Al volver a San Antonio de Padua, Olivia retomó su rutina. En las mañanas, después de acompañar a su tía Teresa a desayunar, visitaba las familias instaladas tomando nota de sus progresos y de sus inconformidades. En la tarde iba a las reuniones de mujeres o pasaba su rato en la obra. Al anochecer, llegaba a su apartamento, se bañaba con jabones perfumados, se untaba cremas olorosas y se soltaba el cabello cepillándolo hasta dejarlo brillante. Se vestía con lencería sexy, se acomodaba la prótesis y se cubría con ropa de estar en la casa.
La ansiedad por ver a Miguel la invadía a medida que se acercaba la hora del encuentro y a pesar de haber hablado con él varias veces durante el día. Él llegaba alrededor de las ocho de la noche. Olivia lo veía aparecer y se quedaba sin respiración. Miguel sonreía ante la mirada de ella, la abrazaba y la besaba mientras cerraba la puerta de un puntapié.
“Felicidad”, era la palabra para expresar cómo se sentía cada vez que pensaba en él durante el día. Cuando él llegaba de visita, se contaban los sucesos del día, las preocupaciones, los últimos acontecimientos después de la indagatoria de versión libre.
Como prometió, Zambrano confesó sus crímenes. Aunque aún estaban lejos de lograr la libertad de Jorge y de ayudar a que las demás víctimas superaran la violencia, ese era un buen comienzo.
Evaristo Morales se había imputado la muerte de Marisol, la hija de Rosa Santa Mejía, además de los otros crímenes, pero había negado su crimen de violencia sexual.
Ninguno había confesado nada acerca los cuerpos desaparecidos.
—Dentro de quince días será la imputación de cargos, ¿vas a ir? —sugirió Olivia. Estaban en la cama, ella descansaba la cabeza en el pecho de él.
—Sí, deseo estar en cada audiencia. Sé que será un proceso largo, pero es la única esperanza que me queda de ver a Jorge en libertad.
Miguel le acariciaba el brazo con el pulgar. En un momento dado, ella quiso montar su pierna encima de la de él, solo que se percató algo tarde de que era la pierna mutilada. Olivia percibió que Miguel se dio cuenta de su gesto, porque agarró la pierna enseguida y la apresó contra él, llevando su caricia del brazo al muñón.
Ninguno de los dos dijo nada al respecto, sino que continuaron hablando del tema inconcluso:
—Luego de la imputación viene la formalización de cargos. Veremos si ese hombre no se echa para atrás durante esa etapa —dijo Olivia, que no creía que el simple gesto de ella torciera el accionar de un hombre tan malvado como Zambrano.
—Créeme, no lo hará.
—Estás muy seguro —sentenció Olivia.
—Sí.
Olivia frunció el ceño. Tampoco dijo algo al respecto.
—Lo importante es que desagravie a las víctimas en la siguiente fase del proceso.
—Lo hará.
Olivia levantó la cabeza y lo miró con otra expresión de curiosidad.
—¿Qué me ocultas, Miguel?
Miguel sonrió.
—Nada, solo que, si ya rindió versión libre, no se puede echar para atrás.
—Se ve que no lo conoces. Puede echarse para atrás en la imputación de cargos solo para alargar más el proceso y así evitar un desagravio.
—Él compensará a las víctimas —concluyó seguro. No quería hablar más del tema.
Olivia levantó la mano derecha y le acarició la barbilla.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿Tienes una bola de cristal?
Miguel pensó que ese era otro de sus chistes, por lo que rió por lo bajo. Le pasó el brazo por la cintura y la apretó a él.
—No tengo una bola de cristal —se acomodó encima de ella y le acarició el contorno del cuerpo—, pero tengo un pene de pedernal que va a empezar su trabajo ahora.
Olivia rió.
—¡Eres tan vulgar!
—Y te encanta. Vamos mi amor, se buena y hazme sitio —le decía mientras se acomodaba entre sus piernas.
—No me respetas —le decía ella, todavía entre carcajadas.
