Teresa se miraba al espejo mientras se ajustaba un cinturón de cuentas doradas a la cintura. Se había puesto un blusón lila y un pantalón blanco. Se sentía más que ofendida, no tanto por haber tenido que aceptar la coacción de ese hombre para que los chiquillos tuvieran donde sentarse cuando iniciaran las clases, sino también por sentirse de la manera en la que se sentía, con una mezcla de aprensión y curiosidad, por saber cuál sería el paso siguiente de ese hombre.
Ni siquiera debería tener un pensamiento de caridad para él, pero ahí estaba, como adolescente en su primera cita e insegura de su arreglo personal por primera vez en muchos años.
Pensó en su querido Enrique. ¿Por qué tuviste que enfermarte? ¿Por qué a estas horas de la vida algo impensable me ocurre? Se secó una lágrima que le rodó por la mejilla. “Perdón, amor, tú no tienes la culpa”, pensó y besó la fotografía que estaba sobre la mesa de noche, en la que aparecía con su marido a borde de un crucero por las Bahamas.
No fue capaz de darle la cara ese día.
La voz de Tránsito la sacó de sus pensamientos. Con ese timbre de alarma y consternación con el que a veces habla, le preguntó que le ocurría. Teresa la tranquilizó con un gesto. Entonces, Tránsito así lo hizo. Con una sonrisa, comentó que estaba muy guapa. A Teresa le hizo poca gracia el cumplido.
—El señor Pedro Almarales la espera en la puerta. No lo dejé entrar, según sus órdenes.
Teresa asintió. Se miró por última vez, acarició un mechón de su cabello que estaba en su lugar y salió dispuesta a dar guerra.
—Buenos días —lo saludó con frialdad al atravesar la puerta. Sabía que había sido grosera, pero era lo menos que se merecía ese hombre por su comportamiento.
Pedro apenas correspondió el saludo, quiso decirle que estaba hermosa pero decidió no tentar su suerte. No lo había recibido a escobazos y solo por eso daba gracias al cielo. Aunque no se engañaba, la mirada retadora de Teresa le dijo que el encuentro no sería miel sobre hojuelas.
Ella se sorprendió por la humildad de su mirada, el brillo en sus ojos y la seriedad de su semblante.
Quiso llevarla hasta la camioneta y abrirle la puerta del asiento del pasajero. Ella rechazó ambos gestos.
Pedro dio la vuelta y subió de un salto a la camioneta.
—Mi finca queda a una hora del pueblo, espero que esté cómoda.
—Sí, gracias —se percató del olor de su colonia, que era suave y varonil a la vez, olía a pino y a sándalo. Tenía una camisa blanca de manga larga y un pantalón de dril negro con unas botas bien arregladas.
Sería un tonta si negara que era un hombre atractivo, y esa atracción que sentía hacia él era como un puñal hacia su corazón.
—¿Qué música desea escuchar?
Ella no respondió. No quería música, no quería ir en esa camioneta y no quería sentir lo que estaba sintiendo.
Él no la presionó, solo hundió un botón del equipo de sonido y una canción de Roberto Carlos llenó de música la camioneta.
Cuando estoy aquí
yo vivo este gran momento
estando frente a ti,
nuevas emociones siento.
Ella lo observó con expresión ceñuda y desafiante. Pedro le devolvió la mirada algo confuso e inseguro. ¿Cuántos años habían pasado desde que una mujer le había hecho sentir así? Más años de los que podía recordar.
—¿No le gusta Roberto Carlos? —trató de imponer un tema de conversación—. Si desea, puedo poner otra cosa. Solo dígame qué quiere escuchar.
—Me gusta Roberto Carlos.
El resto del viaje fue un tira y afloje: Pedro con ganas de iniciar conversación, ella apenas le respondía con monosílabas.
Cuando llegaron a la finca, un hombre los estaba esperando en el portón de entrada.
“Este es mi sitio favorito”, comentó él tan pronto empezaron a subir una carretera bien cuidada.
