En cuanto salió de su habitación y llegar al comedor para desayunar, Olivia se percató de que la casa estaba repleta de gente. Al parecer, el almuerzo que se celebraría en honor a Gabriel y Melisa sería un gran acontecimiento.
Se acercó a la baranda del zaguán. El cielo estaba ligeramente nublado y el clima fresco. “Ojalá no llueva”, pensó mientras observaba las actividades; algunos peones acomodaban las carpas, mesas, sillas y una pequeña tarima. A lo lejos, los escoltas del par de esposos revisaban el perímetro. Elizabeth arreglaba unos floreros. Quiso acercarse a saludarla y ofrecerse a ayudar en algo, pero no se atrevió. No era su casa y no era su fiesta.
—¡Olivia! — exclamó Miguel a pocos metros de ella y sin perderla de vista. Su tono de voz profundo y sensual generó corrientes eléctricas en el cuerpo de Olivia.
—Buenos días —farfulló ella, sonrojada como una adolescente.
—Buenos días, ¿dormiste bien? —carraspeó incómodo — Quería pedirte disculpas por mi comportamiento de ayer en la tarde —se sonrojó al llegar a su mente la escena de la tina, le pidió mentalmente excusas por ello también —, no debí ponerte en un aprieto delante de Melisa y Gabriel.
Ella respondió con un gesto afirmativo de la cabeza, sin hablar, quizás porque el hombre se paró a su lado, y lucía guapísimo, sin contar que olía muy bien. El brillo en sus ojos, la tenue sonrisa en su boca, la fuerza y el vigor que irradiaba su figura la hizo cavilar en la manera en que la había cargado el día anterior, como si ella no pesara nada.
Miguel continuó.
—¿Todas tus necesidades están satisfechas?
—¿Disculpa?
El rostro de Miguel resplandecía cuando sonreía. Olivia deseaba ser la razón de ese gesto. Quería escuchar sus carcajadas de nuevo por alguno de sus tontos chistes. Y sin embargo, Miguel apenas la toleraba.
—¿Por qué me sonríes? —le preguntó —. Nunca lo haces.
—Porque hoy quiero hacerlo —y volvió a deslumbrarla con una de sus sonrisas.
Quiso abalanzarse a sus brazos y besarlo como loca, saborearle los labios, el mentón y seguir en un rastro de besos hasta sus orejas. “Deja de pensar pendejadas”, se dijo.
—Vaya, por lo visto tu amiga Melisa es una buena influencia.
—¿Estás celosa? —enarcó una ceja.
Olivia soltó un resoplido y puso los ojos en blanco.
—En tus sueños.
—Tienes el tono y la actitud de la mujer celosa —insistió él, sonriéndole.
—Sigue soñando...
—Escóndete bajo tu apariencia de remilgada. Pero recuerda que te conozco —se acercó y le susurró al oído —, y muy bien.
Su tono de voz era ligero, pero Olivia percibió cierta tensión subyacente.
Le contestaría algo, pero se quedó con las palabras en la boca cuando Melisa y Gabriel los interrumpieron.
—Buenos días —saludaron con jovialidad.
“Son tan atractivos”, pensó Olivia. Melisa llevaba un sencillo vestido de color azul claro. Gabriel, unos jeans y camiseta tipo polo de una marca extranjera. Se veían descansados, enamorados y felices.
Tal y como debían verse ella y su Miguel si se hubieran casado diez años antes.
De pronto se dio cuenta de que la mirada de Miguel la incomodaba. Era una mirada ávida, posesiva. Lo que la intrigaba era saber por qué la miraba así delante de sus amigos.
—Vamos a desayunar —dijo Miguel y tomó a Olivia por la cintura.
Un escalofrío la recorrió al percibir el calor de sus manos por entre la tela de la blusa. De reojo observó a Miguel que sonreía cual si tuviera una antena y pudiera descubrir cada uno de sus pensamientos.
Se sentaron a la mesa, más tarde llegó Elizabeth.
—¿Y tu madre? ¿Dónde está? —preguntó Olivia, porque no quería causar inconvenientes.
