Población de San Antonio de Padua,
“El Álamo” 9 de junio del 2012.
El día era perfecto, o eso creyó las primeras horas de la mañana cuando revisaba a lomos de su caballo la nueva pinta de ganado que había llegado la jornada anterior. A esa actividad le siguió un suculento desayuno en compañía de su madre y su tía y luego disfrutó de otra acción, muy placentera por cierto, esta vez sobre el escritorio de la oficina del capataz donde lo había sorprendido Ana, después de buscarlo por todas partes. Alrededor de las diez se fue estropeando, cuando irrumpió en su estudio Ignacio uno de los peones de confianza, para relatarle el hallazgo ocurrido en los linderos al sur de la hacienda.
Molesto todavía, Miguel Robles bajó de la camioneta y, a paso rápido, se dirigió a la oficina del comandante del batallón del ejército de la localidad. Esperó que pasara un grupo de soldados. Trotando y cantando, los chicos sudaban a mares bajo el sol de esa hora. A sus oídos llegó la letra de la canción, había cosas que nunca cambiarían.
En su camino saludó con la cabeza a algunos oficiales y suboficiales que probablemente salían de alguna reunión. Detuvo el andar en el lugar de destino. Entró en la oficina del oficial y lo recibió una bocanada de aire acondicionado, que lo refrescó enseguida. Saludó a la secretaria quien levantó su mirada del computador y le pidió que aguardara en una de las sillas. Con un tono coqueto, añadió que el coronel pronto lo recibiría.
La mujer continuó golpeando las teclas, pero parecía incapaz de volver a fijar sus ojos en la pantalla. Miguel disfrutaba acaparar su atención. Estaba acostumbrado a que las mujeres le miraran de esa manera, con curiosidad y deseo. Aunque se sentía extrañamente expuesto cuando no era él quien tomaba la iniciativa. Aun así, incluso con la incomodidad que no se le escapaba del cuerpo, disfrutó darse cuenta de los esfuerzos torpes que hacía la secretaria por no volver a mirarlo.
Esta se sobresaltó, como si la hubiesen pillado cometiendo alguna falta, al escuchar el timbre del intercomunicador de la oficina del coronel. Con un hilo de voz, respondió:
—Si coronel, con mucho gusto.
Colgó el teléfono, exhaló fuerte y se acomodó un poco el cabello tras la oreja. Entonces, se volvió hacia el hombre que la desconcertaba.
—Siga, señor Robles, el coronel lo espera.
Miguel se levantó, contrajo los músculos de sus piernas y expandió su pecho y su espalda como un nadador. Era una suerte de regalo para Mery, pensó divertido, una última imagen que pudiera saborear antes de que el computador la volviera a absorber durante el resto de la tarde. Caminó hacia a ella con paso lento y una sonrisa matadora en los labios, que era su sello personal, cuando de conquistar mujeres se trataba. Aproximó su rostro al de Mery y le susurró con voz lenta y ronca:
—Gracias, Mery.
Fue consiente del sonrojo de la mujer y del ligero temblor en los labios. Él se volteó y, sin dejarla siquiera reaccionar, caminó hacia la oficina de quien le aguardaba, todavía con la sonrisa de victoria en los labios.
Mery observó al hombre que la dejaba sin palabras y sin aliento alejarse. Deseó que volviera a repetirse el momento para mostrarse más desinhibida, menos tímida y acaparar su atención más que un par de minutos.
Al entrar un militar de mediana edad lo saludó. Se detuvo a observarlo unos momentos, porque la calvicie incipiente y los ojos inquietos de color café eran dos características que le creaban curiosidad. Era un hombre alto y grueso, de ademanes impacientes, que iban desde el vehemente saludo hasta el tamborileo de los dedos en la superficie del escritorio. Actuaba como si tuviera su mente en varias cosas a la vez y no pudiera perder tiempo en charlas banales. A pesar del aire acondicionado que refrescaba la estancia, sudaba a chorros.
—¡Ah! —exclamó el coronel—. ¡Por fin te dignas a aparecer!
La voz del coronel era siempre igual de expresiva y peculiar. Miguel caminó hasta el hombre y extendió la mano. El coronel reciprocó el saludo con un apretón de manos fuerte, otra característica muy suya.
—Coronel, ¿cómo está usted?
El coronel, siempre presto a las cordialidades, expresó con agrado cuán bien se sentía, e invitó, con más agrado todavía, a su compañero a tomar asiento.
Miguel se sentó y retomó la palabra.
—La verdad he tenido mucho trabajo en la hacienda, pero le envié un par de informaciones con Pedro sobre lo ocurrido esta mañana.
