Olivia encontró a los esposos Preciado, sentados alrededor de una de las mesas que se utilizaría en el almuerzo del día siguiente. Hacía rato que Gabriel trabajaba en su ordenador. Melisa observaba el hermoso atardecer. Valentina descansaba en la habitación. Los saludó mientras ellos la invitaban a acompañarlos.
—¿Cómo estás? —le preguntó Gabriel sin dejar de mirar la pequeña herida cubierta con una bandita.
—Muchísimo mejor, gracias. Deseaba que nuestro encuentro hubiera sido en mejores circunstancias.
—No te preocupes por eso —saltó enseguida Melisa a tranquilizarla—. Lo importante es que estás bien.
Olivia sonrió, un gesto de agradecimiento.
—¿Cuéntame cómo van las cosas? El informe que nos hiciste llegar es muy completo, pero deseo escucharte.
A Olivia le hubiera gustado estar más preparada para esa conversación, tener su ordenador portátil con ella, aunque se sabía el informe de memoria.
—Como habíamos hablado, los planos para La Casa de Paz estarán listos en un par de días. La visita con el arquitecto para reconocer el terreno la haremos pasado mañana. El grupo de Memoria Histórica entregará un informe sobre los testimonios de los sobrevivientes.
Miguel se acercó a ellos. Olivia no escuchó sus pasos. Sigilosamente se sentó detrás de ella. No dejaba de observarla mientras hablaba con sus amigos, ellos la escuchaban con genuino interés.
Era alucinante e incómodo tenerla en su casa, paseándose por el jardín, disfrutando de la compañía de sus amigos. Esas pequeñas acciones le creaban una agridulce sensación en el pecho a la que no quería dar nombre.
Percibió que estaba algo nerviosa mientras charlaba, pero su tono de voz rezumaba todo tipo de emociones mientras les contaba las experiencias vividas. Esos eran los momentos en los que casi se convencía de que ella no había tenido que ver con la muerte de su padre y sus sentimientos volvían hacia un talante diferente.
Sus cabellos lucían igual de hermosos que antes, aunque un poco más cortos que en la época de la quebrada. Los tenía agarrados con una hebilla que apenas los contenía. Unas hebras le horadaban la nuca. Quiso ponerle detrás de la oreja, el mechón que se le había soltado. ¿Por qué carajos quería hacer eso? Resopló molesto y recordó la manera en que retiró su mano cuando le tomó la barbilla. Ella lo rechazaba, le enviaba una cantidad de señales contradictorias que lo tenían al borde de un desfiladero.
—¿Cómo piensas manejar las cosas? —preguntó Gabriel sin dejar de mirar detrás de ella.
—Hay líderes muy valiosos en la región y con probada vocación de servicio.
Miguel observaba embrujado el movimiento que hacían las manos de Olivia a medida que se iba enfrascando en su exposición. Recordaba cada una de sus caricias y el intenso placer cuando sus manos rodeaban su…
¡Soy un estúpido! Se reprendió al mirar con el rabillo del ojo a Gabriel y notar que su amigo lo miraba con sorna. ¡Claro, el muy cabrón había adivinado aquello que pensaba! Olivia sin darse cuenta de lo que sucedía, continuó la charla.
—Pienso que, aparte de la biblioteca, el espacio para reuniones y el parque para los niños, podríamos destinar un salón para clases de gimnasia. Ya tengo en mi poder las hojas de vida de la psicóloga y la trabajadora social que manejaran la casa.
—Es un proyecto de gran envergadura que se llevara una buena tajada de dinero —dijo Gabriel.
—Sí —continuó Olivia—. Es un trabajo de integración. Hay que crear una red social bien tupida para evitar que se repita la historia.
Gabriel tomó la mano de su esposa. Le hizo señas a la mujer y esta se sentó en su regazo.
—¿Hasta cuándo van a estar en San Antonio? —inquirió Olivia.
—Vamos a estar tres días —contestó Gabriel, luego le preguntó—: ¿Vas a quedarte hasta que el proyecto arranque?
—Sí, claro, después tendrán mi asesoría. El proyecto para la región es una muestra piloto, que si tiene éxito, se implementará en las zonas del país que lo requieran.