—Mi madre desayuna tan pronto se levanta —respondió Miguel, sirviéndose una porción grande de huevos con jamón —. A menudo antes del amanecer.
—Monta a caballo todos los días —confirmó Elizabeth.
—Qué bien, es algo que extraño mucho en la ciudad.
—Aquí puedes hacerlo —comentó Miguel. Partía un pedazo de pan —. Si deseas, mando a ensillar una yegua.
Olivia se refugió en su taza de chocolate caliente. Ella y Miguel eran el centro de atención de las miradas de sus acompañantes.
—Voy a pensarlo, hace años que no subo a un caballo.
Ese fue el preludio para que comenzaran a hablar de animales, verduras y frutas. Olivia se sorprendió al darse cuenta de que Melisa conocía al dedillo los gustos de Miguel. No sabía que la fresa era su fruta preferida. Sintió celos. Celos de verlos sonreír y charlar sobre cosas que ella desconocía. Celos de notar cuán bien se conocían. “No debería ser así”, se reprendía apenada, “pero no puedo evitarlo”. Quería ser ella la que conociera cada uno de sus gustos, la que recordara vivencias de su vida y contara anécdotas. Quería ser ella quién lo hubiera hecho amar las fresas con sus pasteles, y no que fuera la madre de Melisa con sus cheesecakes de esa fruta. Quería ser ella quien le diera cuanto deseara en la vida.
Ella y nadie más.
Sentía el corazón repleto de amor y de furia. En la mesa, Miguel apenas reparaba en ella, fue como si las sonrisas compartidas en el zaguán hubieran sido una ilusión. Solo le sonreía a Melisa, le pasaba la mantequilla, le ofrecía más jugo, charlaban de su vida en Bogotá... Y Olivia, estampada a la maldita pared.
Se llevó una fresa a la boca y ése fue el único momento en que Miguel le prestó algo de atención, con una mirada que por poco la carboniza. En un gesto ajeno a lo que en verdad sentía, le pasó el plato a Miguel.
—¿Quieres?
—No, gracias.
La había rechazado. Melisa la miró con un poco de lástima y luego le lanzó una mirada furiosa a Miguel. Olivia se levantó de un salto de la silla, avergonzada.
—Con permiso, tengo cosas que hacer.
Se dijo que ese día abandonaría ese sitio, así Miguel le dijera a todo el pueblo lo que había sucedido. No aguantaba sus actitudes. Se volvería loca tratando de entenderlo. Era un patán y quiso gritárselo delante de todos. De su familia, de los Preciado, del pueblo entero. No podía bajar la guardia. Un momento se sentía relajada y, al siguiente, cada cosa parecía volar por los aires ante cualquier gesto de él.
Miguel la observó alejarse y, con una sonrisa, también se disculpó con sus invitados y la siguió. La alcanzó en el zaguán, por donde se dirigía a su cuarto. La tomó del brazo, ella se volteó y se soltó con un movimiento brusco.
—No tienes derecho a ser tan patán. Si tu amiga Melisa te hubiera ofrecido una fresa, te habrías atragantado con las que hubiera en el plato —dijo y enseguida se arrepintió de su exabrupto.
Él simplemente sonrió. Luego la retomó del brazo. En silencio, la aferró de la cintura y la pegó a su cuerpo, mirándola fijamente. Le asió la cara con las dos manos y con los pulgares le acarició la piel. Llevó los labios hacia los de ella.
El beso se desbocó en segundos.
—Las quería así, en tu boca —susurró—. Son deliciosas, gracias por brindármelas —se le acercó de nuevo, chupándole los labios con deleite.
Los besos y las palabras obraron el milagro de que Olivia suprimiera la rabia y los celos.
—No podía hacerlo en la mesa. Bendita seas por levantarte.
Ebrio de su boca, la acaparó de nuevo como si nunca tuviera suficiente de ella, como si alguien fuera a arrebatársela en ese mismo instante.
—Me tienes loco. Siento que el tiempo no ha transcurrido.