“Como si me importara”, pensó ella, sin siquiera percatarse cuán prolijo era el lugar.
La indiferencia le duró poco. Era un lugar hermoso, tenía que reconocerlo, y por ser una mujer sensible, no pudo pasar por alto el cuidado y el cariño que veía a cada tramo.
Un camino de árboles y flores desembocaba en una casa de estilo colonial en perfectas condiciones, rodeada de un exuberante jardín.
—¿Cuánto hace que este lugar le pertenece? —no pudo evitar preguntar con curiosidad mientras observaba la belleza del entorno.
—Diez años.
Ella se sonrojó ante la sonrisa de complacencia que apareció en los ojos de él al darse cuenta de la actitud de ella hacia el lugar.
—Es hermoso —le dijo mientras caminaba hacia el jardín para observar las buganvilias, las campanillas y las flores del edén que convivían en una armonía de colores con las demás plantas del lugar—. ¿Quién se encarga de su jardín?
Él se sonrojó.
—Yo.
Ella lo miró incrédula.
—¡No, imposible! Se nota que manos expertas cuidan el jardín.
—Créalo, Teresa. Víctor, el muchacho de oficios varios, me ayuda cuando no estoy, pero yo soy el que me encargo de este —Teresa llevó la vista a las flores, se tapó la boca con una mano—. Mire estas preciosuras, son Margaritas africanas —Pedro estiró la mano y tocó uno de los pétalos con sumo cuidado.
—Son hermosas, no las conocía.
—No tengo nada contra las margaritas comunes, pero estas son mis preferidas.
—¿Por qué?
—Porque son vivaces, porque agradecen el cuidado que les brindo y porque las hojas tienen el mismo color de sus ojos.
Teresa bufó incrédula. Se moría de la curiosidad, pero antes muerta que expresar lo que sentía. Y más al ver la mirada de sus enigmáticos ojos grises que adivinaban cuanto le cruzaba por la mente.
Y sin hablar más, le dio un recorrido por la casa. Subió tres escalones hasta llegar a un pequeño zaguán, con unas sillas bien cuidadas, forradas en cuero y mecedoras estilo vienés. El piso en baldosa roja lucía encerado y brillante.
Salió a recibirlos una mujer de unos cincuenta años.
—Lola, te presento a la señora Teresa Manrique.
—Mucho gusto, señora —la mujer sonriente extendió la mano. Teresa la estrechó.
—Ella y su esposo Edgar cuidan de mi finca mientras no estoy. Tienen una casita debajo de la colina que está por el otro lado. Víctor es su nieto.
En ese momento apareció Edgar, hombre de mediana estatura, calvicie incipiente y mirada bonachona. A Teresa le gustó la pareja de esposos, eran cordiales y de mirada amable, con la benevolencia de la gente del campo que aún no ha sido contaminada con la violencia o el resentimiento. Ellos se retiraron dejándolos solos otra vez.
Entraron en una sala en la cual se imponían un majestuoso sofá, dos sillones de color café y una mesa de centro rústica. Justo detrás, el comedor, también de estilo rústico, muy en orden y con adornos de mesa naturales, atrayentes a la vista. Al fondo, un gran ventanal que daba a la parte trasera de la finca, un paisaje sin igual.
Teresa no pudo obviar que era un lugar cuidado con mucho esmero. Había macetas de flores colgantes en la galería. Se veía el cariño de su dueño por todos los detalles de la casa.
Lola se acercó con dos vasos de jugo de naranja.
Pedro invitó a Teresa a sentarse con él en la galería. Como no podía ser maleducada aceptó la oferta y el vaso que le trajo Lola. Tomó un sorbo,¡ estaba delicioso!
—¿Hace cuánto trabaja con los Robles?
—El padre de Miguel era muy amigo mío —la afirmación le ensombreció la mirada—. Conozco a Miguel desde que era un niño de pañales.
—Siento mucho su pérdida.
Pedro bebió.