—¿No te vas a quedar, entonces? —preguntó Miguel. La sintió tensarse y eso avivó su rabia. Quería que se sintiera a gusto con él, pero parecía una labor titánica. Con sus amigos era todo sonrisas, con él era como si le tuviera miedo.
—Vendré cuando sea necesario. Mi vida está en Bogotá.
¿Tendría algún hombre esperándola en la capital? Se preguntó mientras la observaba departir, obviamente algo incómoda desde que se percató de su presencia. Meditó la pregunta, necesitaba saber, abría la boca con intención de interrumpir la charla y volvía y la cerraba ¿y si decía que si? Mejor era no saber, pero pudo más la curiosidad.
—¿Tienes algún hombre esperándote allá?
—¡Miguel! —exclamó Melisa—. No seas imprudente.
—Mis intereses son bien distintos —le contestó ella digna.
—¿Por qué? ¿Te gustan ahora las mujeres? —soltó él, sorprendido de su propio comentario, que sabía mezquino y de mal gusto, pero no retrocedió. Observó la chispa de rabia en los ojos de ella, totalmente satisfecho. Estaba cansado de ser el único que perdiera los papeles.
Ella se levantó furiosa y dijo:
—Tú eres un retorcido…
—Soy consciente de eso —y también de lo grosero que había sido.
—Miguel deja de decir majaderías —dijo Melisa con preocupación.
—Discúlpenme —dijo Miguel finalmente.
Olivia se percató de que las disculpas fueron más por Melisa que por ella y se sintió más enfadada de lo que creía haber estado en su vida. ¿Cómo se atrevía? La sangre se le subió a la cabeza, el rostro le quemaba. Quería abofetearlo, pero se dio cuenta, por alguna extraña razón, de que él estaba complacido de verla furiosa. Aparte de eso no quería evidenciar los celos que sentía hacía esa buena mujer.
La manera que tenía Miguel de mirarla casi con reverencia y sus sonrisas eran solo para Melisa. En cambio cuando se volteaba a mirarla a ella, sus ojos desprendían chispas y parecía que quería verla colgada del árbol más alto.
Tenía envidia del cariño que Miguel le demostraba a su amiga. Envidia de sus dos piernas. Envidia del amor que le profesaba su marido. Envidia de la bebé que tenían.
Se sintió mezquina, miserable y muy mala persona.
—No has contestado mi pregunta.
—Mi vida privada es mi vida privada, Miguel.
—Vas a salir corriendo cuando todo esté en marcha. Lo sabía.
—Tú no tienes idea. No deberías dar absolutamente nada por sentado —le contestó con picazón en las manos de las ganas que tenía de implantarle las palmas en su cara—. Además ¿no es eso lo que quieres?
Miguel se dijo que debía controlarse por ella, pero más que todo por sus amigos. Ellos tenían una imagen de él, que sentía desdibujarse a cada minuto pasado en presencia de Olivia. Entonces el orgullo apareció y eso opacó su deseo de importunarla.
Melisa observaba el intercambio como si estuviera viendo un partido de tenis.
—Perdón que me entrometa —dijo Gabriel en tono burlón a su amigo—. Pero si siguen así no me dejarán más opciones que erigirme en árbitro.
—Discúlpenme —Olivia se levantó totalmente descompuesta—. De veras lo siento.
—No te preocupes, yo le jalaré las orejas —terció Melisa y sostuvo la mirada de su amigo sorprendida.
Olivia se puso de pie y se dirigió al interior de la casa, rogándole al cielo que nadie se hubiera percatado del ruido que hacía su prótesis.
En cuanto se quedaron solos, los invadió el silencio. Miguel se sentía más avergonzado con cada minuto que pasaba.
—Miguel, te desconozco —Melisa se acercó a él—. Nunca te había visto portarte así con nadie.
El Miguel que ella conocía era amable, considerado y protector. Siempre atento con las mujeres sin importar que alguna pudiera caerle antipática. Es más, entre menos simpatía sentía por alguna mujer se obligaba a ser más atento. Pero este hombre era un desconocido para ella. Parecía una fiera enjaulada y herida.
