8
Al día siguiente, Olivier solicitó hablar con Gladys, pero en Sans-Souci se ensayaba un espectáculo que se representaría en casa de los Esslenko, y sólo pudo verla rodeada de amigos. Esa misma noche fue a casa de los Middleton, donde Gladys estaba invitada a cenar.
Cuando llegó, la cena había terminado. Algunas parejas bailaban un vals al son de una pequeña orquesta. Vio pasar a Gladys en brazos de George Canning, el amante de Lily Ferrer. Sonreía y parecía feliz. Cuando vio a Olivier, se llevó un sobresalto y palideció. Olivier esperó a que acabara el baile, se acercó a ella y le pidió una entrevista. Gladys jugueteaba con un largo guante blanco que dejaba pender de la punta de sus dedos y con el que se golpeaba suavemente la falda.
—¿Una entrevista? Mi querido Olivier… ¿No puedes ir a verme a casa cuando te apetezca? ¿A qué vienen tantas formalidades?
—Es que, efectivamente, se trata de una petición formal —respondió el joven sonriendo.
—El lugar y el momento no son los más convenientes, diría yo…
—Entonces, le ruego que me dé una cita.
Gladys dudó.
—Está bien —dijo al fin con un suspiro—. Vamos.
Él la siguió al saloncito de al lado. Estaban solos. Gladys miró aquella cara, tan parecida a la de Claude que era como si no hubieran pasado los años. Como su padre, tenía el rostro fino y alargado, el pelo rubio y unos labios finos, duros y severos en reposo, con una expresión tan dulce cuando se entreabrían… Le sonrió tímidamente; él tenía los ojos fijos en ella, pero no parecía verla.
—Sé que Marie-Thérèse habló ayer con usted —dijo Olivier— y que usted está de acuerdo en que nos casemos, con determinadas condiciones. Un aplazamiento… Tres años, ¿correcto?
—Eso mismo —murmuró Gladys.
—¿Por qué, señora Eysenach? Hace mucho tiempo que me conoce. Mi madre y usted eran primas hermanas. Lo sabe todo de mí… todo lo que puede interesarle saber a una madre. Conoce a mi familia, mi fortuna, mi salud… ¿Por qué me impone ese plazo, esa espera humillante?
—No veo qué tiene de humillante —respondió Gladys bajando la cabeza—. En muchos países, los noviazgos largos se consideran naturales y muy sensatos.
—Si son noviazgos oficiales…
Gladys se estremeció.
—No, no, ahora no será posible, de momento no… Oficiales… qué ridiculez… Esas felicitaciones, esas visitas, esa odiosa pompa burguesa… No, no, qué horror… Cuando se decida, os casaréis de inmediato y sanseacabó.
—Quiero a Marie-Thérèse.
—Mi hija aún es una niña. Y tú también. Es un capricho infantil.
—Nos amamos como un hombre y una mujer —replicó Olivier en voz baja—. Marie-Thérèse ya es una mujer, aunque usted no se haya dado cuenta. No hablo sólo de su edad; es buena, tierna y abnegada como una mujer. Déjenos aprovechar nuestra oportunidad de ser felices. La vida es muy corta…
Gladys hizo un gesto.
—Cierto…
—Piénselo… ¿No es terrible perder tres años de felicidad, tres años de vida?
—Demostrad que sabéis mereceros la felicidad —dijo Gladys con ligereza—: sed pacientes. Luego aún os querréis más, créeme… Bueno, seguramente mi respuesta no es oficial ni apropiada para una petición de mano. No pensaba que me encontraría con esto tan pronto… Marie-Thérèse… Dios mío, pero si a mis ojos no es más que una niña. ¿Es posible que no comprendas eso? Hasta ahora no ha querido a nadie más que a mí.
Olivier movió la cabeza con brusquedad.
—Marie-Thérèse, gracias a Dios, es una mujer como las demás. En su infancia la quería a usted más que a nada, por supuesto… Y sigue sintiendo un cariño enorme por su madre. Pero usted sabe que el amor filial apenas cuenta cuando surge el auténtico amor. Usted misma lo ha vivido, como todos los hombres y todas las mujeres. Así pues, no debería sorprenderla que Marie-Thérèse me quiera a mí, me prefiera a mí. Si sigue oponiéndose a nuestra boda, ella acabará viéndola como a una enemiga.