Pedro era el administrador de “El Álamo” y amigo de la familia de vieja data. También era oficial retirado del ejército.
Aunque Miguel había dejado la entidad hacía varios años, su vínculo con esa fuerza seguía muy fuerte. En varias ocasiones había realizado trabajo de inteligencia para ellos. Estaba al pendiente de si volvían a aparecer grupos ilegales en la zona. Además, había amedrentado a más de uno, mas ese dato lo desconocía el oficial.
Después de la experiencia que le tocó vivir una década antes, decidió que nunca más lo volverían a sorprender, le había dicho a su socio y amigo Gabriel Preciado.
La hacienda contaba con un sistema de seguridad que él mismo había ideado. El personal debía pasar un examen exhaustivo de antecedentes para poder trabajar en el lugar.
—¿Qué me puedes decir de la pequeña incursión de guerrilla, esta mañana por los linderos de tus tierras?
¿Qué más contestaría? Si tan pronto se había enterado, Miguel no había esperado a la autoridad. Junto a un par de hombres se enfrentó a cuatro guerrilleros, quienes quizás fueron enviados, para hacer cualquier cosa, desde robar ganado hasta poner minas en el sector. Cuando llegaron las autoridades, ellos ya habían detenido a tres hombres y una mujer. Eran gente muy joven, lo cual había causado una gran impresión en Miguel. “Casi pudieran ser hijos míos”, pensó en el momento.
Cuando terminó de contar su historia, el coronel lucía consternado, ya no llevaba una sonrisa cordial y sus ojos despedían un poco de enfado.
—Miguel, yo te agradezco todo lo que haces para que esos bandidos no vuelvan a aparecer, pero es una tarea que nos corresponde a nosotros. Con la labor de inteligencia es suficiente.
Miguel se retrepó en la silla, percibió el tono en el que el coronel pronunció las palabras, pero las desestimó enseguida; no le preocupaba granjearse su buena voluntad. De todos modos, decidió dejar claro su punto de vista.
—Entiendo, coronel, y no deseo ponerlo en un aprieto —“pero no permitiré que el trabajo que he realizado se me escape como se escapa el agua entre los dedos”, pensó—. Solo dígale a sus hombres que estén más pendientes de la parte sur de la montaña. Envíe un contingente a patrullar de forma constante.
El interés genuino del coronel se vio interrumpido por su deseo de prender un cigarrillo. El hombre se inclinó sobre la mesa, tomó un cigarro de una caja y lo encendió con un mechero plateado.
—¿Tus hombres han detectado algo? —le preguntó el oficial mientras expiraba el humo.
—Sí, recuerde que fue un pasadizo importante para Ruiz en aquella época, pero hoy día todos los grupos lo usan por igual.
El coronel sabía que los grupos usaban ese tramo para pasar alimentos, animales robados y hasta uno que otro secuestrado e internarlos en la montaña.
— ¡Diablos! —lanzó un puño suave al escritorio. El militar siempre ha sido un hombre de carácter volátil—. Y ahora que se viene la restitución de tierras.
Miguel le lanzó al coronel una mirada de confusión. El oficial, que es buen entendedor, supo el porqué. Le explicó que se trataba de las tierras que Ruiz arrebató durante los diez años que fungió como mandamás de la zona. Su hija era quien estaba a cargo de llevar a cabo la devolución.
El coronel continuó hablando, pero Miguel ya no lo escuchaba. Una alarma se apoderó de sus pensamientos. Interrumpió al coronel:
—¿Hija? ¿Qué hija?
El coronel se quedó sorprendido por el tono de voz utilizado por Miguel, levantó la ceja derecha en ademán suspicaz.
—¿La conoces? Pues la trabajadora social…
Miguel volvió a hablar antes de que el coronel terminara.
—¿Olivia?
El coronel alzó el índice, señal de que corroboraría la presunción. Revolvió entre papeles hasta tomar en sus manos un documento que contenía una lista.
—Sí, así se llama. Tengo que destinar algunos hombres para el cuidado del grupo en el que ella viene.
Definitivamente, el día de Miguel se había ido al carajo.
“Esto no puede ser verdad”, pensó consternado y furioso ante lo evidente. Ahora entendía la charla que, días atrás, había sostenido con su amiga Melisa de Preciado. Así que la muy tunante se había salido con la suya y la fundación que lideraban sus amigos la apoyaría. ¡Mierda! El solo hecho de oír ese nombre traía a su mente recuerdos amargos. Su sola mención exacerbaba su ira. Recordó ese encuentro entre ambos que se había dado hacía unos meses, en la oficina de los esposos Preciado, en la capital. La quería lejos del pueblo, de todo lo que había logrado reconstruir.
