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Olivia había retirado el plato de desayuno hacía unos segundos, más el olor a pan de bono recién salido del horno y a café inundaba el comedor. No le cabía un bocado más. Tránsito y su tía eran expertas en preparar esos deliciosos panecillos, a ese paso pesaría toneladas antes de dejar el pueblo y era consciente de que un aumento de peso le traería problemas, debido al uso de la prótesis. Siempre permanecía activa, en Bogotá asistía al gimnasio, pero aquí, tan ocupada como estaba y con esa dieta… en fin, lo disfrutaría mientras pudiera, ya le llegaría la hora de cerrar la boca. Se alistó para salir. Llevaba tres semanas en el pueblo, la restitución estaba en su ciclo final, faltaban dos predios más para entregar y así podría iniciar la otra fase del proyecto. Oscar llevaba más de diez minutos de retraso, iba algo tarde a la entrega de predios de ese día, y eso tenía intranquila a Olivia. Mientras ella se paseaba impaciente de un lado a otro de la estancia, escuchó que su tía la llamó.

—Un muchachito trajo este paquete hace un rato.

Le entregó un sobre de manila.

Olivia miró el paquete, y al no encontrar remitente, arrugó el ceño.

Rompió la envoltura sin dilación.

Abrió los ojos, gritó y tiró el sobre a medio abrir al suelo. No necesitaba abrirlo, porque sabía qué había dentro.

—¿Qué pa..? —su tía se llevó la mano a los labios.

En el piso reposaba un libro de condolencia, con la tapa de color negro y la cara de ella en la portada. Era una fotografía que estaba segura tomaron el día de la inauguración del proyecto. Olivia era incapaz de retirar la vista del paquete. Se aferró a sí misma, intentando no desmoronarse. El corazón se le había disparado. A medida que pasaban los segundos, crecía la opresión en el pecho. Cerró los ojos, contó hasta diez y espiró fuerte.

Se acercó al paquete.

—Mejor llamemos a la policía, ellos sabrán qué hacer.

—¡No! —contra argumentó la sobrina.

Olivia levantó el envío con manos temblorosas y lo observó con detenimiento. Abrió la tarjeta forrada en tela de color negro.

“Lárgate antes de que sea demasiado tarde”, amenazaba el documento.

—Me sacarán del proyecto hoy mismo donde alguien se entere —aclaró—.Te pido por favor, por favor, que guardes silencio.

La mirada severa de su tía estaba lejos de serenarla.

—Olivia, ¡por Dios! ¿Y si te llega a pasar algo malo? No me lo perdonaría nunca.

—Nada va a pasar —contestó poco convencida—. Simplemente alguien quiere que me vaya. Es todo.

Y nadie podía hacer que se detuviera. Que se atrevieran. Ella era un hueso duro de roer.

Olivia rodeó a Teresa con su brazo. Le sonrió, tratando de tranquilizarla.

—Seguiremos adelante, como si esto no hubiera pasado.

Teresa alzó las manos.

—¡No puedo creer lo que escucho!

Antes de que Olivia pudiera decir algo más, se escuchó el bocinazo de un auto.

—Ya llegó Oscar. Ven, te acercaré a la iglesia.

Elizabeth notó a Teresa preocupada y distraída durante la charla con el padre Lorenzo, el párroco de la región, que había escogido a Teresa de voluntaria, para ir a catequizar a los niños de un corregimiento cercano. Después de arreglar las cosas y de ofrecerse a llevarles merienda, Teresa se despidió con gesto preocupado. Elizabeth aprovechó que caminaba hacia la distancia para hacer las preguntas de rigor. ¿Qué te pasa? ¿Enrique está bien? ¿Y Olivia?

Ese fue el cuestionamiento clave. Vio cómo se le aguaron los ojos.

—Nada… es que —comenzó a decir, pero recordó que Miguel era experto en seguridad. Había trabajado varios años en esa rama antes de volver a San Antonio. “¡Ay, Dios! ¡Olivia nunca me lo perdonaría!”