—Toca amor, toca el tamaño de mi respeto —le llevó la mano a su pene. Olivia lo apresó y se dedicó a acariciarlo de arriba abajo.
Ese fue solo el preludio.
El concierto duró hasta la madrugada.
Miguel no se quedaba a dormir con ella, ya que empezaba su labor más temprano. Con un poco de tristeza, ella lo observaba vestirse cada madrugada. Después de entrar en el baño, peinarse y cepillarse los dientes, iba a la cocina. No lo dejaba salir de su casa sin que se hubiera tomado un café. Luego lo despedía en la puerta con un largo beso.
Ese mismo día, Miguel la llevó de picnic a la quebrada. Le había pedido a la cocinera de la hacienda que preparara una canasta de comestibles. En una canasta había pollo, papas con guiso y arepas pequeñas, algo de fruta, dos colas y dos cervezas.
—Tomémonos unas pequeñas vacaciones a fin de mes. Quiero llevarte a una isla. ¿Aruba tal vez? ¿Qué tal Santo Domingo? Iremos a un resort —anunció Miguel con mirada de ilusión mientras le brindaba un plato con comida.
—Ay, Miguel, ¡tengo tanto trabajo!
Miguel le tomó una mano.
—Olivia, quiero recuperar el tiempo perdido: llevarte a cenar, a bailar, caminar contigo en una playa, amarte a la orilla del mar, consentirte, comprarte cosas y tenerte solo para mí unos días.
Olivia soltó el plato con la comida que apenas había probado, se acercó todavía más a él, que estaba con la espalda recostada a un árbol, y se sentó en su regazo.
—Yo también quiero estar contigo y hacer todas las cosas que dices.
Miguel le brindó más comida, elegía las mejores piezas para ella. Olivia comió con buen gusto, ya que Miguel la reprendió porque no se alimentaba bien.
El atardecer y la brisa fresca los cobijaba. Ya habían recogido la merienda. Descansaban al son del canto de los pájaros y el ruido de la quebrada que los había envuelto en su magia y los llamaba al sueño.
—Nunca me has contado qué fue lo que te hizo llegar a esto. ¿Por qué te involucraste en este proceso? —le preguntó Miguel mientras reposaba con ella en sus brazos. Olivia se tensó.
—Sabes que puedes contarme lo que quieras.
—Lo sé —dijo ella contra su pecho.
Olivia recordó la tarde en que una llamada había cambiado el rumbo de su vida.
—¿Señorita Olivia Ruiz?
—Sí, con ella habla —Olivia estaba en el pequeño cubículo de su oficina y debía estar en la gerencia en una reunión hacía unos minutos—. ¡Maldita impresora! —exclamó ante la demora por imprimir un informe para la dichosa reunión.
—¿Perdón?
—No es con usted, discúlpeme, es que estoy algo atareada.
—No le quitaré mucho tiempo. Mi jefe, el licenciado Julio de la Peña, desea hablar con usted.
Olivia frunció el ceño, se revolvió en la silla y empezó a organizar el informe en una carpeta mientras sostenía el teléfono con el hombro.
—No sé quién es.
—Él desea conocerla y le pide, por favor, una cita esta tarde a las cinco y treinta.
—¿De qué se trata?
—Algo personal.
Olivia suspiró.
—Dígale a su jefe que puede venir a mi oficina a esa hora, con gusto lo atenderé.
—Me temo que el licenciado está algo ocupado. ¿Podría venir usted, por favor?
Ese sería el colmo. Se levantó, cerró la carpeta.
—No acostumbro acudir a lugares de gente que no conozco.
—El doctor Julio de la Peña es un eminente abogado penalista —contestó la mujer indignada.
Olivia sintió una ligera ráfaga de vergüenza.
—Está bien, deme la dirección y allí estaré.
Garabateó la dirección en un Post-It amarillo y lo pegó al frente, en la pared de su mesa de trabajo donde tenía un pequeño tablero de corcho.