Al sol de hoy, todavía su familia estaba destrozada por culpa del evento funesto que se dio la década pasada. Eso nunca podría olvidarlo. Sí, el olvido casi siempre resulta imposible, y más cuando cada día estás en la obligación de convivir con las consecuencias del pasado.
Se abstuvo de seguir indagando. Se despidió del coronel de forma automática. Un poco descortés quizás. Como pudo, disimuló el malestar que le ocasionó la noticia. Se imaginaba la reacción de su madre cuando lo supiera. Ligia nunca se había recuperado, su esencia había quedado moldeada de amargura y resentimiento.
Miguel no podía quedarse de brazos cruzados. Tenía que hacer algo con urgencia. Ojalá tuviera el poder para echarla del pueblo.
Caminó hacia el almacén de insumos agrícolas y veterinarios. Hasta allí debía llevar el cheque para pagar una factura. Caminaba distraído, pensando en la noticia que acababa de recibir, cuando la vio bajarse de un pequeño transporte, cual una aparición, arrastrando una maleta de rodachinas de tamaño mediano. Le sucedió lo mismo que meses atrás. Sintió recibir un puñetazo en el estómago que lo dejó sin respiración.
—Entonces, es verdad.
Fueron las primeras palabras que recibió Olivia Ruiz Manrique después de diez años de ausencia.
La mujer se quedó pasmada. Estaba despeinada y sudorosa, y le dolía el cuerpo, no supo si por las horas de viaje o por reconocer el lugar que le había hecho tanto daño. El corazón le latió con fuerzas, no esperaba encontrarlo tan pronto.
La había sorprendido con la guardia baja. Esas palabras tan simples fueron suficientes para atravesarla de golpe.
—Créelo —contestó de prisa, la voz desfallecida. Sin ánimo de discutir, se echó a andar con su equipaje de rodachinas. Deseaba recomponerse y aliviar la opresión que le crecía en la boca del estómago.
—No eres bienvenida, lárgate.
A Olivia no le pasó desapercibido el tono de voz de molestia e insensibilidad de Miguel. Había leído a la perfección la expresión de sus ojos: sorpresa, enojo, rabia y algo más… Algo denso y oscuro que lo hacía peligroso hasta que una máscara de impasibilidad cayó sobre su semblante. Con las emociones descompuestas por el abrupto encuentro, se dispuso a entrar en la casa en la que había crecido. Trató de sonar displicente aunque se estuviera muriendo por dentro.
—No me importa tu opinión, Miguel. Sigue tu camino —lo miró airada—. Ya me diste tu bienvenida. Adiós.
Olivia Ruiz Manrique había sufrido muchas pérdidas, físicas y emocionales, y había guardado luto por cada una de ellas. A base de tenacidad, había conseguido recomponer los pedazos rotos de su vida. No le resultaba nada fácil. Por mucho que intentara ocultar las fisuras, siempre estaban ahí, como un rompecabezas al que le faltaba una ficha para completarlo.
Quizás por eso las palabras de Miguel le importaban, aunque fingiera lo contrario. No esperaba menos de la gente de su pueblo, pero le dolió especialmente, que fuera justo él, quien las pronunciara con un tono de desprecio.
Porque, sin querer, esas palabras la llevaron por el camino de los recuerdos.
Atravesó el jardín, hasta llegar a la puerta de la casa de su querida tía Teresa, hermana de su madre.
Olivia se percató de que Miguel aún la observaba. Decantó su mirada hacia los crisantemos que bordeaban el caminito de entrada al lugar. Le impactó el olor a tierra caliente, un aroma que no importaba donde estuviese, siempre le traía su pueblo a la memoria.
Un peso le había empezado a oprimir el pecho cuando el transporte viró en la curva de la pequeña montaña revelando, de pronto, el paisaje de su pueblo. Sabía que no habría marcha atrás cuando observó, a los lejos, la cadena de majestuosas montañas azules. Se había marchado llena de vergüenza por los pecados de su padre. Hoy volvía con un equipaje repleto de culpas, y el deseo de reparar el daño que había hecho su apellido. Aunque le fuera la vida en ello lo haría, por las familias destrozadas, por ella y por el airado hombre que la observaba. Confiaba en que arreglar las cosas con él, fuera la ficha que necesitaba para completar el rompecabezas que era su vida.
—Te vas a arrepentir —insistió Miguel, desde el umbral de la puerta del jardín.
—Es mi problema —contestó ella sin mirarlo. Continuó el camino hacia el interior como si nada le afectara.
