Miguel la observaba ir de aquí a allá, atendiendo a las personalidades del gobierno que habían llegado para el evento de ese domingo. La notaba algo cansada y, cuando creía que nadie la veía, estiraba la pierna como si algo la molestara.
Era un día de temperatura cálida. Habían hecho un gran trabajo en la plaza: varios puestos de comidas, una tarima donde se presentó un músico de moda, un ambiente festivo y sin precedentes, propio para la celebración.
No tardó en reconocerlo, esa fiesta de pueblo representaba un triunfo para ella. A la furia que sentía se unía un orgullo inmenso por el tesón de esa mujer que no se detenía ante nada. A veces sentía la rabia superada y le daban ganas de llegar hasta donde ella, invitarla a tomar algo, hablar con la esperanza con la que se hablan los conocidos que se reúnen después de varios años. Entonces, algunos malos recuerdos asaltaban su mente, luchaba contra ellos unos momentos hasta que percibía que no ganaría esa batalla y que sus buenas intenciones se iban al traste.
No podría seguir viviendo así, con el diablo en el cuerpo, según decía su madre.
Se acercó a la carpa de su tía, quien estaba en compañía de un par de señoras repartiendo torta al que quisiera comer y vendiendo postres, que reposaban sobre un par de mesas decoradas con manteles de cuadros rojos y que eran donación de las familias del pueblo. El dinero recaudado iría a un fondo para los niños desplazados que regresaban a su hogar. Necesitarían muchas otras cosas además de lo que las demás instituciones y la ONG donde trabajaba Olivia les pudieran suministrar.
Saludó a su tía Elizabeth, quien le respondió con un guiño de cariño y le pasó un plato con un pedazo de torta de zanahoria. Saludó a las demás señoras con un gesto de la cabeza.
La tía de Olivia le correspondió el saludo y, también, la esposa de uno de los médicos del hospital, que abanicaba el lugar como si con eso pudiera espantar las moscas y las avispas que deseaban darse un festín.
Miguel volvió su atención a Olivia. Vistió su rostro con una expresión hermética, pero sus ojos no podían disimular el súbito fuego que los iluminaba. Se mortificó al ver que William se acercó y tomó a Olivia del brazo para presentarla a algunos conocidos. Se mortificó aún más cuando Teresa se dio cuenta de cuánto arrugaba el ceño.
Miguel machacó la torta con más fuerza, lo que hizo que el tenedor de plástico se astillara.
—¿Es el novio de ella? —cuestionó Miguel, porque de nada valdría ocultar los celos. No a ella.
—No, Olivia no tiene novio —le pasó otro tenedor.
Miguel lanzó un suspiro. Probó la torta que le habían servido. Miró a Olivia, ya en la distancia.
Quería acercarse a ella, pero no deseaba que notara su ansiedad. La observó caminar, ese caminar pausado de ella. De pronto, sin avisar y sin excusas, se le colaron a la mente los recuerdos de ella desnuda, recordó cada detalle de su cuerpo, de cómo sus piernas fuertes se aferraban a su…
“Ya basta, Miguel, no sigas por ese camino”, y llevó la vista a la plaza del pueblo, un intento para distraerse. Observaba los puestos y la gente con ojos de especialista en seguridad. No había nada sospechoso hasta el momento. Vio caminar de un lado a otro a las diferentes autoridades, y vio asimismo el esquema de seguridad de los políticos importantes, los periodistas y fotógrafos transitaban la plaza con sus cámaras y micrófonos para inmortalizar el momento.
Sin querer, la mirada de Miguel volvió a fijarse en Olivia. Le preocupaba que algo malo le pasara, y más después de que a sus oídos llegaran los comentarios de uno de los Díaz, aunque ya hubiese hablado con el hombre en cuestión y lo hubiera puesto en su lugar. Recordó la cara de susto de Omar Díaz, cuando lo acogotó frente a la puerta de su casa, y una sonrisa se le dibujó en los labios. El tipo estaba tan borracho que tuvo que manotearlo y repetirle el mensaje varias veces: nada de miradas a Olivia Ruiz, nada de amenazas, nada de comentarios, o se la verían con él.