Llevaba menos de un mes en su nuevo puesto para la ONG Un Nuevo Comienzo. Corría el mes de febrero del 2008. Había acabado su especialización el año anterior.
El informe que debía presentar era una restitución de tierras en el sector de los llanos. Varias familias amparadas por la Ley de Justicia y Paz volverían a su hogar en pocos días. Las instancias judiciales y gubernamentales estaban a favor de ese pequeño grupo de familias.
“Ojalá pudiera hacer algo así en San Antonio”, suspiró mientras esperaba el elevador. “Poder hacer algún bien donde ese hombre sembró tanta pena.”
La llamada la había dejado intrigada y la dejó distraída en la reunión. Entregó el informe, pero estaba apagada en sus apreciaciones.
A las cinco de la tarde entró en un lujoso edificio al norte de la capital. Se acercó a la joven recepcionista, que después de verificar su nombre en una lista de su ordenador, le señaló el ascensor y el piso donde debía dirigirse. Olivia le dio las gracias.
Sabía que no tenía su mejor aspecto. Vestía un jean, botas negras y una blusa blanca y chaqueta de cuadros gris y negros. Se sintió apabullada al entrar en la lujosa oficina.
Saludó a la secretaria con la que había hablado en la mañana. La mujer le reciprocó el saludo y la invitó a que tomara asiento. Le dijo que el profesional la atendería enseguida.
Se acomodó en un sillón de cuero verde aceituna y se dedicó a observar los grandes cuadros que poblaban las paredes. “Vaya, parece que al abogado le va muy bien.”
Sonó un intercomunicador.
—Pase, por favor —indicó la secretaria, acompañándola hasta la puerta.
Olivia entró en una oficina imponente, chapada en madera, con una gran biblioteca a un lado, un escritorio amplio y una silla alta de la que se levantó un hombre de unos cuarenta años, apuesto, de ojos verdes, con calvicie incipiente, elegante y un poco más alto que ella.
—Es un placer conocerte.
—El placer es mío —le dio la mano en un saludo breve. Olivia percibió la mirada de evidente interés masculino, pero no le hizo caso.
—Siéntate, Olivia —la llevó a una sala con un amplio sofá y dos poltronas de color negro que parecía gamuza, pero de eso ella no estaba segura.
—Estoy intrigada, abogado, no sé por qué estoy aquí.
Pero ella ya sospechaba de qué iba la visita, porque no era tonta y la certeza la hizo envararse en la silla.
—El motivo de esta reunión es tu padre.
“Lo sabía”.
Se levantó enseguida. Empezó a caminar de lado a lado.
—Pierde su tiempo conmigo. Hace años no sé de él. Solo sé lo que leo en los periódicos, cuando los leo.
El hombre comenzó a subir y bajar las manos, como si masajeara el aire, en un intento de pedirle que se calmara.
—Lo que tengo que decirte es importante.
Olivia no estaba nada de calmada.
—No lo creo.
El hombre suspiró.
—Yo creo que sí. Tu padre te necesita.
Olivia estalló en risa. Luego recordó que estaba en una junta de negocios y se calmó un poco.
—¿A mí? —una sonrisa se le dibujó en la boca. El hombre estaba serio.
—Voy a ir al grano.
Olivia tomó asiento de nuevo dispuesta a escuchar los disparates que saldrían de la boca de ese hombre.
—Por favor.
—Tu padre sabe a qué te dedicas, ha estado al pendiente de tu vida estos años. Sabes muy bien que se acogió a la Ley de Justicia y Paz hace dos años y desea que seas tú la que devuelva las tierras que arrebató en su época de paramilitar.
Olivia quiso volver a reír.
De incredulidad.
—¿Por qué no lo hace él o los hijos de su matrimonio?
—Él no puede en este momento. Además de que está preso, tuvo un cáncer de próstata que hizo metástasis a los huesos. Tiene los días contados.