Poco había cambiado la decoración: la sala era sencilla, con un sofá grande de color café, dos poltronas de color beige y una mesa de centro con un jarrón de flores frescas, fruto del jardín de la casa. Los mismos cuadros que recordaba y las mismas bailarinas de porcelana. Entre ellas había una a la que su tía le tenía especial cariño. Era un regalo de bodas y que ella y los chicos habían roto al jugar con un balón cierta tarde. Su tía no se resignó y la envió a un taller de restauración a la capital. El daño les había costado una buena tunda y la merienda de un mes. Había, además, materas de hierro forjado con helechos en cada una de las esquinas. El ambiente era cómodo y despedía ese calor de hogar que tanto había extrañado. El aire estaba inundado de diversas aromas: a flores, la torta de vainilla que nunca faltaba en la cocina y el ambientador de limón de toda la vida. A sus oídos llegaba el canto de los pájaros que estaban en las jaulas en el patio mezclado con las voces de la empleada y del jardinero.
—¡Hija, qué alegría!
Olivia salió del ensueño y vio venir a la mujer pequeña, en la cincuentena y algo pasada de peso, pero con los mismos ojos verdes almendrados y risueños. Aquellos mismos que Olivia había heredado. Teresa se conservaba muy bien a pesar de los sinsabores que le había deparado la vida. Olivia compuso sus emociones y su semblante, aunque aún le retumbaba el corazón como un tambor.
—Tía Tere —la voz le salió con un suspiro, una lágrima y un abrazo.
Olivia la abrazó con una sonrisa, inclinó la cabeza y la besó en la mejilla. La mujer le devolvió el abrazo, luego estiró las manos y le retuvo la cara para mirarla a los ojos. Como si hubiera pasado un examen, le palmeó la mejilla y la soltó.
—¡Tránsito, tráenos un par de jugos, por favor! —gritó Teresa estirando el cuello hacia la cocina.
Olivia la miró divertida. Su tía solo consumía el jugo de la fruta de estación. Siempre había sido así. Si era temporada de mango, había jugo de mango, dulce o compota todos los días.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó la mujer curiosa.
La tía Teresa, la había halado con ella y se habían sentado en el sofá de dos plazas al que tampoco le pasaban los años. Sentía como si se hubiera devuelto en el tiempo, que pronto llegarían sus primos peleando y jugando o que escucharía un grito de su tío Enrique reprendiéndolos.
Suspiró. Sabía que su aspecto en ese momento no era el mejor. Su tía la miraba preocupada.
—Bien, tía, aunque algo cansona la carretera desde Santa Rosa.
La empleada de la casa llegó con vasos en una bandeja. Olivia sonrió. Qué bueno es estar de vuelta en casa. Y tan pronto como sonrió, dejó de sonreír. “A veces”, recordó.
—Sí, no está en muy buenas condiciones que digamos —Teresa probó el jugo y despidió a Tránsito con un gesto—. Ya tienes el apartamento acondicionado con todas las instrucciones que me diste.
Se le aguaron los ojos y sostuvo la mano de su tía en la suya, Le regaló un beso.
—Gracias, tía, no sé qué haría sin ti.
Teresa sacó la mano de cantazo, con un movimiento brusco, antes de hablar.
—Me parece una bobada que no te quedes conmigo en la casa; espacio es lo que me sobra.
—No quiero molestar. Además habrá días en que trabajaré hasta tarde —insistió Olivia con expresión de ruego—. Es mejor así.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—Sí, estoy segura.
Teresa se rebulló en el asiento. Dejó el vaso en la bandeja y la enfrentó con una mirada seria, carente de dureza.
—Eres una valiente, yo no habría vuelto a poner un pie en este lugar.
Olivia, que jugueteaba con el vaso, al que había dado un par de sorbos, no se sorprendió por el comentario de su tía. En la última visita a la capital le había pedido que desistiera de ese acto quijotesco, que solo le traería más penas, pero Olivia estaba segura de su misión y nada ni nadie le harían cambiar de opinión.
—Es una deuda que tenía que pagar tarde o temprano.
—No es tu deuda. Que te la hayas echado a los hombros es otra cosa.
—Como sea, lo voy a hacer. —Su trabajo era su obsesión, después de todo lo ocurrido, era lo único que le quedaba. Enarbolaba la bandera de la paz y la justicia para que no quedaran dudas de que era muy diferente a su padre. Puso el vaso en la bandeja y le comentó en tono de voz ligero—: La primera persona con la que me encontré fue con Miguel.
Olivia simulaba indiferencia, pero Teresa vio con claridad, el dolor que la perturbaba.