—No lo conoces bien, cariño —aventuró Gabriel con cautela, y con aparente desenfado señaló—: Casi me levanto para recoger la manguera que anda corriendo detrás de ti. Parece que ambos necesitaban una ducha fría. Bien fría.
Miguel se encontró con la mirada de su amigo y se refrenó de soltar una palabrota.
—Por si te preguntas qué le pasa a nuestro querido amigo, Melisa, déjame informarte que está enamorado hasta el copete, pero es tan ciego que no lo ve —continuó Gabriel, inclinándose hacia delante en el acto de hacer una confidencia, pero el tono de voz lo contradijo adrede—. Pero no se lo digas porque es capaz de echarnos de aquí.
—Estás loco —se levantó Miguel con un impulso brusco y se alejó sin despedirse.
—¡Vaya temperamento! —Gabriel tomó un mechón de pelo de su esposa y se lo colocó tras la oreja.
Una sonrisa pobló el semblante de Melisa.
—Olivia está celosa.
—¿Por qué lo dices?
—Reconozco una mujer celosa en cuanto la veo. Esta resentida por las atenciones que tiene Miguel con nosotros.
—Parece que con esa chica ha sido poco amable.
Miguel se dirigió al establo con el corazón desbocado. “No quiero que ella se vaya otra vez”, fue lo único que pudo pensar.
“¿Cómo puedo ser tan cretino?”, recapacitó, consternado, yendo de acá para allá.
Ese proyecto era importante para ella. ¿Y qué hacía él? Portarse como el mocoso patán del curso que busca atención.
Aún sentía el corazón en la garganta desde que la vio herida en medio del potrero. Estaba despeinada, la cara manchada de sangre, la mirada de miedo en sus hermosos ojos, de color verde, mientras cojeaba hasta acercarse. Pero para él, todavía en ese estado, era la mujer más bella sobre la tierra.
“Y alguien quiere hacerle daño”.
Era lo único que podía cavilar. Mientras recordaba la escena, se le había erizado hasta el vello de la nuca. ¿Qué habría pasado si a ella le hubiera ocurrido algo? ¡Mierda! Cerró los párpados y tensionó las mandíbulas. El exabrupto asustó a un par de vacas y a un burro. El perro era el único que no se inmutaba ante las salidas de Miguel.
Sí, Olivia estaba en grandes problemas. Alguien quería herirla y, en el peor de los casos, matarla. Pensar en cuanto le atraía de ella no iba a ayudarla de ninguna forma.
“Este no es precisamente un sentimiento de odio hacia una persona”, pensó irónico. Odio, resentimiento y rabia se mezclaban en su desosegado corazón con un fuerte sentimiento que se negaba a nombrar, el anhelo y las vivencias con ella, que tanto atesoraba.
A estas alturas no sabía cómo manejar sus sentimientos hacia esa mujer: resentimiento, miedo de tenerla, miedo de no tenerla. Era desesperante. Para su orgullo, no era nada halagüeño pensar que ella podía tenerlo de rodillas otra vez.
Sin embargo, al verla en peligro lo único que deseó hacer fue protegerla. ¡Ah! Y también matar al hijo de puta que quería dañarla.
Debería empezar por mejorar su comportamiento hacia ella. Se disculparía en cuanto se calmara.
Le molestaba ese aire de suficiencia y de contención que la rodeaba. A veces, sentía ganas de zarandearla hasta hacerle castañetear los dientes; otras, quería besarla hasta quedar sin aliento.
Necesitaba saber qué sentía ella... Qué sentía cuando rechazaba cada una de sus caricias taimadas ¿Qué veía en él? ¿Lo consideraría atractivo a estas alturas?
Recordaba muy bien cómo lo miraba en la época de la quebrada. Ahora lo miraba con culpa, y no quería eso. Es más, ni siquiera sabía que quería.
La necesitaba, deseaba tenerla cerca así fuera para importunarla. Su presencia tenía un efecto poderoso sobre él. ¿Cómo carajos dejarla ir sin que le destrozara más su alma?