—La muerte de Santiago fue un golpe muy duro para la familia. Yo sentí que había perdido a un hermano.
—Fue una mala época para esta región.
—Me ofrecí a ayudar a Miguel a sacar adelante El Álamo, por Santiago y porque Miguel se merece recuperar parte de lo que perdió.
Teresa se movía al ritmo de la mecedora. Mientras lo escuchaba, oyó el trinar de unos pájaros y un par de perros ladrar a lo lejos. La casa olía a monte, a caballo, a flores y al inconfundible aroma de la esencia del aceite de limón, seguro con el que habrían limpiado la madera y los muebles.
—No necesito el trabajo —continuó él—, tengo medios más que suficientes para vivir dedicado a mi finca, pero ellos son como mi familia.
Teresa se percató de que estaba ante grandes problemas, pues su fascinación por él hubiera quedado eclipsada ante un hombre lleno de defectos, pero este hombre era bueno, leal, le gustaba ayudar. Además, le gustaba la jardinería casi tanto como a ella. ¡Sin contar que a ambos tenían gustos musicales similares!
Aunque, pensándolo bien. Pedro también tenía algunos defectos, por lo que no tenía sentido engañarse. Era un hombre dominante y siempre quería salirse con la suya.
—Cuénteme un poco de usted, Teresa.
Pedro fijó la mirada en ella.
—¿Qué desea saber? —continuó observando el paisaje que se asomaba por la gran ventana.
—Absolutamente todo, quiero conocerla más.
Teresa dejó de mirar el paisaje. Fijó la vista en el hombre sentado en el sofá a su lado.
—¿Más? ¿Que conoce de mí?
—Muchas cosas… Que frunce el ceño cuando algo la molesta, que se ruboriza con facilidad, que tiene buen carácter y buen corazón. Aunque debo decir que no me he beneficiado de ese carácter.
Teresa bajó la cabeza y bebió más jugo.
—Eso no es conocer a alguien.
Pedro sonrió.
—Es una mujer leal y abnegada en el cuidado de su esposo.
Teresa sintió un ardor en el pecho y que, si no cerraba los ojos y pensaba en algo más, devolvería los pocos tragos de jugo al vaso.
—No lo nombre, por favor.
—Discúlpeme —Pedro supo que afligió el alma de la mujer, así que decidió reparar un poco el daño. Se puso en pie y le extendió la mano—. Venga, le mostraré las caballerizas y los pupitres. Tengo cuatro caballos y seis vacas.
Los caballos eran el orgullo de Pedro. Teresa se dio cuenta tan pronto llegaron al establo. Lo delató la forma en que hablaba de ellos y le acariciaba los lomos.
Cuando llegaron al espacio donde tenía escondidos los pupitres, por primera vez Teresa sintió agrado y gratitud hacia el hombre. Estaban en muy buen estado, no necesitarían refacciones.
Lola apareció en menos de cinco minutos, anunció que la comida estaba en la mesa. Pedro, en vez de llevarla al comedor principal donde había planificado que se sentarían a almorzar, la llevó a una parte de la galería desde donde se divisaba la sabana.
Habían colocado una mesa mediana con un mantel color beige. Sobre ella había flores y una cubertería fina. El centro de mesa estaba hecho de margaritas, de esas que crecían en su patio.
Él le abrió la silla para que se sentara.
Teresa agradeció los detalles.
—De nada —musitó él, cerca del oído de la mujer, quien se estremeció con un corrientazo.
Lola se apareció con dos aperitivos de frutas bañadas en miel.
—Delicioso —fue lo único que pudo pronunciar. El nudo en su garganta amenazaba con no permitirle tragar más.
En medio del almuerzo, Víctor con una guitarra. Hizo sonar las cuerdas hasta que empezó a cantar una canción vieja de Roberto Carlos.
Quiero ser tu canción
Desde el principio al fin….
La mujer pensó que era una artimaña de Pedro para conquistarla. Subió la guardia.