También había vuelto a hablar con el coronel. Este le dijo que la vigilaban con discreción por los antecedentes de su padre. Eso no lo tranquilizó.
“¿Tú ya perdonaste, Miguel?”
El tono en el que habían sido pronunciadas esas palabras y la expresión de sus ojos lo perseguían día y noche.
No se explicaba la razón de ese repentino anhelo de protegerla, y la certeza que tenía de que mientras él pudiera, no dejaría que nada malo le pasara. Cuando ni siquiera debería voltearla a mirar, su diablillo personal comenzó a hablarle en el oído.
Debía odiarla con ese mismo odio que sentía mientras ella se mantuvo lejos, a kilómetros de distancia, cuando no la veía revolotear de acá para allá, esparciendo su risa como si fuese un bálsamo para quienes se le acercaban. El odio era fácil cuando no tenía que mirar esos grandes ojos verdes. El odio era fácil cuando no tenía que observar su cuerpo tentador y voluptuoso que lo había marcado de por vida.
Escuchó el discurso del ministro de Agricultura, que habló del cultivo de frutas, de la seguridad alimentaria y de la necesidad de fortalecer la ganadería y también el cultivo de hortalizas y legumbres.
Luego hablaron el alcalde y el gobernador acerca de las promesas de una mejor vida, y sobre el empeño que debería tener la comunidad para sacar adelante a sus terruños.
Miguel, entre tantas palabras, no hizo más que perderse en memorias.
—Del afán no queda sino el cansancio, mijo —señaló Santiago Robles con una sonrisa en los labios—. ¿Por qué trabajas como si el mundo se fuera a acabar?
Miguel levantaba unos bultos de comida para los animales mientras su padre los inventariaba. Realizaba su labor solo con cuerpo presente, porque su mente estaba a cientos de metros de distancia, con Olivia, en aquel lugar mágico, rememorando cada palabra, cada sensación, cada roce.
—Alguna potranca amarrada —contestó su hermano, ¡el descarado! refiriéndose a alguna mujer.
Era el mayor y se llamaba Jorge Enrique Robles, de profesión veterinario y agrónomo. Era la mano derecha de su padre en el proyecto que tenían en mente no solo para la hacienda sino para la región. También era un hombre atractivo, alto, acuerpado, con los ojos de color miel y el temperamento de los Robles.
Miguel no soltaba prenda, desde niño había sido así, reservado en sus cosas, por lo que se había llevado buenos castigos.
Su padre le dio un golpe en la mano.
—¿Es cierto eso?
—Eh, Tomás, cuidado con las vacunas. Llévalas a la nevera —soltó Jorge con ademán preocupado, al ver al hombre tonteando con la nevera portátil—. No, mejor dámelas, que yo las guardo.
Salió del granero y dejó a Miguel a solas con su padre.
—Jorge habla mucho —replicó Miguel, a quien los minutos se le hacían horas. Solo quería que el día de trabajo terminara para ir a la quebrada.
—¿Estás enamorado? —insistió su padre, con expresión cautelosa y la comisura de los labios elevada hacía arriba.
“Sí, sí, sí”, quiso gritar. “Estoy enamorado hasta los huesos desde que esa tal Olivia saltó de la piedra de la quebrada y entró a mi vida.”
Aún recordaba aquello que sintió cuando la vio saltar de aquel risco: admiración, angustia, algo de recelo. La contemplaba idiotizado por la violencia de sus emociones. Quedó deslumbrado cuando la vio emerger, con su piel agasajada de atardeceres, de juventud, de esencias recónditas, de suavidad. No sabía qué le había hecho, todavía se asombraba de aquello que percibió al besar sus labios, por su pecho se paseaban sensaciones hasta esos momentos desconocidas para él. Lo tenía embobado con sus ojos, con su sonrisa pícara, maliciosa y reservada a la vez, con su ingenio, con esos chistes tontos, con esa vulnerable ternura que le hacía querer ponerle el mundo a los pies.