Tenía que reconocerlo, el ser humano belicoso y amargado que era hoy, era incapaz de no sentir la profundidad de una emoción indescriptible y que había sido la culpable de que no hubiera podido entregarle su corazón a otra mujer en los años pasados.
Recordó la mirada de reproche de sus ojos. Esos ojos que siempre había tenido instalados en su corazón y que nunca lo habían abandonado.
Su mirada lo había perseguido durante años….
Cuando Miguel se alejó por el camino, tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para no volver atrás y tomar en sus brazos a Olivia, decirle que olvidaran todo, que no había querido lastimarla, que ella quizás no había tenido nada que ver con la muerte de su padre.
Pero no lo hizo.
Continuó alejándose hacia la casa, con la vida partida en mil pedazos por la pena que lo embargaba por la muerte de su padre y la pérdida del amor de su vida. Además, nunca había matado a un hombre, a pesar de llevar años en el ejército. Y ahora…
El entierro al que había asistido casi todo el pueblo fue un verdadero infierno.
—Debes tener valor —le decían unos.
—Te acompaño en tu pena —le manifestaban otros.
—Fuerza, hijo, fuerza —le comentaban otros.
“No tienen ni puta idea de lo que dicen”, pensó Miguel. Ahora, camino a su nueva vida. Después de despachar de forma cruel al amor de su vida, no aguantó más. Se sentó a los pies de un árbol y derramó las lágrimas que tenía atragantadas desde el inicio de la tragedia.
¿Cómo iba a hacer para odiarla? ¿Cómo iba a hacer para olvidarla? Si en ese momento lo que sentía era que no podría vivir sin ella. Le había dado un lugar importante en su vida. Era la mujer que un día lo elevó al cielo, para luego fundirlo en uno de los círculos del infierno.
Se levantó desanimado del pie del árbol para enfrentar el futuro sin ella.
Eran muchas las cosas que debía hacer. El ejército había enviado a un oficial como emisario para acompañar a Miguel en el entierro. Ya debía conocerse que era verdad el rumor de la muerte de uno de los malandros.
Había sido en defensa propia, una vida por la otra. Y no había titubeado, es más, era consciente de que si hubiera podido, con gusto se habría cargado a unos cuantos, así hubiera muerto en el intento.
Angélica y su madre estaban inconsolables. Jorge solo llevaba furia en la mirada. Se negaba a abandonar el legado por el que había luchado su padre.
Habían tomado la decisión.
No se irían de El Álamo. Aguantarían hasta el final.
A los tres días de la muerte de Santiago, Miguel se percató del poder que tenía ese hombre sobre la región y sus habitantes. Su hermano Jorge había sido aprehendido por el supuesto asesinato de dos hombres en el camino de “La loma”. Se suponía que eran auxiliadores de la guerrilla. Habían tendido la trampa muy bien.
Jorge había estado en el pueblo tomando licor en uno de los bares alrededor de la plaza, cuando un par de hombres dijeron que había unos campesinos hablando mal de su padre. Con el dolor y el rencor en carne viva, Jorge se acercó a la mesa donde estaban el par de individuos bebiendo aguardiente. Entonces, los increpó de mala manera. Ellos se levantaron enseguida y se liaron a puños, pero la pelea no pasó a mayores. Una que otra nariz reventada, un labio roto, un par de moretones y nada más.
Embriagado, se dirigió a la hacienda. No supo cómo llegó.
No supo más.
Al otro día tenía orden de arresto por la muerte del par de campesinos.
La familia Robles no tuvo que sumar dos más dos para saber quién era el artífice de tamaña injusticia. Miguel reclamó, pidió ayuda a las autoridades, pero nada se pudo hacer. Jorge fue acusado formalmente del par de asesinatos y llevado a una penitenciaría de la capital.
Miguel recibió un par de amenazas más que involucraban a Ligia y a Angélica. Decidió que lo mejor para la familia era salir de la zona.
Debido a las circunstancias de la muerte de su padre y por el encarcelamiento de su hermano, el General de la brigada le pidió que se retirara de la institución antes de darlo de baja. Otro eslabón en la cadena de sucesos desgraciados para la familia. Otro golpe en el corazón de Miguel.