—Sí, hace como año y medio que volvió.
—No me habías dicho nada.
La tía Teresa se encogió de hombros.
—No creí que fuera importante.
Olivia no quiso saber más, ni pensar más, así que resolvió cambiar de tema:
—¿Cómo está mi tío?
Tía Teresa bajó la mirada y permitió que las palabras le salieran en murmullos.
—Igual, hija mía, igual.
Teresa no quiso conversar más de Enrique. Los temas dolorosos no eran lo suyo. Se levantó de la silla e invitó a Olivia al pequeño apartamento, apéndice de la casa.
Teresa observó a su sobrina, mientras la llevaba al lugar. El parecido con su hermana era apabullante, aunque la boca algo más voluptuosa. Sin duda era una Ruiz… Pero los rasgos finos, la piel y los ojos, eran Manrique. Conservaba el cuerpo de curvas generosas y pechos abundantes. Llevaba el cabello de color castaño largo, cortado en capas a la moda. Vestía jeans, botas y una blusa rosada de material suave y fresco, apropiada para la temperatura del lugar.
Teresa la siguió, atravesó el patio rodeado de árboles de mango, ciruelas y guayabas. Abrió la puerta del pequeño apartamento. Lo había limpiado, cambiado la tela de los muebles y pulido la mesa de madera del pequeño comedor. Las recibió un fuerte olor a eucalipto que venía de un hermoso adorno en la mesa de centro de la sala. Era un jarrón de cerámica de color vino tinto las hojas aromáticas, se mezclaban con algunos palos delgados de bambú.
—¿Ya llegaron las cajas? — preguntó Olivia tratando de ignorar la nostalgia que, de súbito, volvió a invadirla. Quizás hubiera sido mejor haber llegado al hotel: al fin y al cabo no se quedaría más de dos meses. O haberse quedado en una de las habitaciones de la casa de su tía.
En cualquier otro lugar, menos ese.
—Sí, hija, ya llegaron.
—Bien.
—Te dejo para que puedas descansar y organizarte; comerás conmigo más tarde. Tengo una reunión en la iglesia.
Y tan pronto la mujer se dio la vuelta y comenzó a andar a pasos lentos, la tristeza invadió el corazón de Olivia. Corrió hacia la mujer y, con lágrimas en los ojos, le dijo al oído:
—Ve tranquila, tía.
Tía Teresa no entendió la reacción abrupta de su sobrina, pero como quiera le devolvió el abrazo e intentó consolar el llanto suave que la dominaba.
—Gracias por quererme.
—Pero si eres mi sobrina, Olivia, ¿cómo no te voy a querer?
Al quedarse sola, Olivia luchó y luchó hasta no llorar más. Todo estaba como recordaba, solo que su cama tenía un cubrecama y una lámpara de mesa diferente. Ese había sido el espacio que había compartido con su madre cuando pequeña. Comenzó a organizar la ropa en el armario ¡Le venían tantos recuerdos! Ya no pensaba en su madre con rabia. Ya no. más bien, con amor misericordioso. Pero a veces, sin razón aparente, las malas memorias opacaban los buenos ratos que habían compartido.
¡Quería exorcizar tantos recuerdos!
Cuando Rosalía Manrique, con dieciocho años, puso sus pies en el pueblo para ayudar a su hermana mayor en la administración de un almacén de ropa, causó alboroto entre los hombres. Venía de Salamina, Caldas, una región del país donde las mujeres hermosas parecen caer hasta de los árboles.
Su hermana mayor se había casado hacía cinco años con un próspero comerciante de la región, dueño de una de las ferreterías más grandes de San Antonio. Teresa, embarazada de su tercer hijo, necesitaba a alguien que le ayudara con el negocio de la ropa.
Rosalía administraba el negocio a la perfección, y todo iba bien entre las hermanas hasta que Orlando Ruiz entró en el almacén una tarde de abril a comprar un regalo para su esposa y quedó fascinado con la mujer tan coqueta que lo atendió.
Era uno de los hombres más ricos de la región: hacendado, dueño de cultivos y ganado. Era muy atractivo y Rosalía perdió la cabeza por él. No le importó que estuviera casado con una de las mujeres más distinguidas del pueblo y que tuviera dos hijos. Se enredó en una relación pasional y turbulenta que duró años.
Tras dos años de amor prohibido, Rosalía quedó embarazada de Olivia.
Orlando se llevó un gran disgusto, la ignoró durante el embarazo y reconoció a regañadientes a la bebé ante el notario. La relación cambió a partir de entonces: la pareja vivía épocas de conflictos y épocas de reconciliaciones. En las etapas de reconciliaciones, viajaban los tres a la costa cual si esa fuese una familia verdadera. Al vaivén de las palmeras, las olas del mar y la música vallenata, Orlando le prometía que dejaría a su esposa.
