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La tarde avanzaba, las conversaciones decaían. La pequeña orquesta tocaba a intervalos música típica de la región. Algunos habían bailado en la pista improvisada. Miguel se acercó al pequeño grupo y habló brevemente con uno de los cantantes. Después de armonizar varios acordes, empezaron a tocar una bella melodía La foto de los dos, tema reciente de Carlos Vives. Entonces, Miguel se acercó a Olivia, la tomó de la mano y la llevó a la pista

Y recuerdo que tu amor conmigo no sabía de distancias

Y los besos que tanto nos dimos fueron como el agua

Se acoplaron a los pasos y el cuerpo del otro como si la cercanía y el baile fuese lo más natural del mundo, como si Olivia no tuviera en la mente las palabras de Claudia. Cuatro vinos hacen lo suyo. Un escalofrío la recorrió entera al percatarse que Miguel puso sus manos debajo de la cintura, casi sobre las nalgas, y recordó el baile en la discoteca semanas atrás, porque así era que bailaba con Ana. Y de nuevo, una sensación de celos se abrió paso entre las emociones. Olivia quería su amor, su lealtad, su confianza. Era una ilusa.

Y recoger mis pasos

Y empezar de nuevo

Miguel sonrió en el cabello de Olivia, respirándola, inhalando su aroma a mujer que despertaba sus instintos más recónditos. Le gustaba descolocarla, por lo menos aún tenía el poder de ocasionarle escalofríos, sonrojos y sonrisas nerviosas. Recordó la noche anterior, la imagen de ella en la tina, que tenía grabada en sus retinas.

La estrechó contra su pecho, sintió sus pezones. Alejó un poco el rostro y sus ojos encontraron su verde mirada. Segundos después, sincronizadas las miradas, se recorrieron los labios y tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para no devorarla delante de todos. Se sintió perdido.

Ligia seguía a Olivia con la mirada, frunció los labios al ver la manera en que Melisa la trató durante la jornada y Miguel… Miguel revoloteaba alrededor de ella, mirándola de esa manera tan… ávida. ¡Cuánto le dolía y cuánto le costaba verlos bailar en la pista!

—No podrás hacer nada para evitar que ese par estén juntos otra vez —dijo Elizabeth y se puso al lado de Ligia. Recostó el cuerpo en la baranda del zaguán. Contrario a la expectativa de Elizabeth, Ligia le contestó:

—A lo mejor ya es hora de que las cosas sean distintas.

—Con la manera que tienes de mirarlos, no lo creo.

Ligia no podía hacer nada y lo sabía. El tema de Olivia y Miguel se zanjaría de la manera en que Miguel lo dispusiera. Se imaginó compartiendo la casa con esa mujer, y se dijo que no podría hacerlo. Le tocaría salir corriendo.

—Pienso que mi hijo merece a alguien mejor, pero obviamente él no piensa igual.

—Es hora de que te des cuenta de que por el camino del odio no lograrás nada —Ligia se limitó a mirarla de forma escéptica—. Vamos, Ligia, puedes empezar a vivir otra vez.

—No sé cómo hacerlo sin él —fue todo lo que dijo sin quitar la vista de las parejas que bailaban, pero con la atención puesta en una en especial.

Lo subyugaba, Miguel sabía que solo ella tenía el poder de subyugarlo con su sola cercanía. La dulzura del jazmín llegaba a las fosas nasales con el golpe de un componente cítrico, que mezclado con la esencia de su cuerpo, le calentaba la sangre de las venas. Sus manos reptaban por su espalda y por la cintura, la acariciaba de arriba abajo sin decirle nada.

No necesitaban palabras, parecía que sus almas se encontraban, se reconocían. La de Miguel pugnaba por salir del agujero de dolor y agonía en la que había caído su corazón durante diez años.

Olivia rompió el contacto de sus ojos y pegó el rostro a su pecho.

Miguel levantó la vista y dio de lleno con la mirada de Ligia, que transmitía su descontento por la situación. “Jorge”, fue la palabra muda que le obsequió Ligia y que le cayó como un baldado de agua fría. En ese momento, sus ojos tropezaron con el lugar en el que había sido abatido su padre. Eso lo llevó por otros derroteros. El miedo y la traición se mezclaron con confusión y agotamiento. Cayó una vez más a ese lugar escondido en el que también habitaba la desesperanza.

La oscuridad opacó su mirada y contuvo la respiración por la dura batalla que libraba en su interior. Terminó el baile como pudo, la miró apenado y se apartó.

—Discúlpame.