Olivia se estrechó más a él, en un gesto desinhibido ajeno a ella. Le acarició el cabello, le pasó las manos por la nuca, le acarició los pómulos y el mentón. Miguel gimió ante sus toques.
Las sensaciones cambiaron. A Olivia no le importó, lo quería para ella, no deseaba nada más. ¿Qué hacer, Dios mío? ¿Qué hacer?
Miguel susurró sobre sus labios, sin separarse un centímetro:
—Quiero que nos demos una opor…
Un carraspeó los obligó a separarse. Olivia bajó la cabeza, Miguel le hizo frente a quien los interrumpía tan descaradamente.
—Perdón que los interrumpa —acotó Ligia con botas de montar y una fusta en la mano —, pero hay gente alrededor.
—Discúlpenos… — contestó Olivia, pero Miguel no la dejó terminar.
—Vuelve al comedor, Olivia —le susurró sin admitir réplica.
Olivia, sin saber si realmente quería ir allá, a la habitación o de vuelta a su casa, solo se dio la vuelta y le hizo caso.
—Habla, madre, tengo cosas que hacer.
—¿Cómo qué? ¿Cómo renovar tu romance con esa mujer?
Miguel estuvo a punto de echarse a reír ante la expresión de ella, pero no iba a desafiarla. Se sentía como en uno de esos novelones televisivos que veían su madre y su tía por las tardes.
—Si te dijera que sí, ¿qué harías?
Ligia soltó un suspiro y dijo:
—No podría hacer nada, lo sabes bien. Simplemente me apenaría.
—Pues comienza a sentir esa pena —fue todo lo que dijo antes de dar media vuelta y dejarla sola.
“No tengo derecho a inmiscuirme en su vida”, pensaba Ligia al verlo caminar hacia el comedor. La llegada de esa muchacha había sido una dura prueba para ella. La observaba a hurtadillas y no encontraba nada que reprocharle. Bueno sí, había una sola cosa. En todos estos años no había visto a su hijo tan vivo como desde que esa muchacha había aparecido de nuevo en su vida. Es cierto que su temperamento dibujaba otra cosa, pero era el orgullo, el no poder tenerla y el reconocer que necesitaba a esa mujer para respirar.
De pronto ya no quiso sentir más odio ni dolor. Quería descansar y ver a su Jorge en libertad. La paz vendría por añadidura.
Deseaba pasar una temporada con Angélica, arreglar las cosas entre ellas. ¡Cielos!, se estaba poniendo vieja y caprichosa. Ahuyentó de inmediato sus pensamientos. Se le estaba ablandado el corazón. Y todo por las miradas que su hijo le daba a esa mujer.
En cuanto terminaron de desayunar, los hombres se retiraron. Ligia no había aparecido por el comedor y Elizabeth había ido a organizar la posición que tendrían las mesas en el evento.
Melisa y Olivia quedaron a solas.
—Vamos a caminar un rato. Gabriel está con Valentina en las caballerizas, insiste en que la bebé conozca los animales de la hacienda.
Recorrieron un caminito bordeado de árboles y flores. Los diferentes empleados pululaban por el lugar siguiendo órdenes de Ligia y Elizabeth.
Retomaron el tema de La Casa de Paz y después Melisa algo curiosa inquirió por el pasado en común de Olivia y Miguel. Olivia no entró en detalles y la charla derivó en otros temas.
—Deseo pedirte un favor muy especial —tomó su mano y la miró con preocupación.
—Lo que quieras.
—Necesito que Miguel vaya a Bogotá el próximo mes. Uno de los hombres de mi padre prestará declaración y es importante que Miguel lo confronte. Estoy segura de que Jorge no tuvo nada que ver con esos asesinatos.
—Lo convenceré, no te preocupes —Melisa le tomó el brazo.
Ya de nuevo en su habitación, se dedicó a alistar la ropa que usaría en el almuerzo. Abrió la cremallera del porta vestido y sacó el traje que tendió en la cama mientras cavilaba en los sucesos de la mañana. Se quedó estática mientras observaba la prenda que usaría en la reunión.
Y, de pronto, sonrió.
