20
Bernard recibió de Suiza dos breves cartas escritas con frases cortas que parecían jadeantes, y nada más. Sabía que Laurette estaba agonizando; esperaba cada día la noticia de su muerte. Su pena era como él: amarga, hosca y llena de hiel. Le dolían las muelas; no se afeitaba; no abría un libro; se acostaba vestido y dormía hasta el atardecer. Se despertaba al caer la noche, porque el horror del crepúsculo parisino le producía un placer desesperado. No tenía fuerzas para abandonar su mísera habitación. ¿Adónde iba a ir? En todas partes lo acechaban la soledad, el dolor, la inquietud y un aburrimiento cruel. Esperaba hasta que la farola de gas de la calle dibujaba la silueta de las persianas en la negra pared. Miraba la farola con estupor. De vez en cuando, su suave resplandor borraba todos sus pensamientos y fluía como un bálsamo hasta el fondo de su corazón. Caía la lluvia, fría y pesada. Laure… Volvía a verla como si ya estuviera muerta… Era, se decía, una chica discreta, tímida, lista, con un cuerpo bonito… Tenía un carácter melancólico y soñador, una especie de gracia descorazonada. Una extraña desesperación, una pena huraña, fría y muda, parecida a su corazón, se apoderaba de Bernard. Por la noche, vagaba de café en café. Cuando bebía, se olvidaba de su amante o, al menos, ya no pensaba en ella con una precisión tan cruel. Pero hasta en plena borrachera sentía la ausencia de Laure como un vacío, un hambre sorda, un negro aburrimiento.
Tumbado en la cama, con el escuálido torso tiritando bajo el viejo jersey, que ya nadie remendaba, con un plato lleno de naranjas al lado, mirando hasta el atontamiento, hasta la insensibilidad la lluvia que resbalaba por los cristales, se obligaba a pensar en Gladys, a reavivar el odio contra ella en su corazón, para no seguir pensando en la muerte, para no hundirse en la desesperación.
«No hay miedo a que venga… Podría reventar sin que se preocupara por mí… La única persona de mi misma sangre en todo el mundo…».
—Laure… —murmuraba y, sintiendo que las lágrimas le afloraban a los ojos, se volvía en la cama, avergonzado. Retorcía las sábanas con rabia y hundía la cabeza en el amarillento almohadón, que, como todo en aquella sórdida pensión, apestaba a humedad—. Laurette… Pobrecita mía, qué mal estás… Y pensar que con el dinero de Jezabel habría podido comprarte vestidos, bombones… Habrías podido tener un poco de felicidad. Pero no, ni siquiera eso… Ni siquiera habrás tenido eso.
Se avergonzaba de ser tan débil y estar tan enamorado, e intentaba pensar: «¿Y qué? Yo no puedo remediarlo. Ya conoceré a otra. —Pero enseguida se arrepentía—: ¡Oh, que se cure, que vuelva! Entonces le arrancaré a Jezabel hasta el alma, le quitaré todo lo que tiene. La atormentaré, le haré maldecir el día en que nació…».
En su mente se iba creando un extraño vínculo entre Laurette y la mujer a la que llamaba Jezabel.
«Una chica de veinte años que muere sin haber tenido cinco minutos de felicidad en esta vida, y esa vieja loca, con sus diamantes, aún se permite estar enamorada, estar celosa… ¡Tiene gracia! Me gustaría matarla —se decía a veces—. ¿Qué podrían hacerme? ¡Nada! Señores del jurado: era mi abuela. Me abandonó, me rechazó, me desposeyó… Yo sólo me vengué. “Pero ella te dio dinero, amiguito…”».
—¡Oh, tengo fiebre! —murmuró—. ¡Cuánto daría ella por verme pillar una buena tifoidea, o la tisis, como Laure, y acabar reunido con mi madre en el otro barrio!
«Debo de resultarle muy molesto —pensó regocijado—. De todas formas, qué mala suerte… ¡Todo estaba contra mí! ¡Habría debido desaparecer mil veces! Pero no, aquí estoy… Es un consuelo, sí, pero no es suficiente. ¡No, Dios mío, no es suficiente!».
La víspera de Navidades, le comunicaron que Laurette había muerto. Decidió ir a decírselo a los padres de la chica. Se había enterado de su existencia y su dirección ordenando viejas cartas que ella había dejado en un cajón.
Era una casa tranquila y acomodada. Lo recibió una anciana flaca vestida de luto, con el pelo blanco y un collar de jade alrededor del cuello. Era la madre de Laure. En un primer momento, Bernard le dijo que su hija estaba enferma, siguiendo un tratamiento en Leysin.
—Ya sabía yo que esto acabaría así —respondió la anciana, sollozando—. ¿Dice usted que está en Leysin? Pero eso debe de ser carísimo… ¡Qué ingratos son los hijos! Me abandonó. Me deshonró. ¿Qué puedo hacer yo? —Se llevó un pañuelo bordado de negro a los ojos, mientras las cuentas de jade le temblaban sobre el pecho—. Perdí a mi marido hace seis meses y me dejó en la ruina… Recomiende a Laure la más estricta economía. Conozco a mi hija: perfumes, cremas y medias de seda. Que piense en mí. Podría enviarle quinientos francos al mes, privándome de todo. Ni una carta, ni una línea a su madre en cinco años… Pero, claro, cuando se presenta la necesidad todos se acuerdan de la familia. Le mandaré quinientos francos todos los meses, señor.
—Demasiado tarde. Con los primeros bastará para el entierro —le espetó Bernard—. Murió ayer.