Olivia quedó petrificada en medio de la pista. Desconcertada percibió el cambio. Se dirigió al bar, necesitaba algo más fuerte que un vino. Pidió un aguardiente doble y lo bebió de un solo golpe, sintió el calor del licor quemándole el esófago hasta llegar a su estómago. No le importó. El calorcillo la reconfortó.

—Si tienes algo de dignidad, aléjate de él —dijo Ligia, que se había acercado haciendo poco ruido con los tacones. Al barista pidió un aguardiente también.

—Yo no lo busco, señora. Oblíguelo usted a que me deje en paz —contestó con toda la dignidad de la que era capaz.

—Tienes agallas —replicó con mirada especulativa—. Sabes bien que mi hijo se merece alguien mejor que tú.

A Olivia se le enrojeció la cara como si hubiera recibido una bofetada. “¡Que mierda se creen todos! ¡Pues que se jodan!” Se tomó otro aguardiente y, mirándola de forma retadora, le dijo:

—Nadie es mejor que nadie, señora. Ojalá no tenga que tragarse sus palabras.

Se alejó tratando de caminar derecha, pero su prótesis le molestaba y el licor que ingirió no la ayudaba mucho. Se iría con su tía Teresa. Él no podía obligarla a quedarse en ese sitio.

Se apenó por Melisa y Gabriel. Los observó bailar en la pista, se miraban a los ojos. En ese instante, ella le susurró algo al oído y Gabriel sonrió. Luego la besó en el cuello. Los envidiaba. Ellos tenían lo que ella nunca tendría. El amor, la sensación de pertenencia, los lazos de confianza.

Odiaba la falsa sonrisa en la cara, le dolían los músculos faciales por el esfuerzo. Cruzó un breve saludo con uno de los gerentes de un reconocido banco de la región. Olivia recordó que había sido compañero de colegio.

Quería estar sola y llorar a sus anchas. Por un caminito se dirigió hacia un pequeño mirador que había vislumbrado en la mañana cuando daba el paseo con Melisa. Subió las escaleras. “Que el lugar este vacío”, pensó mientras llegaba a la parte alta.

Estaba algo a oscuras, en unos minutos anochecería y podría observar el ocaso. El mirador era un saloncito con sofás, algunas sillas y un par de mesas. Había algunos helechos colgantes que le daban intimidad al recinto. Olivia se acercó al balcón y apoyó los codos en la superficie del barandal mientras balanceaba las caderas.

La vista era espectacular. Se divisaba el valle y, si ponía atención, podría vislumbrar el sendero a la quebrada en las sombras. “Entre el valle y las sombras”, fue lo que pensó, no solo porque así veía el paisaje que se extendía en sus pupilas, sino también porque, de pronto, sintió que así era la relación que tenía con su Miguel. El valle era el pasado, los recuerdos y lo poco que quedaba de ese amor y que a veces se colaba al tiempo presente. Las sombras... Las sombras era todo. Era lo real. La analogía era perfecta. Suspiró extasiada, el olor de las flores la embriagaba y la puesta de sol era espectacular.

—¿Me estás siguiendo? —preguntó una voz.

Miguel salió de las penumbras. Olivia quedó sorprendida, y el corazón le empezó a latir con gran ímpetu, como siempre.

—No, todo lo contrario. Quisiera no verte en cada esquina.

—Sí, tienes razón, esto tiene que acabar. No soy perrito faldero de nadie.

Olivia sonrió, pues tenía apariencia de todo menos de perrito faldero. Pero no iba a inflarle más el ego.

—Volveré con mi tía Teresa. Ya está bueno, estar cerca de ti es como estar en una montaña rusa.

Miguel frunció el ceño y apretó los labios. Olivia se percató de que no le gustaba ni un poco el que se marchara. Le dio la espalda, volvió a perderse en el paisaje. La tensión vibraba en el aire como si una tormenta eléctrica se paseara por el lugar. Por un momento, ninguno de los dos habló, hasta que Olivia rompió el silencio.

—¿Qué quieres, Miguel? ¿Qué es lo que deseas? ¿Quieres vengarte? ¿Quieres hacerme daño?

Miguel la observó confundido.

—Si quisiera vengarme o lastimarte, ya lo habría hecho.

Olivia no le contestó, trataba de concentrarse en el horizonte y no en la cercanía de Miguel. Observó cómo el atardecer daba paso a la noche.

—No has contestado mi pregunta ¿Qué quieres?

Los pensamientos de Miguel giraban como un tornado. La integridad y el profundo deseo estaban en pugna. El anhelo y la excitación estaban ganando la batalla, las semanas de tensión le cayeron de golpe y lo encauzaron hacia lo que realmente quería: introducirse en su calor.