—Me gusta alguien —fue lo único que dijo, mirando el reloj por décima vez. Faltaba una hora para su encuentro. Hacía una semana que le había dado el primer beso. Había sido mágico, podría quedarse pegado a esa boca días, y también, observar esas piernas espectaculares. Dios, ¡eran de infarto! A pesar de que Olivia no era muy alta, contaba con un par de piernas largas, elegantes y fuertes. Se notaba que hacía ejercicio, no tenía nada que envidiarles a las modelos o actrices famosas.
—¿Puedo saber quién es?
Miguel rió por lo bajo.
Ni él mismo sabía. Bueno, en realidad eso no era del todo cierto. La había seguido a su casa en días pasados. Era la hija menor de Enrique Herrera. Olivia no le gustaba decir de quién era hija, y él no entendía por qué. Pensó que quizás Herrera era celoso de las compañías de la hija y, a estas alturas del partido, no deseaba presionarla. La había visto salir en compañía de Teresa. Los hijos mayores eran amigos de Jorge, habían estudiado el bachillerato juntos, podría pedirle ayuda a su hermano, averiguar más de ella. No, mejor no, lo molestaría hasta el término de las vacaciones.
Algo hizo que le ocultara la verdad a su padre, el hombre en quien más confiaba en el mundo. Un hombre que veneraba. Santiago Robles era estricto con sus hijos, exigente y poco complaciente. Era un hombre íntegro y la roca fuerte de la familia.
—Te prometo que en estos días te contaré todo.
—Ten cuidado, Miguel. Aunque seas un hombre, no dejo de preocuparme por ti. Recuerda cuánto te he enseñado.
Miguel hizo un gesto afirmativo.
—No te afanes con amores efímeros. Cuando encuentres la mujer de tu vida, tu corazón lo sabrá.
Miguel se sintió como niño, no como el hombre que era.
Se mantuvo en silencio. Había tenidos muchísimas mujeres en su cama, su temperamento y su forma de tratarlas las atraía como moscas. Sin embargo, nunca había sentido esa fiebre extraña que le nublaba los sentidos, ese sentido de poseer solo una mujer, y olvidar a las demás.
Volvió la mirada a su padre.
—¿Cómo sabré eso?
Santiago lo invitó a sentarse en un tronco seco. Se quitaron los guantes de trabajo. Le contó la forma en que había conocido a Ligia, las sensaciones, el no poder respirar tranquilo si no era a su lado. El constante deseo de tenerla junto a él, de acariciarla, de protegerla.
Mientras más hablaba su padre, más confirmaba Miguel de que estaba en problemas, de que, quizás, había encontrado a esa mujer.
Le enterneció la manera en la que le hablaba su padre, cual si volviera a ser adolescente. Le dijo que la mujer que ganara su corazón debía ser la primera en su lista de prioridades, que debía ir por encima de su carrera, su familia, ¡todo!. Que debía escucharla, así el tema no le interesara.
Cuando llegó a la parte del sexo, Miguel lo interrumpió, avergonzado.
—¡Papá!
—Esto lo hablo para cuando tengas esposa, sé que no eres ningún santo —alzó una ceja y continuó—. Debes lisonjearla desde la mañana, decirle que es bella, acariciarla, hablarle mucho... Bésale mucho la boca, aunque lleven más de veinte años casados y la conozcas de memoria, incluso aquellas manías o fallos que ni pensabas tiene. Sorpréndela con noches llenas de amor, como si fuera la primera vez que la tienes...
Miguel sonreía.
—¿Papá, tuviste esta misma charla con Jorge?
Santiago soltó la risa.
—Que va, tu hermano piensa que nació aprendido.
—¿Entonces por qué compartes esto conmigo?¿Ahora?
—He tardado años en tener esta charla contigo, pero aún no es tarde. Ustedes los jóvenes tienen la creencia de que inventaron el sexo, pero se les olvida que sus padres lo experimentaron primero, y que, por ende, podemos dar muy buenos consejos.
Miguel sonrió todavía más.
Santiago siguió la charla.
—A las mujeres les encanta que les hables al oído mientras las acaricias. Créeme, tendrás tu recompensa —concluyó con risa taimada.