La ilusión murió cuando Rosalía se encontró de frente con Sofía, la esposa, a la salida de un supermercado. Sofía tenía de seis meses de embarazo. Rosalía terminó la relación en medio de gritos y llanto.
Se fue del pueblo y se instaló en otra zona del país y se dedicó a divertirse con cuanto hombre se cruzara en su camino. Cada vez que le llegaban los chismes sobre el comportamiento malvisto, Teresa amenazaba a Rosalía. Decía que le quitaría a Olivia, por lo que siempre caían en el mismo ciclo: Rosalía se arrepentía y, en medio del llanto, prometía portarse bien por su hija. Por supuesto, el buen comportamiento duraba poco, porque aparecía otro hombre con halagos, regalos y palabras cariñosas, de esos que poblaron varias zonas del país: narcotraficantes, jefes de grupos al margen de la ley, todos dispuestos a sacar tajada del negocio floreciente de la droga y la extorsión.
Hacía doce largos años que Rosalía había muerto asesinada en una de las fincas de recreo de un narcotraficante. Su muerte fue violenta y vergonzosa para la familia. Sobre todo para Olivia. La causa fue una rencilla entre narcos. Los enemigos del mafioso en cuestión, cercaron la hacienda impidiendo la salida de quienes se encontraban allí esa noche. Con un ejército de hombres armados hasta los dientes, atacaron la hacienda donde se hospedaba la pareja. Acribillaron a todo el mundo, fue una de las masacres más espantosas ocurridas en esa región. En el momento en que irrumpieron en el cuarto, Rosalía estaba en la cama con el mafioso en cuestión. Los agujerearon a punta de metralleta hasta dejarlos casi irreconocibles.
Olivia pasó a formar parte de la familia de Teresa y Enrique con sus tres hijos, que eran un poco mayores que ella. La familia cerró filas alrededor de la joven ante la llegada de los primeros chismes sobre lo ocurrido a Rosalía.
“Que mamá haya muerto todavía duele”, pensó Olivia al volver a su presente. La tarde se le escurrió de las manos. No hizo más que organizar el equipaje y los papeles, y también se dedicó a realizar otras actividades del cotidiano de la pasada década.
Se puso el pijama pensando en Miguel. Su semblante se había vuelto más atractivo con los años. Ese cabello negro corto ya no tenía el corte militar de cuando lo conoció, sus preciosos ojos cafés, la nariz recta, la mandíbula firme en un rostro de por sí firme. Llevaba la mirada dura e implacable. Y, claro, a ningún hombre le quedaba mejor un jean que a él, la tela ceñida a ese par de muslos fuertes. Sus brazos anchos y musculosos, estaba segura que, eran el centro de atracción cuando se vestía con esas camisetas pegadas al cuerpo que acostumbra usar. No lo recordaba tan alto, pues apenas le llegaba a los hombros. El encuentro fue de minutos y sin embargo, lo había detallado en su totalidad.
Suspiró recordándolo. No cabían dudas de que era un hombre con un fuerte sex-appeal, tenía toda la estampa del hombre impredecible, apasionado e intenso en sus amores.
Odió su reacción en cuanto lo vio. Así sus palabras fueran bruscas, a ella le retumbó el corazón y le volvió a su cuerpo la misma sensación de antes. La respiración agitada, el temblor. Se dio cuenta de que había caído en un estado de estupefacción y que, por desgracia o bendición, fueron las palabras horribles las que permitieron el milagro de despertarla.Su madurez y un gran autocontrol vistieron de dignidad su apariencia; necesitaría más que eso para todo lo que se avecinaba… Hubiera sido mejor revestirse de acero.
Miguel tendría alrededor de treinta y cuatro años. Poco sabía de su existencia y la de su familia desde aquel fatídico día. Nunca había podido olvidarlo. Miguel, era una herida más en su cuerpo y en su alma.
Más tarde se excusó con su tía, le prometió que pasaría el domingo con ella. Tránsito le trajo un bocadillo y, mientras realizaba la ardua tarea de revisar los documentos de la devolución de tierras, se durmió.
Miguel Robles yacía sentado en una silla mecedora de mimbre, en el zaguán de la casa de su finca, con una botella de whisky y un vaso en la mano. La botella ya estaba medio vacía.
La noche le impedía ver el camino de entrada a la hacienda que ya se conocía de memoria. La luz del camino era insuficiente para observar lo que en el día era un jardín exuberante y bien cuidado. Repleto de buganvillas, Isabel segundas, margaritas y enredaderas con flores en forma de campanillas, color lila.