Todos los escarpados caminos lo llevaban a la hermosa mujer que tenía enfrente. Se acercó a ella por detrás y la aprisionó con su cuerpo.

—Tú sabes que es lo que quiero, Olivia —llevó su boca al nacimiento del hombro y besó con ternura la piel estremecida—. No quiero resistirme más.

“Su piel, ¡Dios santo!, su piel”, se repetía como poseso. Percibió su deseo por el calor que le asaltó a la piel al contacto con su boca. A juzgar por la escena que vio la noche anterior, sabía que sería bienvenido, tenía esa certeza.

Ella trató de darse la vuelta, pero no la dejó.

—Sé que me deseas, lo sé —le decía en tono áspero, besándole la nuca e inhalando su aroma.

Olivia empezó a acariciarle la garganta y siguió el contorno de su cara, con caricias lentas y delicadas. Exploró su barbilla y el filo de la nariz. Lo asaltó la añoranza de forma tan punzante y profunda que casi lo hizo llorar, y al voltear ella el rostro, Miguel le acaparó la boca en un beso caliente y furioso, como si quisiera invadirle el alma. Chupó sus labios hasta tenerlos por entero en su boca y los saboreó con gusto. Luego, perdido en ese beso, le mordisqueó el labio inferior, tentándola, incitándola, lamiéndola, como si no fuera a tener suficiente de ella. Le acariciaba la espalda de arriba abajo, introdujo sus manos por entre la parte delantera de su blusa, percibió la suavidad de la piel del abdomen y despacio, tomó el sendero de los senos. Le desabrochó el sujetador y gimió de gusto cuando rozó los pezones con los pulgares una y otra vez hasta que acaparó los pechos con las dos manos. “Tan hermosos y más llenos de lo que recordaba”.

Sus caricias se hicieron más intensas. No deseaba lastimarla, pero el hambre que sentía por ella le hacía ser rudo. Le masajeó las nalgas y la notó tensarse cuando le levantó la falda. Al deslizar la mano por la pierna, Miguel se percató de la presencia de una venda arriba de la rodilla.

—¿Qué es esto? ¿Te lastimaste? —trató de agarrarla con la mano, pero Olivia fue más rápida. Se dio la vuelta y se cubrió con la falda enseguida.

—No es nada, solo una lesión en la rodilla.

—Lo sabía, déjame echar un vistazo. Sabía que ayer te habías lastimado —insistió en levantarle la falda.

Olivia trató de hacerse a un lado y salir corriendo. Había sido una tonta por pensar que podría estar con él y que no se diera cuenta.

—No hay nada que ver. Créeme, es una vieja lesión deportiva —suspiró tratando de calmarse—. Esto es una locura, mejor me…

Miguel no la dejó terminar, la tomó de nuevo en sus brazos sin percatarse de la nota de pánico en su tono de voz y le succionó de nuevo la boca con destreza. Se notaba que no la iba a dejar ir. Totalmente cautivado, hizo ese beso más intenso. Ella no pudo resistirse. Se enredaron en sensaciones tan adictivas que a Olivia le desmadejó el cuerpo, mientras que a él la ofuscación lo recorría al percatarse de que nunca había sentido algo similar, ni de lejos, con las mujeres que tuvo en su colchón. Se friccionaba en ella, lo que aumentaba el calor del beso. Gimió de nuevo cuando sus manos fueron a los glúteos por entre la falda. Le deshizo la ropa interior de un rasgón. El asalto a sus sentidos era abrumador, era una experiencia de otro mundo. Tuvo la certeza de que moriría cuando la acarició entre las piernas.

—Miguel… —profirió ella, entre susurros entrecortados.

—Aquí estoy, aquí estoy...

Resollaba y gemía desesperado. La friccionaba con deleite, introduciendo un dedo dentro de ella y empapándose de su humedad y su calor mientras gemía en su boca. Le dio la vuelta. Ella se rebeló, no quería perder la recién encontrada cercanía, pero el insistió:

—Lo quiero de esta manera.

—Miguel… —dijo.

Él ya la aplastaba contra la verja del balcón. Con sus piernas abrió las de ella y la acarició sin descanso.

—No lo quiero así. Yo… —sus palabras fueron reemplazadas por gemidos.

Estaba más que lista para recibirlo.

Miguel sabía lo que ella quería, pero su ánimo en ese momento no estaba para contemplaciones.

—Así será —su voz áspera le transmitió la urgencia que sentía por hundirse en su interior. Escogió ese momento para liberar su miembro. La sangre rugió en su cabeza, pero aun así se debatía—. Así, así —le decía con los pulmones a punto de estallar.