—Habla, ¡me preocupas!

Teresa tomó su decisión. Primero estaba la seguridad de su sobrina, así Olivia no le volviera a hablar en la vida. Vivía con el temor de que los desastres del pasado la alcanzaran y todo volviera a empezar. Su sobrina merecía una buena vida, había tanto sufrimiento a cuestas, tantas pérdidas, tantos desengaños. ¡Dios mío protégela!, No se merece nada malo, es una buena mujer.

—Es un asunto de vida o muerte, necesito tu ayuda —susurró en tono conspirativo.

Elizabeth trató de guardar la calma. Miró hacia su derecha, donde se encontraba la imagen de un Cristo, y de allí sacó fuerzas.

—Para eso están las amigas. Vamos a tomar un café. ¿Te apetece el de la panadería de Humberto?

Teresa asintió. Sí, por supuesto. Cualquier café estaba bien, si ese no era momento ni para lujos.

La panadería quedaba a media cuadra del despacho parroquial. Había poca gente en el lugar, que en ese momento desprendía el aroma de roscones, rellenos de dulce de guayaba, que acababan de salir del horno.

Elizabeth pidió dos cafés y dos roscones a la empleada detrás del mostrador.

—No, no. Yo no quiero. No tengo hambre.

Elizabeth miró perpleja a la mujer que la acompañaba. Se volvió a la empleada. Cambió la orden.

No hablaron más hasta que Elizabeth recibió el pedido y se sentaron a la mesa. Tan pronto Elizabeth dio el primer mordisco, Teresa habló.

—Olivia recibió un sufragio esta mañana.

—¿Qué dices? —chilló y tosió. Tosió y tosió. Bebió un poco de café, que le quemó la lengua, pero al menos la ayudó a calmarse.

Teresa le pidió que bajara el tono de voz, le explicó lo ocurrido en la mañana y la negativa de Olivia de avisar a las autoridades.

No había mucho que pensar. Elizabeth respondió pronto.

—Voy a contarle a Miguel, aunque tengo que pensar en cómo decírselo, porque apenas nombro a tu sobrina y salta como si la silla tuviera tachuelas.

Era la única esperanza de Teresa en esta situación tan difícil, pero si Miguel odiaba a Olivia, no había nada que hacer. Tampoco se trataba de ponerlo en un dilema.

—Miguel no la ayudaría. Olivia no es santo de su devoción.

Elizabeth sonrió mientras partía otro pedazo del pan. Teresa probó la bebida caliente.

—Mi sobrino no odia a Olivia, más bien todo lo contrario. Miguel es orgulloso y cabeza dura como su padre, y nunca lo reconocerá a menos que haya una razón poderosa para hacerlo.

—¿Quieres que te acompañe a hablar con él?

—No —le dio una palmadita en el brazo y agregó—: déjamelo a mí.

Al llegar a la hacienda, Elizabeth preguntó por Miguel a uno de los empleados que atravesaba el jardín. El joven le dijo que Miguel estaba en una reunión con el zootecnista y unos técnicos, que por ende demoraría una hora, porque a las once tenía que ir a revisar el ganado que iría al matadero.

“Diablos”, pensó para sí. Su sobrino estaba ocupado, no podía interrumpirlo porque sí.

Entró en la casa de la hacienda. Observaba con orgullo al que era de nuevo el hogar de los Robles. Por fortuna, la casa había sufrido poco durante la ausencia de la familia.

Era una vivienda amplia de arquitectura sencilla, blanca y de tejas rojas, de dos pisos, con corredores larguísimos rodeados de pasamanería de madera oscura. Al subir al corredor se sentó en una de las sillas tapizadas en cuero que había a lo largo del lugar. Amplios helechos colgaban de una gruesa viga del techo. La vista era hermosa: de cerca, el jardín cuidado por Ligia y ella, y a lo lejos, las amplias caballerizas y el granero. Sin duda alguna, una hacienda impresionante. En tiempos de Santiago había sido mucho más pequeña, pero en manos de Miguel y su socio, había crecido al doble o triple de producción ganadera.

