow cannot jabber all night about love…
Poco a poco, la sombría inquietud que crecía en su interior la había empujado a las casas de citas. Al menos, allí el deseo no engañaba. Cada vez que debía esperar en el saloncito de la encargada, el corazón, que le golpeaba el pecho con sorda violencia, le recordaba la embriaguez de antaño, que aún la emponzoñaba como un veneno en la sangre.
Y, como todas las pasiones, no le dejaba el alma tranquila ni un instante. Del mismo modo que el avaro sólo piensa en el oro y el ambicioso en los honores, todo el ser de Gladys vivía esclavizado por el deseo de gustar y la obsesión de la edad. «Nada más fácil que ocultar la edad», se decía.
La guerra había dispersado a sus viejos conocidos, pero incluso ellos… El tiempo pasa tan deprisa… El olvido es tan profundo para todos… Y, al contrario de lo que se piensa, entre las mujeres existe una especie de masonería de la edad. «Yo no me burlaré de ti y, a cambio, tú me respetarás. Te halagaré, diré que te encuentro guapa, y tú, en su momento, tendrás una palabra amable para mí, una frase de admiración que me permita recuperar el orgullo de la juventud, sonreírle a mi amante con menos miedo y humildad. Fingiré que he olvidado tu edad, pero tú no mencionarás que yo también he cumplido los cincuenta. Apiádate de mí, y no seré cruel ni desleal contigo, mi pobre hermana, mi igual. Diré: “Qué tontería, tenemos la edad que aparentamos”. O bien: “¿Conocen a tal o cual actriz famosa? ¿Que su amante la engaña? ¿Que ella le paga? Pero, para empezar, ¿ustedes qué saben? Además, a cuántas chicas jóvenes las tratan así”. No exclamaré: “¡Mirad a esa vieja!”. Tú haz otro tanto».
Gladys era la primera en decir sonriendo:
—¿Por qué hablar de la edad de una mujer? En nuestra época, eso no le interesa a nadie. Si una mujer es hermosa y seductora, ¿qué más se puede pedir?
Antaño sabía decir con gracia y despreocupación:
—La vida es demasiado larga. ¿Qué puede hacer una con tantos años?
Ahora, una especie de miedo supersticioso detenía las palabras en sus labios. Nunca hablaba del pasado, de Richard ni de Marie-Thérèse. Había retirado todas las fotografías de su hija que otrora adornaban las paredes de su casa, porque los vestidos que llevaba la niña señalaban épocas demasiado evidentes. Sólo había conservado un retrato de Marie-Thérèse a los siete años, semidesnuda y con el pelo cayéndole sobre los ojos.
—Una hijita que perdí —decía con un suspiro.
Todo el mundo creía que Marie-Thérèse había muerto siendo una niña. La propia Gladys había acabado creyéndolo.
Viajaba asiduamente, aunque no quería reconocer esa necesidad de huir hacia delante que a veces la hacía parecer una aventurera. «Aquí me aburro», se decía; pero en realidad se iba porque había vuelto a ver una cara antaño conocida o una casa que reavivaba demasiados recuerdos en su corazón. No era la fiebre viajera que en otros tiempos la empujaba de un sitio a otro, sino una trágica huida del pasado.
La fecha de su cincuenta cumpleaños, el día que hubiera oído a todas horas: «Tienes cincuenta años, Gladys, tú, que ayer mismo… Hoy has alcanzado el medio siglo, nada menos, ya nunca recuperarás la juventud…», fue el día que visitó por primera vez una casa de citas. Desde entonces, cuando la melancolía le resultaba demasiado amarga, cuando las dudas sobre sí misma la torturaban, iba allí a pasar una hora.
Cuando el desconocido de turno era más atento, más generoso que de costumbre, una especie de maravillosa placidez le henchía el corazón.
«¿Y si me reconocen? —pensaba—. Pero soy libre… Además, ¿qué van a decir? ¿Que soy una viciosa? ¡Sí, viciosa, loca, perdida, pero no vieja, no incapaz de inspirar deseo, no esa abominación, ese horror!».
Cuando estaba segura de gustar, de que el hombre la miraba con placer incluso después del amor, sentía un espasmo de alegría casi físico, mil veces más satisfactorio que el otro. Gladys tenía delante a un hombre de expresión fría, el rostro bien afeitado de un hombre de negocios, al que diez años antes ni se habría dignado mirar.
—¿Podríamos vernos en otro sitio? —le preguntaba él.
Y ella sentía que una paz indescriptible le inundaba el corazón.
Había llegado a esa edad en que las mujeres ya no cambian, sino que se descomponen lentamente, de forma apenas perceptible, bajo el maquillaje y el colorete. París se mostraba indulgente y la perdonaba como a las demás. Era encantadora y elegante. Si alguien decía: «¿Gladys Eysenach? Ya es una mujer mayor», una voz respondía al instante: «Pero todavía está muy bien. Su deseo de conservarse joven es muy femenino y natural. Además, no le hace daño a nadie».