—Solo recuerda cómo era cuando me amabas —le contestó ella entre jadeos y, así de espaldas a él, le acarició el contorno del rostro.

Miguel, que con su miembro trataba de abrir espacio dentro de ella, la separó de la reja. Con un brazo le aferraba la pelvis y con el otro la inclinó, tomándola del cuello.

—Era diferente —respondió Miguel entre jadeos. No quería hablar más y que alguna palabra le robara el milagro. Escogió ese momento para embestir con fuerza.

Olivia soltó un pequeño grito, pues su sexo estaba muy estrecho.

—¿Te hago daño? —su voz sonaba ronca y estrangulada.

—No...

Miguel entró en ella, con el corazón enloquecido, saboreando cada segundo, muriendo de a poquitos por las intensas sensaciones, hasta que se sepultó totalmente en su femineidad. Quedó tieso de la impresión, a punto de caer de rodillas. Tuvo que aferrarse con ambas manos al barandal del balcón.

Poco a poco se recuperó de la emoción de hallarse en su interior una vez más. Eligió ese momento para murmurar palabras ininteligibles sobre su hombro mientras entraba y salía de ella a un ritmo desenfrenado. Caía sobre su cuerpo sin apenas dejarla respirar. Con cada embestida quería atravesarla entera y abrirla en dos. Cada movimiento que hacía en ella lo mataba de placer. Arremetía dichoso de sentir nuevamente su piel y su estrechez. Sus manos asían sus caderas con ferocidad. Solo quería perderse en la inconsciencia y el desenfreno que recordaba.

Olivia seguía su ritmo igual de excitada y desesperada. Miguel podía sentirla, le salía al encuentro una y otra vez, gimiendo y con la respiración entrecortada. Sintió su explosión de placer ante sus empujes. Soltó un grito agónico y él se percató de las lágrimas en sus mejillas, que en un gesto de ternura barrió con suaves besos. Los estremecimientos de ella no remitían y volvían las sensaciones una y otra vez mientras Miguel arremetía sin ninguna contención.

En las dos últimas embestidas llevó la cabeza hacia atrás, tensó todo el cuerpo, y lo barrió el orgasmo de arriba abajo en un placer devastador. Gimió y gritó desesperado, perdido en la inconsciencia que solo ella le brindaba, hasta que su mente estuvo limpia de cualquier pensamiento racional.

Se quedó sin respiración y temblando como lo hacen los niños. En medio de la ofuscación, percibía los gemidos de Olivia, que habían sido ahogados por sus roncos gruñidos. Sentía inmenso en placer y enajenación, murmuró:

—¡Dios!, Olivia —dijo con las pulsaciones a mil y los sentimientos hechos un lío.

Sin realmente querer hacerlo, salió con delicadeza del interior de la mujer. Trató de normalizar su respiración.

Le dio la vuelta a Olivia, quien ya se había bajado la falda. La tomó por los hombros, la besó con ternura y pegó su frente a la de ella.

—¿Qué me haces? Juro por Dios que desearía dejar de sentir esto que siento.

—¿Lo bueno o lo malo?

—No te lo voy a decir —porque ni de coñas le daría más poder del que ya tenía.

—Voy a bajar. Iré a la habitación a hacer la maleta —anunció Olivia, separándose de él y buscando lo que quedaba de su ropa interior. Recordó la punzada de dolor agudo cuando la tira de la ropa interior, se clavó en su piel antes de romperse, y la audacia que había esgrimido al entregarse a él, al deseo feroz de llegar al hombre amoroso y complaciente que había conocido años atrás. Sentía los muslos pegajosos y un ligero ardor en el lugar donde antes había estado alojado él.

Vio la prenda tirada en un rincón, totalmente destrozada. Al agacharse a recogerla, él se le adelantó.

—Yo me encargo —dijo él y tomó la prenda en manos—. Total ya no sirve para nada.

—Devuélvela, por favor —le dijo ella—. Es mía.

Él negó con un gesto de la cabeza. Ella trató de acercarse a él, pero se dio cuenta de qué era lo que él quería. Sería una idiota si entraba en su juego. Tenía las sensaciones a flor de piel por el encuentro, y ya este hombre quería enloquecerla nuevamente.

—Quédate con ella como recuerdo de algo que no volverá a suceder —le dijo furiosa mientras se dirigía a la escalera.

—Yo no estaría tan seguro.

—No puedo ofrecer nada más, Miguel.

Se dio la vuelta, bajó con pasos rápidos.