La invadió la tristeza al pensar en Jorge y en lo que sentiría tan lejos del hogar.

Se dirigió al interior de la casa por un amplio corredor. Atravesó la sala rodeada de sofás y sillas, pasó el comedor con una mesa de madera fina y gruesa, color caoba de diez puestos, donde ahora solo cuatro personas se sentaban a comer. Enfiló derecho a la cocina.

Encarnación, la cocinera, estaba en la mesa de centro de la cocina pelando papas y regañando a una de las muchachitas por coquetear con uno de los peones.

Elizabeth decidió interrumpir el inicio de una discusión.

—Encarnación ¿qué hay que hacer para que en esta casa me regalen un café?

La empleada hizo el saludo que le hace a sus superiores.

—Ya se lo sirvo, señorita Elizabeth.

—Gracias.

En el estudio se dedicó a revisar la biblioteca, eran pocos los libros que se habían salvado de la debacle, los que se conservaron los encontraron tirados en unas cajas en el sótano. Les había llevado un par de días poner el estudio decente. Tomó el libro “Grandes esperanzas” , de Charles Dickens que deseaba releer desde hacía algún tiempo, porque había descubierto que al leer los libros que devoraba en su juventud le hacía analizarlos de otra manera.

Miguel apareció minutos luego en el estudio. Se dio cuenta, que su tía revisaba su correo electrónico, con un libro a su lado.

La saludó con un beso en la mejilla

—Fabio me dijo que me necesitabas.

—Sí, hijo sí —apagó el ordenador y se levantó sin saber cómo abordarlo. ¿Y si se negaba a ayudar a esa chica?

—¿Vas a ir al cementerio? —preguntó él, porque notó que ella vacilaba en decirle qué necesitaba.

Miguel se acercó al escritorio, acarició el lomo de libro y recordó las vacaciones en que lo había leído. Después tomó la correspondencia y se dirigió a la ventana.

—No, ahora no. En la tarde haré que Pedro me acompañe.

Miguel asintió.

—Hijo —alzó la vista, la voz quebrada, las manos temblorosas—, hablé con Teresa, la tía de Olivia, y…—no pudo decir más.

Miguel levantó la mirada ante la mención del nombre de Olivia. Sus ojos, brillantes de rabia. Soltó los papeles y le lanzó:

—Habla. ¿Qué diablos pasa? ¿Esa mujer te dijo algo que te preocupó? Porque si es así, déjame…

Elizabeth lo interrumpió y procedió a contarle lo ocurrido. Miguel trató de disimular la preocupación, le costó algunos segundos dominarse. Años de entrenamiento y de esconder sus emociones le impidieron abalanzarse sobre su tía, inquiriendo noticias, mientras un frío siniestro invadía su plexo solar. Cuando Elizabeth le contó que no quería dar aviso ni al ejército, ni a la policía, Miguel golpeó con el puño la superficie del escritorio, y así fue como voló por los aires el poco control al que trataba de agarrarse.

Elizabeth le pidió que se calmara con ese mismo tono de autoridad que expedía cuando lo reprendía de niño.

—¿Cómo puedes pedirme que me calme? No quiero que nada malo le pase.

—Teresa quiere saber si tú puedes ayudarla de alguna forma —esperó su reacción. No hubo ninguna, y continuó—. Como eres experto en seguridad…y trabajaste muchos años en ese campo.

—¡Mujer terca! En cuanto la vi bajarse de ese transporte sabía que solo traería problemas.

Lanzó otro puño al escritorio.

—¿Qué pasa, Miguel? ¿Por qué desde que ella llegó es como si tuvieras el diablo en el cuerpo?

—Porque es así, estoy en un maldito infierno y la quiero lejos de aquí.