Salieron de la región a los pocos días de haber enterrado a su padre y esposo.
Ya en Bogotá, y con las disposiciones que había tomado Santiago, se instalaron en el apartamento situado al norte de la ciudad.
Angélica, desarraigada de sus amigos y de todo lo que había conocido, se volvió retraída y brusca en el trato con su familia. También ella cargaba con la pena de la muerte de su padre y el encarcelamiento de su hermano mayor.
La defensa de Jorge fue costosa. Los abogados se llevaron gran parte del dinero que Santiago había ahorrado por tantos años.
—¿Qué vas a hacer, Miguel? —le preguntó su madre un día.
—Voy a buscar trabajo. Un coronel amigo me conectó con una petrolera. Tengo una entrevista con el director de seguridad mañana en la mañana.
—Lo necesitamos, Miguel.
—Lo sé, mamá —la miró con entereza—. No quiero que te preocupes por nada.
—Pero, hijo…
La acercó a él y, tomando su cara entre sus manos, le insistió:
—¿Ok?
—Me apena tanta responsabilidad sobre tus hombros.
—A mí no. Estoy preparado para esto —le espetó con dureza—. Madre, te necesito fuerte. Jorge te necesita, y también Angélica.
—Lo sé —admitió ella, desatándose en llanto—, pero no puedo, esta pena apenas me deja respirar.
—Tienes que intentarlo.
Al día siguiente se presentó en la petrolera. Gracias a su amigo obtuvo el empleo. Trabajó allí durante unos dos años.
Mientras tanto, el caso de su hermano procedía a ritmo lento. Siempre que se iban a vencer los términos, aparecía una nueva prueba que reabría el proceso. A los tres años de estar encarcelado, lo llamaron a juicio.
Cuando le cayó el peso de la ley con una condena de treinta años, Miguel supo que nunca perdonaría a Ruiz. Tampoco a Olivia. El crimen de su padre estaba impune y la condena de Jorge empezó a partir de ese momento.
—Miguel, debo hablar contigo —dijo Ligia al verlo entrar en la casa.
Miguel venía del establo, estaba un poco más calmado.
—¿Qué quieres, madre?
“Sigue enojada por Olivia” pensó Miguel al observar la tensión en la mandíbula y la mirada penetrante de Ligia.
—No quiero que esa mujer se quede aquí.
—¿Por qué no? Sufrió un atentado, madre. Sería poco responsable dejarla librada a su suerte.
Se limitó a observarla con una fijeza y una seriedad que avivó más el genio de Ligia.
—¡Es algo que no te incumbe! —gritó. Pero inmediatamente, apenada por el exabrupto, añadió en un tono de voz más calmo—: Lo correcto es que la despaches para su casa.
—Madre, ¿no te cansas de odiar?
—¿Y tú? Por Dios, ¡sabes que no debe estar aquí!
—Ella se va a quedar porque yo así lo quiero —agregó y elevó el tono—. De pronto ya va siendo hora de que pasemos la página.
—Eres un estúpido. Por lo visto, ya te comió los sesos otra vez.
—¡Basta! —bramó él disgustado—. Mamá, mi padre me dijo una vez que no deseaba que llenáramos nuestra vida de odios ni rencores. ¿No es suficiente?
—Por favor, Miguel, te lo ruego…
—Ruega todo lo que quieras, madre, pero Olivia se queda —se alejó por el pasillo.
Se reunieron en el comedor a las siete. Había anochecido más temprano de lo usual. Por las ventanas de la estancia se colaba el canto de las cigarras y el olor de las flores y los árboles.
Era una noche fresca. La mesa estaba decorada con buen gusto: un mantel bordado por Elizabeth y una fuente de flores frescas y fragantes, como en tiempos de su padre.
—¿Y Olivia? —fue lo primero que preguntó Miguel al descubrir su ausencia en la mesa.
Melisa cruzó una mirada risueña con Gabriel.
—Se siente algo indispuesta, la pobre —adujó Elizabeth—. Envía sus disculpas, y que con mucho gusto continuará la charla con ustedes mañana.