Pero en ese momento el jardín, las flores y los árboles de los que tanto se enorgullecían su madre y su tía le importaban un pito.
A lo lejos se oía el rasgueó de una guitarra, la melodía era lenta y triste. A veces, los peones se reunían después de comer, a jugar cartas y alguno ejecutaba algún instrumento. Recordó al peón que duró más o menos un año en la hacienda y que tocaba el acordeón con maestría. Suspiró y tomó otro trago de golpe.
Estaba con el ánimo descompuesto, y no por la noticia que le dio el coronel, o por haber visto de nuevo a esa maldita mujer, sino por lo que había sentido al verla. Primero, unas ganas locas de besarla y de abrazarla fue el primer impulso. Luego, deseos de retorcerle el cuello y zarandearla hasta lanzarla lejos, ¡muy lejos!, de su vida.
Recordó la suavidad de su piel, la expresión de sus ojos en la época en que la conoció.
Ahora estaba más hermosa que nunca. Había madurado bien, sus facciones habían perdido todo rastro de la adolescencia, pero seguían teniendo un embrujo para él. El color de su mirada, la protuberancia del labio inferior, la línea de su cuello… ¡Eres un imbécil!, se dijo a sí mismo. Pero reprenderse no tenía mucho efecto. Olivia se había convertido en una mujer hecha y derecha, sexy y provocativa y eso, precisamente eso, lo estaba volviendo loco.
Sentimientos encontrados.
Furia.
Rabia.
Ganas de besarla.
“Estoy loco”, caviló, consternado.
Pensó que la había olvidado.
Imposible.
Su amor le dolía como duele una vieja herida de guerra, más su odio hacia ella hacía el trabajo de mantener el dolor al margen.
Por haberse enamorado de ella, la vida de él y la de su familia había dado un giro de ciento ochenta grados.
Se levantó de la silla y se dio la vuelta apoyándose en la barandilla. Una mano agarraba el borde de madera y la otra sostenía el vaso de licor. Tomó otro trago, lo paladeó en la boca, antes de que se precipitara por su garganta y le calentara el estómago. Se limpió los labios con el dorso de la mano. Apretó el vaso. Se giró y lo estrelló contra una las paredes del jardín.
Por haberse enamorado de ella y por todo lo que ocurrió, tuvo que renunciar a su vida en el ejército, que amaba con pasión. Y, sin embargo, al verla tan hermosa, con su maleta, volviendo a un pueblo que detestaba ese apellido, no hizo más que sentirse orgulloso del coraje de esa mujer.
Lo tendría difícil.
Allá ella.
Él tenía mucho trabajo que hacer para andar pendiente de lo que a ella le pasara. Se mantendría al margen.
Sí. Allá ella.
Se sentó de nuevo, con la cabeza hacia atrás y suspirando con los ojos cerrados. Bebió directamente de la botella. Era difícil perdonar. Sonrió con ironía al recordar lo implacable que había sido con Gabriel Preciado al hablar de ese tema. Melisa tenía razón, era un condenado hipócrita. Por lo menos su amigo ahora era feliz. Él no. Él estaba lejos de encontrar la redención.
—¿Por qué estás bebiendo de esa manera?
La voz de su madre lo sorprendió, porque no la había escuchado venir, y siempre hacía un ruido con los zapatos que, en esa ocasión, no escuchó.
—Me apetecía. —Miguel, viró la cara y miró enfrente. Aferró la botella con más brío y volvió a beber de ella.
—¿Qué te pasa? —dijo su madre sentándose en la mecedora al lado de él.
—Nada, mamá. —hizo una pausa, miró el suelo y repitió—. Absolutamente nada.
Las madres siempre saben más que eso. Con voz ronca y una mirada amarga, enunció con sumo rencor:
—Mientes. Te paso algo y tiene nombre. Olivia Ruiz —imitó la pausa anterior que hizo Miguel. El hombre aprovechó el silencio para soltar una carcajada de burla, ¿o ironía? La mujer continuó su hablar—. Pedro me contó que te encontraste con ella cuando se bajó del transporte.
—Pedro es un chismoso —interrumpió Miguel y, tan pronto lo hizo, quiso no haberlo hecho. No solo porque se sintió descortés, sino porque, en parte, validaba la teoría de su madre.
Miró a la mujer que le había regalado la vida. Todavía era hermosa y tenía buena figura, cabello entrecano, un marco único para sus ojos cafés, unos ojos plasmados de melancolía y resentimiento por las vivencias que le había tocado sobrellevar. Podría ser aún más hermosa, pero la amargura y el odio habían dañado su espíritu desde aquel ominoso día.