—No debí decirte nada —concluyó Elizabeth.

Se volteó y Miguel se acercó. Le tocó el hombro, que lo escuchara.

—Ni se te ocurra ocultarme algo sobre ella —soltó un suspiro cansado—. Si le pasa algo, será un retroceso para esa pobre gente que desea volver a su hogar. Además, mi madre no tiene por qué saberlo.

—¿Y para ti qué significa ella, Miguel?

—Nada... Absolutamente nada.

Teresa lo conocía muy bien y Miguel supo que se percató de la mentira. Se sonrojó y le dio la espalda. Se dispuso a mirar por la ventana. No quería torturarse con el campo minado que eran sus sentimientos en ese momento.

—¿Dónde está? —preguntó sin mirarla.

—No sé, tendrás que averiguar en la alcaldía.

Se escuchó el sonido de sus pies al irse.

Miguel se dirigía a la parcela donde Olivia había ido ese día a entregar el terruño, se encontraba cerca de los linderos de la hacienda. Con cada minuto, se volvía más preocupado. Le sacó la información que necesitaba a Claudia, quien nunca cesó de mirarlo fijamente, con abierta curiosidad. Sabía de qué sitio hablaban. Se dirigió sin falta al lugar. Recordó la charla con Claudia.

—Señor Robles, permítame un momento —le había dicho la chica. Hablaba con una seriedad tan evidente que era imposible pasar por alto—. Si se va a acercar a Olivia, espero que sea con buenas intenciones.

—¿Cree que le voy a hacer daño? —cuestionó en un tono de voz alto, aunque no gritara, desde el umbral de la puerta. “¿Por qué la gente cree que yo le haría daño a Olivia?”

—Lo he observado, señor Robles. Me he dado cuenta de la forma en que la mira.

La sorpresa le invadió la mirada. Emitió una risita ahogada.

—Usted no me conoce.

Miguel prefirió ignorar el brote de indignación ante las palabras de la mujer.

—Tiene razón, pero conozco a mucha gente como usted, gente que lleva una lucha en su interior y aún no decide quién será el vencedor de la batalla. Solo espero que no sea su resentimiento el que lo lleve a acercarse a ella. Ha sufrido mucho y no toleraré que la lastime. Si lo hace, lo buscaré y arreglaré cuentas con usted.

Sonrió y no dijo más. Salió del lugar más sereno al darse cuenta de que Olivia tenía gente a su alrededor que se preocupaba por ella, aunque a decir verdad, se necesita más que palabras para intimidarlo. Entonces, se le ocurrió que a lo mejor era innecesaria su participación en el asunto. Lo meditó unos segundos.

No podía.

No quería pensar en el nudo de angustia que tenía en el estómago al enterarse del dichoso sufragio.

Así comenzaban los finales tristes: primero las amenazas, después la acción. Entendía perfectamente por qué Olivia quería evitar que alguien se enterara del mensaje. Estaba seguro de que su jefe la mandaría de inmediato a Bogotá. A lo mejor esa era la solución. Podría hablar con él, hacer que se largara de allí. No volver a verla, no tener que caminar por el pueblo prevenido de que se toparía con ella al doblar cualquier esquina.

Quería su vida de vuelta sin grandes preocupaciones y sin esa desazón que no lo dejaba ni trabajar ni vivir en paz.

Y entonces, recordó algo más, y se le encogió el corazón al pensar en lo que ella sentiría lejos de algo por lo que había luchado con tanto ahínco.

Entró en la parcela. Frenó de golpe y, doscientos metros antes de divisar la pequeña casa, se bajó de la camioneta. Caminó de lado a lado, pensando en la mejor manera de abordarla. Esa mujer tenía el poder de ponerlo nervioso.

Muy, muy nervioso.

Deseó un cigarrillo en ese momento, aunque había dejado de fumar años atrás. Había sucumbido al vicio al morir su padre, pero lo había dejado al entrar a trabajar de escolta.