—¿Cómo sabe que me gusta Roberto Carlos?
—No lo sabía, es mi cantante favorito.
—¡Por Dios! —dejó caer el tenedor al plato.
Pedro se sorprendió por la reacción, pero ya tenía listo el comentario, que vino acompañado de una sonrisa:
—¿Le molesta que me guste? ¿O es que piensa que solo a usted le puede gustar ese cantautor?
—¡Sí! —la voz le salió chillona como la de las niñas, y se avergonzó enseguida de su acción—. Lo siento.
Pedro volvió a sonreír, una sonrisa más amplia que la anterior.
—No hay problema. Víctor, ¿puedes tocar algo de tu música?
El chico asintió y empezó a sonar una melodía sin letra.
Mientras tanto, Lola les servía el plato principal: un lomo fino a la brasa, con papas gratinadas y vegetales verdes, crujientes. El manjar olía a delicias.
Comieron en relativa calma. Teresa sentía vivamente el peso de la distancia que con su recelo ponía entre ella y Pedro. Había sentido acortarse esa distancia, cuando hablaban de flores y demás cuidados, pero estaba de nuevo patente en la mesa. Teresa lo observaba y llevaba unos cuantos bocados a la boca. Mientras Pedro trataba de charlar con amenidad, ella solo se fijaba en el color de sus ojos, en la textura de su piel, en el gesto que hacía al llevar el vaso de líquido a la boca. Y mientras más lo contemplaba, más pensaba en las muchas razones por las que debía estar alejada de él. Su lado de mujer romántica y soñadora le susurraba que se lanzara, que le diera una oportunidad. Su otro lado, el de mujer racional y llena de moralidades, ese lado que había regido su vida, rechazaba la idea de inmediato.
—No debió tomarse tantas molestias —retiró el plato sin terminar de comer.
—Para mí es un gran placer saber que puedo complacerla con pequeñas cosas.
Ella permaneció en silencio.
Y como no habló más ni siquiera cuando le hablaron, Pedro también abandonó la comida. Le pidió que se dirigieran otra parte de la galería. Se sentaron en otras mecedoras. Lola les llevó café negro.
Café que nada hizo en el cuerpo de Teresa, quien a los minutos la venció el sueño, fuese por la temperatura o la comida o el trinar de los pájaros. La invadió una paz que hizo que cerrara los ojos y echara la siesta que hacía años no tomaba, porque en su casa era imposible: siempre debía hacer algo para Enrique, darle la compota, la medicina, cambiarlo de posición cada cuarto de hora para no afectar la circulación...
Se despertó con un brinco a los veinte minutos.
Miró a Pedro, quien con una sonrisa se mecía a su lado, la vista fija en el exterior.
— ¿Por qué me dejó dormir?
—¿Por qué no? —el hombre desbordaba tranquilidad, una paz inmensa.
—No es correcto —dijo entre dientes.
—A nuestra edad hay más cosas incorrectas que nos podemos dar el lujo de hacer. Créame, nos lo hemos ganado. Se notaba que necesitaba ese descanso.
El rostro de Teresa se enrojeció de la cólera. Preguntó dónde era el baño, que necesitaba refrescarse.
Al mirarse al espejo se le aguaron los ojos. ¿Desde cuándo alguien no se preocupaba de que tomara una siesta? ¿Desde cuándo alguien no le regalaba su tiempo sin presiones, ni afanes?
Primero había sido la crianza de sus hijos, las exigencias de su esposo, la rehabilitación de Olivia y luego, cuando ya disponía de tiempo para ella, su marido enfermó.
Ahora estaba ocupada en las actividades de la iglesia y el cuidado de su esposo. A sus hijos no podía culpar. Habían hecho sus vidas en la capital, y ya le habían dado nietos. A veces viajaba a la ciudad para verlos o ellos venían en los puentes festivos o en las fiestas. Pero eso era insuficiente en esta etapa de su vida. Siempre había trabajado para los demás, sin reclamar tiempo para ella, y ahora venía este hombre a abrirle los ojos a necesidades que tuvo enterradas en el fondo de su corazón durante tantos años.