Ese beso había sido distinto al que se dieron días atrás, en la finca de la abuela Clementina. El beso destilaba algo que no había visto en Miguel, en el tiempo que llevaba de nuevo en el pueblo: confianza, cual si no hubiera ocurrido nada y fueran solo una pareja como cualquier otra, explorando sentimientos.
Tocó el material suave de la prenda. Ese día se daría el lujo de usar falda larga a media pantorrilla, era de algodón suave color beige. Había mandado traer la prótesis que emulaba una pierna y con el mismo color de piel suyo. Era su adquisición más reciente, la había encargado a una empresa norteamericana y le había costado los ahorros de varios años. La blusa sería del mismo tono de la falda, con los hombros abiertos y un acentuado y pequeño orificio en la parte delantera. La parte posterior tenía dos pequeños botones en la pieza superior de la espalda. Sandalias de tiras y tacón mediano. Se cubrió el intersticio entre la piel y la prótesis con una venda gruesa. El cabello lo llevaría suelto, cepillado y el maquillaje suave. Satisfecha con su arreglo, salió a reunirse con los demás.
Se sorprendió de ver la cantidad de gente que los acompañaba. Ella había imaginado un almuerzo para veinte o treinta personas, pero allí había más del doble de esa cantidad. Allí estaban el alcalde, sus colaboradores, el director del hospital, los dos sacerdotes, los gerentes de banco y los dueños de los negocios más prósperos, algunos ganaderos importantes de la región, y algunos compañeros de trabajo. La decoración de las mesas inspiraba un ambiente de fiesta.
Elizabeth y Ligia se habían lucido con el arreglo del lugar. En una pequeña tarima había un par de chicos afinando unos instrumentos, más allá había unas consolas con diferentes pasa bocas y bebidas.
A lo lejos, el equipo de seguridad de la pareja de esposos Preciado, quienes caminaban de lado a lado sin despintar a nadie, comunicándose entre sí con aparatos en sus oídos.
En cuanto William la divisó, se acercó a saludarla. No tenía muy buena cara. Sin más le preguntó:
—¿Qué diablos es eso de que estás viviendo aquí?
Más que furioso, Olivia lo notaba herido.
—Tuve un accidente. Mi estadía aquí es temporaria. Mañana a más tardar volveré a casa. Te prometo que más adelante te contaré todo. No quiero que Iván se entere, por favor.
—Si tan grave es, deberías dar aviso a las autoridades.
—Sabes que si lo hago me trasladarían enseguida.
Claudia interrumpió la charla, la abrazó y la miró preocupada.
—¡Hola, amiga! —colocándose al lado de ella, le susurró —. Suertuda. Te lo tenías bien calladito.
—No es lo que piensas —pero no hizo más que hablar, y Olivia recordó el beso de la mañana. Sonrió.
William frunció el ceño enseguida.
Y como una aparición, llegó Miguel hasta ella. Estaba guapísimo, por supuesto, con un pantalón claro y camisa de manga larga. Le llegó un atisbo de su aroma, de la loción que llevaba en ese momento, y se le contrajo el estómago.
Miguel saludó a la compañía con amabilidad, aunque a William le regaló una mirada dura y un vistazo a la mano de ella, que en ese momento descansaba en el brazo de William, le borró la sonrisa.
—Espero que estén bien atendidos —habló, la mirada solo en ella.
—Sí, muchas gracias —le contestó Claudia con una sonrisa pícara en los labios.
—Seguiré saludando —se disculpó y luego se dirigió a Olivia —. Más tarde vendré por ti. Quiero presentarte a algunas personas.
Claudia se alejó al divisar a uno de los médicos del hospital con el que estaba saliendo. William y Olivia también caminaron, saludaban con un gesto de la mano a la gente que conocían.
—Lo amas —comentó él, de repente. Era una afirmación.
Olivia observó el aura de fragilidad con que William sostuvo el vaso de licor, como si necesitara aferrarse a algo, como si supiera lo que ella le iba a decir. Lo notó tenso y triste como si la quisiera lejos de allí en ese momento.
—Más que a mi vida... —murmuró.