Olivia no sintió pena. No podía sentirla. Lo único en lo que pudo pensar fue que ahí estaba el pasado, arrastrándola otra vez. El tema le afectaba, no podía negarlo, era lo que deseaba para la región. No quería demostrarle al hombre hasta qué punto estaba interesada, no hasta haber hablado con su padre y conocer sus verdaderas intenciones.
—¿Y por qué no hace usted la restitución? —miró el lugar con ironía. Por esa labor, le podría sacar una buena tajada de dinero a su padre.
—Ese trabajo no lo haría ni por todo el dinero del mundo. Además, no tengo tiempo. Puedo prestar asesoría, pero nada más. En cuanto a sus otros hijos, ellos no han vuelto al país, ni siquiera al saber que él morirá pronto.
—¿Dónde está? —preguntó con un hilo de voz.
—En el instituto cancerológico.
Olivia sintió miedo a la confrontación y a todo lo que vendría si aceptaba tamaña utopía.
—No creo que pueda.
Y entonces recordó a Santiago.
Y a su Miguel.
—Tengo que hablar con él antes de tomar una decisión.
—No hay problema.
Entró al Instituto Cancerológico a primera hora del día siguiente.
La recepcionista le informó que el paciente Orlando Ruiz se hallaba en la habitación 502. Dejó su documento de identidad y le dieron una escarapela especial y un papel, debido a que visitaba un reo. Era horario de visita, subió al elevador, rogándole a Dios que de la visita saliera algo bueno. Al llegar a la habitación de su padre, se percató del par de guardias que lo custodiaban.
—Buenos días, soy Olivia Ruiz. Vengo a visitar a mi padre.
Mostró la escarapela y el papel.
—Adelante.
Orlando Ruiz estaba solo y dormía.
Olivia se detuvo en la puerta sin decidirse a entrar. Su semblante denotaba el avance de la enfermedad. Se había quedado sin cabello y parecía veinte años más viejo de lo que en realidad era. Su brazo estaba conectado a una bolsa de líquidos y a un aparato que medía sus signos vitales.
Se le encogió el corazón por lo que pudo haber sido y no fue. ¿Y si hubieran sido una verdadera familia? De niña había soñado con eso. ¿Si su padre hubiera sido una buena persona?
Se espantó de que sus ojos soltaran lágrimas.
Orlando Ruiz abrió los ojos:
—¿Rosalía?
—No, no soy Rosalía. Soy Olivia, su hija.
Olivia percibió el momento en que la reconoció. Totalmente despierto, observó a ambos lados de la habitación y luego fijó nuevamente su mirada en ella.
—Eres igual de hermosa que tu madre.
Ella mantuvo silencio.
—Me alegra que estés aquí.
—Su abogado me contactó. ¿Qué es lo que desea?
—Quiero devolver las tierras que arrebaté.
—¿Por qué debo ser yo la que tiene que hacerlo?
Su padre le pidió que le subiera la cabecera de la cama y después le pidió agua. Un ligero temblor la asaltó al acercarse con un vaso y el pitillo. Supo que él se había percatado de sus nervios porque le regaló una mueca irónica.
—Podría decir que estoy arrepentido, pero no es así. Voy a morir, no quiero una rebatiña de poder entre Zambrano y Morales que a la larga perjudicará más a la región.
Olivia dejó escapar una risa de mofa.
—Me sorprende, señor Ruiz. ¿Desde cuándo le interesa lo que pase?
—Es la tierra donde nacieron mis hijos y enterré a mi mujer. Ya está bueno. Tengo más dinero del que jamás podrán gastar mis descendientes. ¿Y de qué me vale? Ninguno de mis hijos quiere nada mío.
—Usted no tiene nada, señor Ruiz. Devuelva ese dinero a sus legítimos dueños.
—Entiendo tu postura. Todo el dinero del mundo no me curará. Tampoco volverás a tener tu pierna o evitará las tragedias que han sufrido mis otros hijos. Necesito que seas tú la que devuelva esas tierras. Estás preparada, eres fuerte e íntegra. La mejor de mi progenie.