¿Qué carajos iba a hacer?
Era una mujer responsable, no podría dejar su vida tirada porque sí o abrir su corazón al primero que le decía que tenía lindos ojos. Era una mujer madura, con obligaciones. Lo que había pensado sentada a la mesa con él, no lo podía considerar. Haría bien en recordarlo.
Ya un poco más tranquila, se dirigió donde la esperaba Pedro. Le pidió que la llevara a su casa.
Notó algo en los ojos del hombre, como si una chispa se hubiera apagado.
“Ese no es problema mío”, se dijo.
Olivia y Claudia habían trabajado durante la mañana sobre los pasos a seguir con el resto de familias que esperaban la restitución. Claudia le había comentado que el día anterior estuvo reunida con el grupo de memoria histórica, que en dos días volverían a Bogotá con parte de los testimonios.
—Algunos son para poner los pelos de punta.
Olivia levantó los ojos enseguida ante el comentario de Claudia.
—Perder a un ser querido en circunstancias violentas no es cualquier cosa —contestó Olivia con un ardor en la boca del estómago.
—Hay relatos de abusos, en especial hacia mujeres, pero presiento que no los cuentan todos.
—La gente relata con más facilidad los hechos violentos que le han ocurrido a sus seres queridos que aquellas historias que han vivido en carne propia, como las torturas, violaciones o mutilaciones. —adujo Olivia.
Se miraron a los ojos en silencio, ambas sabían, que ese era el caso de Olivia.
Olivia enrojeció de repente.
—Lo sé, lo sé, Claudia, sé que intentas decirme. Para mí es difícil mostrar lo que me pasó.
—Para esos hombres y mujeres que se han atrevido a contar su historia también y, sin embargo, han sido más valientes que tú —Claudia dejó de hablar del tema ante la expresión de desolación en el rostro de Olivia—. Presentarán el informe en la fecha acordada.
Olivia asintió. En ese momento, anheló que su vida fuese otra, ser una persona común, tener otra carrera, ser de otra región.
—En menos de una semana es la reunión con los esposos Preciado —señaló Olivia.
—Sí, la planificación está viento en popa, se van a hospedar en El Álamo.
Olivia ya lo sabía, habían hecho llegar su protocolo de seguridad algo más temprano, según le había informado William, porque Miguel no le había dicho nada. Claro, no tenía por qué hacerlo. A duras penas le hablaba, los últimos días solo lo vio en un par de ocasiones a la salida de la alcaldía. Se encontraban por casualidad, y al menos tenía el gesto amable de acompañarla hasta la puerta de la casa. No obstante, ante cualquier comentario de ella, gruñía.
Olivia dejó de pensar en Miguel y en sus razones tontas para no comunicarse. Tomó su libreta de apuntes y el bolígrafo.
Claudia la tomó del brazo, no podía irse todavía. Le contó que el jefe de seguridad de los esposos Preciado había llegado antes de tiempo y se había reunido con William e Iván.
—No lo sabía.
—¿Andas el día entero con ese maldito hombre y no te ha dicho nada? ¿De qué carajos hablan ustedes dos?
Olivia bajó la cabeza.
—Hablamos muy poco.
—¿Entonces? —levantó una ceja.
—No es fácil de explicar, Claudia. La mitad del tiempo sé que desea una conexión conmigo, y la otra mitad solo pienso en que quiere retorcerme el cuello.
Claudia soltó la carcajada.
—Ese súper drama de ustedes dos es tema para una telenovela. Por la manera en que te mira, sé qué tipo de conexión es la que desea contigo. ¡Cuidado con un cortocircuito!
Olivia también rió. Le dio con la libreta en el brazo.
—Deja de decir bobadas.
Cuando quedaba solo un rastro de la sonrisa, Claudia inhaló y se puso seria.
Insistió.
—Ten cuidado.