—¿Sabe todo sobre ti?
—No... Aún no he sido capaz de contárselo.
“Pero lo haré”, pensó decidida. El día anterior ni habría considerado esa posibilidad, pero ahora… ahora las cosas eran diferentes.
—No quiero que nadie te lastime.
Olivia se sintió apenada por él, pero no podía seguir dándole esperanzas cuando estaba hasta el tope por los sentimientos que tenía hacia otro hombre.
—Lo siento, William, por no poder corresponderte como mereces. Sin embargo, te considero un buen amigo.
—Lo entiendo —atrapado en el vórtice de los celos, le echó un vistazo a Miguel —. Tiene suerte el muy cabrón. Ojalá sepa valorarte.
Ella se limitó a sonreír.
Teresa llegó algo más tarde. La buena mujer estaba muy angustiada, le insistía en que debería volver a la capital. A Olivia los consejos le entraban por un oído y le salían por el otro.
Pedro Almarales avanzó hacia ellas. Olivia se extrañó que su tía se sonrojara hasta la raíz del cabello. Ante el saludo grave del hombre, Teresa farfulló como una adolescente. También se percató de que el hombre estaba tenso.
“¿Pero qué rayos pasa aquí?”, se preguntó Olivia, con una sonrisa a medias.
—Señora —Pedro se dirigió a Teresa con circunspección —, ¿me permite llevarla a la mesa de los dulces? Hay una gran variedad que sé le encantarán.
—Oh, señor Almarales, usted acabará con mi figura si sigue tentándome de esa manera.
Olivia sintió que se quedó sin aire. Abrió los párpados aún más. Era evidente la atracción que había entre esos dos. ¿Sabría ese hombre en qué líos se metía? ¿Cuáles serían sus intenciones? Se preocupó, pero no quiso decir nada.
—Más tarde hablamos, tía —dijo Olivia, cual si le diera permiso a su tía. Llegó hasta donde se encontraba Claudia, quien la recibió con dos copas de vino y una pregunta:
—Bueno, ahora sí, cuéntame. ¿Qué es lo que pasa?
Olivia le contó todo, desde lo que ocurrió el día anterior hasta porqué se alojaba en la hacienda.
—Te has metido en menudo lío, amiga. Pero no te voy a repetir lo que ya debes saber. Eres lo suficientemente grandecita para tomar tus propias decisiones. Aunque deberías alertar a las autoridades.
—Lo haré, tan pronto resuelva un par de cosas.
—El hombre te cuida. Le debes importar muchísimo para tomarse tantas molestias.
—No lo sé. A veces pienso que sí. A veces me da miedo que esté planeando algún tipo de venganza.
—No seas tan pesimista. Por cierto, ¿ya le dijiste sobre tu pierna?
—¿Tú también me vas a preguntar? ¿Qué crees?
—Que no —bebió vino—. ¿Y cuándo piensas hacerlo? ¿Cuándo te esté quitando la ropa?
Olivia suspiró.
—A veces quisiera que nunca se enterara, pero eso evitaría, ya sabes…
Claudia bebió más.
—Quieres estar con él, pero que no se entere de la prótesis —Claudia la miró de arriba abajo y luego añadió —. Eso sería imposible, amiga. Tarde o temprano se enterará, pero puedes intentar mantener el secreto para algún encuentro furtivo. Solo es cuestión de usar la imaginación. La oscuridad y mantenerlo distraído en otras áreas de tu cuerpo puede funcionar.
Esta vez fue Olivia quien bebió.
—¿Pero qué dices?
Claudia puso los ojos en blanco.
—Solo tú tienes la capacidad de hacerte la vida un yogurt sin dulce. Te mereces una buena sesión de sexo. Confía en mí. Ya verás cómo lo logras. Siempre vives preocupándote por los demás, ya es hora de que hagas un alto y pienses un poco en tus necesidades. Recuerdo las palabras de esa extraordinaria mujer *Aimme Mullins, ya te había hablado de ella, en una de sus charlas dijo: “Pamela Anderson tiene más prótesis que yo y nadie la llama minusválida”.