—¿Y qué pasa con las muertes? —hizo una pausa y continuó con cautela—. ¿Y los cuerpos desaparecidos?
—Los muertos no volverán, pero tampoco me voy a achacar muertos que no me corresponden. Zambrano y Morales cometieron muchos desmanes.
—Siguiendo órdenes suyas —le lanzó Olivia furiosa—. Tiene que confesar esos asesinatos.
—¡Voy a devolver las malditas tierras! Zambrano y Morales se encargarán del resto.
Olivia no quiso insistir más.
—¿Qué pasará con “El Álamo”? —se refería a la hacienda de Miguel.
Orlando Ruiz emitió un chasquido y cambió la vista hacia el techo.
—¿Todavía sigues enamorada de ese tipo?
Evidentemente, Olivia no le contestaría la pregunta.
—Si quiere que me encargue de todo, lo primero que hará será devolverle a Miguel y su familia la tierra que les pertenece.
—A ese nunca le interesó la tierra, niña. Es jefe de seguridad de un millonario.
Olivia se sorprendió de que estuviera tan enterado de la vida de Miguel Robles.
—No me importa, devuélvala a su familia. Si hace eso, me encargaré de todo.
El hombre trató de sonreír.
Olivia lo visitó en tres ocasiones más. Aunque eran visitas impersonales, no dejó de preguntar por él a los médicos y enfermeras.
En compañía del abogado desataron la maraña legal que había en torno a las propiedades que había que devolver.
La última vez que fue a visitarlo, no la reconoció. Lo mantenían fuertemente drogado debido a la intensidad del dolor.
Presentó un informe detallado a la ONG que fue bien recibido, pues sus ideas de la devolución de la tierra presentaban un plan integral para el progreso de la región.
La ONG la envió tres meses a España e Irlanda para estudiar los procesos de paz y de memoria histórica. Mientras estaba en Europa, recibió la noticia de la muerte de su padre. Ese día no lloró, pero tampoco fue a clase.
El acercamiento con la comunidad no fue nada fácil. Aparte de los postulados de su padre para devolver las tierras, había que tratar con entes gubernamentales que a veces estancaban los procesos por culpa de la burocracia. Algunos líderes de la región no creían en la labor de Olivia. Solo el tiempo y la entrega que puso para llevar a buen puerto el proyecto bajaron la guardia de los campesinos de la región.
La ONG prestó colaboración tanto legal como psicológica a todas las víctimas. Fueron dos años de arduo trabajo.
El resto es historia.
Miguel se quedó en silencio y la arrebujó en su pecho. No quiso decir nada cuando terminó de escuchar el relato. Se dedicó a contemplarla, si ella supiera el rosario de sensaciones que despertaba en él. La sensación que se paseaba por su pecho y que le inspiraba salir a combatir el mundo por ella. Tenía la certeza de que ese sentimiento no lo sentiría por nadie más. Bueno, eso no era cierto, los hijos que tuvieran también serían dueños de esa devoción. Sonrió de solo pensarlo. “Hijos, frutos de nuestro amor.” Primero debería pedirle matrimonio, haría las cosas bien esa vez. Tomó en sus manos el anillo que pendía de la cadena que su Olivia nunca se quitaba y observó la sencilla joya. Sí, definitivamente haría las cosas diferentes. Su hermosa mujer valiente merecía todas las joyas que pudiera darle, y aunque ese sencillo anillo era el símbolo de lo que sentía por ella, le compraría un anillo con una piedra más grande y tal vez con un engaste de esmeraldas que tuvieran el mismo color de sus ojos. Se había quedado dormida, le acarició la tez.