—Está bien —fue Melisa quien único habló.
De entrada, había frutas frescas rociadas con melado de canela.
—Dijo algo que no entendí —nuevamente, Elizabeth alzó la voz.
Miguel interrumpió a medio camino el manjar que se llevaba a la boca.
—¿Qué dijo? —preguntó.
—Que continuaría la charla con Melisa y Gabriel, sin asnos que la interrumpieran.
Gabriel se atragantó con el vino. Melisa soltó la carcajada. Miguel, en cambio, se quedó serio, soltó el tenedor en el plato y miró su copa de vino. La levantó y bebió de golpe.
—¿Qué habrá querido decir? ¿Había algún burro suelto por el jardín? En esta finca solo hay dos y están tan viejos que apenas se mueven de su lugar detrás del establo.
—Este era un burro joven —contestó Gabriel, a son de broma—. Y bien burro, pero ya mi esposa le jaló las orejas.
Los Preciado se miraron de reojo y sonrieron a la vez. Elizabeth soltó la risa cuando comprendió al fin el significado de las palabras de Olivia.
—Esa Olivia me gusta mucho —contestó Elizabeth, risueña.
De plato fuerte había solomillo y ensalada verde, con arroz al curry. De postre, helado de pistacho.
—A mí también —dijo Melisa—. Tanto como esta cena. ¡Todo huele delicioso!
Hasta ese momento Ligia había permanecido callada y con mirada ausente.
—Esa mujer es una impertinente —dijo finalmente, mientras se servía una porción de ensalada y carne.
Melisa y Gabriel apartaron la mirada y se interesaron por la comida, no hicieron comentario alguno a la referencia de Ligia.
—Mamá, por favor, me lo merecía —contestó Miguel sin enfado, más bien avergonzado.
Ligia no deseaba tener problemas delante de los amigos de Miguel.
—Tú verás lo que haces...
—Es difícil la posición de Olivia —insistió Melisa, reacia a terminar con el tema.
—Se necesitan agallas para dar la cara a un pueblo en el que su padre hizo tanto daño —continuó Gabriel.
—Hasta el momento lo ha hecho bien —dijo Miguel.
—Gabriel y yo hemos decidido apoyarla en todo —llevó un bocado de carne a su boca, se limpió las comisuras con la servilleta que descansaba en su regazo y momentos después continuó—: Tengo instinto para las personas. Y esta mujer tiene algo especial —dirigió su mirada a Miguel—. ¿Verdad?
—A mí que me esculquen —concluyó él.
Miguel agachó la mirada. Presionó los ojos con el pulgar y el índice. “Con que ahora soy un burro”, sonrió sin querer. Terminó de cenar, compartió dos copas más de vino con sus amigos y se despidió, deseándoles buenas noches.
Sus pasos se dirigieron hacia la habitación donde estaba alojada Olivia. Tenía que verla, cerciorarse de que estaba bien o, como mínimo, disculparse por sus patanadas.
Golpeó suavemente.
—Olivia… Abre, por favor, deseo hablar contigo.
No contestaba. Tomó la cerradura en sus manos. Estaba con llave.
Volvió a tocar suavemente… Nada.
Se preocupó. A lo mejor estaba dormida. Aquí nadie se atrevería a hacerle daño, y mucho menos con los guardaespaldas de Gabriel vigilando todo el perímetro de la casa. ¿Y si se había escabullido?
Tenía que asegurarse de que estaba donde debería estar.
Abrió la cerradura con la llave que abría todas las puertas de los cuartos.
Entró.
No estaba en la cama.
La luz de la habitación era tenue. Había encendido una vela con olor a vainilla que ahora impregnaba con su aroma el cuarto. Detalle de su tía Elizabeth, imaginó él.
La puerta del baño estaba entreabierta. El vapor rodeaba el pequeño lugar. Escuchó un susurro y el chapoteo del agua en la tina.
Observó la maleta cerrada que reposaba encima de una silla, la ropa que se había quitado y había colocado encima de la cama. Tomó la camiseta verde menta que tenía en la tarde y, como un patético imbécil, se la acercó a la nariz e inhaló su aroma. Cerró los ojos y abrazó la prenda mientras oía el chapoteo de Olivia en el agua.