Olivia soltó la carcajada. Solo Claudia era capaz de meter el dedo en la llaga. Nadie más se atrevía. Ella continuó:
—Eres una mujer de éxito, líder en lo que haces, aquello que te propones lo sacas adelante, eres bella y buena, no entiendo porque te cierras al amor. Además — esto último lo dijo alejándose con su copa de vino —, tienes un fabuloso par de tetas.
Olivia con un gesto la despidió.
Claudia era una mujer libre, sexy e inteligente. Ese día llevaba un vestido a la rodilla, con sandalias de tacón blancas. Su cabello corto al estilo Halle Berry le daba cierto porte elegante. En fin, era una mujer atractiva y segura de sus encantos.
Con otras dos copas de vino entendió y aceptó las palabras de Claudia. La verdad no sabía hasta qué punto merecía estar otra vez con Miguel, pero deseaba tanto intentarlo…
¿Por qué no? Lo haría sin pensarlo dos veces si fuera más valiente y atrevida, pero en el interior sabía que era una cobarde redomada. Volver a estar con él. Solo de pensarlo se le ponía la carne de gallina.
Se sintió de nuevo esa jovencita locamente enamorada y abrumada por la sexualidad de Miguel: deseaba pertenecer de nuevo al hombre que escondía sus sentimientos bajo una máscara inescrutable.
Lo observó sentado en una de las mesas, con Gabriel a su lado. Acariciaba el borde del vaso de whisky con el dedo índice y la miraba a ella sin prestar atención a las palabras de su amigo.
Olivia se distrajo en el momento en que Melisa la llamó, y la acompañó durante casi todo el almuerzo. En cuanto se reunían con las personas que allí estaban, Melisa ensalzaba la labor que Olivia realizaba, lo cual provocaba que Olivia se sintiera mortificada por haber tenido celos de ella.
Sirvieron el almuerzo: una deliciosa parrillada con diferentes carnes jugosas y tiernas. Olivia almorzó en compañía de Gabriel y Melisa, el alcalde y parte del equipo de trabajo. Miguel estaba con su familia, el coronel de batallón y el director del hospital.
—Me parece encomiable la labor de Olivia y su equipo para iniciar el camino de la reconciliación —comentó Melisa al padre Lorenzo.
—Estamos satisfechos con la labor de Olivia —contestó Enrique, el alcalde que estaba en la mesa con ellos.
—¿Cuénteme, Iván? ¿Cómo está la seguridad para los desplazados en la región? —le interrogó Gabriel.
—Ese es un tema algo espinoso, no se lo niego.
—¿Por qué?
—Hasta el momento no hemos tenido problemas ni quejas por parte de las personas que han vuelto a sus tierras.
“No necesitarías ir muy lejos, para ver que la seguridad puede estar amenazada”, pareció decirle Gabriel a Olivia de una ojeada, quien le respondió con un sonrojo y una mirada de angustia.
—¿Entonces?
—No deseamos que la fuerza pública baje la guardia. El mapa de riesgo es bajo, pero las cosas pueden cambiar si se descuidan algunos frentes. —contestó Iván.
—Pienso que la seguridad de los desplazados que vuelven a sus tierras debe ser uno de los pilares de este proyecto —insistía Gabriel —. El cuidado de las víctimas, debe ser preventivo y no reactivo. Y según lo que he leído hasta ahora, es todo lo contrario.
Enrique interrumpió algo molesto.
—Nadie dijo que las cosas serían perfectas. Ustedes los de la ciudad viven al margen de lo que sucede en pueblos y corregimientos. Se limitan a lamentar cualquier hecho terrible y a dar gracias a Dios por “vivir en la civilización”.
—No lo discuto. “Los de la ciudad” —contestó Gabriel con cierto énfasis — tenemos una gran deuda con la gente del campo.
—Cuando llegamos de las ciudades nos damos cuenta de que el conflicto tiene muchos frentes —señaló Iván —. Y no solo aquellos en los que habíamos pensado cuando estábamos en algún restaurante de la zona rosa, almorzando el plato de última moda.