Miguel le puso el brazo en la espalda
—Gracias, papá… ¿Por qué me dices estas cosas?
—Nadie tiene la vida comprada.
—¿Estás enfermo? —preguntó, asustado de repente. Estaba tan obnubilado por Olivia que de pronto había pasado por alto otras cosas.
—No, ¡para nada! Solo me apetecía hablarte. Toma mis palabras o deséchalas, tú sabrás.
—Nunca podría desecharlas, papá.
—Sé un hombre de bien, cumple tu palabra, así en este mundo de ahora no valga gran cosa. Ten presente que tus principios no están en venta. Déjate guiar por tu instinto, y haz siempre lo correcto.
Miguel se acercó y le dio un beso en la frente, una muestra de agradecimiento.
Volvió a mirar el reloj en su brazo. Su padre se dio cuenta y le dijo que ya no hacía falta que trabajara más por el día, que se fuera a hacer lo que sea que tenía en planes.
Miguel sonrió y salió a toda prisa, dispuesto a encontrarse con la mujer con la que algún día se casaría.
Escuchó a su padre gritarle desde lejos:
—No te llenes de odios ni resentimientos... ¡No desperdicies tu vida así! ¡Jamás!
Si su padre hubiera sabido en aquél entonces lo que pasaría en sus vidas, la tragedia de Jorge y la de él mismo por culpa del padre de esa mujer, quizás se hubiera reservado las últimas palabras.
“Lo siento, papá, es muy difícil no odiar a alguien que te ha hecho tanto daño”, fue lo que pensó, la observaba reír y charlar con la gente de la ciudad. Ella, Olivia. Tan hermosa e inalcanzable.
Se acercó a un grupo de parroquianos que circundaban al padre Lorenzo. Cuando este comenzó a hablarle, él asentía a su discurso, mas sus oídos estaban en la conversación entre Olivia, William y Claudia.
—Olivia no irá —anunció Claudia, con ese tono de burla que tan poco agrada.
El hombre no encontró qué más decir.
—Pero ¿qué dices?
Eso preguntó, y nada más.
—Olivia es terca. Prefiere mil veces irse para las veredas antes de aceptar una invitación a almorzar de la esposa del ministro.
—No puedo en este momento. Sabes que en cualquier otra circunstancia lo haría. —contestó Olivia.
—Piensa en lo que podrías lograr si tuvieras más trato con los políticos.
Olivia los miraba impasible. No iba a empezar una discusión en ese momento, nunca le había interesado tratar con políticos.
—Dios no lo quiera y reemplace el quitar la maleza o el alimentar gallinas por un almuerzo en uno de los mejores restaurantes de la capital. —siguió Claudia y bebió un trago de una botella de agua.
—No me interesa.
—Amiga, estoy tratando de establecer un punto —insistía Claudia—. Amo mi trabajo, pero no voy a dejar el pellejo en él.
—No me voy a alejar de aquí ni en sueños, Claudia. Ya hemos hablado de eso.
—Te conozco —la miró con cariño—. Lo que pasa es que a veces necesitas un diablillo en tu vida que te haga ver las realidades.
Un ruido leve y agudo en la garganta, una sonrisa.
—Haces esa labor a la perfección.
Miguel oía las ocurrencias de su amiga y, sin querer, sonreía. Claudia le caía bien. Demasiado bien.
Se alejó un poco, rodeó el círculo de gente en el que estaba y quedó de frente al grupo.
Centró su mirada en ella.
La trenza que sostenía su cabello casi no podía contener su abundante cabello y se le habían soltado un par de mechones. Llevaba un corte más corto que en la época en que la conoció, la trenza le llegaba a media espalda. Sudaba a mares, igual que la gente de la capital, se llevaba un pañuelo a la frente y a la parte de abajo de la nariz.
Entonces, en algún momento, se llevó el pañuelo al cuello. A Miguel se le puso tieso el cuerpo. “¿Y esas reacciones? ¡Miguel!” Y por más que quisiera, nada podía hacer.