Gladys ofrecía el delicado cuello al frío viento; en la calle, su esbelto cuerpo parecía el de una muchacha y su rostro aparentaba treinta años; cuarenta, sólo a primera hora de la mañana o al final de la noche. Pero eso no le bastaba; le habría gustado seguir teniendo veinte años, bailar hasta el amanecer y luego, sin polvos ni carmín, estar fresca y lozana como una flor, como antaño…
En la calle, un hombre se vuelve a su paso y le sonríe. Ella lo mira con la expresión tranquila e indiferente de la mujer que no busca aventuras. El desconocido, que tiene prisa, se aleja. Y Gladys, que hace un instante temblaba de alegría, se pregunta ahora ansiosamente: «En otros tiempos, ¿se habría marchado así? ¿No habría insistido? ¿No me habría seguido, sólo por el placer de ver caminar delante de él un cuerpo hermoso, de adivinar la forma de las caderas bajo el vestido? Pero ¿de qué sirve pensar en otros tiempos? No hay otros tiempos… Son esas ideas, esos recuerdos del pasado los que me abruman y me obsesionan. Si aún viviera, Marie-Thérèse tendría hoy veinticinco años. ¡Dichosa ella, que se fue en plena juventud!… La juventud, la pasión de la juventud… En el fondo, todas las pasiones son trágicas, todos los deseos están malditos, porque siempre conseguimos menos de lo que soñábamos».
El final de la fiesta le servía con generosidad las sombrías cavilaciones del pálido amanecer, aquel regusto a ceniza, aquella amargura, aquella hiel, tras la noche de baile y alcohol…
En la mesa de al lado, una mujer grotesca y repulsiva, con el pelo teñido y un collar de perlas balanceándose sobre el apergaminado y escurrido pecho, le sonreía. Al menos sus ojos, sus viejos y hundidos ojos, trataban de sonreírle; el resto de la cara, retocado, remendado, recosido, no permitía que la sonrisa se extendiera libremente por su pintarrajeada superficie.
—Gladys… —Ebria, rígida, sosteniendo con precaución la copa de champán en la mano cubierta de anillos y deformada por la gota, la mujer se acercó a ella—. ¿No me reconoces? ¡Oh, querida, qué alegría! ¡Qué dicha volver a verte! ¡Estás tan guapa como siempre! Igual que siempre, la verdad. ¡Soy Lily Ferrer! ¡Ah, qué enfadada estaba contigo! ¿Te acuerdas de George Canning? ¡Qué guapo era! Murió en la guerra. Cuántos muertos, cuántos muertos… —graznó Lily, y se sentó junto a ella mirándola con ternura: era reconfortante ver a una mujer apenas diez años más joven que ella y que conservaba aquella milagrosa juventud. Un don prodigioso, concedido a otra, le henchía el corazón de esperanza: «¿Por qué no yo? Sí, a pesar de la imagen que me devuelve el espejo, a pesar de que pago a mi joven amante, ¿por qué no yo?»—. ¿Y quién es el afortunado, Gladys? Yo me he llevado grandes decepciones, grandes disgustos. Un joven en el que había depositado toda mi confianza me engañó de un modo indigno. Pero siempre me ha pasado, nunca he tenido suerte. —Suspiró—. ¿Eres feliz? —Gladys no respondió—. ¿No? ¡Ah, cómo han cambiado los hombres! En nuestra época… —dijo, bajando la voz—. Qué galantería, qué solicitud había entonces… Amaban a una mujer durante años sin una palabra de esperanza. Lo dejaban todo por ella, se arruinaban por ella… Y sin embargo ahora… Pero ¿por qué han cambiado tanto? ¿Por qué? ¿Ha sido la guerra?
Gladys se levantó y le tendió la mano.
—Perdóname, querida, es que mi amigo me espera. Adiós. Me alegro de volver a verte. Pero me voy mañana, dejo París…
—Tu hija ya debe de ser mayor… —dijo Lily, asaltada por un súbito recuerdo—. ¿Se ha casado?
—¡No, no! —respondió Gladys a toda prisa, porque se acercaba su amante—. ¿No… no lo sabías? Murió…
—Oh, qué horror… ¿Cómo es posible? —murmuró la anciana, compadecida, y le dio un beso en la mejilla, dejándole una marca de carmín que Gladys, estremecida, se limpió disimuladamente—. Pobrecita, pobrecita… Con lo que tú la querías…
Gladys se reunió con su amante, que esperaba a unos pasos de ellas. Había oído las últimas palabras de Lily.
—¿Tenías una hija? —le preguntó, avanzando tras ella sobre las serpentinas y los confetis pisoteados, que se les pegaban a los pies—. No me lo habías dicho. ¿Murió de pequeña?
—Sí —respondió Gladys con voz ahogada—. De muy pequeña.
Llovía. La acera, que bajaba en pendiente hacia la plaza Blanche, rielaba a la luz del amanecer.