Volvió a la camioneta y se marchó.

Olivia no habría podido empezar peor su día, tras la amenaza, la familia Rojas era como para salir corriendo. Pero ella era de una pasta dura, hecha a base de tesón y deseo de reparar y servir.

De los miembros de la familia, la abuela Clementina era la más desagradable.

—Nunca pensé que una Ruiz estuviera en mi casa haciendo el aseo —soltó la mujer con una sonrisa de desagrado.

A Olivia no le importó. Revestida de paciencia, le contestó a la mujer que no le molestaba en lo más mínimo ayudarla.

La abuela sonrió.

—¿No? Entonces aprovecha y prepárame café —ordenó de mal modo mientras caminaba por los alrededores de la casa, como si buscara algo. María, su hija, y los dos muchachos estaban en el campo. Tenían de labor reconocer el terreno para decidir qué harían en el lugar.

Olivia se acercó a la estufa y preparó el café en la olla, lo coló y le pasó un pocillo a la anciana, que escarbaba con un palo algunos montículos de tierra.

—¿Puedo saber qué buscas tanto?

—Nada que a ti te interese —la anciana volvió a la casa y se sentó en el balcón trasero a tomarse el café.

—Sabe horrible —masculló en la distancia—. Si eres mala cocinera, nunca tendrás marido.

Olivia se acercó. No quería tener una discusión con la abuela y que los demás se enteraran.

—No me interesa el matrimonio. ¡Lo sabes!

La abuela entrecerró los ojos e hizo una mueca en los labios.

—Eso dicen la mayoría de las mujeres, pero en cuanto sienten el escozor entre las piernas, las cosas cambian.

Olivia no pudo evitar soltar la carcajada.

La anciana le pidió que la ayudara a caminar hasta la entrada y Olivia no pudo evitar insinuarle que minutos antes caminaba de maravilla.

—¡Pero ya no! —fue la respuesta que recibió.

Olivia la ayudó a levantarse, más por evitar un disgusto que por servir de bastón. La había visto bajar de la camioneta sin quejarse, más en cuanto pusieron un pie en la casa, fue otra historia. Se sentó en una vieja mecedora y se aprovechó de la presencia de Olivia. ¿Serían así todas las ancianas? Solo mostró agilidad cuando se puso a escarbar la tierra. Entre más paciencia mostraba Olivia, más desagradable era la anciana. Y los hijos de María o sea los nietos de Clementina, ni hablar. Eran un par de adolescentes entre los catorce y quince años, nada satisfechos, por lo que se pudo dar cuenta Olivia, de haber dejado su vida en la ciudad. Le hacían comentarios imprudentes hasta que su madre los calló de un coscorrón en la cabeza a cada uno.

—Esta juventud de hoy día no sirve para nada —exclamó la anciana—. Hay que encerrar las gallinas o los zorros y gavilanes harán fiesta, y mañana solo quedarán los huesos.

Olivia la dejó sola con su arenga, puso las gallinas en un improvisado corral y caminó en busca de María y los muchachos. Escuchó el freno de una camioneta y, presa más de curiosidad que de buenos modales, se acercó a saludar. Las mariposas revolotearon en su vientre al ver quien manejaba el auto. Los nervios la atacaron. Tenía que aprender a controlar esos impulsos. Fingió valentía y se acercó a enfrentarlo.

Miguel bajó de la camioneta cual la ira de Dios: hermoso, arrogante y enojado. Su presencia opacó los alrededores.

Hay cosas en la vida que nunca, ¡nunca!, cambian.

—¿Qué quieres Miguel?

—Tenemos que hablar —la aferró del brazo y la llevó lejos de los oídos y la mirada de la abuela—. ¿Qué pretendes?

—¿Qué pretendo de qué?

La confusión se adueñó de sus palabras y su mirada.

Y esas, precisamente, eran las miradas suyas que lo mataban. Cuando quisiera, Olivia podría tenerlo comiendo de la palma de su mano.