La manera en que Olivia erguía la cabeza y la forma en la que despedía el timbre de su voz denotaba visos de terquedad en su personalidad, y sus amigos ya la conocían.
Miguel estaba seguro de que podría ser una dulzura de mujer, pero subyacente estaba su veta de obstinación. Era una combinación interesante. Muy, muy interesante.
La letra de una canción opacó el ruido de las voces.
Lo único que deseaba en ese momento era arrebatarla de ese lugar y llevarla a algún sitio lejos de todo y, más que todo, del tipo que parecía conocerla bien. Notó cómo Olivia estiraba una de sus piernas, como si tuviera un calambre y cómo el tipejo ese le ponía las manos en la cintura y le susurraba cosas al oído, mientras ella le sonreía, tranquilizándolo por algo, y luego la llevaba, sin soltarla, al puesto de su tía.
Con el alma hecha una contradicción, dolor en el corazón y enojo en el cerebro, se dirigió a Ana.
—Hola, amor — lo saludó ella, pegándose al cuerpo del hombre, dándole un beso un tanto vulgar para el lugar.
—Vámonos de aquí —soltó con brusquedad. Esa tarde la haría suya, la haría suya como se le antojara, y no se detendría hasta que Olivia cesara de aparecerse por sus pensamientos.
La mujer se abrazó a él y caminó lo más rápido que le permitieron sus tacones.
“Así es siempre”, se dijo para sí mientras veía a la mujer de falda corta y piernas débiles entrar a su camioneta, “chasqueo los dedos y ellas aparecen, en ropas menores, listas para que entre en ellas. ¿Quién necesita a Olivia? Nadie. Absolutamente nadie.”
Unas horas después, Miguel se encontraba sentado sobre el borde de la cama de un motel de carretera, a media hora del pueblo. Había cumplido su misión a medias. Sentía el cuerpo aliviado, no asimismo el corazón.
Escuchaba el ronroneo del aire acondicionado y la respiración acompasada de Ana.
Percibió el cuerpo pegado a él y rememoró la experiencia que compartió con esa mujer ese rato. En cuanto la había tocado, no pudo hacer otra cosa que imaginar que acariciaba el cuerpo de Olivia.
—Olivia, Olivia —repitió en susurros roncos y apasionados, mientras la besaba, mientras exploraba sus rincones ocultos, mientras entraba en ella.
No entendió cómo Ana no lo separó de un empujón. Simplemente dejó que la amara a ella, así su mente estuviera con otra.
Era el aroma de Olivia el que le obnubilaba los sentidos, era su boca tentadora la que besaba, era su interior el que lo aprisionaba. Era a ella y solo a ella a quien atravesaba con su empuje. Se llevó las manos a la cara. “¡Esto es el colmo! Ni siquiera puedo echar un polvo en paz.”
Se levantó de la cama con un sobresalto que despertó a Ana.
—¿Ya nos vamos? —entreabrió los ojos, estiró un brazo.
—Sí, ¿qué esperabas? ¿Acurrucarnos? —tan pronto habló, se arrepintió. Bajó la cabeza, suavizó el tono—. Lo siento... Solo vístete, por favor. Tengo cosas que hacer.
Se puso el pantalón. Decidió ducharse al llegar a casa.
Ana se sentó en la cama, se cubrió el torso con las sábanas que olían a él y a ella, a la unión que tan pronto los separaba.
Tenía los ojos aguados.
—No puedes tratarme así, ¡ni siquiera hemos hablado!
Miguel se mantuvo en silencio, quizás porque hablar solo la ofendería más. “No vinimos aquí a conversar”, el pensamiento le cruzó la mente mientras metía la cabeza en el hueco de la camiseta. “¿O eso era lo que planificabas hacer cuando me tocabas en la camioneta, de camino aquí?” Quiso decirle eso y más, pero no sería justo. Ana no tenía por qué pagar su frustración.
—No sé por qué te soporto —insistió ella, tratando de alargar la discusión.
Se quitó las sábanas de encima, se levantó con prontitud, tomó su bolso, saco un paquete de cigarrillos. Prendió uno.