Así no era como deseaba que hubiera ocurrido todo, pero ya era tarde para lamentaciones. Contuvo el llanto, pero no pudo dominar la punzada de dolor de su corazón. Tropezó con uno de los escalones. ¡Diablos, lo que le faltaba! Caer despatarrada y sin ropa interior.

Soltó una carcajada histérica.

Como pudo, llegó a su habitación. Se aseó rápidamente y se cambió mientras rememoraba el encuentro sexual. No conocía a la mujer salvaje que había estado en ese balcón, soltó una carcajada nerviosa, la sensatez había salido a dar un largo paseo, porque por unos minutos solo se dejó llevar por el placer. Se había atrevido. De una manera patética había enfrentado uno de sus más grandes miedos después de haber perdido la pierna. ¿Cómo había vivido sin esto? ¿Sin él? Pues tendría que seguir haciéndolo. Miguel era un hombre confuso y herido. Olivia percibía en él la necesidad de traicionar el odio que lo perseguía sin descanso. Se llenaba de compasión ante el esfuerzo que hacía de tratar de silenciar sus demonios.

Actuaba con ella como un encantador de serpientes. Sus gestos, las caricias... ¡todo obraba para que ella entrara en un estado hipnótico! Ostentaba el poder de manejarla a voluntad con solo tocarla y besarla. Siempre había criticado la debilidad de algunas mujeres ante los hombres y en esa misma posición estaba ella, hecha un mar de incertidumbres como si fuera una jodida adolescente. Pues tendría que espabilarse. Con Miguel saldría más lastimada de lo que ya estaba.

Al salir con su maleta se tropezó con Melisa. Los últimos invitados se estaban yendo.

—Olivia, ¿qué haces? ¿Adónde vas a estas horas?

La mirada severa de Melisa no parecía dejarle la menor escapatoria, por lo que contestó:

—Perdóname, pero no puedo estar en este lugar un segundo más.

—¿Qué te hizo? —miró a un lado y a otro—. Me las pagará. ¿Dónde está?

—Tranquilízate, Melisa. De verdad, no tiene importancia.

—No me gustan las situaciones injustas, y esto tiene que acabar.

Olivia quería aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir, la verdad lo único que deseaba era volver a su casa y encerrarse de por vida, o por lo menos hasta que fuera anciana.

—Lo único que deseo es volver a mi casa.

—Pero tu tía se fue apenas hace un rato.

—Me iré, así sea a pie.

—No será necesario —llamó a uno de los hombres que la custodiaban y le impartió un par de órdenes.

En menos de cinco minutos estaba instalada en una camioneta rumbo a su casa.

Melisa necesitaba hablar con Miguel. Necesitaba no, tenía que hablar con él. Su comportamiento era inaceptable. Uno de los empleados le indicó dónde se encontraba. Le pidió a Gabriel que la acompañara. Cuando llegaron al mirador, estaba totalmente a oscuras.

Melisa encendió una de las luces que iluminaron el camino de la escalera.

Miguel la observó marcharse y una sensación de culpa le invadió las entrañas. Se sentó en uno de los sillones con la cabeza gacha y las manos en la cara. El olor de ella lo invadió, poniéndolo duro una vez más. Su aroma lo llevó al momento de la posesión. Él, que siempre ejercía un férreo control con las mujeres, siempre pendiente de sus gestos y reacciones, se lucía en sus actividades amatorias; en este encuentro se le había volteado la torta. Nunca había experimentado tanta necesidad de tomar e intimar con alguien.

Se avergonzó por los sentimientos tan cavernícolas que lo asaltaban. Algo le ocultaba, lo pudo notar, y era algo grave, tan grave que no pudo ni deshacerse del secreto con él entre las piernas. Necesitaba que ella le dijera. ¿Y si era algo más sobre la muerte de su padre? ¿O algo sobre Jorge?

“¡Maldita seas, Olivia, por todo lo que me provocas!” Deseo, dolor, desconfianza, el hambre voraz que despertaba en su cuerpo, el deseo de preservarla de cualquiera que la hiciera sufrir. Un gesto irónico pobló su rostro. Sabía muy bien que el cretino que la estaba haciendo sufrir era él.

Ya no era la niña que él había amado, pero como mujer adulta era más peligrosa para su corazón. No tenía ninguna duda, pese a todo lo que había ocurrido en el pasado, ella era su destino, su más profundo anhelo.

Soltó una carcajada amarga. La necesitaba más allá de la razón y se debatía entre ir a buscarla para pegarse totalmente a su vida o salir corriendo al otro extremo del mundo, donde pudiera hacer el esfuerzo de olvidarla.