¡Ni de coñas!

—Tienes que largarte de aquí —susurró mientras se acercaban a un pequeño claro con árboles que les daban algo de intimidad.

—No haré eso —sonrió—. Pierdes el tiempo, Miguel.

—Eres terca y vas a terminar muerta.

No necesitó más palabras. Olivia siempre ha sido una persona lista. Quizás eso fue lo único que heredó de su padre: la astucia.

—Mi tía —movió la cabeza con gesto de decepción.

Empujó un poco a Miguel, que la soltara, y se quedó quieta.

—Se preocupa por ti, no puedes culparla —aseguró él, con la mirada puesta en la anciana que se balanceaba en la mecedora.

—Métete en tus propios asuntos, Miguel.

Dio la vuelta con el ánimo de marcharse, pero él se lo impidió. La tomó de nuevo del brazo y la adentró un poco más en el bosquecillo.

Ella se dejó. Esa era la desventaja de estar tan cerca de un ser tan dominante como él.

—Mujer testaruda, me vas a oír así no quieras —las aletas de la nariz se dilataron ligeramente cuando ella, en un gesto brusco, volvió en sí y se soltó de nuevo.

—¡Está bien! ¡Está bien! ¿Quieres que hablemos? —hizo un pequeña pausa y le reclamó—: Tú no toleras que yo haya vuelto a San Antonio porque aún me echas la culpa de lo que pasó.

Miguel cambió la expresión. Su semblante empalideció, su mirada la atravesó y, con un rictus amargo en la boca, contestó:

—¿Y no es así? —siseó con violencia.

—De lo único que fui culpable fue de mentirte acerca de quiénes eran mis padres.

Miguel carecía del maldito don de las palabras, siempre había sido así y entre más cosas guardaba en el pecho, más sucumbía al mutismo. Sin embargo, las palabras de Olivia avivaron su rencor y expulsó sus sentimientos de mala manera.

—Eso que dices es pura mierda. ¿Quién sabe? A lo mejor te confabulaste con él para que me mantuvieran distraído. ¡Eres una mentirosa, Olivia! ¡Y nunca serás más!

Olivia le puso las manos en el pecho.

—Yo no sabía nada, ¡te lo juro! ¡Escúchame! ¡Entiéndeme, por favor!

Miguel cerró los puños y los apretó, enojado, pero más que eso, conmocionado como un adolescente ante la ligera caricia de ella. No quería profundizar en lo que el toque de sus manos provocaba en él. Se alejó de ella.

—¡No te atrevas, Olivia! ¡No te atrevas a justificarte! Tuviste mil oportunidades de decirme la verdad. ¡Nunca lo hiciste!

Olivia lo siguió y se apresuró a dejar salir más palabras.

—¿Qué verdad querías que te dijera, Miguel? ¿Que mi padre era un matón y mi madre una puta? ¡Vaya! No sabía que ese era un buen tema de conversación para sostener contigo.

Miguel se volteó y sacó una risa llena de amargura.

Luego, se puso serio. Tan serio que cuando habló sintió que las palabras salieron de su pecho junto con el aire que expedía.

—Era tu novio, Olivia —dijo por lo bajo—. El estúpido hombre que quería casarse contigo.

Olivia se dio cuenta de que, cuando la voz de Miguel se quebró, se le tiznó de rojo la nariz.

No pudo aguantarlo.

Volteó el cuello y dejó que una lágrima se le escapara.

El antiguo desengaño planeó sobre ellos como si fuese una nube de ilusiones rotas, de sentimientos rasgados, de dolor.

—Tus orígenes me habrían importado un bledo —concluyó.

Olivia exhaló y dejó caer otra lágrima.

“Dios, ¡envíame cualquier penuria menos esta!”

Miguel la tomó del brazo otra vez. Ella no tenía fuerzas ni para hacer el gesto maleducado de impedirlo.

—¿Me amabas?