Miguel la vio echar el humo en volutas. La mujer se sentó en una silla frente a él, sin dejar de mirarlo.
Él encontró las palabras adecuadas para dirigirse a ella.
—Ambos sabemos muy bien por qué me soportas.
Otro silencio se apoderó de la habitación.
Se apoderó y se extendió hasta que se hizo menos incómodo.
Ana dio la última calada al cigarrillo. Apagó la colilla con golpes rápidos.
—No soy Olivia, harías bien en recordarlo la próxima vez.
Con paso firme, se dirigió al baño. Se encerró de un fuerte portazo.
Miguel, creyéndose solo, lanzó un manotazo a la mesa de noche.
—¡Mierda!
De camino al pueblo, Miguel quiso disculparse. No quería hacerle daño, ni siquiera sabía por qué la usaba tanto, si sabía que ella, quizás, sentía algo por él. Pero ¿lo había sentido por cuántos más? Él, en definitiva, no debía ser alguien especial en su vida. Además, Miguel había sido muy claro desde el principio. No quería ataduras. Y, además, él ni siquiera era el único con el que ella frecuentaba ese motel. Si debía atarse a alguien, no sería a ella.
—Todos son iguales. ¿Por qué siempre soy la que usan?
Miguel suspiró. No quiso contestar. Eso no le tocaba a él responder, sino a ella.
Siguieron el trayecto en silencio.
Antes de bajarse del transporte, ella hizo el anuncio triunfal:
—Miguel, te quiero.
El hombre se echó hacia el espaldar de su asiento y expidió una sonrisa de esas que podría calificarse como de burla. Se volvió a ella.
—No, Ana, no me quieres. Tú crees que me quieres, y eso es muy distinto.
Ana le dio una bofetada.
—Eres un cretino. ¿Ya te lo habían dicho?
Miguel sonrió de nuevo.
—Soy un cretino, pero soy bueno en lo que hago. ¿O no?
Observó el desencanto de la chica e hizo todo lo posible por no descomponerse frente a ella, por no sentirse mal, por no mostrar que, realmente, lo único que quería era disculparse.
Nadie se merecía esos tratos.
Y era lo único que él podía dar.
—Me aseguraré de no volver a hacerme ilusiones contigo.
Miguel asintió. Era lo mejor.
La dejó frente a su casa, se dirigió a la hacienda.
Al pasar por la plaza se percató de que la fiesta todavía estaba en su apogeo. Apretó aún más el pedal de la gasolina.
Solo una palabra le llegaba a la mente.
Ilusiones… ilusiones…
Miguel la deseaba como nunca había deseado a una mujer, la imaginaba desnuda, la imaginaba debajo de él, retorciéndose de placer.
Y los encuentros no ayudaban a que sintiera menos deseos.
Pensaba que podría controlarse si trasladaban los encuentros a un ambiente más público, pero en esa soledad, esas reuniones furtivas resultaban una tentación muy fuerte para un hombre de experiencias como él.
Olivia seguía hermética en cuanto a su familia, y a él no le quedaba tiempo de seguir investigando.
En menos de dos semanas se marcharía a reintegrarse a su trabajo y ni siquiera tenía su número de teléfono. No pudo aguantarse. Pensar en su realidad lo obligó a tomar acción.
La acarició y la arrinconó contra el primer árbol que encontró. La observó en silencio, acariciándole la cabellera larga que le llegaba casi a la cintura y que brillaba con matices que iban del color caramelo al color del café que se tomaba en las mañanas.
Acercó su rostro al de ella. Inhaló su aliento, cerró los ojos.
Olivia imitó la acción y lo dejó hacer.
¡Dios, cuánto quería devorarla! Nunca había sentido esa desazón, ese deseo de pertenecer a alguien tan profundamente y, a la vez, de conquistar a una mujer con las armas que fueran necesarias para que nunca saliera de su vida. La magnitud de lo que sintió lo asustó un poco, se obligó a calmarse.
No pudo.
—Apuesto a que ni te imaginas que me vuelves loco...
Le regaló una mirada de esas ardientes y pícaras. Sintió cómo la respiración de ella se hizo más fuerte.