Tarareó una canción que había escuchado esa mañana en el radio de la camioneta cuando volvía a la hacienda era la canción de Fonseca, Te prometo:
Prometo darte el sol todos los días
Prometo este idilio todos los días
Trataba de recordar la letra de la canción, se equivocaba y volvía a empezar.
y prometo que serás mi amor eterno
Te prometo que serás mi consentida
Olivia se rebulló, abrió los ojos y lo miró y en esa expresión vio el amor que ella le profesaba. Ella lo amaba y con la misma irracional intensidad que él a ella. Su Olivia pensó en él desde el comienzo. Desde que decidió venir a arreglar el estropicio que había hecho su padre. Siguió con su canción.
te acompaño en cada paso de tu vida
si me juras que no buscas la salida
—Miguel…
La reverenció con un beso, suave como el roce de la seda. Quería decirle muchas cosas, pero se dedicó a seguirle cantando:
....prometo un millón de fantasías
un hato en una casa , junto al morichal
prometo darte tiempo en las mañanas
y cantarte mientras duermes al oído
Sus ojos le dijeron que la admiraba como nunca había admirado a una mujer, que desde que habían vuelto, enfrentaba la vida y al mundo con otro talante, que la adoraba y que deseaba hacerla feliz.
—Te amo, Miguel. —le dijo emocionada por la letra de la canción.
—Eres una mujer valiente. Mi mujer valiente. Te mereces miles de serenatas —ella sonrió y negó con la cabeza—. Solo tú fuiste capaz de poner la cara por todo lo que pasó. Ni siquiera eres hija de su matrimonio. ¿Por qué no están ellos aquí?
—Ellos tienes sus propios demonios que combatir.
—¿Y tú no? —preguntó Miguel mientras recogían las cosas para guardarlas en la camioneta.
—Los hijos de su matrimonio tienen una vida muy difícil. Ni te cuento.
Miguel bajó la cabeza.
—La vida se encarga de pasar factura de la peor manera y lo hace con los que más queremos.
Olivia lo corrigió.
—Si es que alguna vez nos quiso de verdad. Cambiando de tema: cantas muy bien; militar, jefe de seguridad, ganadero y ahora cantante.
Miguel soltó la carcajada y ella de pronto se puso seria.
—Adoro tu risa, me hacía mucha falta tu risa, Miguel Robles.
—¿Solo mi risa?
Ahora fue el turno de ella de reír.
Elizabeth observó a su amiga durante la reunión en la iglesia. Las cosas no podían seguir así. Ella pensaba que Pedro y Teresa se merecían la oportunidad de ser felices, pero ambos eran unos cabezas duras. A Pedro prácticamente no se la podía nombrar, porque la dejaba hablando sola y la mirada de Teresa cada vez que éste le hacía un desplante era como para llorar. Nadie negaba que Teresa hubiera amado a su marido y había sido una esposa abnegada y fiel. No le veía nada de malo a que se volviera a enamorar. ¿Cómo hacerle entender que ella seguía viva, que había un hombre que así no quisiera oírla nombrar se moría por ella? La abordó a la salida de la reunión y la invitó a tomar un té con ella.
Se sentaron en una pequeña cafetería a dos cuadras de la iglesia. Era un sitio pequeño de apenas cinco mesas. Se acercó una joven muchacha y pidieron dos tés que les trajeron muy pronto.
—¿Cuándo vas a ir por lo que realmente quieres?
—No entiendo —le contestó Teresa, endulzando su bebida caliente.
—Por favor, Teresa, no insultes mi inteligencia. ¿Qué pasa con Pedro?
Solo oyó mencionar a Pedro y todo su autocontrol salía volando por la ventana. Deseó poder retorcerse las manos. En cambio fijó su vista en el mantel.
Habló en un susurro suave como la brisa del viento mañanero.
—Nada, no quiere volver a saber de mí, por lo que veo.
—¿Has intentado hablar tú con él?
—¡No! Le dije cosas terribles y estoy avergonzada.
—¿Sientes algo por él?
Teresa se sonrojó de repente. Incómoda, rehuyó la mirada de Elizabeth, soltó un suspiro y con aire resignado le dijo:
—Sí, sería estúpido negarlo. Siento algo por él desde antes de la muerte de Enrique y eso me mortifica sobremanera. ¡Por Dios! Mi marido no se ha enfriado aún en la tumba y aquí estoy, loca por otro hombre. ¿Cómo crees que me siento? ¿Cómo lo tomarán mis hijos cuando se enteren?