¿Cuántos hombres habría tenido ella?

No quería ni imaginarlo, lo enfermaba imaginar que alguien más había entrado en su cuerpo así como lo había hecho él. ¿Pero qué esperaba? Era una mujer joven, hermosa y apasionada. No podía pedirle peras al olmo. Si había más hombres en su vida, debería aceptarlo así como también ella debería aceptar que hubo mujeres en la suya.

De pronto lo asaltó una pregunta inquietante: ¿Tomaría precauciones contra un embarazo? Nunca pasaba por alto el uso de condón. Pero con esta mujer…¡Dios mío! Esta mujer le freía los sesos.

En ese momento se la imaginó embarazada. Una sensación primitiva de posesión lo invadió. De pronto, la luz del mirador se encendió y le encandiló la visión, sacándolo de su ensueño.

—Miguel… —Melisa estaba de pie ante él y lo miraba con evidente molestia—. Tenemos que hablar.

Miguel la miró desconcertado, salió de la bruma de pensamientos que lo azotaban. Gabriel se dirigió al balcón, dejando a Melisa al frente de lo que le iba a revelar.

—¿Qué quieres? —guardó disimuladamente la prenda de Olivia en uno de sus bolsillos.

—Es intolerable la manera en que tratas a Olivia. ¿Qué le hiciste para que saliera disparada de aquí?

—Perdóname, Melisa, pero creo que lo que ocurre entre ella y yo no es de tu incumbencia.

—Cuidado, Miguel —soltó Gabriel tenso y sin mirarlo.

Melisa le restó importancia a su último comentario y se sentó a su lado. Su amigo sufría casi tanto o más que Olivia. Tenía la mirada atormentada, la misma que había percibido en Olivia minutos atrás.

—Esto tiene que acabar.

—No te lo discuto —le contestó él.

Melisa percibió que estaba muy vulnerable e impaciente por marcharse. Por eso fue que tomó la decisión, por más precipitada que fuera. Tomó aire y lo preparó para darle la noticia:

—Miguel, no sé cómo vas a tomar lo que te voy a decir.

—¿Qué pasa? ¿Le pasó algo a Olivia? —Miguel interrumpió, porque se sintió palidecer. Miró a uno y otro. Gabriel movía la cabeza de lado a lado, como si le pidiera a Melisa que no soltara la lengua. La mujer habló sin más rodeos:

—Olivia no tuvo nada que ver con la muerte de tu padre.

Miguel sintió que sobre él cayó una cascada de agua fría. Una nube gris le nubló los pensamientos y un aguijonazo le traspasó el corazón. Sintió que perdía el aire, que se le iba la voz y el alma. Escuchó las palabras de Melisa como quien escucha ecos. Se tapó los oídos. Cerró los ojos. “¿Pero qué dices? ¿Qué es esto que siento?”

—¿Cómo puedes estar segura de eso? —se llevó las manos a la cara. Gabriel se apartó de su esposa y su amigo. En la distancia, se dispuso a caminar en círculos.

—Existen pruebas. Tu padre dejó una carta, tu tía Elizabeth me lo dijo.

Entonces, Miguel comenzó a reír.

—Ay, Melisa, ¿esas son las pruebas? No hagas caso de mi tía. Con tal de salirse con la suya es capaz de jurar en vano.

Melisa tuvo ganas de abofetearlo por su terquedad.

—¿Tú crees que una mujer como Olivia, tan pendiente de que se haga justicia, de que los desplazados recuperen sus tierras y tengan La Casa de Paz, va a prestarse a perfidias y malos entendidos?

Miguel permaneció en silencio, sin dar su brazo a torcer. Era un rasgo que Melisa le conocía muy bien. Pues bien, ella era igual de terca.

—No sé ni para qué te cuento esto. No la mereces.

—Lo sé —susurró.

Melisa se cruzó de brazos, miró a Gabriel, quien ya no caminaba y solo la observaba, y se volvió a Miguel.

—Tu tía tiene la carta.

Y sin decirle más, tomó el brazo de su esposo y lo dejaron solo.

En menos de una hora, Miguel apareció en la biblioteca de la hacienda, donde su tía acostumbraba leer. Tenía que enfrentarla. Tenía que saber por qué mentía... o por qué le había ocultado la verdad.

—¿Tía tienes algo que mostrarme? —preguntó tan pronto abrió la puerta y mientras caminaba. Elizabeth, que había escuchado la conversación de Melisa con Olivia y con Miguel, esperaba ese momento. Dejó el libro que leía sobre una mesa de esquina y se levantó del banco.