No quería asustarla, pero su deseo por ella resultaba incontrolable, como si entrara en un bosque encantado y el hada del lugar esparciera su magia en él y en su entorno.
Sentía que el cuerpo daba ordenanzas, no su juicio.
Antes de esperar una respuesta por parte de ella, que temblaba como tiembla una hoja antes de irse a volar con el viento, acaparó su boca e introdujo su lengua.
La besó durante un largo rato. No parecía tener suficiente de ella.
No estaba ese día para contemplaciones. Sin pensarlo dos veces, llevó las manos a sus senos, y acarició. Ella no dijo nada, solo inhaló fuerte.
Miguel sintió cómo se le tensaban los pezones al toque de sus dedos. Le abrió la blusa y le quitó el sujetador. Observó sus pezones maravillado, cual si fuesen los primeros que tenía en su vista, y recordó las noches que pasó soñando con su cuerpo. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Qué carajos iba a hacer con aquello que sentía? Con ella semidesnuda enfrente, no tenían peso las experiencias anteriores, se sentía como un adolescente en su primera cita. Una sola de sus sonrisas cándidas lo ponía de rodillas.
—No sabes cuánto he imaginado esto... No sabes lo que me haces.
Llevó a su boca uno de los pezones, acarició el otro con la mano libre. Chupaba sin querer soltar, al ritmo de la respiración agitada de Olivia, deleitándose con alguno que otro gemido.
—No sé qué me pasa... Miguel... —susurró ella, la voz quebrada.
—Estás ardiendo, tal y como yo ardo por ti — respondió él, con voz fiera y brusca. Apenas había despegado la boca de uno de sus pezones, enardecido por la inocencia de ella y sabiendo que tendría que parar, porque un minuto después ya no podría.
Quería tocarla, olerla, chuparle cada rincón del cuerpo. Estaba seguro de que nadie la había tocado, de que nadie la había olido, de que nadie había chupado ni siquiera un dedo de ese cuerpo.
Estaba seguro de que esa joven sería su mujer.
Se arrodilló ante ella, acariciándole y besándole la cintura hasta llegar a su ombligo, que besó con su lengua a conciencia.
Recurriendo al autocontrol, se levantó, se separó lentamente de ella. La observó en detalle, viendo sus hermosos ojos que lo contemplaban con ansiedad y miedo.
Olivia estaba sonrojada, tensa. Tenía los labios hinchados y la respiración entrecortada.
Era natural, porque apenas era una jovencita. Se sintió un cretino por desearla de la manera en que la deseaba.
En otras palabras, estaba adorable, y él era solo un hombre.
Un hombre.
La besó con fervor, con ternura. Se sorprendía de lo rápido que se había enamorado, estaba seguro de que eso no le pasaba a todo el mundo. Las nuevas sensaciones lo confundían, se burlaban de él. Su cerebro trataba en vano de encontrar una razón lógica a lo que sentía. Una quemante angustia lo asoló al saber que pronto dejaría de verla, que se les agotaba el tiempo y que, a medida que este transcurría, era más difícil resistirse a ella. Otro día en la soledad de aquel lugar y sabía, con certeza, que se iría al infierno y se haría cargo de las consecuencias. Otro día escuchando sus risas y sus gemidos, y recibiendo sus caricias, y la reclamaría sin piedad, a pesar de que fuese tan joven, dieciocho años, no más.
Calmó la respiración agitada. Le puso el sostén en su lugar, le abotonó la blusa.
—En unos días vuelvo a la Brigada.
Se echó, también, de espaldas al árbol. Le tomó la mano, con los dedos de la otra, empezó a despegar pedazos de la corteza del tronco.
Olivia volvió el rostro a él, y cuando habló, todavía llevaba la voz quebrada.
—Lo sé.
—Olivia, esto es serio para mí... Quiero que nos sigamos viendo cuando te vayas a estudiar a Bogotá.
A Olivia se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Yo también quiero verte —se volteó, se tiró en sus brazos—.¿ Significa que somos novios?