Olivia contestó en un murmullo, mirando árboles, cielo, fango y agua.

—Más que a mi propia vida.

Miguel se llevó la mano al pecho, como si con ese gesto, pudiera aliviar la contracción que le impedía respirar con tranquilidad.

—Nunca quise hacerte daño —continuó—. No pensé que mi padre fuera a actuar así. Sé que cometí errores...

—¿Errores? —la interrumpió él—. No, señorita, eso no fue un error. Fue una vil y descarada traición.

Olivia encontró las fuerzas. Se soltó una vez más.

Puso sus manos en el rostro de Miguel, si así pudiera hacerlo entrar en razón... que le creyera...

—Lo siento, lo siento, lo siento...

Él no estaba para esas. Quitó las manos que invadían su rostro.

—No puedo perdonarte, Olivia. Si lo hubiera sabido, habría estado preparado, ¡habría protegido a mi familia! ¡Mi familia, Olivia! —la miró con el rencor enconado en su alma, ya incapaz de guardarse sus emociones—. ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?

Ella gritó y no le importó que la anciana en la mecedora escuchara sus confesiones.

—¡Porque no quería perderte! ¡Maldita sea! ¡No quería perderte!

Miguel miró el cielo. No dejaría escapar ni una lágrima por esa mujer. Ni una sola.

—Al final fue lo que ocurrió. Es mejor que vuelvas a Bogotá, de una vez y por todas. No obtendrás nada más de mí.

Supo que Olivia sintió el mundo venirse abajo.

Otra vez.

El pánico lo golpeó porque reconoció que debía contenerse de abrazarla al verla así, tan vulnerable, tan débil.

Olivia detectó en su mirada un asomo de compasión. No, no. Ella no quería eso, prefería el rencor, el resentimiento con que la miraba la mayoría de las veces, ese atisbo de lástima que lo metiera en la camioneta y se largara con él.

—Si eso es lo que quieres, tendrás que aguantarte. ¡A mí no me vas a sacar de aquí! —la ira hacía que le brillaran los ojos—. Me importa un pito lo que sientas.

Miguel conocía su estado de ánimo. Esa intensidad con la que brillaban sus ojos solo se debía a una de dos cosas: o estaba excitada o estaba furiosa. Y sabía que en ese momento estaba furiosa. Muy furiosa.

Pero para su cuerpo fue lo mismo. La reacción fue inmediata.

—No tienes ni idea de lo que me provoca tu presencia...

Se apartó de ella. No podía darse cuenta.

Con la respiración agitada le dio la espalda. Caminó de lado a lado con las manos en la cintura.

—Solo vete y haz de cuenta que no existo.

Miguel sonrió, y emitió ese sonido peculiar que a veces hace cuando sonríe.

—Créeme Olivia, es lo que más quiero.

El mutismo los invadió. Solo se oía el sonido de los pájaros y las chicharras, la temperatura había subido a tono con el calor del mediodía.

Y no era precisamente por el sol que brillaba.

—Puedo hablar con las autoridades, hacer que te saquen del pueblo. Con solo avisarle a tu jefe, en la tarde no estarías aquí.

Olivia abrió la boca.

Habló con la voz quebrada, en un tono bajo, que solo ella pretendía oír.

—¿Tú me harías eso?

Miguel se acercó y le apretó el mentón.

—No quiero muertos en mi conciencia. Debes cuidarte.

Olivia supo que debía decirle la verdad. Ese era el momento. Se separó de ella y se dio la vuelta.

Miguel estaba herido con sus palabras, tan herido como ella.

Olivia escuchó un profundo suspiro. No había dos personas que se conocieran más en este mundo que esos dos.

—Quiero compensar parte del daño que te hice —puso las manos en sus hombros—. Esa es una de las razones por las que estoy aquí.

Miguel se tensó. Un sorpresivo ataque de lujuria lo embargó ante el ruego y la sensación de sus manos en esa parte tan sensitiva de su piel, aunque una pieza de tela separara ambas pieles.