Permaneció así durante un tiempo, no supo si minutos o segundos.
“Esto es el maldito infierno. Tan cerca pero tan lejos.”
Debía irse, dar vuelta atrás e irse. Era lo más decente. Pero con Olivia parecía que había olvidado la decencia.
Se acercó a la puerta con pasos imperceptibles. La abrió suavemente y se apoyó en la jamba.
Y entonces la vio. Tuvo que agarrarse a la puerta para no caer de rodillas.
Estaba allí, con su tez sonrosada y los ojos cerrados. Tenía el cabello recogido, en una moña floja que le había soltado varios mechones en la nuca y en la cara. Tenía una pierna levantada, y el dedo gordo del pie jugueteaba con la llave de la tina en un gesto tan erótico que nuevamente se le doblaron las rodillas.
La otra pierna estaba cubierta por la espuma y no dejaba ver más. No lo necesitaba pensó posesivo, conocía ese cuerpo al derecho y al revés.
Escuchaba música desde su iPod. Por eso no lo había oído entrar.
Observó alelado la línea de su cuello, la delicadeza de sus orejas… Sus senos escogieron ese momento para arribar a la superficie del agua. Parecían globos entre la espuma.
Se percató de lo que ocultaba el final de la cadena. Era el anillo de compromiso que le había dado años atrás. Lo acariciaba entre sus dedos con ternura.
Se le vino el mundo encima.
De todo lo que pensaba que podía pender de la cadena, nunca imaginó esto. ¿Y eso qué diablos significaba?
Quedó petrificado y no por su hermoso cuerpo desnudo, no. “Lleva el anillo consigo siempre”, caviló más que sorprendido.
Un nudo espeso le oprimió la garganta y le cortó la respiración.
Con ojos desencajados y ardientes, observó cómo soltaba el colgante y llevaba su mano a uno de sus senos. Vio la manera suave y lenta en que lo acariciaba abarcándolo en su totalidad. Con el dedo pulgar e índice de la otra mano tomó uno de sus pezones, poniéndolos en punta.
Soltó un suspiro.
Una de sus manos abandonó sus senos y se dirigió lentamente hacia el abdomen. Acarició ligeramente su ombligo y siguió su recorrido hasta que se posó en su centro.
Miguel empezó a temblar de necesidad. Un sudor frío le recorrió la columna vertebral. Sus labios se separaron para intentar coger más aire, pero parecía que el dichoso oxigeno había desaparecido de la atmósfera. Deseó ser él quien la acariciara y le diera el placer que tanto buscaba. Deseó profesarle sus sentimientos. No aquellos con los que la insultaba casi a diario, sino aquellos que le escondía. Deseó acercarse y tumbarse en esa tina con ella, cubrirla con besos y caricias de la cabeza a los pies, y refregarse en ella y…
El cenit de su deseo llegó en el momento en que ella empezó a jadear y a pronunciar su nombre.
—Miguel, Miguel —decía en suspiros—, así, tócame así…
Era delirante, tenerla así allí y no poder alcanzarla. El resentimiento había volado por la ventana. En ese momento solo había lugar para la pasión, el deseo y la dicha.
Era un adulto, tenía que controlarse, pensó mientras cerraba los ojos y trataba de volver a respirar.
Con todo el esfuerzo del mundo se retiró.
“Qué escena, por Dios.” Había sido por y para él. Soltó una risa nerviosa, quiso devolverse y darle a ella lo que de verdad necesitaba.
Prefirió no hacerlo.
En esos momentos deseó salir al jardín y aullarle a la luna, acción que demostraría lo poco caballeroso que era. Si Olivia se enteraba de que había invadido su intimidad, lo mataría. De eso estaba seguro. “Un gran asno, debería llamarme de ahora en adelante...”
Así que lo deseaba… Bien, ya era hora de hacer algo al respecto.
Casi trastabilló con una de las sillas. Estuvo a punto de soltar una grosería pero se contuvo a tiempo.
Salió de la estancia como alma que lleva el diablo.