Miguel sonrió. La dulzura inocente de Olivia lo llenaba de ternura, incluso cuando sentía tanta pasión por ella.
—Sí, quiero estar contigo —la miró en espera de comprensión hacia su egoísmo y deseo de poseerla—. Estaremos separados por algún tiempo, me será difícil venir a verte. Ya sabes, culpa de esta guerra tan absurda que vivimos en este país. O sea, si quieres estar conmigo, debes pensarlo muy bien.
—No hay nada que pensar.
Olivia se separó, dándole la espalda, mientras miraba hacia la laguna, como si de pronto cobrara importancia para ella. Miguel la abrazó por detrás.
—Tengo que conocer tu familia.
Sintió cómo el cuerpo de Olivia se tensaba. No quiso asustarla más. Se separó un poco de ella.
Olivia se volteó y le miró fijamente los ojos. Nunca le había dado una mirada como esa, tan decidida, tan de mujer.
—No son mis padres, son mis tíos. Antes de que te vayas, quiero que los conozcas.
Teresa estaba sorprendida. A Pedro Almarales, no le cabía en el estómago un pedazo de torta más. Pero ella alcanzó a darse cuenta de que no podía evitar acercarse a la pequeña carpa que atendían las mujeres, y la única manera efectiva de hacerlo era comprando cuanto postre había en el tenderete.
De vez en cuando espantaba las abejas y las moscas del lugar, aunque en realidad, fuese la encargada de atender al público junto con Elizabeth, mientras que Lucila recibía el dinero.
Teresa se volvía un manojo de nervios cada vez que él se acercaba. Pedro, en cambio, era implacable, así estuviera atendiendo a alguien y Elizabeth estuviera desocupada, esperaba que fuera ella la que lo atendiera.
—Vaya, parece que tienes admirador —le señaló Matilde, la esposa del director del hospital.
—Ni en sueños…
—Ten piedad con el pobre hombre. Está a punto de sufrir una indigestión.
Rieron a coro, una risa por lo bajo y similar a la de las adolescentes.
—¡No lo obligo!
—Tienes razón. Déjalo que se los acabe todos —soltó Elizabeth—. Allá él si insiste en indigestarse.
Teresa no podía obviar la mirada de esos ojos grises que le aceleraban las pulsaciones y la hacían tartamudear. Se sentía fatal, porque esas sensaciones no eran correctas.
—Solo deseo ser su amigo —interrumpió Pedro. En las manos llevaba un pedazo de flan de caramelo que temblaba igual que ella.
—No necesita comer más para convertirse en eso —contestó ella y lo miró con una sonrisa en su dulce rostro.
—Valió la pena solo por verla sonreír —replicó tímido y emocionado.
Teresa se sorprendió por su respuesta. Siempre se mostraba tan dueño de sí, tan gallardo, que no se lo imaginaba aturdido por nada.
Saber que ella tenía el poder de atolondrarlo le agradó.
—Solo por eso —insistía él—voy a comprarles la torta de chocolate.
—Matilde, esta noche tu marido va a tener trabajo en el hospital —chisteó Elizabeth.
—No, no. Este no es para mí —aclaró el hombre—. Es para esos chiquillos que están sentados allá.
Teresa le entregó la torta en una pequeña cubierta de plástico.
Pedro no iba a dejar las cosas así.
—¿Me pasa las servilletas, por favor?
Al pasarle las servilletas, retuvo su mano y le hizo una pequeña caricia en el centro con el pulgar. Le sujetó los dedos finos, la aferró en un gesto suave para evitar que la retirara.
El rostro de Teresa se pintó con la paleta de colores primarios, secundarios y terciarios. Pensó que hasta sus orejas habían lucido un tono rojizo.
Pedro sonrió, se dio media vuelta y se marchó.
Teresa lo miró lela por unos segundos. ¡Era tan guapo, con su cabello veteado de gris, su rostro bronceado por el sol, su figura atractiva, resultado de una vida activa!
Y, así como comenzó a fantasear, se puso seria y lanzó el pañuelo que usaba para secarse el rostro contra la mesa.
“Déjate de majaderías.”