—¿Aún sientes algo por ella? —le insistió.
—¡Sí! Odio, rabia —explotó él furioso, pero más consigo mismo que con cualquier otra persona.
Ligia habló de nuevo con delicadeza, como quien arrulla a un niño.
—Dicen que donde hubo fuego cenizas quedan.
Miguel emitió un chasquido y permitió que una sonrisa se le hiciera en los labios.
—Créeme, mamá, aquí no hay nada de eso.
Se levantó y con esa acción quiso dar por terminada la conversación. Besó a su madre en la frente. Antes de que entrara a la casa la mujer hizo una advertencia.
—Nunca olvides lo que nos hicieron, Miguel. Tu padre no descansaría en paz sabiendo que vuelves a enamorarte de esa mala mujer.
Miguel enderezó la espalda como si así le hiciera frente o enfrentara sus palabras. Sin mirarla, dijo:
—No te preocupes, mi odio ha estado bien alimentado todos estos años.
El reproche fue evidente y no intentó disimularlo.
Se dirigió al interior de la casa, sin darle tiempo a Ligia de replicar.
Ella sabía que su hijo no era feliz. La pena le carcomía el alma, y no era precisamente la muerte de su padre ocurrida años atrás.
Tenía que reconocer, a estas alturas de su vida, que se había equivocado. Si hubiera seguido los consejos de su marido, las cosas hoy serían diferentes. Para todos.
No obstante, pudo más el resentimiento hacia su esposo por dejarla sola y hacia el asesino que segó su vida. Luchaba todos los días por ahogar el rencor, y creía que lo había logrado. Pero hoy, al enterarse de que esa mujer había vuelto al pueblo para quedarse, fracasó en su intento y una cortina de hierro encerró su corazón y las intenciones de superar los daños.
Con su hijo mayor recluido en una celda, en una cárcel de máxima seguridad en otra región del país, y su hija menor viviendo en el extranjero, recogiendo los pedazos de su vida, Ligia se había convertido en una mujer fría y belicosa, insuflándoles a sus hijos el mismo odio que ella sentía e imposibilitando que ellos, tampoco, superaran la tragedia.
Ensimismada, no se percató de que alguien más le hacía compañía.
—Dios te castigará por esto —le anunció su cuñada Elizabeth desde las penumbras.
Ligia se volvió y, entre las sombras, distinguió los ojos de quien le habló con tanto descaro.
—No te metas —logró decir, sin disimular la furia.
Desde entonces, la conversación se dio a prisas. Apenas una terminaba de hablar y la otra ya tenía la respuesta en la punta de la lengua.
—No puedes seguir acrecentando la sed de venganza en tus hijos, no es sano. ¿Por qué no buscas ayuda?
—Yo no necesito ayuda. No me cuestiones, tú no estuviste ahí.
—¿Crees que Santiago apoyaría lo que has hecho todos estos años?
—Él no está aquí para refutarlo —recalcó, entre dientes.
—Hablas como si él hubiera tenido la culpa de su propia muerte —la mirada fija y retadora de Elizabeth provocó leves escalofríos en los brazos de Ligia.
—A lo mejor fue así.
—¡Sabes que no! ¡No seas tan injusta, Ligia! ¡Entra en razón! Pasa la página, ¡por favor!
Ligia se levantó de la mecedora. Unas lágrimas en formación le iluminaban los ojos.
—Yo sabré cuándo llegará el momento de pasar la maldita página. Ellos no deben olvidar lo que le pasó a su padre.
Elizabeth salió de las penumbras, se detuvo frente a frente a su cuñada.
—Estoy de acuerdo contigo, pero deben superarlo, por el bien de todos. La llegada de esa joven al pueblo es una oportunidad de oro que te da la vida —pausó, explicó—: Debes perdonar, Ligia.
La viuda alzó la mano. De pronto, sintió ganas de darle una cachetada a Elizabeth. No lo hizo.
Se acercó aún más a la otra mujer. Sintió su respiración acariciarle la nariz. Llevó la mano al nivel de su rostro, alzó el índice, como si así pudiera regañarla.
—¡Eso jamás!
Elizabeth no dejó de observar con detenimiento los ojos gélidos de su cuñada. Frunció el ceño.
—¿Qué fue lo que ocurrió con esa muchacha? ¿Por qué le tienes tanto odio?
—No lo entenderías —fue la única respuesta que recibió.
Ligia entró a la casa, haciendo ese ruido que hace al andar, sin mirar atrás.