Se acercó al escritorio y su mirada se decantó por el libro Grandes esperanzas. Miguel también fijó la vista hacia el libro y recordó la primera vez que había intentado leerlo, cuando era pequeño, mirando las ilustraciones con fascinación. Quizás tuviera unos siete años. Durante unos segundos, se dejó llevar por los recuerdos.

Su tía sacó un escrito algo ajado y se lo tendió. Miguel tomó el papel en sus manos, arrugó el ceño y un ligero estremecimiento lo sacudió al reconocer la letra de su padre en el trozo amarillento. “¿Acaso será posible?”

Se llenó de agitación ante lo que estaba a punto de develar. Empezó a leer la carta con deliberada lentitud. A medida que avanzaba se ponía tan blanco como el papel.

—¿Qué significa esto? —se preguntó sin creer aquello que acababa de leer. Empezó a leer de nuevo, una y otra vez hasta que se convenció de la realidad de lo que sus ojos leían. Esa era la prueba de que Olivia no había tenido que ver con la muerte de su padre.

Santiago Robles había sido condenado por ese hombre antes de que él y ella se conocieran.

El silencio se hizo interminable. La tensión en el rostro de Miguel era palpable. Se sentó en una de las sillas. Abría y cerraba las manos sobre sus rodillas una y otra vez, miraba atormentado un punto distante.

—¿Por qué no me dijo ella? —preguntó con voz la voz quebrada.

—Porque ella no lo sabe —Elizabeth bajó la cabeza y luego añadió—: Debes liberarla de su culpa.

—Como si fuera tan fácil.

—¿La amas?

Él se levantó de golpe. Empezó a sudar a mares. Caminó de una esquina a otra de la estancia, tratando de recomponer el desbarajuste de su mente y su corazón. Las palabras de su padre danzaban ante sus ojos y la pregunta de su tía le zumbaba en los oídos, haciendo tambalear el poco autocontrol que tenía y sin saber qué diablos creer.

Miró a su tía con cierta vulnerabilidad. Era difícil concebir las cosas de diferente manera. No podía contestar y, como si ella lo supiera, volvió a preguntar:

—¿Qué vas a hacer?

¡Dios mío! La idea que conoció como cierta durante estos diez años no era verdad. Estaba asustado. Su odio y su rencor lo habían sostenido hasta ese momento. Ahora, ¿qué lo mantendría en pie?

Si todo eso no era verdad, entonces…

Había odiado por nada.

Y no hacía ni media hora se había portado como el patán más grande sobre la faz de la tierra.

El remordimiento lo embargó.

Y la emoción que había germinado con timidez desde el regreso de Oliva invadió su alma sin contención e hizo renacer la esperanza que había matado diez años atrás.

Su madre… ¿Por qué lo había sometido a ese infierno?

—¿Qué diablos voy a hacer? —dijo, hablando más para sí que para su tía. Ella, mujer sabia al fin, encontró las palabras adecuadas.

—Hacerle honor a las últimas palabras de tu padre y arreglar tu relación con Olivia. Alguna vez dijiste que perdonar no es fácil, que nunca lo es. Sin embargo, Ligia es tu madre. Habla con ella.

Miguel se dedicó a pensar en los esposos Preciado, que gracias a ellos había descubierto la verdad. En un arranque de sinceridad se dijo que poco hubiera importado la aparición de la carta, porque su camino ya estaba trazado, aunque fuese a medias y a regañadientes: hubiera vuelto a ella así no hubiera aparecido la prueba que la exculpaba. Su resentimiento se hubiera debatido un tiempo más, pero sabía que su necesidad de ella habría terminado con esa sensación. Esto le daba más tiempo, antes de que Olivia saliera corriendo.

Melisa y Gabriel estaban escondidos tras la pared que se hacía entre la biblioteca y el pasillo. Escuchaban la conversación. Gabriel acariciaba el cabello de su esposa y le besaba el oído, una muestra de admiración y respeto. Melisa le sonrió:

—Tarde o temprano se tenía que enterar —suspiró—. Aunque confieso que pensé que sería más difícil.

—Yo también, lo cual demuestra que tú siempre tienes la razón. Miguel está loco por Olivia.

Gabriel se sentó en el suelo, feliz, y con una mano haló a su esposa hasta acomodarla en sus rodillas.