—No es la situación ideal —admitió Elizabeth, revolviendo las mieles y el té—. Pero es la vida y vida solo hay una, no lo olvides. ¿Amaste a Enrique?
—Sí, con el alma.
—¿Lo abandonaste en algún momento? ¿Lo descuidaste en su enfermedad?
—No, ¿cómo se te ocurre?
Elizabeth entró a matar:
—¿Él se sintió abandonado por ti de alguna forma?
Teresa sobaba con la mano el mantel de cuadros rojos y blancos de la mesa. Desvió su mirada hacia una pareja de novios que se susurraban palabras de amor tres mesas más allá.
—No, creo que no. Le brillaban lo ojos en cuanto entraba a la habitación.
—¿Qué crees que querría Enrique para ti?
—No lo sé, pero tenlo por seguro que no querría que me enamorara tan rápido.
—Él no reprocharía nunca que volvieras a rehacer tu vida. Tú eres la que se lo reprocha a sí misma.
Teresa se quedó sin palabras.
—Lo sé.
—Y si lo sabes, ¿por qué no haces algo, sabiendo que Pedro se va?
Teresa abrió los ojos y sintió un dolor fuerte en medio del pecho.
—Pedro, ¿qué? ¿Se va? ¿A dónde?
Teresa demudó el semblante y percibió en los ojos de Elizabeth algo de comprensión al verla tan vulnerable. No se le hacía nada raro. Al fin y al cabo, Pedro tenía que seguir con su vida. ¿Qué se creía ella? ¿Qué lo tendría esperando por años?
—Su hija lo invitó un año a Bélgica.
—Bélgica —repitió Teresa, y ahogó la pena en un sorbo de té—. Pues le deseo buen viaje.
Alberto Carbonell le explicaba a Olivia sobre el refuerzo de los cimientos que ya estaban y dónde quedaban ubicados los nuevos. El primer piso de La Casa de Paz estaría concluido en cuatro semanas. Olivia echó un vistazo hacia el sitio donde pensaba que iría bien el monumento en memoria de los que ya no estaban.
—¿Cuándo van a limpiar ese terreno?
—A principios de la otra semana. Ya lo hablé con el ingeniero y el jefe de obra. ¿Has pensado cómo será el monumento?
Caminaban por los linderos del terreno mientras Olivia observaba el avance de la obra. “Dios, es un hecho”, suspiró emocionada al ver a los obreros en sus diferentes actividades. El lugar bullía de actividad, algunos hasta le silbaban al verla pasar. Esquivó a uno de los empleados que venía con una carretilla llena de mezcla, otros organizaban el material, había una volqueta que acababa de descargar arena y piedrecilla.
—Sí, voy a hacer un concurso entre los niños del pueblo. Quiero que sean ellos quienes escojan la figura conmemorativa. Pasado mañana iré a los colegios y escuelas, haré una buena campaña, habrá primero y segundo puesto.
El abogado alzó las cejas.
—Me parece bien. ¿Qué harás con la figura que gane el segundo puesto?
—La mandaré a fundir en bronce y la pondré en la sala de recepción de la casa. No hallo la hora de que todo esté terminado. No sabes cuánto significa esto para mí.
—Pero me lo imagino —afirmó él, sonriendo—. ¿A quién vas a encargar la realización del monumento?
—No lo sé.
—Tengo un compañero que es escultor en la Universidad Nacional. Vive en Bogotá. Quizás él pueda ayudarte.
Por primera vez, Olivia le sonrió al hombre una sonrisa de amabilidad.
—Gracias.
Alberto la acompañó hasta el jeep. Oscar se apresuró a abrirle la puerta. Otra camioneta, con un par de escoltas la seguía, hizo algunas compras y se dirigió a la oficina. Al bajarse del vehículo para entrar en la oficina, se encontró de frente con Clementina.