—¡Eso sí que no! —exclamó Gladys—. Es imposible…
Dos sentimientos le desgarraban el corazón: no soportaba la idea de que Marie-Thérèse la odiara, como ella había odiado a su madre; pero lo que la desesperaba aún más era pensar que, por primera vez en su vida, se encontraba ante un hombre que no veía en ella más que a la madre de su amada, el obstáculo a su felicidad…
«¡Ya no soy una mujer! —pensó—. Ahora sólo soy la madre de Marie-Thérèse. Yo, yo… Sí, lo sé, es ley de vida. Pero también es ley de vida morir, y ¿quién piensa en la muerte sin estremecerse? Quiero a mi hija con todo mi corazón, desde luego, y deseo que sea feliz, pero ¿y yo, yo? ¿Quién tendrá piedad de mí? Me creo joven y hermosa, pero a los ojos de los demás seguramente ya soy vieja, una vieja de la que no tardarán en reírse, de la que no tardarán en decir: “Fue hermosa, fue amada…”. Y este chico…».
Le habría gustado tanto atraerlo… No para quitárselo a su hija, por supuesto. La sola idea de que Marie-Thérèse se enterase de esa pretensión la llenó de vergüenza; pero, para recuperar la autoestima, para ahogar aquel cruel sentimiento de humillación y derrota, aquel dolor de orgullo herido, habría querido inspirarle deseo, aunque sólo fuera por un instante…
«Si me mira una única vez con deseo, no, ni siquiera eso, con admiración, como se mira a una mujer de verdad, si tiene un momento de turbación, de… de anhelo, de fantasía, como tantos otros antes que él, entonces dejaré de resistirme, le concederé la mano de mi pequeña, lo consentiré todo… Pero que vea, que sienta que aún soy una mujer… Si no, ¿para qué vivir?».
«Los viejos son todos iguales —se decía Olivier—. Se vengan en nosotros porque les queda poco tiempo para disfrutar de la vida. Quizá no lo saben, pero en el fondo de sí mismos piensan: “Me queda poco tiempo para ser dichoso. Pues bien, si puedo, robaré a mis hijos algunos años de felicidad”. Piensan que son tiernos, prudentes, sabios y experimentados, pero en realidad son envidiosos. No quieren compartir la vida con sus hijos. Maldicen la vida, pero la quieren para ellos, sólo para ellos… ¡Pobres inocentes!», pensó con lástima, y estiró lentamente los largos brazos, notó con placer sus músculos, el calor de la sangre bajo la piel. Recordó su edad y, de pronto, se creyó invulnerable. Miró a Gladys sonriendo.
—Usted sabe que tres años pasan deprisa y que entonces será tan duro como ahora, señora Eysenach.
Gladys se pasó la mano por la frente con lentitud.
«Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Cómo he podido pensar en gustarle al chico del que está enamorada Marie-Thérèse? Debería avergonzarme».
—Déjame, Olivier, te lo suplico… —murmuró—. Mira, no te pido más que unas semanas, unos meses… un instante —suplicó azorada—. Tienes que concederme eso. Te prometo, te juro que me portaré bien —añadió como una niña desesperada—. Sí. Una vieja sensata —se corrigió—. Dadme un año. Un año, ¿de acuerdo? No es mucho. Un año de respiro —murmuró—. Esperad un año. Vosotros tenéis toda la vida para ser felices, pero yo…
—¿No me impedirá que siga viendo a Marie-Thérèse?
—¡No, no! ¡Qué ocurrencia!
—¿No se irá al fin del mundo con ella? No me fío, ¿sabe? —dijo Olivier, esforzándose en reír.
Gladys negó con la cabeza.
—No, no…
—¡Está bien! —murmuró Olivier con un suspiro—. ¡Sea!
Gladys se levantó, fue hasta la puerta del saloncito y le hizo una seña a Lily Ferrer, que pasaba cerca.
«Que Olivier se vaya, por favor —rogó para sus adentros—. Que me deje en paz…».
Lily se acercó abanicándose con vehemencia. Llevaba un vestido amarillo, un tocado de plumas y un espeso maquillaje en la cara.
Olivier cambió unas palabras con las dos mujeres y se marchó.
—Está enamorado de ti, querida —dijo Lily siguiéndolo con la mirada.
—No —respondió Gladys moviendo la cabeza—. Ahora ya nadie se enamora de mí, nadie… —Apenas podía contener las lágrimas—. Te quiero mucho, Lily…
Salió, cruzó el salón y se dirigió a la terraza. George Canning la miró al verla acercarse a él. «¿Éste, quizá?», se preguntó Gladys con ansiedad.
Le sonrió. Él bajó la cabeza, y Gladys reconoció la mirada astuta y ávida del hombre atrapado por una mujer, pero que cree ser él quien escoge, quien atrapa.
Bajaron al jardín…