Se marchó. Era una gélida noche de lluvia y niebla. Caminó en línea recta, casi sin pensar. Entró en una taberna y después en otra. En La Frégate, frente a los muelles, desde donde se veía el agua negra espejeando en la oscuridad. En el cafetín de la Île-Saint-Louis, con sus viejas vigas esculpidas iluminadas por las sibilantes llamas de gas. En el Ludo, lleno de polvo, mugre y tiza.
Luego volvió a Montparnasse. Tomó otra copa y se encontró con un compañero.
—Laure ha muerto —le dijo.
—Pobre chica… Aún no había cumplido los veinte. ¿Tomamos un trago?
Bernard bebió otra copa y se fue enseguida para reencontrarse con la calle oscura y el barro, que las luces rojas de las tabernas teñían de sangre. Subió a la terraza del Dome. Sentía la necesidad de anunciar la muerte de su amante al mundo entero.
—¡No es posible! —exclamaban todos. Y acto seguido—: Es verdad que no parecía muy fuerte…
—¿Cuántos años tenía? —preguntaban algunos—. ¿Veinte, o menos?
Y al oír la edad, parecida a la suya, se quedaban callados. Bernard bebía y miraba a través del humo los rostros familiares, que atizaban en su corazón una cólera sombría.
Fue de café en café durante horas.
Bajó en dirección al Sena. Estaba borracho; tenía la cabeza caliente y vacía. Oía el repiqueteo de la lluvia en los adoquines. Caminaba hacia el Bois de Boulogne, hacia la casa de Gladys; sentía una vengativa y apremiante necesidad de verla de nuevo.
—Mejor vuelvo a casa —se repetía—. Sí, tengo que regresar. Es hora de dormir…
Pero los pies lo llevaban hacia Gladys.
De vez en cuando, pensaba en la madre de Laure, aquella vieja maltrecha, con sus gafas, sus cuentas de jade, su capacho, sus cojines bordados, empollando su dinero para prolongar unos años más su miserable vida. «Viejos mezquinos», pensó, y apretó los puños.
Mezclaba en el mismo odio a Gladys, la madre de Laure y todos los que se aferraban a su posición, su dinero, su felicidad, y sólo dejaban a sus hijos la desesperación, la pobreza y la muerte.
Por la zona de Auteuil, los cafés eran más escasos y más pobres. Los hombres jugaban a las cartas. En uno de ellos, estuvo un rato escuchando la melodía de una cajita de música a la que le faltaban notas.
Recordó a Laure el día que se conocieron. Estaba sentada ante un brasero que la teñía de rojo, con la cabeza descubierta y una bufanda de lana roja alrededor del cuello. Volvió a ver sus pálidas y delicadas facciones, su mirada… «Esa chica tenía algo… algo que nunca supe encontrar, que ella tampoco encontró en sí misma. Una especie de poesía».
Pensó en su propia madre, cuyo aspecto no lograba imaginar. Olvidaba que, de haber vivido, habría tenido cuarenta años. La veía como a una hermana, tan joven como Laure y como él.
«Estáis muertas, pobrecitas mías. Estáis ahí abajo, en las tinieblas, mientras todos ésos ríen, bailan, se divierten… ¡Me gustaría agarrar a Jezabel por los hombros —pensó con rabia— y sacudirla, sacudirla, sacudirla hasta hacer que su asquerosa máscara de maquillaje cayera! ¡Oh, cómo la odio! ¡Ella tiene la culpa de todo! ¡No es justo que viva! ¿Qué va a ser de mí? ¡Mil conocidos, y ni un amigo, ni un pariente! Me gustaría trabajar… Se acabaron los estudios… Estoy harto… Me duelen las manos de no hacer otra cosa que tocar libros. Trabajar… En las obras del metro, en Les Halles, donde sea… ¿Y crees que es fácil en estos tiempos de crisis? Tendría que haber sido obrero. Mamá Berthe no debería haberme convertido en un señor. Hay días en que uno odia al mundo entero, Dios me perdone… —se dijo con remordimiento y ternura—. ¡Ah, qué sed tengo!».
Entró en un café en la esquina del muelle. Bebió fuera, bajo la lluvia, mal resguardado por el toldo que restallaba al viento. Tiritaba de frío.
«Cualquier oficio me salvaría, por humilde que fuera. Clavar clavos o aporrear una plancha, y caer rendido por la noche. Un año así, con una borrachera los domingos, y olvidaría a Laure. Al fin y al cabo, tengo veinte años. No quiero morirme de pena. ¡Eso sí que no! —exclamó mentalmente, como un mudo desafío a un dios invisible—. También está el dinero de Jezabel… ese dinero tan fácil. Esa clase de mujeres corrompen todo lo que tocan».
Se pasó toda la noche andando. La lluvia le resbalaba por la cara, y aquel murmullo, aquel bisbiseo, aquel cuchicheo inquieto de la lluvia caía sobre una ciudad que parecía vacía. La bruma ascendía de los adoquines. Bernard caminaba con los ojos medio cerrados, trastabillaba como un ciego en los bordillos y pensaba: «Le diré a Jezabel… ¡Oh, se acordará de esta noche! Qué maravilloso es hacer sufrir a un ser humano… ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Se habrá olvidado de mí? Ya la haré yo acordarse… ¿Dónde estará? —Miró las ventanas de la casa, cerradas y oscuras—. Es Nochebuena. Seguro que está bailando en algún antro, o con algún amante… Baila y se divierte… ¡Esa vieja, ese adefesio, ese monstruo! Pero no, ¿cómo puedo decir eso? Si parece joven… ¡Vieja, vieja, vieja y bruja! —se repitió en un sombrío delirio—. ¡Yo te haré llorar esta noche, espera y verás! Me gustará verte sufrir, vaya que sí».
Se acurrucó en el quicio de la puerta cochera y se quedó allí, viendo llover.