—Hola, Clementina, qué alegría. Hace días que no la veía.
—Te olvidaste de nosotros —le contestó la anciana en tono de broma.
—Nunca. ¿Por qué no entra a mi oficina y nos tomamos un cafecito?
—No puedo, voy para la iglesia a devolver algo que no es mío.
La anciana sostenía en sus brazos una figura envuelta en una manta.
—Vaya, no me diga que por fin encontró lo que estaba buscando.
—Sí —sonrió con malicia la anciana.
—¿Y se puede saber qué es?
—Es el niño de San Antonio de Padua que robé de la imagen, en un arranque de ira a los pocos días que desapareció mi hijo.
Olivia recordó algunas de las creencias supersticiosas de vieja data, que tenían las personas de la región. Recordó la que involucraba a dicho santo. Se le exigía un milagro a San Antonio de Padua y se le quitaba el niño Jesús hasta que cumpliera. Si el santo no cumplía, lo escondían.
Por lo visto, Clementina, al vivir tantos años fuera de su casa y al deterioro de la memoria por la edad, había olvidado dónde lo había escondido, y al ver que su hijo nunca apareció, no le vio caso seguir escondiendo la figura del niño.
—Clementina, lo siento.
—No te preocupes, lo voy a devolver y a confesarme. Pediré perdón y sé que todo estará bien. Aparecerán los muertos para que por fin descansen en paz.
A Olivia la recorrió un escalofrío.
Era un lunes ajetreado. Olivia firmó y revisó los últimos informes que debía enviar a la ONG en Bogotá. Visitó los colegios explicando su nuevo proyecto y las fechas límites de entrega para los trabajos de aquellos chicos que quisieran participar.
No había ido a almorzar a la casa y todavía había restos de un sándwich y un refresco encima de la mesa. Miguel la había llamado más temprano para cuadrar la fecha del viaje que harían a Santo Domingo en tres semanas. Estiró el cuello, necesitaba ese descanso, recargar pilas para enfrentar la fase final del proyecto. Claudia peleaba con algunas estadísticas y William organizaba los itinerarios de las actividades a seguir.
Iván entró como una tromba, lo seguía el alcalde. Se quedaron mudos mirando a Olivia. El móvil de Claudia empezó a repicar, el de William también.
—Olivia —habló Iván con un fuerte carraspeo.
Olivia levantó la vista del ordenador y se sorprendió por las caras de sus compañeros. Claudia que había contestado el móvil se puso pálida y la miró con pena. William le daba la espalda, mientras susurraba al teléfono.
—¿Qué pasa? Parece que hubieran visto un fantasma.
—Olivia —dijo Iván—. Apareció una fosa con algunos cuerpos.
Los ojos de Olivia gritaron aún más que su voz.
—¡¿Qué?!
“Dios mío, Dios mío, dame fuerzas”, susurró la mujer para sí. Palideció de repente y sintió las lágrimas rodar por sus mejillas. Se levantó y sintió el ya recurrente escape de aire de su prótesis, pero en ese momento no le importó.
—¿Dónde? —preguntó casi sin voz. William la observaba consternado. Claudia se acercó tratando de abrazarla, pero ella se soltó enseguida.
El alcalde le contestó:
—En el terreno que mandaste a limpiar al lado de la Casa de Paz.
“Señor, dime que esto no está pasando. Perdóname, sé que soy una egoísta de la peor calaña, pero no creo poder soportarlo.”
—No puede ser —se dirigió hacia la puerta mientras se refregaba las manos y rechazaba el consuelo de sus amigos—. Ese sitio era sagrado para mí.
Le vinieron a la mente las palabras de Zambrano: “Esos muertos están más cerca de lo que imaginas.”
Tomó su bolso, que estaba colgado en la pared al lado de la puerta.
—Olivia, déjame acompañarte —le insistió Claudia, tratando de alcanzarla.
Olivia iba tan apresurada que sus palabras apenas se escucharon.
—Quiero estar sola.