Se dio la vuelta y se pegó a ella. Olivia retrocedió. Dieron cuatro pasos y chocaron contra el tronco de un árbol.

Miguel aprisionó con las manos el rostro de Olivia. “¡Oh, Dios! ¡Qué rico es tocarla, sentir el calor y la suavidad de su piel! !Inhalar su aroma a flores, a sol, a limpio!”

Ella le lanzó la mirada de confusión, esa mirada de confusión. Acercó su cuerpo al de ella, que sintiera, que supiera.

—¿Dijiste que deseas compensarme? Pues... no me parece mala idea.

A Olivia se le escaparon todas las palabras.

Miguel llevó la boca al oído de ella. Ante el contacto de su aliento, Olivia se sonrojó y sintió que el mundo comenzó a girar. La respiración de la mujer se agitó, y Miguel sintió que un escalofrío le recorrió la espalda. La tomó del pelo, echó su cabeza hacia atrás. Acercó los labios a su cuello y dijo:

—Dicen que donde hubo fuego, cenizas quedan.

Dio un beso a la piel.

Olivia cerró los ojos, enredó los dedos en el cabello de Miguel y, halándolo hacia ella, hizo que apretara aún más los labios en ella.

—¿Y? —respondió ella en un murmullo, sin darse cuenta, porque tenía ambos pies en una fantasía.

Miguel alejó los labios de su piel. Le sostuvo la mirada que tanto Olivia extrañaba, esa mirada donde solo existen la pasión y la lujuria.

—Vamos a comprobarlo —susurró en el mismo tono que ella.

Bajó las manos y la agarró por la cintura. La mujer se puso rígida y tensa, y Miguel no quería esperar más. Acercó el rostro al de ella, y como no hubo reacciones, la besó con una desesperación que, segundos después, recibió de vuelta.

Fue un beso fiero, de necesidad, que hablaba de heridas abiertas y de ausencias, de resentimiento, deseos y posesión.

Los sentidos de Miguel se intensificaron, y él se hizo consciente de todo: de cada gesto, de los débiles gemidos de ella, de que ambos se quedaban sin aire, de la suavidad de la piel de su Olivia al acariciarle los brazos, del sonido de los pájaros, del olor a humo y a fogón de leña, del sol que se filtraba y le había humedecido la camisa a menos que... a menos que fuera el calor de su interior, que amenazaba con incendiarlo hasta dejarlo hecho cenizas...

Todo... Todo por un simple beso.

Olivia imprimió ternura en su gesto. Quería consolarlo. Quería sanarlo. Sus manos se aferraron a su espalda, y él soltó un gemido.

En ese instante, Miguel se dio cuenta de lo que pretendía: engañarlo otra vez. Quiso sacudírsela de encima, pero en vez de eso, la devoró con más ganas, con más frenesí, con más desespero.

Se olvidó de todo, del odio y de lo que los separa, y se perdió en un mar de sensaciones que le hizo temblar como bien lo había hecho en tantas ocasiones. Olivia gemía sin control; se aferraba cada vez más a ese beso, que fuese su salvación, su único recuerdo. Quería que el mundo dejara de girar y que no acabara nunca ese momento que apenas se había atrevido a soñar. Quería quedarse en esa boca, no quería darle fin al beso, una pura y física adicción. Necesitaba ese beso con urgencia, se dejó ir y entrelazó los brazos alrededor del cuello de Miguel.

Las manos del hombre emprendieron recorrido hasta las nalgas de la mujer, que apretujó y apretujó aunque la tela gruesa del jean le impidiera profundizar la caricia.

—Quiero estar contigo, Olivia, quiero que me sientas —le susurraba entre besos y jadeos.

Olivia se echó hacia atrás. “No, no, eso no puede ser.”

—¡Suéltame!—pidió.

Como si el gesto le hiciera despertar de un trance, Miguel se apartó del abrazo.