—Nosotros no somos culpables de habernos criado y hecho nuestras vidas en la ciudad. Continúe, por favor —pidió Gabriel, que deseaba escuchar hasta dónde pensaba llegar el hombre.
—La gente tiene miedo.
Iván explicó que el desplazamiento y la violencia habían fracturado comunidades y familias enteras. La ignorancia respecto al campo les hacía las cosas más difíciles a los empleados del gobierno. El campesino era vulnerable. Mientras la seguridad de ellos no fuera prioritaria, era muy poco lo que se podría avanzar.
—No estoy juzgando su labor, ni más faltaba. Todo lo que han hecho hasta el momento está muy bien planificado. Lo único que digo es que no hay que perder el norte. Ellos son la razón por lo que se ha trabajado estos últimos años.
—Sí — opinó Melisa —, mi marido tiene razón. Hay que cuidarlos para que el proyecto no sea un fracaso. Pienso que las cosas comenzarán a solucionarse cuando para el gobierno sea más importante la seguridad de su gente que la de las tierras.
—La fuerza pública colabora en la medida de sus posibilidades —contestó Enrique, tomando un vaso de licor que le brindaba uno de los meseros que pululaban por ahí.
—Para eso están. Hay que exigirles que no bajen la guardia —concluyó Gabriel.
En otro rincón del lugar, la conversación era muy distinta, más llevadera y menos pesada.
—Señor Almarales —se acercó Teresa.
—Pedro, mi nombre es Pedro. Recuérdelo siempre.
Ella sonrió:
—Pedro, ¿usted no tiene nada más que hacer?
—No, mi señora, solo contemplarla y estar con usted.
—La gente empezará a hablar. No me gustan los chismes.
La miraba con inquietud, dejó el vaso de licor en una mesa.
—¿Es todo lo que le preocupa?
—Entre otras cosas, sí —la mujer evitó la mirada del hombre.
—Diga mi nombre otra vez —insistió él, mirándole los labios.
Teresa alzó la vista. Había algo en sus ojos que no podía descifrar y que la impulsaba a salir corriendo.
—Solo si promete ir a saludar a otra gente. No quiero que piensen que lo estoy acaparando. —Pedro sonrió y ella sintió un golpeteo en el pecho.
—Está bien, lo prometo —un brillo pícaro se le hizo en los ojos.
—Pedro…
—Mi nombre suena tan bien en su voz. Baile conmigo, por favor.
La tomó por ambas manos y la llevó hacia la pequeña pista.
—Pero usted me dijo que si decía su nombre se iría.
—Claro que lo haré, pero no sin antes bailar con usted.
—Es usted un majadero.
—Sí, es cierto, soy el cuarto majadero de la historia.
Ella rió.
—¿Y quiénes son los otros tres?
—Simón Bolívar decía que él era el tercer majadero.
—¿Sí? ¿Y los otros dos? —le preguntó ella cuando llegaron a la pista de baile y se encontraban uno frente al otro. Pedro puso una mano en la cintura de la mujer.
—Jesucristo y el Quijote.
Ambos soltaron la carcajada.
Era una melodía suave, lenta y se acoplaron a la perfección.
—Toda usted es deliciosa, su perfume, su risa —le dijo en algún momento al oído, pegándola cada vez más a él.
—¡Por Dios! — se quejó ella —. No soy una muchachita, sus requiebros no le van a funcionar conmigo.
—Pero los disfruta, señora mía. Claro que los disfruta.
Y, finalmente, en otro rincón del lugar: pensamientos siniestros en una mente oscura.
“Las pagarás”.
Una mirada furiosa perseguía a Olivia de un lado a otro, sin despintarla un segundo, observándola codearse con la crema y nata de la región.
“¡Es tan injusto! Por culpa tuya quien más quiero está bajo tierra, cuando debería estar aquí conmigo. La pagarás, puta. En algún momento bajarás la guardia y no tendrás quién te proteja. Entonces, nos veremos a la cara tú y yo”.
La persona que seguía los pasos de Olivia con semejante odio, se dio la espalda y se perdió entre el mar de invitados.