Miguel no se fue a la cama esa noche. Se sentía vivo y a la expectativa. Se duchó, se cambió y se negó a afeitarse. Más tarde, caminó de lado a lado por el zaguán de la casa como fiera enjaulada. Mientras el amanecer daba paso a la intensa noche; reflexionó sobre la manera en que Olivia se había vuelto a colar en su vida, en su alma, o mejor dicho, cómo nunca se había ido. Tenía ese sentimiento tan sepultado que el solo hecho de sacarlo a la luz le producía un dolor profundo y una ligera esperanza, no sabía cuál de las dos sensaciones primaban, solo quería que ella, con su alma sanadora, se hiciera cargo de la suya para llenarle de alegrías su profunda pena.

Al amanecer, entró al cuarto de su madre con pasos imperceptibles, y se sentó en el viejo sillón que siempre la acompañaba. ¿Qué le había pasado a su madre para haber culpado a Olivia de lo sucedido?

Entendía su dolor y su pena, aún hoy sin superar, pero nunca había sido injusta. Tomó los portarretratos de una mesita auxiliar que estaba al lado de la silla que ahora ocupaba. Era una foto de su padre y su madre abrazados bajo uno de los árboles del jardín. El gesto de su padre era serio, adusto. Nunca le gustaron las fotografías. El otro portarretratos era una foto de los tres hijos adolescentes en un paseo a un parque de Bogotá. Ligia se removió inquieta en sueños. Sonó el despertador. Miguel observó cómo ella extendía su mano para apagarlo. Al abrir los ojos, la mujer se asustó con la presencia extranjera.

—¿Por qué lo hiciste, madre?

—¿Hacer qué? No entiendo —le contestó ella al tiempo que emitía un bostezo. Miguel le puso la carta frente a su cara. A la mujer se le quitó el sueño.

—¿Por qué me hiciste creer que Olivia era la culpable de la muerte de papá?

Ligia se levantó de la cama en silencio, tomó una vieja bata de los pies de la cama, se la puso y se la anudó a la cintura.

—¿Cómo la obtuviste? Llevo años buscándola —se acercó a tomarla pero Miguel retiró la mano.

—No me has contestado.

—¿Tú crees que después de la manera en que asesinaron a tu padre iba a dejar entrar a esa mujer en esta casa? —le soltó con la voz teñida de rabia.

—Ella no tuvo culpa de nada. ¿Cómo pudiste, madre?

—¿Tú crees que iba a permitir que tuvieras hijos con ella? ¡Esas criaturas habrían nacido malditas!

—Basta, madre.

No le levantó la voz, pero el tono en que fueron pronunciadas las palabras la calló de inmediato. Ligia empezó a caminar por la habitación.

—Santiago era el amor de mi vida, pero me cambió por esa recua de campesinos. Los prefirió a ellos y su dichosa cooperativa. Tan pronto recibió las amenazas, debió haber hecho algo. Pero no, se dejó matar por ese malnacido y me dejó sola.

—Y tú te desquitaste con nosotros.

—No con ustedes, sino con esa mujer. Si tú la odiabas, yo estaría vengada.

—Ay, madre, ¿y en qué te ha beneficiado eso? ¿Te sientes satisfecha o feliz de verme todos estos años viviendo a medias por el amor que sentí perdido?

La mujer bajó la mirada.

—En ese momento creí que era lo mejor… Ahora ya no estoy tan segura —le contestó sin poder sostenerle la mirada. Miguel soltó una carcajada amarga.

—Tienes que hacerlo mejor, madre. Eso no te lo crees ni tú misma —alzó el dedo y comenzó a hablarle como si él fuese el padre y ella la hija, porque así de molesto estaba y quería que ella entendiera que ya no tendría más poder sobre él—. Me ganaré su amor, lo juro. Me arrastraré si es necesario. He sido un completo cretino con ella.

—Tu padre se revolverá en su tumba —interrumpió Ligia.

—No lo creo. Eres tú la que se revolverá en la hiel del odio.

—Cuidado, Miguel. Soy tu madre, no lo olvides.

En ese momento observó su pelo canoso y el rostro surcado de arrugas, la expresión de dolor y resentimiento que siempre le causaban pena.

Miguel se acercó a ella y le tomó ambas manos. Con el pulgar le acarició las coyunturas algo deformes por la artritis. Ella hizo el amague de alejarlas, como si hubiera tocado su dolor más profundo. Él no la dejó.

—Madre, me muero por ella —le dijo con voz rota—. Tarde o temprano debes aceptar que es la única mujer que quiero, con quien compartir la vida, tener hijos y envejecer. No aceptaré desplantes hacia ella. Cualquier comentario fuera de lugar o alguna trastada que pienses hacerle, te la guardas.

—No puedes pedirme eso.

—Sí, sí que puedo. Ya lo hice.

Y se marchó de la habitación. En la hacienda se escuchó el estruendo de un portazo.