10

Se esforzaba en resignarse, en aceptar el nacimiento del niño, pero su vida tenía un sabor a ceniza. Cuando un hombre sonreía en su presencia a una chica bonita que pasaba, se le desgarraba el corazón. A veces la primera mirada del hombre había sido para ella, pero eso no importaba, a eso estaba acostumbrada. No soportaba ver que esa mirada la abandonara, se posara en otra.

Una noche, en casa de Lily, vio entrar a una mujer rubia como ella, cuya frágil y triunfal belleza se parecía un poco a la suya, pero era joven… Le sonrió y le habló, pero aquella piel intacta, aquellos párpados lisos constituían un insulto viviente. Durante semanas, evitó volver a casa de Lily para no ver de nuevo a su rival.

A veces dejaba Niza, pero se llevaba consigo la sorda angustia que la despertaba en plena noche. Se levantaba, se desnudaba y se acercaba al espejo. Se miraba la cara y el cuerpo y por unos instantes se quedaba tranquila. Sabía de sobra que era hermosa. Se acercaba el amanecer, esa hora en que se apagan las últimas luces de los edificios o, en el piso de al lado, se oye el suspiro de un desconocido que sueña. Lentamente, acariciaba las tenues arrugas que el insomnio le había trazado en la frente y que se borrarían en una hora. Eso no era nada, una mera inquietud común a todas las mujeres. No se parecía al misterioso dolor que temía, a los vergonzosos celos que le llenaban el alma de hiel. «No debo pensar en mí misma —se decía—. Debo olvidarme de mí. Marie-Thérèse, mi pobre niña… La guerra… Y entretanto yo, débil y desventurada criatura, sólo pienso en mi belleza, en mi juventud… Oh, deseo ser más sensata, ser mejor persona…».

George Canning se había alistado y estaba en el frente desde enero. Todo cambiaba alrededor de Gladys. Todo era frío y triste. En Sans-Souci ya no había fiestas, ya no quedaba un alma. Ella sólo había conservado a su doncella y un chico del pueblo, que sustituía a los jardineros ausentes. Marie-Thérèse se pasaba el día acostada en su habitación o sola en el jardín. Por la noche se sentaban una frente a otra, las dos pensando en el niño. A veces, como si despertara de un mal sueño, Gladys veía el rostro de su hija demacrado, consumido por la espera. La miraba con pena, preocupada por su palidez y su tristeza.

—Vamos, come, no podrás soportarlo si no te alimentas. Debes coger fuerzas… Es una gran desgracia, pero hay que ser valiente, cariño… Eres tan joven… Todo pasa, todo se olvida. Olivier…

—No pienso en Olivier, mamá. Tú no lo entiendes. En Olivier ya pensaré más adelante, cuando haya nacido el niño. Ahora sólo quiero centrarme en el niño, en su vida…

—Ese niño… ese niño… Si no existiera podrías tener la vida más maravillosa, olvidar, casarte, ser feliz…

—Pero el niño existe, mamá.

—Ya —murmuraba Gladys con odio.

Cuando el momento del parto se acercara, Marie-Thérèse iría a la consulta de Carmen González y allí el niño vendría al mundo. Carmen, indiferente, no se asombraba de nada. Se quedaría con el niño y lo cuidaría si se lo pedían.

—¿Por qué preocuparse? —le decía a Gladys—. Es usted rica, ¿no? Tiene dinero, ¿verdad? Bueno, pues con dinero la vida no es más que sonrisas… Vamos, vamos, que no es la primera que pasa por esto.

—Mamá —dijo Marie-Thérèse una noche—, no quiero acudir a esa mujer. Me repugna y me da miedo. En el hospital, en París, en Marsella, me es igual dónde, pero con esa mujer no.

—Sólo con ella estaré segura de una discreción absoluta.

—¡A mí qué me importa que lo sepa todo el mundo!

—¡Ya lo sé! Ya lo has dicho, repetido y clamado. Pero ¡yo sí quiero que nadie sepa nada! ¿Me has oído? Por favor, por favor, no hables más de ese niño, déjame olvidar… ¿Qué más te da? ¿Para qué hablar de él antes de que venga al mundo?

Pero Marie-Thérèse quería con una ternura visceral a aquel niño inexistente todavía, al que sólo ella daba un rostro, una forma, un nombre… Cada día estaba más pesada y cansada. Ahora andaba con esfuerzo, casi arrastrándose cuando salía de la casa. Su debilidad la desesperaba. Su madre no le permitiría quedarse con el niño. Sólo tenía diecinueve años. No poseía nada propiamente suyo. Durante dos años más seguiría en manos de aquella mujer cegada por su pasión, que no se veía más que a sí misma y su cercana vejez. A veces le daban ganas de hablarle, suplicarle que no abandonara al niño si ella moría a consecuencia del parto, pero las palabras no salían de sus labios. Veía los ojos de su madre apartándose con odio de su vientre… El niño. Cómo lo sentía vivir en su seno… Se acariciaba lentamente el cuerpo y le parecía sentir que se estremecía, que se movía bajo sus dedos. Imaginaba la forma, la voz, la mirada de su hijo, su sonrisa. Lo veía en sueños. Sabía cuál sería el color de sus ojos. Poco a poco, iba olvidando a Olivier. Olivier había muerto. Ya no era más que un cuerpo medio descompuesto en una tierra de nadie. Por él no podía hacer nada, pero el niño… El niño debía vivir. Se rodeaba con los brazos el vientre caliente, palpitante, en el que su hijo vivía, se movía. Tenía miedo de su madre, miedo de Carmen, sobre todo de ésta, de sus pequeñas y gordezuelas manos, de su voz, de su paso, silenciado por las suelas de fieltro.

«Se lo llevarán cuando aún esté demasiado débil para defenderlo —pensaba—. Estará mal cuidado, mal alimentado, triste y solo, completamente solo… Mi pequeño…». Se acordaba de una historia que había oído tiempo atrás, no recordaba cuándo ni dónde, una historia deformada contada por una criada, sobre un niño nacido durante la noche en una granja solitaria, al que los abuelos habían cogido y enterrado vivo. Al despertar por la mañana, la madre no lo había encontrado a su lado.

Se estrujaba las temblorosas manos. «Nunca te abandonaré, mi pequeño…».

Mi pequeño… Era la expresión más tierna que había encontrado, la única… Quería a aquel bebé. Él sólo la tenía a ella, su vida dependía de ella. Por la noche le hablaba con dulzura, lo tranquilizaba.

—Vamos —le decía—. No temas nada… Seremos felices…

Cuando comprendió que el niño iba a nacer, pensó: «No avisaré. Esperaré. Si nace, nadie en el mundo tendrá la fuerza suficiente para arrebatármelo. Lo sujetaré de tal modo, lo tendré tan apretado contra mí, contra mi pecho, que nadie podrá quitármelo. Si muero, morirá conmigo».